TRIGÉSIMA ENTREGA
APÉNDICE I
DINÁMICA DEL TIEMPO (1)
MASAS
Pocas veces se habrá caído tanto en el post hoc ergo propter hoc como después de la guerra. Todos los hechos de postguerra se explican por la guerra, con lo cual se aplasta su sentido, se borra lo peculiar de su perfil y se desaprovechan como probables síntomas del futuro. Así uno de los fenómenos de la postguerra que más saltan a la vista: el “lleno”. Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema, empieza a serlo ahora casi continuamente: encontrar sitio.
Para quien crea, como yo creo, que todo fenómeno, además de tener una causa, tiene un estilo -es decir, un gesto y una forma en que se expresa un modo general de vida-, no es posible presenciar esa torrencial confluencia de seres humanos sin sobrecogerse un poco. Según la interpretación fisiognómica del Universo, todo lo que acontece es simbólico. El símbolo entrega su secreto enorme cuando lo tomamos al pie de la letra y sin alterarlo lo trasportamos al resto de la realidad. Apliquemos el sencillo método al caso presente.
¿Qué es lo que vemos y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización. Apenas reflexionamos un poco, nos sorprendemos de nuestra sorpresa. Pues qué, ¿no es lo ideal? El teatro tiene sus localidades para que se ocupen; por tanto, para que la sala esté llena. Y lo mismo sus asientos el ferrocarril y sus cuartos el hotel. Sí; no tiene duda. Pero el hecho es que antes ninguno de esos establecimientos y vehículos solía estar lleno, y ahora rebosan, queda fuera gente afanosa de usufructuarlos. Sea o no el hecho debido, lógico, natural, no puede desconocerse que antes no acontecía y ahora sí; por tanto, que ha habido un cambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en el primer momento, nuestra sorpresa.
Por otra parte, los componentes de esta muchedumbre no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo número de personas existía hace quince años. Aquí topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual -individuo o pequeño grupo- ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad. Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de la cultura urbana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías.
La muchedumbre se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las candilejas, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro.
El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la terminología sociológica. Entonces hallamos la idea de masa social. La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. De este modo se convierte lo que era meramente cantidad -la muchedumbre- en una demostración cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico. ¿Qué hemos ganado con esta conversión de la cantidad a la cualidad? Muy sencillo: por medio de esta comprendemos la génesis de aquella. Es evidente, hasta perogrullesco, que la formación normal de una muchedumbre, implica la coincidencia de deseos, de ideas, de modo de ser en los individuos que la integran. Se dirá que es lo que acontece con todo grupo social, por selecto que pretenda ser. En efecto; pero hay una esencial diferencia. En los grupos que se caracterizan por no ser muchedumbre y masa, la coincidencia efectiva de sus miembros consiste en algún deseo, idea o ideal que por sí solo excluye al gran número. Para formar una minoría, sea la que sea, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre por razones especiales, relativamente individuales. Su coincidencia es, pues, secundaria, posterior a una singularización, y es en buena parte una coincidencia en no coincidir. Hay casos en que este carácter singularizador del grupo aparece a la intemperie: los grupos de no-conformistas, es decir, la agrupación de los que concuerdan sólo en su disconformidad respecto a la muchedumbre ilimitada. Este ideal de separarse los menos para separarse de los más va siempre involucrado en la formación de toda minoría. Como dice una vez graciosamente Mallarmé: subrayan con la presencia de su escasez la ausencia multitudinaria (2).
En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino porque se siente “como todo el mundo” y, sin embargo, no se angustia. No es masa, en cambio, el hombre humilde que se siente mediocre y vulgar porque al intentar valorarse por razones especiales -talento para esto o lo otro, excelencia en uno u otro orden- advierte que no posee ninguna cualidad egregia. Es preciso hacer constar, frente a las habituales bellaquerías, que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Esto me recuerda que el budismo ortodoxo se compone de dos religiones distintas: una, más rigorosa y difícil; otra, más laxa y trivial: el Mahayana -“gran vehículo” o “gran carril”- y el Hinayana -“pequeño vehículo”, “camino menor”-. Lo decisivo es si ponemos nuestra vida a uno u otro vehículo, a un máximun de exigencias o a un mínimun.
