viernes

UN ADELANTO EXCLUSIVO DE "VOLVER...VOLVER"


(novela de Saúl Ibargoyen editada por el Grupo Editor Conjunto, que se distribuirá en librerías a partir de diciembre)

“Señor, sígame, pase por el medio de esos dos panteones. No se me distraiga, uno entiende… los sentimientos sí que joden. Pero hace un calorón y es mejor terminar de rápido, ¿no?” la lógica indicación del ayudante.


Unos pasos, ¿cuántos?, hasta llegar a unas señales en el piso de terrones impuros, polvo de materias diversas, piedras de cal, piedras de óxido de hierro, piedras sin musgo, ladrillos formando un desordenado y anfractuoso rectángulo, “Como en una foto aérea de las ruinas de Sumeria”, una plancha cuadrada de granito desteñido, apenas con quebraduras en los ángulos, dos nombres, un apellido compuesto, fechas bastante legibles, tal vez por esa inercia cósmica que lucha contra la imparable disolución de toda cosa.


“¿Vio, señor? Es la tercera y última… Es que me sé todo esto a la pura memoria, como la tabla del dos, que me la echaba con un cantito: dos-por-una-dos, dos-por-dos-cuatro…” un sorpresivo regreso a la infancia escolar.


“¡En qué sueños de locos estoy metido!” emitió para sí el hombre Leandro, “y este jedor a pipí humano, peor que el de gato o perro alborotado... y las estrellas de cagazón líquida soltadas por palomas y gorriones, pájaros nacidos con la historia de Ríomar… las golondrinas vendrán mañana, semanas faltan… a veces pasaban o pasan gaviotas carniceras… los ciclos se van cumpliendo ¿y nosotros qué?”


“Señor ¿vichó bien lo que está escrito? Sara Raquel…”


“Sí, ya lo he visto. Es de mi hermana este sitio…” y hasta ahí llegó su anotación verbal, pues desde algún lugar inubicable se soltaron frases de puro golpeteo, gemidos de enronquecimiento, flemas en caída libre, y también imágenes alucinadas o ilusionadas, preguntas de confusión y desprecio, “¿Por qué no lo llevaste antes a papá… si tenía infarto? ¿O te confundiste con que era una gripe?” no hubo transición, “¿Y a mamá? ¿Por qué la internaste en aquel ancianato? ¿Para que no te molestara en tu vida de comunista borracho y putañero? Así te fue, te jodiste de lo lindo, poeta fracasado: primero en cana, a la jaula, por tu actividad subversiva, y luego al exilio… Cuando volví de Europa con tu cuñado era tarde para todo… Y mamá ya estaba en la funeraria, ¡qué feo cajón habías elegido! Apenas le arreglé un poco el pelo entreverado y le pinté los labios para disimular que ya ni dientes tenía la pobrecita de Dios…”, el parloteo se ensanchó, “porque ya marchaba para el Cementerio Central. Vos todavía andabas suelto por la calle haciendo maldades contra la democracia, gracias a los milicos nos salvamos. Ah, vos querías ser el hijito bueno, que atendió a su padre hasta el final, y el viejo se murió en tus brazos, sí, pero te ocupaste a destiempo y la cosa se jodió…” el hombre Leandro, sacudido por un torbellino verbal que nadie oía, quiso respirar a favor de un aire casi inmóvil.


“Oiga, don… ¿qué le está pasando? ’Ta muy palidote… ¿Quiere vomitar? Dele si necesita, que a todo hombre macho le toca su debilidá…”


Los ripios del desayuno se mezclaron con el polvillo de la pieza de granito, un doble nombre de mujer recibió ofensa o bautismo. Y ahora todo fue un resplandor agrisado que una nube trashumante sembraba desde un altor de privilegio, “Qué bueno que usted ha llegado, señor Vega en lo Alto, ¿es el hermano de ella, verdad?” una enfermera de discreta edad, túnica blanquísima y cara alargada con cierta distinción de otra clase; a responder, pues, “El solo hermano, es así señora…”, y como quien pregunta suele contestar, aquella dama, consultando unas hojas sobre la clásica tablilla con sujetador, “Su hermana de usted se encuentra muy... digamos, en situación terminal. Es probable que a la medianoche ya no esté respirando, en realidad, no me es fácil entender cómo resistió una agonía de este tipo…” no acabó su explicación pues el hombre Leandro, viéndose a sí mismo en otra dimensión, y apartando las cortinas manchadas que marcaban los lindes del lecho número 1004, sala 27, Hospital Geriátrico, puso los ojos sobre todos aquellos recuerdos que vendrían con la muerte, la cara ciega de Sara Raquel, casi rígida en su grisura, los cabellos endurecidos por antiguas mugres, la boca oprimiendo un vacío de carne: no era la boca de la destacada cantante que no llegó a ser, y luego la sábana fatigada y la colcha desvaída ya apartando del mundo tanta desdicha acumulada, tanto odio sin destino fijo, o en una de esas, odio por un vientre reseco, ajustado al cotidiano débito conyugal, negado al libre placer y a la continuación de la estirpe.


“Oiga, don… con su permiso, le junté estos huesitos, andaban sueltos por arriba del cemento y de la tierra… ¿sabe?, hubo no hace mucho una inundación, por las lluvias, en este lado del cementerio.


