sábado

MALCOLM LOWRY (1909-1957)




EL SENDERO DEL BOSQUE QUE LLEVABA A LA FUENTE

(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)

Traducción de Eva Iribarne Dietrich.

PRIMERA ENTREGA

I

A Margerie, mi mujer.


AL ANOCHECER, todas las tardes, solía atravesar el bosque para ir a buscar agua a la fuente.

El camino que llevaba a la fuente desde nuestra cabaña era un sendero que corría serpenteante a lo largo del borde escarpado del brazo de mar, entre zarzas y frambuesos rojos y negros, con el mar abajo a la derecha, y los techos en declive de las casas, todas ellas construidas sobre la playa, alrededor de la pequeña bahía.

A lo lejos se mecían suavemente las cimas de los árboles: pinos, arces, cedros, abetos, alisos. Muchos de ellos eran de segundo crecimiento, pero algunos de los pinos eran gigantescos. El bosque había sido talado cada tanto, pero el vacío dejado por los leñadores no había tardado en ser ocupado por los nuevos abedules y las plantas trepadoras que crecían rápidamente.

Más allá, hacia la fuente, a través de los árboles se amontonaban las montañas, cumbre tras cumbre reclinada sobre el cielo, de picos nevados la mayor parte del año. Al caer la tarde eran de color violeta y con frecuencia parecían estar incendiadas por el fuego blanco de la niebla. A veces, por la mañana temprano, esa niebla era como la desmedida ropa lavada de los Titanes, colgadas para secarse entre los repliegues de los montes más bajos. Otras veces todo era un caos, y las Walkirias de la tormenta se lanzaban contra ellas desde cielos de nubes incesantemente renovadas.

A menudo todo cuanto podía verse de la tierra toda que amanecía era un sol enorme y la silueta recortada de dos pinos, como un gran fuego detrás de una catedral gótica. Y a la noche los mismos pinos escribirían un poema chino sobre la luna. Desde las montañas, llegaba el aullido de los lobos. En el sendero que llevaba a la fuente las montañas aparecían y desaparecían entre los árboles.

Y al atardecer, también, pasaban las gaviotas que regresaban a lo largo del brazo de mar de sus excursiones diarias a las costas de la ciudad, cuando el viento gemía en los árboles, como lanzado por una catapulta.

Aparecían incesantemente en vuelo desde el oeste con sus alas angelicales; algunas seguían directamente el brazo de mar, otras planeaban sobre los árboles, otras llegaban despaciosamente, despreocupadas, perdiendo altura, o volando terriblemente alto, en una dispersa maratón de gaviotas.

A la izquierda, medio ocultas entre los árboles, en monolítica actitud de soledad, como celdas monásticas o de anacoretas, se levantaban las casillas de madera del fondo de las cabañas.

Eso era lo que se veía desde el sendero, que no sólo era el camino a la fuente sino una sección del único camino a través del bosque que unía las distintas casas de Eridanus, y si la marea estaba alta, a menos de ir con bote, el único medio de llegar hasta los vecinos.

No es que los vecinos fueran muchos. Durante la mayor parte del año solíamos estar casi solos en Eridanus. Mi mujer y yo, un constructor de botes de la Isla de Man llamado Quaggan y ocasionalmente alguno de sus hijos, un danés, Nicolai Kristbjorg, y un natural de las Islas del Canal de nombre Mauger y poseedor de un barco pesquero, el Sunrise, éramos por lo común los únicos habitantes, y en una ocasión habíamos estado enteramente solos todo el invierno.

Y sin embargo, a pesar de su aire de soledad, la mayor parte de las cabañas estaban pintadas cuidadosamente de alegres colores, y algunas hasta tenían nombre. La más próxima a nosotros se llamaba Dunwoiken y por los escalones junto a la fuente, a la derecha, se bajaba a Hi-Doubt, que en verdad llena de dudas, no estaba construida sobre pilotes hundidos en la tierra firme de la playa, sino sobre rodillos, para que así fuera más fácil llevarla flotando por el agua a otro lugar, de ser necesario, y en esa comarca no era raro ver una casa montada sobre rodillos semejantes que, el humo saliendo de las chimeneas, arrastrada por un remolcador, se deslizaba corriente abajo.