Ahora bien: existen en la sociedad operaciones, actividades, funciones del más diverso orden, que son, por su misma naturaleza, especiales, y, consecuentemente, no pueden ser ejecutadas sin dotes también especiales. Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos. Antes eran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas -calificadas, por lo menos, en pretensión-. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que, si quería intervenir, tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social.
Si ahora retrocedemos a los hechos enunciados al principio, nos aparecerán inequívocamente como nuncios de un cambio de actitud en la masa. Todos ellos indican que esta ha resuelto adelantarse al primer plano social y ocupar los lugares y usar los utensilios y gozar de los placeres antes adscritos a los pocos. Es evidente que, por ejemplo, los locales no estaban premeditados para las muchedumbres, puesto que su dimensión es muy reducida y el gentío rebosa constantemente de ellos, demostrando a los ojos y con lenguaje visible el hecho nuevo; la masa que, sin dejar de serlo, suplanta a las minorías.
Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor número que antes, ya que tienen para ello el apetito y los medios (3). Lo malo es que esta decisión tomada por las masas de asumir las actividades propias de la minoría no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de los placeres, sino que es una manera general del tiempo. Así, yo creo que las innovaciones políticas de los más recientes años no significan otra cosa que el imperio político de las masas. La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras épocas de la Historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia.
Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el intelectual. Tal vez padezco un error; pero al tomar la pluma para escribir sobre un tema que he estudiado largamente, pienso que el lector medio, que no ha pensado jamás en el tema, si me lee, no es con el fin de aprender algo de mí, sino, al revés, para sentenciar sobre mí cuando no coincido con las vulgaridades que él tiene en su cabeza (4). Si los individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos no más que un caso de error personal, pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice ahora en Norteamérica: ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Si usted no es como todo el mundo, corre usted el riesgo de ser eliminado. Y claro está que “todo el mundo” no es “todo el mundo”. “Todo el mundo era normalmente la unidad compleja de masa y minoría discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo la masa.
Notas
(1) (El primer artículo de esta serie, titulado “Masas”, fue luego transformado por Ortega en el capítulo inicial de La rebelión de las masas. Por esta razón, se reproduce aquí el resto de la serie titulada “Dinámica del tiempo”. Esta serie de seis artículos -publicados en El Sol los días 8 y 15, V; 9, 19 y 26, VI, y 3, VII, de 1927- pareció a Ortega lo bastante considerable como para proyectar publicada recogida en libro. Y así fue anunciada entre sus obras “en prensa”, pero lo subrayo para decir que incluso llegó a componerse, pues entre sus papeles he hallado las capillas de esas páginas. Al tener en común con La rebelión de las masas su primer capítulo, esta serie de artículos fue, en algún sentido, como un presagio del posterior libro. Por esta razón considero oportuno situarla como un Apéndice del mismo.)
(2) Los problemas de reforma pública que tan urgentemente acosan a todos los pueblos europeos no podrán ser resueltos con la perfección que los tiempos requieren si no se afinan un poco las nociones sociológicas existentes en el ciudadano medianamente culto. Como una pequeña pero intensa contribución a este refinamiento de ideas sociales, he hecho traducir el exquisito libro de Jorge Simmel Sociología, una maravilla de sutileza además de ser una lectura muy entretenida. (Editorial Revista de Occidente, 2da. Edición, Madrid, l977).
(3) Si en lugar de interpretar el hecho por su estilo buscásemos sus causas, claro es que al punto hallaríamos una bien clara: un desplazamiento de la riqueza proporciona hoy cierto bienestar económico a clases sociales muy numerosas que antes no la gozaban.
(4) Cabe al leer adoptar una de estas tres actitudes.
Primera: La del que no ha pensado sobre el asunto y lee para aprender del autor, reconocimiento de antemano su superioridad.
Segunda: La del que, sin presunción, sabe que ha trabajado más sobre el asunto que el autor, y le interesa ver si éste coincide, si evita los escollos del problema, si ve la cuestión bajo otro haz.
Tercera: La del que, sin haberse fatigado ni un minuto en pensar sobre el asunto, lee para indignarse de que el autor no piense como él. Este es el modo de leer más frecuente en España hacia 1927.
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