martes

CREER O REVENTAR



NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS

HUGO GIOVANETTI VIOLA

1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011

SEXTA ENTREGA

UNO: CUL DE SAC (6)

CHAMBRE 22

TRES MUCHACHOS posan frente a un fotógrafo en los prados boscosos de una villa de Bièvres, al promediar una radiante tarde primaveral. Están vestidos con botas pantalones ponchos y poleras negras, y empuñan sus instrumentos con la sdobreactuada fiereza de los que fingen alzar armas cargadas de futuro. Sin embargo -a medida que se suceden los clics- la adolescencia de cada rostro termina por emerger destruyendo las máscaras. El muchacho que sostiene un charango parado a la derecha no sobrepasa los dieciséis años: entre la flotación de su melena charrúa rebrillan oscilando intermitentemente la bondad infantil, le inteligencia y la lujuria. El que está parado a la izquierda con un bombo en bandolera es un poco mayor y bastante más bajo: tiene la nariz menos aguileña bigotito de zorro y melena corta, y antes del último clic su desamparo se ha envarado tras una nueva máscara de cejijunta vanidad. En el centro -sobre la gigantesca base de un pino talado- está sentado el guitarrista, seguramente para disimular su baja estatura. Tiene los pómulos hinchados por el alcohol y la barba muy larga (los otros sólo intentan dejársela) y ha sesgado la cara hacia la tierra permitiendo entrever su prematura calvicie. Pero lo que lo diferencia en profundidad con sus compañeros no es el lustro de decrepitud física bastante bien disimulado en el contexto fotográfico, sino la lucidez: su agonizante adolescencia le hace reconocer casi apaciblemente no haberse comprendido todavía con el mundo. Cuando terminan de posar le devuelven los ponchos al empresario y se tiran a fumar sobre divanes ubicados en el jardín de la villa. Hay otros músicos -entre ellos un flautista vestido de smoking- fotografiándose en las arboledas cruzadas por canales y puentecitos del siglo XVIII. Al lado del guitarrista se echa una vieja perra, desperezándose con dulzura bajo la luz horizontal. Entonces se abre paso a través de los prados una frase de Mozart que parece no ser ejecutada por el flautista oculto sino por el atardecer, y los ojos del muchacho se inundan durante unos segundos como bautismalmente: un dorado interior pacifica su sed frente al resplandecer del cielo detenido.

EL DUEÑO de La Reja les daba una noche libre por semana, y el penúltimo lunes de mayo lo utilizaron para consolarse del triunfo de Giscard en el ballotage yendo a cenar al Bateau como en los buenos tiempos. Hasta Pedrito tomó vino. En el Bateau los sustituía un trío formado por dos franceses ineptos y un asqueroso jujeño encanecido que usaba la quena para ilustrar gráficamente cómo había succionado otra clase de orificios la noche anterior. Los latinoamericanos le decíamos el Coya, y se sentaba en la misma banqueta que yo. Abel se emborrachó recordando con maravillada tristeza la noche que conoció a la nena: ya iban a cumplirse veinte días sin noticias de Bénédicte, y aquello lo derrumbaba tanto o más que la infame derrota de la Unidad Popular.

La podría llamar por teléfono con la excusa de que tengo descosidos los pantalones negros y el domingo nos sacan las fotos en Bièvres, pensé: Pero no, yo no llamo. Colette estaba enloquecida porque Pedrito la había sacado a pasear, y opté por pedirle el favor a ella. “Che ¿y qué es de la pendeja?” preguntó el Cordobés, sobre quien tuve siempre una evidente influencia telepática (bastaba por ejemplo que yo pensara una melodía para que él la chiflara casi instantáneamente, en el noventa por ciento de los casos). “Anda bien” mintió Abel: “Este lunes nos vemos”. “¿Pero pasa algo, che?” insistió el otro, acariciándose el bigotito de zorro. “Pasa y no pasa” dije: “El final no lo sé”. Lo que sé es que por lo menos no se metió con vos, pensé mirando agradecidamente a la cleptómana: Martine estaba borracha y mordía una punta granate de la golilla de cow-boy que usaba el Cordobés cuando se sentía lindo.