La última y la situada más al norte de las cabañas, la que más cerca estaba de las montañas, llevaba el nombre de Four Bells, y pertenecía a un amable y campechano maquinista cuyo hogar en realidad se hallaba en las Praderas.

En la orilla opuesta, a la derecha del sendero, del otro lado de la milla de agua, corrían las vías del ferrocarril a lo largo del borde del brazo de mar, tal como el sendero serpenteaba a lo largo de nuestra orilla, con unas cabañas misteriosas por debajo del terraplén.

Siempre tuvimos la impresión de que podíamos saber cuándo el maquinista traía su tren de vuelta con la perspectiva de una estadía en Four Bells, en donde, desde su garita, quizá pudiera distinguir del otro lado del agua a su velero que tiraba del ancla como un cabrito, por la forma gloriosa con que hacía sonar el silbato en alegre saludo. Sin duda era el fogonero el que lo hacía, pero nosotros veíamos en el señor Bell al artista. Después de saludarnos a través del agua, el sonido era repetido por el eco durante un largo minuto, yendo y viniendo por los desfiladeros y las gargantas de las montañas, y siempre al día siguiente de que eso ocurriera, o esa misma noche, se podía ver salir el humo de la chimenea de Four Bells.

Otros días, durante las tormentas, eran los truenos los que del mismo modo iban retumbando y prolongándose en ecos a lo largo del brazo de mar y de los desfiladeros.

“Four Bells” no llevaba ese nombre de “Cuatro campanadas” porque su propietario, como yo, fuera un antiguo marino, sino porque él se apellidaba Bell y su familia incluía tres miembros más, de modo que realmente había cuatro Bells. El seños Bell era un hombre alto, huesudo, de cara curtida y rojiza, y dotado del singular hálito poético y el aspecto de responsabilidad adecuado a su profesión, pero no bien el humo empezaba a salir por la chimenea y él comenzaba a dar vueltas por su barco, de nuevo tenía el aire feliz del chico que había soñado en ser maquinista.

Los cargueros de gran calado pasaban silenciosos por el brazo de mar hacia el puerto maderero invisible, situado al otro lado de la punta, al norte de Four Bells, o con una fuerte inclinación de carretilla, se dirigían al océano, mientras las máquinas iban diciendo:

Frère Jacques
Frère Jacques
Dormez-vous?
Dormez-vous?

A veces también, al borde a la noche, se veía un barco como una daga enjoyada, desprendido de la oscura vaina de la ciudad.

Como nosotros estábamos en una bahía dentro del brazo de mar, la ciudad y también el pueblo -y doy este nombre al puerto junto al aserradero, Eridanus Port- la ciudad, pues, era invisible para nosotros, y desde el sendero teníamos la impresión de que estuviera detrás de nosotros, y casi enfrente teníamos a Port Boden, del que sólo se veían las líneas de alta tensión tendidas sobre la aurora o sobre el humo blanco color genciana de la fábrica de tejas de madera, y en la orilla opuesta también, aunque más cerca de la ciudad, estaba la refinería de petróleo. Pero la punta sur nos bloqueaba lo que hubiera sido, más allá de las amplias entradas de la marea, el panorama distante de los puentes de contrapeso, los rascacielos y los puentes de señales ferroviarias de la ciudad, más otras montañas altas de ese lado también, y en esa punta al sur, se levantaba un faro.

Era una construcción de hormigón blanqueada, delgada como una cerilla, como un faro mágico, sin guardián, curiosamente como un ser humano que viviera allí solitario de pie sobre su roca, la lámpara rubí por cabeza y el generador atado a su espalda como una mochila; junto a él, en la orilla, florecían las rosas silvestres a comienzos del verano y, sin falta, cuando surgía la estrella vespertina, daba comienzo a sus benéficas señales.

