LAS TENTACIONES, O EROS, PLUTUS Y LA GLORIA
Dos soberbios Satanes y una Diablesa no menos extraordinaria, han subido en esta última noche la escalera misteriosa por la que el Infierno asalta la debilidad del hombre que duerme y se comunica en secreto con él. Han venido a ubicarse gloriosamente delante mío, de pie como sobre un estrado. Un esplendor sulfúreo emanaba de estos tres personajes que, de esta manera, se destacaban contra el fondo opaco de la noche. Tenían un aire tan orgulloso y tan lleno de dominio que, desde un comienzo, los tuve a los tres por verdaderos Dioses.
El rostro del primer Satán era de un sexo ambiguo y tenía también, en las líneas del cuerpo, la morbidez de los antiguos Bacos. Sus hermosos ojos lánguidos, de un color tenebroso e indeciso semejaban violetas cargadas aun de las pesadas lágrimas de la tormenta, y sus labios entreabiertos como un pebetero cálido, de los que emanaba el buen olor de una perfumería; y cada vez que suspiraba insectos almizclados se iluminaban, revoloteando, en los ardores de su aliento.
En torno de su túnica se enrollaba, a manera de cinturón, una serpiente tornasolada que, con la cabeza erguida, dirigía hacia él sus ojos de brasa. De este cinturón vivo pendían, alternando con ampollas llenas de licores siniestros, brillantes puñales e instrumentos de cirugía. En su mano derecha tenía otra ampolla cuyo contenido era de un rojo luminoso con una etiqueta con estas singulares palabras: “Bebed, esta es mi sangre, un perfecto cordial”; en la izquierda, un violín que le servía, sin duda, para cantar sus goces y sus dolores, y expandir el contagio de su locura en las noches de sabbat.
De sus tobillos delicados colgaban algunos anillos de una cadena de oro partida, y cuando la tortura que resultaban le obligaba a inclinar sus ojos a tierra, contemplaba vanidosamente las uñas de sus pies, brillantes y pulidas como piedras bien labradas.
Me miró con ojos inconsolablemente tristes, de los que se derramaba una insidiosa embriaguez, y me dijo con voz cantarina: “Si tú quieres, si tú quieres, te haré señor de las almas y serás el amo de la materia viviente, más aun de lo que es el escultor de la arcilla; y conocerás el placer, que se renueva sin cesar, de salir de ti mismo para olvidarte en otro, y de atraer a las otras almas hasta confundirse con la tuya”.
Y le respondí: “Muchas gracias! Nada tengo que hacer con esta pacotilla de seres que, sin duda, no valen más que mi pobre yo. Aunque me avergüence algo recordar, no quiero olvidar nada; y aun cuando no te conociera, viejo monstruo, tu misteriosa cuchillería, tus ampollas equívocas, las cadenas que traban tus pies, son todos símbolos que explican con bastante claridad los inconvenientes de tu amistad. Guárdate tu dones”.
El segundo Satán no tenía ni este aire a la vez trágico y sonriente, ni los hermosos modales insinuantes, ni aquella belleza delicada y perfumada. Era un hombre grande, de rostro enorme y sin ojos, cuyo pesado vientre caía sobre sus caderas, y cuya piel entera estaba dorada e ilustrada como un tatuaje, con una multitud de pequeñas figuras móviles que representaban las formas innumerables de la miseria universal. Había hombrecitos extenuados que se colgaban voluntariamente de un clavo; había pequeños gnomos deformes, flacos, cuyos ojos suplicantes reclamaban limosna antes que sus manos temblorosas; y luego, viejas madres llevando abortos prendidos de sus senos extenuados. Había todavía muchos más.
El enorme Satán golpeaba con su puño sobre su inmenso vientre, del que brotaba un prolongado y tintineante sonido de metal, que concluía en un vago gemido hecho por numerosas voces humanas. Se reía, mostrando impúdicamente sus dientes estropeados, con una enorme risa estúpida, como ciertos hombres de todos los países cuando han comido bien.
Y éste me dijo: “Puedo darte aquello que todo lo obtiene, aquello que vale todo, aquello que reemplaza todo!” Y golpeó sobre su vientre monstruoso, cuyo eco sonoro hizo el comentario de sus groseras palabras.
Me di vuelta asqueado y le respondí: “No necesito, para mis goces, de la miseria de nadie; no quiero una riqueza entristecida, como un empapelado, con todas las desgracias representadas en tu piel”.
En cuanto a la Diablesa, mentiría si no dijera que, a primera vista, le encontré un encanto particular. Para definir este encanto, no sabría compararla con nada mejor que con aquellas muy hermosas mujeres ya de vuelta, que parecen no envejecer ya más, y cuya belleza conserva la magia penetrante de las ruinas. Tenía, a la vez, un aire imperativo y desgarbado, y sus ojos, aunque abatidos, contenían una fuerza fascinadora. Lo que más me sorprendió fue el misterio de su voz, en la que se encontraba el recuerdo de las contraltos más deliciosas y también la ronquera de las gargantas incesantemente lavadas por el alcohol.
“¿Quieres conocer mi poder?”, dijo la falsa diosa con su voz encantadora y paradojal. “Escucha”.
Y puso en sus labios una gigantesca trompeta llena de cintas como un mirlitón, con los nombres de todos los periódicos del mundo, y gritó a través de la trompeta mi nombre, que rodó por el espacio con el estruendo de cien mil truenos, y que retornó a mí repercutiendo en el eco del más lejano planeta.
“Diablos!” -dije yo, subyugado a medias, “esto es precioso!”. Pero al examinar con mayor atención a la seductora doncella, me pareció vagamente reconocerla, por haberla visto bebiendo con algunos bobos que yo conocía; y el sonido ronco del cobre trajo a mis oídos no sé qué recuerdo de una trompeta prostituída.
Por ello le respondí, con todo mi desprecio: “Vete! No estoy hecho para casarme con la amante de algunos que no quiero nombrar!”
En verdad que tenía el derecho de estar orgulloso de una tan valiente abnegación. Pero, desgraciadamente, me desperté y toda mi fuerza me abandonó. “Por cierto, me dije, debía estar bien profundamente adormecido para tener tales escrúpulos. Ah, si ellos pudieran volver mientras estoy despierto, no me haría el tan delicado!”
Y los invoqué en voz alta, suplicándoles que me perdonaran y ofreciéndoles deshonrarme tan frecuentemente como fuera necesario para merecer sus favores; pero, sin duda, los había ofendido, porque ellos no han vuelto jamás.
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