Después salieron a recorrer la Mouffetard soñando con la guita que harían en una gira -a punto de concretarse- por las Casas de Jóvenes de todo el país, cantando temas revolucionarios y uniformados a lo Quilapayún. (“Ta clavado: la regolución siempre es un buen negocio” había comentado Ray cuando se enteró del proyecto del empresario que vino a vernos a la taberna, y yo me calenté.) Abel fue recordando diferentes etapas de París y de Ray -que si recibía el giro o podía vender la Pentax iba a desaparecer de su vida en cualquier momento.

Aquella misma mañana yo había ganado el enfrentamiento más grande que tuvimos jamás, y eso me torturaba. “La revolución podrá ser un negocio para los hijos de puta” le retruqué cruzando el Pont Saint-Michel en dirección al barrio (veníamos de recorrer las islas y frenarnos a divagar frente a las chimères de Notre Dame por millonésima vez): “Yo pienso hacer la guita para volver a militar contra el fascismo, loco. Eso ya estoy tratando de hacerlo aquí y a mi-”. “Suena bien” porfió Ray: “Pero la verdad de la milanesa es que en el fondo es el mecanismo fisiológico, botija: no hay ningún animal que no se mueva por un instinto de conservación puramente egoísta. Y eso en el fondo puede llegar a ser la forma más perfecta de la pudrición o la hijodeputez, aunque lo quieran disfrazar con la palabra amor. Esa es la única verdad: convencete, botija”.

Entonces me frené y apunté con el dedo a la cabeza de Ray, que se quedó clavado como un insecto contra el Sena incendiado por el atardecer: “Decime por qué un hombre da la vida por otro” murmuré mansamente, aunque con autoridad: “Explicame por qué”. La mirada del riverense resplandeció un momento, hasta que su pintoresca sonrisa cargada de cinismo le hizo bajar los ojos y obligarme a seguir caminando callados hasta el hotel. “Lo único que yo sé es que el amor nunca deja de ser un buen negocio, viejo. A la corta o a la larga” dijo recién cuando llegamos a la puerta del Stella: “Me voy un rato para lo de Amelot. Ah: me olvidé de decirte que arreglé para empezar a lavar platos en el Robert, mañana, a ver si puedo hacerme un viajecito a Holanda antes de que venga el giro. Y no te amargues al pedo por el asunto de las elecciones, Abel. El mundo no tiene arreglo, igual: sin rossos o con rossos”.

Abel volvió a calentarse solo recordando la mojada de oreja. Este loco está peor que cuando nos conocimos, había pensando viendo bajar a su amigo a las zancadas (con su desteñidísima campera jean puesta infaltablemente) por el socavón crepuscular de la Monsieur-le-Prince. Y aquella misma noche -despejándose la borrachera entre una bruma casi celestial- tuvo la horrible certidumbre de la condenación de Ray. De la condenación de un hombre. Yo traté de ayudarlo, pensó sentimentalizándose: Yo traté de ayudarlo. En ese momento Colette vio la cartelera de Favela y empezó a pegar saltos como los chiquilines. “¿La meteremos en este antro del vicio, nono?” me preguntó Pedrito, levantándose el ala del sombrero a lo John Wayne. “Dale, boludo” dijo Colette en español, amenazando por señas con no coserme los pantalones. “Bueno, dale” les dije: “Así escuchamos cantar a la novia del Cosmósfero”. Pero era el último lugar del mundo donde tenía ganas de meterme. El Cordobés y la pechugona venían besándose cinematográficamente unos metros atrás, y nos siguieron frotándose las respetables narices.