Si uno se figura que una tarde cualquiera tomara en la ciudad un vapor de recreo que recorriera el brazo de mar en dirección a las montañas del norte, una vez que hubiera quedado atrás el puerto de la ciudad con sus grandes cargueros procedentes de todas partes del mundo, y sus astilleros, se verían luego, a estribor, las vías del ferrocarril que se alejan de la ciudad sobre la orilla, pasan por la estación de la refinería de petróleo y corren al pie de los escarpados acantilados que se convierten en una alta montaña boscosa, hasta llegar a Port Boden, para después perderse de vista al hacer una cueva e iniciar un largo ascenso por la montaña; a babor, por debajo de los picos blancos y la enorme foresta de las laderas de las montañas se verían las avanzadas de la resaca, una cantera de cascajo, la reserva de indios, una compañía de lanchones y después la punta donde florecían las rosas silvestres y los mergánsares anidaban y el faro mismo; luego, una vez pasada la punta, con el faro a popa, allí se empezaría a cruzar nuestra bahía, con sus pequeñas cabañas sobre la playa, bajo los árboles, donde nosotros vivíamos en Eridanus, y también ahí estaría el sendero serpenteando a lo largo de la orilla; sólo que desde el vapor se podría ver lo que nosotros no podíamos, inmediatamente después de la punta que seguía a Four Bells, es decir, se vería Eridanus Port -o, en la actualidad lo que había sido Eridanus Port y es ahora tierra subdividida para un loteo; y quizá antes de eso se vería a algunas personas que saludaban agitando la mano al paso del vapor, y a bordo el hombre del megáfono que señala los puntos de interés diría despectivamente: “Intrusos, hace años que el gobierno está tratando de sacarlos!”, y esos seríamos nosotros, mi mujer y yo, saludando alegremente; y luego nuestra bahía habría quedado atrás y se estaría navegando directamente hacia el norte, hacia los picos eternamente nevados de las montañas, pasando junto a numerosas y encantadoras islas deshabitadas, pobladas de altos, y poco a poco se avanzaría dentro de la garganta que se estrecha, hasta llegar al extremo final de esa maravillosa región salvaje conocida por los indios como el Paraíso, y donde aun hoy, en medio de los afiches, clavados en los árboles, de tóxicos suaves y dispépticos, es posible obtener por el equivalente de lo que solía ser una corona inglesa, una taza de té débil y frío, con un bolsita adentro, en un lugar llamado Ye Olde Totemlande Inne.

De este lado de Four Bells se encontraban dos cabañas innominadas, a las que seguían Hangover, Wywurk, Doo-Drop-Inn y Trickle-Inn, pero en ellas no vivía nadie, salvo en verano, y todas ellas permanecían desiertas el resto del año.

Al principio, al pasar remando frente a ellas -ya que los nombres figuraban del lado de las casas que daban al mar- el majestuoso nombre de Dunwoiken me había llamado la atención y había pensado que debía haber sido construída por algún escocés exiliado, en recuerdo de alguna antigua propiedad, y que aun caído en desgracia seguía viviendo en un paisaje que le recordaba las montañas y los ríos de su patria. Pero eso había sido antes de que comprendiera que ese nombre era primo hermano de Wywurk y que ambos eran, por así decir, una especie de chiste. “Dunwoiken” había sido construida por cuatro bomberos -hombres unidos al fuego pero en la ciudad, no como yo, fogonero en un barco- pero inmediatamente después de terminarla habían perdido interés y nunca más habían vuelto por la playa, si bien deberían de haberla vendido o alquilado pues a lo largo de los años había gente que llegaba y se marchaba.

Una vez que hube comprendido el chiste que encerraban algunos, y el modo con que se los debía pronunciar, más siniestros aun que la misma escritura, esos nombres empezaron a irritarme, en espacial Wywurk, “por qué trabajar”. Pero fuera del hecho de que Lawrence había escrito Kangaroo en una casa llamada Wywurk en Australia (lo que más que molestarlo le había hecho gracia), cosa que yo ignoraba en esa época, creo ahora que esa irritación se debía en realidad a ignorancia o snobismo. Y en estos días en que calles y casas son meros números sin alma ¿no es caso la supervivencia de algún instinto de la individualidad en lo que respecta a la propia casa, algo que opone la ironía y la autocrítica de ese mismo estado de uniformidad, en la lucha por la propia individualidad, pese al mal gusto empleado? ¿Y eran acaso aquellos nombres más presuntuosos o faltos de imaginación que las fuentes señoriales que parodiaban? ¿Es acaso Inglewood nombre de mayor imaginación que Dunwoiken? ¿Lo es Chequers? ¿O la Casa Blanca? ¿Es acaso el Miramar de Maximiliano preferible a Paisaje de arces? ¿Y acaso no ha superado Cumbres borrascosas la cursilería de su nombre? Pero entonces sí me irritaban y en particular Wywurk. El ingenio holofrástico de ese nombre, y la fácil respuesta que su significado encontraba, nunca dejaban de provocar los comentarios de quienes, más opulentos, pasaban en las lanchas, y como que debían ser dichos a gritos apara que fueran oídos a pesar del ruido del motor, se los podía escuchar perfectamente desde la playa. Pero en los últimos años, cuando estuvimos viviendo más cerca de esa casa, pronto hube de agradecer la distracción que aquel nombre me proporcionaba.

