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C. G. JUNG / EL HOMBRE Y SUS SÍMBOLOS

4 / EL SIMBOLISMO EN LAS ARTES VISUALES (III)

Aniela Jaffé

La pintura moderna como símbolo

Las denominaciones “arte moderno” y “pintura moderna” se emplean en este capítulo tal como la usa el profano. De lo que trataré, utilizando la calificación de Kühn, es de la pintura imaginativa moderna. Las pinturas de esta clase suelen ser “abstractas” (o, más bien, “no-figurativas”), pero no siempre necesitan serlo. No intentaremos distinguir entre las diversas formas como fauvismo, cubismo, expresionismo, orfismo y demás. Toda alusión específica a algunos de estos grupos será totalmente excepcional.

Y no me preocupo de la diferenciación estética de las pinturas modernas; ni, sobre todo, de valoraciones artísticas. La pintura imaginativa moderna se toma aquí, simplemente, como un fenómeno de nuestro tiempo. Esta es la única forma en que puede justificarse y responderse a la cuestión de su contenido simbólico. En este breve capítulo sólo es posible mencionar a algunos artistas y seleccionar algunas de sus obras un tanto al azar. Tengo que conformarme con estudiar la pintura moderna en función de un número reducido de sus representantes.

Mi punto de partida es el hecho psicológico de que el artista ha sido en todos los tiempos el instrumento y portavoz del espíritu de su época. Su obra sólo puede ser entendida parcialmente en función de su psicología personal. Consciente o inconscientemente, el artista da forma a la naturaleza y los valores de su tiempo que, a su vez, le forman a él.

El propio artista moderno reconoce con frecuencia la interrelación de la obra de arte y su tiempo. Así, el crítico y pintor francés Jean Bazaine escribe en sus Notas sobre la pintura contemporánea: “Nadie pinta como quiere. Todo lo que puede hacer un pintor es querer con toda su fuerza la pintura de que es capaz su tiempo.” El artista alemán Franz Marc, que murió en la guerra europea, dijo: “Los grandes artistas no buscan sus formas en las brumas del pasado, sino que toman las resonancias más hondas que pueden del centro de gravedad auténtico y más profundo de su tiempo.” Y, ya en 1911, Kandinsky escribió en su famoso ensayo Acerca de lo espiritual en el arte: “Cada época recibe su propia medida de libertad artística, y aun el genio más creador no puede saltar los límites de la libertad.”

Durante los últimos cincuenta años, el “arte moderno” ha sido una general manzana de discordia y la discusión no ha perdido nada de su acaloramiento. Los sonoros “síes” son tan apasionados como los sonoros “noes”; sin embargo, la reiterada profecía de que el arte “moderno” se ha terminado, jamás ha llegado a ser verdad. La nueva forma de expresión ha triunfado hasta un grado inimaginable. Si, en definitiva, es amenazado será porque ha degenerado en manierismo y en moda. (En la Unión Soviética, donde el arte no-figurativo ha sido desalentado oficialmente y producido sólo en privado, el arte figurativo está amenazado por una degeneración análoga.)

El público en general, en Europa en todo caso, aun está en el ardor de la pelea. La violencia de la discusión muestra que los sentimientos suben muy alto en ambos campos. Aun aquellos que son hostiles al arte moderno no pueden evitar que les impresionen las obras que rechazan; están irritados o repelidos, pero (como demuestra la violencia de sus sentimientos) están emocionados. Por regla general, la fascinación negativa no es menos fuerte que la positiva. El torrente de visitantes a las exposiciones de arte moderno, dondequiera y cuando quiera que se celebren, atestigua algo más que curiosidad. La curiosidad bien pronto quedaría satisfecha. Y los precios fantásticos que se pagan por obras de arte moderno son una medida de la categoría que se les concede por la sociedad.

La fascinación se produce cuando se ha conmovido el inconsciente. El efecto producido por las obras de arte moderno no puede explicarse totalmente por su forma visible. Para los ojos educados en el arte “clásico” o “sensorial”, son nuevas y ajenas. Nada de las obras de arte no-figurativo recuerda al observador su propio mundo: ningún objeto de su medio ambiente cotidiano, ningún ser humano o animal que le hablen un lenguaje conocido. No hay bienvenida ni acuerdo visible en el cosmos creado por el artista. Y, sin embargo, incuestionablemente hay un vínculo humano. Incluso puede ser más intenso que en las obras de arte sensorial, que atraen directamente al sentimiento y la fantasía.