Para descender al subsuelo donde estaba la boîte había que atravesar un laberinto de pasadizos apenas iluminados por spots color sangre llenos de telarañas. “Nunca me gustó el tren fantasma” le confesé a Pedrito mientras bajábamos los últimos escalones: “Ni siquiera de grande lo podía soportar”. “Anímese nono, que no estamos en el Parque Rodó” murmuró el chiquilín, con la cara reverdecida por la luz del sucucho. Favela seguía siendo una típica tapadera de vendedor de droga aunque mejor acondicionada, ahora. En el momento en que entramos Batalla estaba tocando un popurrí de sambas y bossas celebérrimas, acompañado -como siempre- por brasileros de verdad. El público era una mezcla deprimente de reventados y turistas snobs que aceptaban sin el menor prejuicio la moda far-west de consumir los cocteles con las piernas cruzadas sobre la mesa.

“Qué olor a queso, guaso” comentó el Cordobés, y lloramos de risa durante un rato largo (Colette y la cleptómana por pura solidaridad, ya que no podían entender el chiste): eso me reanimó. Batalla vino a saludarnos aparatosamente apenas terminó de tocar, aunque no nos invitó ni con un vaso de agua. En el verdor fantasmal del escenario se recortó enseguida la mole del Cosmósfero y lo aplaudimos a rabiar sin que nos reconociera: demoró cinco minutos en acomodarse frente al teclado hasta que su free-jazz consteló el cuchitril como un amanecer lunar. Habría que averiguar dónde vive Cortázar nada más que para traerlo a escuchar a este monstruo, pensó Abel deslumbrado.

De golpe me pusieron una mano en el hombro y salté pegando un gritito igual que en el tren fantasma: Ray estaba parado detrás mío, sonriendo con cinismo y ternura a la vez. “Qué casualidad” murmuró, tratando de que no lo oyeran los demás: “Justo esta noche me tocó hacer de Virgilio. Mirá quién me pidió que lo acompañara hasta aquí. Mozart -creo- le comentó a Sinclair que su Beatrice estaba en París y que a veces se revolcaba en este chiquero”. Abel bajó las piernas para poder darse vuelta del todo y vio a Sinclair luchando con el cortinado de la entrada. “¿Lo encontraste en lo de Amelot?” pregunté sin poder evitar mostrarme demasiado serio. “Sí. Parece que va a lo de Amelot bastante a menudo, el pinta. Y también viene por aquí, che: este es como la mugre” dijo Ray, sentándose en un escalón para pedirme un cigarrillo: “Pero hoy cayó al depto porque Guy le daba una fiesta de despedida a Mozart. Mozart le dicen a aquel pintor marica -el holandés: ¿te acordás que una noche ligué Valpolicella y pollo, cuando llegué a París a principios de abril?”. “Sí” cabeceé: “Algo me acuerdo. ¿Ese Mozart era el pintor que se iba a al sur?”. “A Saint-Tropez” murmuró Ray, resignándose a pararse para desenredar a Sinclair del cortinado.

Cuando Abel se dio cuenta de que el ugandés tenía puesto el piyama peñarolense abajo del traje azul, sintió la vieja náusea desenterrársele peligrosamente. Pero me aguanté bien: Sinclair y Ray ocuparon la mesa que estaba mi izquierda, y desde allía saludaron con muecas al resto de la barra. “¿Y estos de dónde salieron?” me secreteó Pedrito: “¿No le cabe cómo se está poniendo la cosa, nono?”. “Che ¿qué pasará a este tipo me preguntó en cambio Colette, mirando al ugandés con verdadera piedad”. “¿Además de estar loco?” le contrapregunté. “Ese hombre no va a vivir mucho tiempo más” dijo sorpresivamente Martine, embozándose la voz con sus largos dedos de punga: “Vi morirse a mi padre”. La mirada de la cleptómana estaba transfigurada por una lucidez dolorida. “Yo vi morir nomás que a un chango torturado cuando estaba en la cárcel” sanateó el Cordobés. “¿Y te parece que esa cara que ves ahí no es la de un torturado, también? ¿Tiene que ser un guerrillero peronista para que te impresione, débil mental?” retrucó Abel, con gratuidad. Ya estaban por desafiarse a pelear -como lo venían haciendo (desde el asunto Bénédicte) más o menos una vez por semana, a cierta hora de la noche y a menudo en plena actuación- cuando Batalla anunció a Mich.