Pues los comentarios nacidos sobre el mar que llegaban a nuestros oídos, que eran invariablemente hirientes u ofensivos y se nos clavaban en el corazón antes de que las lanchas llegaran a Wywurk, nunca dejaban de ser apreciativos al pasar frente a Wywurk. Primero se discutía el ingenio del chiste, una vez que se había caído en la cuenta del mismo, y luego los ocupantes de la lancha consideraban su contenido filosófico, y el resultado era que desaparecían del otro lado de la punta norte en ese estado de benévola tolerancia que sólo sobreviene al lector superior que de pronto ha comprendido el significado de un oscuro poema.

Hangover -sin duda una simple enunciación en conmemoración de alguna querida y quizá hasta olvidada borrachera o quizá un permanente estado mental catastrófico, ya que nunca veíamos entrar ni salir nadie de esa casa y hasta ahora no lo hemos visto- rara vez inspiraba algo más que una risa ahogada. En tanto que Four Bells, nombre que había sido elegido con amor, casi nunca llegaba a provocar un comentario.

Con el tiempo llegué a comprender que la aldea estaba compuesta, en realidad, por dos aldeas, que estaba dividida casi con toda precisión en las casas con nombres y las casas sin nombre, si bien esas dos aldeas, como dimensiones impenetrables, ocupaban el mismo lugar; y que había aun otro pueblo, o especie de pueblo, junto al aserradero, en torno de la punta norte, que compartía nuestro nombre de Eridanus, como también lo hacía el mismo brazo de mar.

Las casas con nombres, con excepción de Four Bells -dado que las estadía del señor Bell se producían en cualquier estación- Hangover, Wywurk, Hi-Doubt y demás, pertenecían a gentes que sólo iban a Eridanus los fines de semana durante el verano o pasaban unas vacaciones estivales de una o dos semanas allí. Eran electricistas, leñadores, herreros, en su mayoría habitantes de la ciudad que ganaban buenos salarios pero no lo bastante altos como para poder tener una casa de verano en una de las colonias más al norte, sobre el brazo de mar, donde se podía adquirir la tierra, y que era un lugar donde realmente les hubiera gustado poder comprar; construían sus cabañas allí porque eran tierras fiscales y porque la Comisión del Puerto, que a menudo pensé que debía estar presidida por Dios en persona, no oponía reparos. La mayoría de esos veraneantes tenían chicos, a la mayoría les gustaba la pesca como deporte y hacer lo que suponían que se supone que uno debe hacer en las vacaciones de verano. Cuando llegaban lo pasaban, en su mayoría, maravillosamente bien haciendo esas cosas y luego se marchaban de nuevo -para alivio nuestro, lamento decirlo, y de las aves marinas-, en algunos casos sin duda para convertirse en exactamente la misma clase de gente que más tarde haría comentarios hirientes, cuando desde su superior situación sobre las lanchas a motor observaban las casuchas de los usurpadores que todavía vivían en lugares semejantes.

Los otros, los que vivían en su mayor parte en las casas sin nombre, eran todos, salvo una excepción, pescadores de alta mar que habían vivido allí mucho antes de que llegaran los veraneantes, y que tenían sus casas allí por alguna especie de “derecho de costa” reconocido a los pescadores. La excepción era el constructor de botes originario de la isla de Man, cuya barraca de botes eran tan grande como una capilla y estaba construida de tablones de cedros trabajados a mano, y cuyo muelle flotante dividía en dos la bahía y servía de embarcadero general, la única cosa quizá que convertía a ese puerto en una entidad, y él parecía ser el padre o el abuelo de la mayoría de los demás pescadores, de manera que, al modo celta, aquello era algo así como una gran familia, en la que distaba mucho de ser fácil entrar.