La finalidad del artista moderno es dar expresión a su visión interior del hombre, el fondo espiritual de la vida y del mundo. La moderna obra de arte ha abandonado no sólo el reino del mundo concreto “natural”, sensorial, sino también el del mundo individual. Se ha hecho eminentemente colectivo y, por tanto (aun en la abreviación del jeroglífico pictórico), conmueve no sólo a pocos, sino a muchos. Lo que permanece individual es la manera de representación, el estilo y calidad de la moderna obra de arte. Con frecuencia resulta difícil para el profano reconocer si la intención del artista es auténtica y espontánea su expresión, ni imitada ni buscada para producir efecto. En muchos casos, tiene que acostumbrarse a nuevas clases de líneas y de colores. Tiene que aprendérselas, como aprendería una lengua extranjera, antes de poder juzgar su expresión y calidad.

Los precursores del arte moderno comprendieron aparentemente cuánto estaban pidiendo al público. Jamás habían publicado los artistas tantos “manifiestos” y explicaciones de sus propósitos como en el siglo XX. Sin embargo, no va dirigido sólo a los demás su esfuerzo por explicar y justificar lo que hacen; también va dirigido a ellos mismos. En su mayor parte, estos manifiestos son confesiones de fe artística; intentos, poéticos y muchas veces autocontradictorios, de aclarar la extraña producción de la actividad artística de hoy día.

Lo que realmente interesa, desde luego, es (y siempre lo ha sido) el encuentro directo con la obra de arte. Aunque, para el psicólogo interesado en el contenido simbólico del arte moderno, es más instructivo el estudio de esos escritos. Por esta razón, permitiremos que los artistas, siempre que sea posible, hablen por sí mismos en el estudio que va a continuación.

Los comienzos del arte moderno aparecieron al iniciarse el presente siglo. Una de las personalidades más impresionantes de esa fase de iniciación fue Kandinsky, cuya influencia aun se puede hallar claramente en las pinturas de la segunda mitad del siglo. Muchas de sus ideas han resultado proféticas. En su ensayo Concerniente a la forma, escribió: “El arte de hoy día incorpora la madurez espiritual hasta el extremo de la revelación. Las formas de esta incorporación pueden situarse entre dos polos: 1) gran abstracción; 2) gran realismo. Estos dos polos abren dos caminos que conducen, ambos, a una meta final. Estos dos elementos han estado siempre presentes en el arte; el primero estaba expresado en el segundo. Hoy día parece como si fueran a llevar existencias separadas. El arte parece haber puesto fin al agradable completamiento de los abstracto por lo concreto y viceversa”.

Como ilustración del punto de Kandinsky de que los dos elementos del arte, lo abstracto y lo concreto, se han separado: en 1913, el pintor ruso Kasimir Malevich pintó un cuadro que consistía sólo en un cuadrado negro sobre un fondo blanco. Fue quizá el primer cuadro puramente “abstracto” jamás pintado. Escribió acerca de él: “En mi lucha desesperada para liberar el arte del lastre del mundo de los objetos, me refugié en la forma del cuadrado”.

Un año después, el pintor francés Marcel Duchamp colocó un objeto cogido al azar (un anaquel de botellas) en un pedestal y lo expuso. Jean Bazaine comentó: “Este anaquel, arrancado de su medio utilitario y lavado en la playa, ha sido investido con la dignidad solitaria de lo abandonado. Sin valer para nada, ahí está para utilizarlo; dispuesto para nada, está vivo. Vive en el borde de la existencia su propia vida absurda, obstructora. El objeto que estorba: ese es el primer paso del arte”.

En su extraña dignidad y en su abandono, el objeto quedaba inconmensurablemente exaltado y recibí una significación que sólo podía llamarse mágica. De ahí su “vida absurda, obstructora”. Se convirtió en un ídolo y, al mismo tiempo, en objeto de burla. Su realidad intrínseca quedó aniquilada.

El cuadrado de Malevich y el anaquel de Duchamp fueron actitudes simbólicas que nada tenían que ver con el arte en el sentido estricto de la palabra. Sin embargo, marcan los dos extremos (“gran abstracción” y “gran realismo”) entre los cuales se puede alinear y comprender el arte imaginativo de los decenios siguientes.

Desde el punto de vista psicológico, las dos actitudes hacia el objeto desnudo (material) y el no-objeto desnudo (espíritu) señalan una colectiva fisura psíquica que creó su expresión simbólica en los años anteriores a la catástrofe de la guerra europea. Esta fisura apareció primero en el Renacimiento, cuando se hizo manifiesta como conflicto entre el entendimiento y la fe. Mientras tanto, la civilización iba alejando más y más al hombre de sus fundamentos instintivos de tal modo que se abrió una brecha entre la naturaleza y la mente, entre el inconsciente y la consciencia. Estos opuestos caracterizan la situación psíquica que busca expresión en el arte moderno.

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