La presentó como a una gloria de la canción francesa que volvía a los escenarios por una necesidad algo más que económica. La recibió sacándose el gigantesco chambergo blanco, y le pasó acariciadoramente la mano por la peluca -que esta vez era de color azafrán- antes de darle el micrófono. Hubo algunos aplausos. La mujer llevaba puesto el mismo vestido verde escotadísimo de los tiempos del boogie con el que se apareció en la chambre a despilfarrarnos el Valpolicella, pero esta vez -viéndola caminar por el entarimado- le diagnostiqué por lo menos sesenta años y una transmenopáusica necesidad de vengar sus miserias. Cantó Yesterday con una dulce voz cascada, haciéndome acordar la madrugada infernal que conjuramos a medias con un tragafuegos -y otras noches mejores y peores de mucho tiempo más atrás. Cuando Mich hizo colgar su cerquillo bajo el foco verdoso para agradecer el aplauso final, Sinclair se le acercó con una inexplicable agilidad y se le arodilló adelante. “¿Por qué, Lilith?” gritó sin que ninguno de nosotros tuviera tiempo de frenarlo: “¿Por qué mataste al hombrecito? ¿Por qué me mataste?”. “Lilith cantó anteayer. Yo soy la otra, bebé” contestó la mujer, y después se borró con una mueca divertida.

Tuvimos que arrastrar a Sinclair hacia atrás entre Ray y yo, aunque sin hacer demasiada fuerza: el ugandés casi no pesaba, ya. “Hijos” nos sermoneó, despatarrado otra vez sobre su silla: “Los que no nos quisimos nada más que a nosotros mismos no quisimos a nadie. Ni a nosotros mismos”. Ray y yo nos miramos. En ese momento el Cosmósfero cayó de codos sobre el teclado y hubo un escalofriante griterío femenino, mientras mandaba mandaba sacar el bulto gesticulando desesperadamente y se reacomodaba para seguir el show acompañado por los brasileros auténticos”.

AL OTRO lunes me desperté encandilado -todavía- por el recuerdo del atardecer en Bièvres: tenía la sensación de haber aceptado la vida por primera vez en veintiséis años, y tomé mate en paz (y planeando un poema que se titularía La flauta y la perra) hasta que un Peter Stuyvesant me volvió a sumergir irrescatablemente en el maremoto. No sé para qué fumo, pensé deprimiéndome al mismo tiempo por la ya casi definitiva ausencia de la nena y por la reescritura trancada de la novela. Ray se despertó recién sobre el mediodía: estaba lavando platos desde el martes anterior en el Robert, haciendo diferentes turnos que le comían hasta doce horas diarias.

“No puedo más” ladró tomando el primer mate: “Apenas junte doscientos mangos me borro para Holanda”. “Y qué pensás hacer en Holanda” preguntó Abel, preguntó Abel, con fingido interés. “Fumar. Fumar como un caballo. Y voltear, che: hace meses que no mojo -no sé lo que me pasa. Así me olvido un poco de este infierno” contestó el otro: “En Amsterdam se consigue maruja colombiana regalada, botija. Y en esa clase de ambiente siempre hay pepas de sobra”. “Ta bien” le dije: “Métale nomás”. “Pensar que el otro día estuve a punto de venderle la maldita Pentax a Mozart. Y podría haberme rajado sin esperar el giro” reveló Ray de golpe: “A propósito: mirá que tengo envuelta la Pentax ahí adentro del armario. No vayas a sacarla. Hay que tener cuidado con la mina del Cordobés: ¿te diste cuenta que el lunes pasado se alzó de Favela con un vaso de cóctel y un cenicero? Y acá dejamos siempre sin llave, loco”. “No creo que le dé por venir a robarnos a nosotros” la defendí, sin mucha convicción: “¿Y yo para qué voy a tocar la máquina, me querés decir? Si no la sé ni usar”. “Pero sabés quemarla con el cigarrillo mientras hablás de la madre de Cristo” retrucó Ray, ya vestido y a punto de salir para el laburo: “No te enojes, botija. Te lo dije en joda”. Abel no contestó.