A veces, cuando estaba tormentoso, en los últimos tiempos, solíamos sentarnos en su cabaña, sembrada con un orden aparentemente desordenado de punzones y sierras, gubias y clavos y tuercas, a tomar té, o whisky si teníamos, y a cantar el viejo himno de los pescadores de la Isla de Man, mientras la tempestad rugía en el brazo de mar y el agua, apenas menos ruidosa, corría tumultuosa por su canal de pinoabeto.

Como estábamos tomando té o whisky adentro mientras sus hijos, los pescadores, estaban afuera -y además la extraña vida que estábamos llevando nos había inspirado para ese entonces, a mi mujer y a mí, una aversión hasta a pescar- de vez en cuando cantábamos el himno un tanto irónicamente. Pero, a nuestro modo, debíamos sentir realmente lo que cantábamos. Yo había salvado una guitarra, no de mi época de músico de jazz, sino una más antigua, de la época en que había sido fogonero en un barco, mi mujer tenía una hermosa voz y tanto el viejo como yo no teníamos malas voces de bajo.

No hay himno alguno como este gran himno cantado sobre la melodía de Pell Castle, con sus sonoros acordes menores en los que resuena todo el salvajismo del mar y en el que, sin embargo, la palabras de súplica son menos un ruego a la merced divina que un canto a la gracia de Dios.

Hear us, O Lord, from heaven Thy dwelling place.
Like them of old in vain we toil all night,
Unless with us Thou go who art the Light,
Come then, O Lord, that we made see Thy face.

Thou, Lord, dost rule the raging of the sea
When loud the storm and furios is the gale,
Strong is Thine arm, our little barks are frail,
Send us Thy help, remember Galilee… (1)

Cuando las rosas silvestres empezaban a florecer en la punta junto al faro, y los mergánsares entraban y salían nadando de entre las rocas, con sus polluelos sobre el lomo, aquellos pescadores se marchaban, a veces cada uno por separado, a veces en parejas, a veces tres o cuatro barcos juntos, y podían verse los botes pesqueros recién pintados, como orgullosas jirafas blancas, con su alto aparejo, que doblaban la punta.

Se marchaban al mar, y algunos de ellos no volvían jamás, y cuando ellos se hacían a la mar, Eridanus era invadido por los veraneantes.

Luego, a principios de septiembre, como barridos por la gran oleada de los barcos de los pescadores que regresaban virando en la bahía, que se quebraba a lo largo de toda la playa, penetrando por fin en la bahía con el trueno sucesivo de las grandes olas, los veraneantes partían, de vuelta a la ciudad, y los pescadores, los botes en pareja o uno a uno, regresaban de nuevo a sus casas.

Eran en total apenas una media docena los pescadores que vivían en Eridanus, de modo que, cuando en aquel tormentoso equinoccio, Kristborg, que se había marchado solo a Alaska en su viejo barco, recio y chato, pintado de verde para diferenciarse de los demás, no había regresado aun, se sentía un vacío.

Quaggan, mi mujer y yo estábamos arreglando la vieja cocina de hierro de Quaggan con una mezcla de cenizas, amianto y sal, al tiempo que cantábamos el himno de los pescadores, cuando de pronto entró Kitsborj, un danés pelado, de cara ancha y fuerte pero de expresión infantil, que vivía como pescaba, absolutamente solo. De ahí a poco todos estábamos cantando algo muy diferente, una canción danesa suya, cuya traducción podría ser la siguiente:

It blew a storm in the red-light district
It was blowing so hard that not a sailor
Was blown off the sea but a pimp was blown
Off the street. It blew through the windows,
And it rained through the roof -
But the gang chipped in and bought a pin.
And was it better
When a bunch of soaks are together -
Even when the roof is leaking?

