LA NUEVA ÉTICA
(capítulo III de Psicología profunda y nueva ética)
SEGUNDA ENTREGA
La asunción del mal
Se presenta al individuo la necesidad de “aceptar” su propio mal. Esta afirmación puede al principio parecer ininteligible; en todo caso, su alcance no puede medirse en absoluto a primera vista. El acto de la aceptación del mal no puede ser disminuido o disimulado por ninguna tentativa de relativización que trate de tranquilizarse con la idea de que el mal aceptado no es sino a medias maligno; y la situación se torna más dura aun, por cuanto el mal no aparece ya como colectivamente dado.
Justamente el que mi mal no lo sea para mi vecino, o a la inversa, es lo que constituye la dificultad de la situación moral. La valoración y la responsabilidad grupales cesan allí donde ninguna aprobación procedente de la norma común disminuye para el Yo la evidencia de haber obrado mal, y donde, al contrario, el juicio con un criterio colectivo no debe ni puede ya sustituir a la orientación del propio Yo.
La distinción entre mi mal y el mal general es una parte esencial del autoconocimiento, de la que no puede dispensarse nadie en un proceso de individuación. Con esta individuación, empero, la antigua tendencia de perfeccionamiento del Yo se quiebra a la vez. Debe ser sacrificada la exaltación inflacionista del Yo y éste se ve obligado a llegar de alguna manera a un “arreglo de caballeros” con la Sombra; tendencia muy diferente a la directiva de absolutización y perfección propias de la antigua ética.
Así, el encuentro con la Sombra lleva aparentemente a una nivelación moral de la personalidad. El reconocimiento y la aceptación de la Sombra presupone la predisposición a ver al hermano oscuro no sólo para dejarlo languidecer en prisión como cosa suprimida, sino también a darle libertad y parte en la vida. Por ello, el permitir convivir a la Sombra es posible sólo en un nivel de vida moralmente “más profundo”. El Yo debe bajar de su trono y comprender su imperfección individual, constitucional y sometida al destino y a la historia.
La aceptación de la propia imperfección es tarea extraordinariamente difícil. Todo ser humano, independientemente del tipo psicológico y el sexo, tiene una función de inferioridad y una Sombra, y la asimilación de este aspecto de la personalidad resulta por ello a cualquiera igualmente difícil.
Cuando en un sueño un corcovado salta la valla y se lanza a la garganta del durmiente exclamando: “Yo también quiero mi parte en tu vida”, se ha marcado enfáticamente el carácter furtivo y violento de la Sombra. Pero la Sombra siempre, aunque el Yo no lo quiera, usa de la violencia; es decir, en la acción del inconsciente experimentada por el Yo se introducen violentos contenidos de la Sombra, que al principio resultan desconocidos y ajenos a la conciencia. La problemática de la Sombra y el conflicto moral surgen entonces frente al Yo bajo la forma disfrazada pero acometedora del “complejo”. La reducción freudiana y adleriana de la neurosis al impulso sexual o a la voluntad de poderío reposa precisamente en esta irrupción de la sombra en forma de síntoma de complejo.
Uno se inclinaría a rechazar semejante “aceptación de lo negativo” como un proceso sin sentido, innecesario y hasta peligroso, y a considerar luego la reducción de la posición del Yo en función de la Sombra como permisible o necesaria sólo en los casos individuales “patológicos”. Pero la reducción de la posición del Yo no es algo individualmente causal o deliberado, sino la expresión individual de una situación colectiva contemporánea. El hombre occidental se encuentra, en contraposición por ejemplo, con el cristiano medieval, el antiguo, el asiático o el primitivo, en un estado de reducción colectiva de sus propios valores, lo que debe tomarse y elaborarse como algo dado de hecho. La irrupción del lado oscuro es ya irreversible para la conciencia occidental.
(capítulo III de Psicología profunda y nueva ética)
SEGUNDA ENTREGA
La asunción del mal
Se presenta al individuo la necesidad de “aceptar” su propio mal. Esta afirmación puede al principio parecer ininteligible; en todo caso, su alcance no puede medirse en absoluto a primera vista. El acto de la aceptación del mal no puede ser disminuido o disimulado por ninguna tentativa de relativización que trate de tranquilizarse con la idea de que el mal aceptado no es sino a medias maligno; y la situación se torna más dura aun, por cuanto el mal no aparece ya como colectivamente dado.
Justamente el que mi mal no lo sea para mi vecino, o a la inversa, es lo que constituye la dificultad de la situación moral. La valoración y la responsabilidad grupales cesan allí donde ninguna aprobación procedente de la norma común disminuye para el Yo la evidencia de haber obrado mal, y donde, al contrario, el juicio con un criterio colectivo no debe ni puede ya sustituir a la orientación del propio Yo.
La distinción entre mi mal y el mal general es una parte esencial del autoconocimiento, de la que no puede dispensarse nadie en un proceso de individuación. Con esta individuación, empero, la antigua tendencia de perfeccionamiento del Yo se quiebra a la vez. Debe ser sacrificada la exaltación inflacionista del Yo y éste se ve obligado a llegar de alguna manera a un “arreglo de caballeros” con la Sombra; tendencia muy diferente a la directiva de absolutización y perfección propias de la antigua ética.
Así, el encuentro con la Sombra lleva aparentemente a una nivelación moral de la personalidad. El reconocimiento y la aceptación de la Sombra presupone la predisposición a ver al hermano oscuro no sólo para dejarlo languidecer en prisión como cosa suprimida, sino también a darle libertad y parte en la vida. Por ello, el permitir convivir a la Sombra es posible sólo en un nivel de vida moralmente “más profundo”. El Yo debe bajar de su trono y comprender su imperfección individual, constitucional y sometida al destino y a la historia.
La aceptación de la propia imperfección es tarea extraordinariamente difícil. Todo ser humano, independientemente del tipo psicológico y el sexo, tiene una función de inferioridad y una Sombra, y la asimilación de este aspecto de la personalidad resulta por ello a cualquiera igualmente difícil.
Cuando en un sueño un corcovado salta la valla y se lanza a la garganta del durmiente exclamando: “Yo también quiero mi parte en tu vida”, se ha marcado enfáticamente el carácter furtivo y violento de la Sombra. Pero la Sombra siempre, aunque el Yo no lo quiera, usa de la violencia; es decir, en la acción del inconsciente experimentada por el Yo se introducen violentos contenidos de la Sombra, que al principio resultan desconocidos y ajenos a la conciencia. La problemática de la Sombra y el conflicto moral surgen entonces frente al Yo bajo la forma disfrazada pero acometedora del “complejo”. La reducción freudiana y adleriana de la neurosis al impulso sexual o a la voluntad de poderío reposa precisamente en esta irrupción de la sombra en forma de síntoma de complejo.
Uno se inclinaría a rechazar semejante “aceptación de lo negativo” como un proceso sin sentido, innecesario y hasta peligroso, y a considerar luego la reducción de la posición del Yo en función de la Sombra como permisible o necesaria sólo en los casos individuales “patológicos”. Pero la reducción de la posición del Yo no es algo individualmente causal o deliberado, sino la expresión individual de una situación colectiva contemporánea. El hombre occidental se encuentra, en contraposición por ejemplo, con el cristiano medieval, el antiguo, el asiático o el primitivo, en un estado de reducción colectiva de sus propios valores, lo que debe tomarse y elaborarse como algo dado de hecho. La irrupción del lado oscuro es ya irreversible para la conciencia occidental.
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