Y los nichos se despelotaron todos, hicimos lo que se pudo para ordenar el desmadre. Salieron cosas de abajo, las tablas se pudren según los ácidos del agua… Son tres huesos chicos, uno de cada nicho. Tómelos, es su familia… ¿es o no?” culminó el ayudante, alzando cortamente su siniestra mano sin separar demasiado los dedos de uña oscurecida.


“¿Qué dice usté, señor?” un vértigo en el aliento del hombre Leandro, “¿Qué putas me está diciendo? Y los tales huesos, ¿qué?”


“No se me encabrone, don… Resultó bravo usté… Es pa’que los guarde, un recuerdo de estos vale más que una fotografía, ¿no cree?”


“¿Y cómo sé yo que son de ellos?” la voz actuaba por cuenta propia, “¿Qué estoy preguntando? ¿Qué coños estoy soñando?” la voz operó en silencio, y enseguida hizo cuerpo en la pasividad del aire, “¿Y si no son de ellos, si vienen de otros restos, de otra escoria?” una angustia derrotada por el duro testimonio de las sustancias humanas.


“Mire, don, de laburar aquí tantos años, le puedo asegurar que todos los muertos son iguales, y todos los huesos también. Bueno, en una de esas, ¿qué sabemos de que está hecha la osamenta de cada uno? Los hijos no salen sólo del puro coger, ¿no? Tome, son suyos, no me diga que no…” y colocó aquel polvoso tributo en las manos vencidas del hombre Leandro, quien hizo asiento, ¿qué otra cosa?, en el enredado suelo; al tiro y con los dedos siniestros recogió unos billetes de algún bolsillo, los tendió hacia el ayudante, “Me deja solo, por favor, vaya nomás, gracias por todo, en verdá le digo…”


“Si quiere, don, le traigo una botellita de agua salus…” al recoger los billetes echó su último párrafo el ayudante; luego luego, como en acentuación de vejez, y creyendo escuchar un “no, gracias”, pareció disolverse en los amplios trazos que la luz esbozaba en medio del polvo y su aparente quietud amarilla.


El hombre Leandro hizo entrechocar los huesos entre ambas manos, miró sus dedos rotos o maltrechos por los reumas de la niñez, buscando analogías absurdas, o temblores generados en un indescifrable estado del más atrás, o en una convicción sin razones con rumbo al más allá, o en un relámpago expulsado por el quehacer de esa cosa llamada Tiempo, “Para una tortuga hasta la eternidad debe ser pura materia” un arriesgado planteamiento filosófico, mientras el roce entre las tres piezas grisáceas y resecas daba origen a una sutil polvareda que se dejaba caer hacia lo adentro de “il cuor della terra”, al revés que en los versos de Totó Quasimodo.


“Esta unión es imposible, qué huesos pueden entretejerse, qué existencias separadas unirse, aunque el polvillo humano sea uno y vuelva al barro terrestre y de ese barro quiera renacer la vida… ¿Qué estoy pensando, ¡mierda!, o es el calor que me mastica los sesos?” y el hombre trató de elevarse hacia su verticalidad, procurando usar la energía de codos y rodillas, así obtuvo su postura cotidiana a un cierto costo de sudor y mocos y asomo de lágrimas tardías, “¿Pero qué hago con esto en la mano? Parezco una publicidad a favor de la pinche muerte…” y despidió casi brutalmente aquellos tres livianos objetos que nada ofrecían a su memoria, que nada representaban en las enervadas cavidades de su amor filial o fraterno.

El regreso hacia las calles liberadoras tuvo la lentitud de un cortejo fúnebre marchando en reversa y concentrado en una sola figura.
“Mirá al tipo ese, arrastrándose de solito, tapado de polvo, sudando a lo bestia, tan firme que parecía, ¿no?” el comentario de don Rupertino mientras revolvía azúcar y café en una enorme taza cuyo color no le interesa a nadie.


“Sí, don, pero la verdá, es que se aguantó a lo macho cuando vio las tumbas, y más cuando le puse los huesitos en la mano… salvo una vomitada rápida, por la calor más bien…” la versión del ayudante, “ya ve que hasta me echó unos buenos mangos, la mitá para usté, como arreglamos…”
“Ta bueno, pensé que lo estabas defendiendo” y el funcionario se zampó un tremendo trago de vulgar café, acomodándose en su silla burocrática para la primera siesta del día.


El ayudante, el de inédito nombre, miró un par de minutos más el confuso bulto que mezclaba su dimensión con los mínimos temblequeos del aire amarillento. De ser aquellos instantes el núcleo de una hora de la noche, habría recordado el famoso “Nocturno” de José Asunción Silva, pues el ritmo de la marcha del dolido humánido que se alejaba, coincidía con los periodos prosódicos tetrasilábicos usados por el vate colombiano, mas no exijamos en este relato que la rana críe pelo ni que las lombrices ladren. ¿Quién puede recordar lo que no aprendió?


“Pero… a este tipo lo conozco, de dónde será…” el cerrado pensamiento del ayudante antes de meterse en el cuarto de aseo; allí se vería en la oxidada lámina de cristal, “No hay gente más vieja que los muertitos… Si hasta yo quedé más viejo que ayer…”

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