Kristborg venía siempre a despedirse con mucha solemnidad antes de partir cada verano, como si fuera la última vez. Pero nosotros teníamos la impresión de que a veces le gustaba demorar su regreso más de la cuenta para que lo extrañáramos, y por cierto que lo echábamos de menos.
-Estábamos inquietos por usted, Nikolai, temíamos que con este tiempo no volviera más.
Pero resultaba que sí había vuelto, pero había estado oculto en la ciudad durante una semana.
-…En la ciudad hice un poco de ejercicio. Había estado sentado tanto tiempo agachado en el bote. Nunca vi una calle más llena. Siguen juntando la mugre de siempre. Los tranvías se zarandean cada vez más… Me tomé un par de botellas de whisky de centeno… Me pareció que eso de caminar un poco me haría bien…

Quaggan amaba la madera, cualquiera fuera, y no le interesaba gran cosa la pesca (salvo allí mismo, al extremo de su muelle, siempre antes de ir a visitar a sus nietos). “El pinoabeto es muy suave de este modo”, solía decir con cariño hablando de su valiente canal, que había sobrevivido intacto un cuarto de siglo.

Había también otro hombre solitario, nacido en los páramos de Yorkshire, que vivía completamente solo más allá del faro, y aunque rara vez se llegaba hasta nuestra pequeña bahía, de vez en cuando lo veíamos, cuando íbamos nosotros hasta la punta. Su alegría era comprobar que el faro automático funcionaba como era debido, según nos había dicho, y tan pronto como veía que nos aproximábamos, se echaba a hablar, como consigo mismo.
-Las águilas, cómo vuelan en grandes círculos! La naturaleza es una de las cosas más hermosas que haya visto en mi vida. ¿No vieron el águila ayer?
-Sí, Sam, la vimos…
-El águila estuvo dando vueltas para reconocer el terreno, para mirar la región. Grandes círculos, de dos millas de ancho… Pronto verán los cangrejos bajo esas piedras, y entonces habrá llegado la primavera. En primavera hay algunos cangrejos no más grandes que una mosca. Y digo yo, ¿han visto ustedes alguna vez cómo está construido un elefante? ¿Y cómo sacaban los viejos romanos sus escudos de las alas de los gallos?
-¿Gallos, Sam?
-Sí, pues. Y miren un poco el desierto, el Sahara, donde los caminos caminan con sus pezuñas que son como escupideras al revés. Una vez construyendo un ferrocarril -decía, apoyándose contra el faro, moviendo la cabeza afirmativamente-, pero los insectos levantaban todas las traviesas de madera. Por eso es que ahora ponen traviesas de metal y con las formas de las pezuñas de los camellos… La naturaleza es una de las cosas más hermosas… Y pronto los pájaros, y muy pronto los cangrejos traerán la primavera, mis queridos, y el venado que cruza a nado la bahía con sus hermosas astas sobresaliendo como ramas, nadando hasta llegar aquí al faro, en primavera… Entonces verán las libélulas como máquinas voladoras dando marcha atrás…

Los veraneantes rara vez veían las terribles depredaciones que sus casas debían sufrir en invierno, ni tenían idea de lo que era vivir en ellas durante esos duros meses. Tal vez se preguntaran cómo era que las cabañas de verano no habían sido barridas por las tormentas que habían oído aullar y azotar las ventanas de la ciudad, por los troncos que podían imaginar golpeando los pilotes y los cimientos de sus chozas, por la tempestad, siempre la peor desde 1866, acerca de la cual habían leído en el diario de la ciudad llamado El Sol, adquirido a una hora del día en la que el sol se había ocultado, sin por lo demás, a veces, haberse levantado; al día siguiente tal vez irían, dejarían el coche arriba, junto al camino -pues a diferencia de nosotros, ellos tenían coche- y sacudirían la cabeza al comprobar que la casa todavía seguía estando allí. Qué buena construcción, dirían. Y era verdad. Pero la verdadera razón era eso que ocurría en Eridanus, que existía por la gracia de Dios y sin policías ni bomberos ni ninguna otra protección cívica, que volvía precavidos y considerados a sus escasos habitantes. Y un espíritu hubiera visto en invierno a los pescadores protegiendo esas casas de veraneo como propias, pero para cuando el verano llegaba los pescadores se habían marchado, sin pedir ni esperar agradecimiento. Y mientras los pescadores estaban ausentes era asimismo verdad que los veraneantes no estaban dispuestos a tolerar que Algo malo le ocurriera a la casa de un pescador -si es que habían vivido lo bastante en la playa como para atinar a pensarlo, o si acaso habían sido ellos mismos pescadores, como solía ser el caso, o si eran gente vieja.