A los quince minutos de haberse quedado solo luchando con la necesidad de tener que lavarse y vestirse y salir a cuerpear la primavera, golpearon a la puerta. “Pasá, merde. Pasá” gritó pensando que sería el Papito. Bénédicte entró a la chambre sonriendo tímidamente y se frenó enseguida. Casi me da un ataque. Le expliqué con señas y palabras que me esperara un momento afuera y me lavé todas las partes del cuerpo que pude (pies cabeza sobacos orejas ingles dientes) en cinco minutos, además de vestirme y estirar las colchas. Después la hice pasar, previo cruce de remansados besos en el corredor.

Qué le habrá pasado, pensé mirándola sentarse en la otra cama: tenía el pelo sucio y estaba vestida con una desprolijidad ni siquiera estudiada. Hablamos un rato sobre las recientes elecciones y la “revolución de los claveles” y la vuelta de Perón a la Argentina, hasta que de golpe nos quedamos sin tema. Le ofrecí un cigarrillo, pero no lo aceptó. “Tengo los míos” dijo con sequedad. Entonces prendió un Gauloise sin filtro y me di cuenta de que le temblaban las manos. “Pensaba no venir más” desembuchó, poniéndose colorada: “Pero aquí estoy. La última vez que nos vimos llegué a casa borracha y lloré como una idiota mientras hacía pichí. ¿Por qué me dijiste que era mejor que no nos viéramos más, Abel?”. “¿Yo?” me paré: “¿Estás loca?”. “No” porfió Bénédicte: “No estoy loca. En el momento en que nos despedimos yo te dije que iba a ser mejor que no nos viéramos más -a ver cómo reaccionabas- y vos-”. “Yo te entendí al revés” dijo Abel, dándose cuenta (debido a un muy reciente progreso gramatical obtenido gracias al Inspector Bugeia) de que el problema radicaba en una mala interpretación de la palabra plus, que pronunciada sin una s al final implica una negativa. Se lo expliqué a la nena, pero ella siguió manejando demasiado temblorosamente el cigarrillo.

“Perdón” dijo de golpe: “Perdón, Abel. Perdón”. Entonces me asusté. Crucé a la cama de Ray y me le senté al lado para ponerle una mano en el pelo. “Qué pasa” pregunté. Ella mantuvo la cabeza baja y al rato contó: “El otro sábado fui al Bateau con mi familia y tomé mucho vino y me puse a hablar con el tipo que toca la flauta y-”. “¿Con el Coya?” grité. “Sí” dijo: “No te enojes. Fuimos a tomar algo y le pedí la dirección y al otro día-”. “Pará” murmuré, sacándole la mano de la cabeza: “Por favor, pará. No me cuentes más nada”. “No hay casi nada más que contar” se atajó Bénédicte: “Ni entré al apartamento. Desde la puerta se veían posters asquerosos. Me fui corriendo”. “Ah, te fuiste corriendo. Pero habías llevado las pastillas por las dudas ¿no es cierto?”. “Las pastillas no las llevo arriba. Las tomo todas las noches” sonrió la chiquilina. Abel bostezó una arcada. “No lo voy a hacer más. Ya te pedí perdón” subrayó ella. “Lo que no puedo entender es por qué tenés que venir a joderme contándome todas esas burradas y a disculparte y a hacerme promesas, arriba. Me vas a volver loco, cosita” dije rápidamente en español, para que no me entendiera: “¿Quién carajo soy yo, al final?”. Pero cuando me saqué los puños de los ojos encontré la respuesta: Bénédicte estaba mirándome como si yo fuera su Hijo. “Ta bien, no es nada” murmuré entonces: “Yo no voy a fallarte. Yo estoy aquí y te-”. “Vamos” me cortó ella: “Mamá se va a poner nerviosa”.

En la estación del Lux se besaron las comisuras de las sonrisas, y Abel volvió al Stella silbando la frase de Mozart que había escuchado la tarde anterior. Casi me daba cuenta que Bénédicte era la primera persona que había llegado a querer más que a mí mismo, en veintiséis años de vida. Y aquello me dolía como una maravilla de las que jamás pueden cicatrizarse.

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