Eso era Eridanus, y el vapor hundido de la difunta línea Astra que le había dado el nombre se hallaba a la vuelta de la punta, más allá del faro, donde, al fallarle las máquinas había sido arrojado contra la costa por un viento salvaje, hacía decenas y decenas de años, con una carga de cerezas en alcohol, vino y mármol viejo del Portugal.

Las gaviotas dormían como palomas en los palos del barco, donde la hierba crecía a popa de la cocina muerta, y a principio de la primavera se arrancaban con el pico las viejas para dar lugar a su nuevo y brillante plumaje, como pintura blanca fresca. Las golondrinas y los jilgueros entraban y salían por las volutas del tajamar. Una hoja de la hélice de repuesto había quedado abandonada contra la abertura de la popa. Más abajo el peso de palanca y el calzo de palanca dormían en una quietud eterna. La hierba crecía también en las crucetas caídas, y las flores silvestres había arraigado en las cabrias muertas: margaritas, glorias de la primavera y zigadenias de flores cremosas. Y en la proa, como un comentario a mi propio origen, pues yo también he nacido en esa ciudad cuya calle mayor es el océano, todavía podía distinguirse el fantasma de las palabras: Eridanus, Liverpool…

También nosotros, los pobres, éramos Eridanus, una comunidad condenada, perpetuamente bajo la sombra del desalojo. Y como el propio Eridanus, en su eterno flujo y reflujo, se hallaba el brazo de mar. Y en el cielo, por la noche, como me enseñó mi mujer, apagado y errante por debajo del errante Orión, fluía en estrellas la constelación Eridanus, a la vez conocida por los nombres del Río de la Muerte y Río de la Vida, colocada allí por Júpiter en memoria de Faetón, aquel que una vez se había hecho la espléndida ilusión de que podría ganar los flamígeros corceles de Febo, su padre.

La leyenda sólo dice que Júpiter, presintiendo el peligro que el mundo corría, disparó un rayo que golpeó a Faetón arrojándolo, la cabellera en fuego, al río Po, y que luego, a más de crear la constelación en honor de Faetón, por compasión transformó en álamos a las hermanas de Faetón, para que pudieran estar siempre cerca de su hermano y protegerlo. Pero el hecho de que se preocupara tanto hace pensar que él, no menos que Febo, debió quedar impresionado por la tentativa, y que el asunto debió darle que pensar. No hace mucho nuestro diario local en una muestra sorprendente de súbito interés por la mitología clásica, afirmó que en el nombre de nuestro pueblo había algo ofensivo, algo de carácter político y hasta internacional, algo que denotaba influencias foráneas, y el resultado ha sido un cierto movimiento de parte de algunos remotos ciudadanos de pro, no sé por qué motivos, de cambiar su nombre por el de Shellvue. Y es indudable que la vista de esa determinada dirección es muy atrayente, con el rojo cirio votivo de los residuos de petróleo que arde tembloroso y constante durante la noche frente a la resplandeciente y descubierta catedral que es la refinería de petróleo…

Notas

(1) Escúchanos, oh Señor, desde el cielo tu morada / Como antaño en vano penamos la noche entera / A menos de que con nosotros Tú vayas, que eres la luz / Ven pues, oh Señor, que podamos ver Tu rostro -Tú, Señor, gobiernas la cólera del mar / Cuando fuerte es la tormenta y furioso el temporal, / Poderoso es tu brazo, frágiles nuestras barcas / Préstanos Tu ayuda, recuérdate de Galilea.
(2) Sopló una tormenta en el barrio de las luces rojas / Soplaba tan fuerte que ni un solo marinero / Voló del mar pero un rufián voló / de la calle. Soplaba por la ventana, / y llovía por el techo… / Pero la partida entró y pidió una pinta / ¿Y qué hay de mejor / Que cuando un grupo de borrachos está junto… / Aun si el techo se llueve?





























































































































































































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