domingo

C. G. JUNG / EL HOMBRE Y SUS SÍMBOLOS

4 / EL SIMBOLISMO EN LAS ARTES VISUALES (IV)




Aniela Jaffé





El alma secreta de las cosas





Como hemos visto, el punto de partida de “lo concreto” fue el famoso -o notorio- anaquel de botellas de Duchamp. No se propuso que el anaquel fuese artístico en sí mismo. Duchamp se calificaba de “antiartista”. Pero sacó a luz un elemento que significó mucho para los artistas durante mucho tiempo después. El nombre que le dieron fue objet trouvé o “preparado”.





El pintor español Joan Miró, por ejemplo, va todos los días a la playa, al amanecer, “para recoger cosas traídas por la marea”. Las cosas están allí, esperando que alguien descubra su personalidad”. Guarda en el estudio sus hallazgos. De cuando en cuando, junta algunos de ellos y resultan las composiciones más curiosas: “El artista se sorprende con frecuencia de las formas de su propia creación”.





Ya en 1912, el pintor nacido en España Pablo Picasso y el pintor francés Georges Braque hicieron lo que ellos llamaron collages con trozos de desperdicios. Max Ernst recortó pedazos de revistas ilustradas en la llamada época de los grandes negocios, los juntó según le pareció y así transformó la recargada pesadez de la época burguesa en una irrealidad demoníaca y onírica. El pintor alemán Kurt Schwitters trabajó con el contenido del cubo de la basura: utilizó clavos, papel de estraza, trozos de papel de periódico, billetes de tren y trapos. Consiguió juntar esos desperdicios con tal seriedad y novedad que obtuvo efectos sorprendentes de extraña belleza. Sin embargo, en la obsesión de Schwitters respecto a las cosas, esa manera de componer llegó a ser, ocasionalmente, un mero absurdo. Hizo una construcción con escombros a la que llamó “catedral construida para las cosas”. Trabajó en ella durante diez años y hubo que demoler tres pisos de su casa para conseguir el espacio que necesitaba.









La obra de Schwitters y la mágica exaltación del objeto fueron la primera insinuación del lugar del arte moderno en la historia de la mente humana y de su significado simbólico. Revelan la tradición que se estaba perpetuando inconscientemente. Es la tradición de las hermandades cristianas herméticas de la Edad Media, y de los alquimistas que confirieron incluso a la materia, elemento de la tierra, la dignidad de su contemplación religiosa.











La exaltación que hace Schwitters de los materiales más toscos hasta el rango de arte, de “catedral” (en la cual los escombros no dejarían espacio para un ser humano), seguía fielmente la vieja doctrina de los alquimistas según la cual la búsqueda de objetos preciosos se ha de hacer entre la basura. Kandinsky expresó las mismas ideas cuando escribió: “Todo lo que está muerto palpita. No sólo las cosas de la poesía, estrellas, flores sino aun un botón de calzoncillo brillando en el lodazal de la calle… Todo tiene un alma secreta, que guarda silencio con más frecuencia que habla”.











Lo que los artistas, al igual que los alquimistas, probablemente no percibieron era el hecho psicológico de que estaban proyectando parte de su psique en la materia y objetos inanimados. De ahí la “misteriosa animación” que entraba en tales cosas y el gran valor atribuido incluso a los escombros. Proyectaron su propia oscuridad, su sombra terrenal, un contenido psíquico que ellos y su tiempo habían perdido y abandonado.











Sin embargo, a diferencia de los alquimistas, los hombres como Schwitters no estaban incluidos y protegidos por el orden cristiano. En cierto sentido, la obra de Schwitters se opone a él: una especie de monomanía le vincula a la materia, mientras que el cristianismo trata de vencerla. Y no obstante, paradójicamente, es la monomanía de Schwitters la que roba al material de sus creaciones su significado inherente de realidad concreta. En sus pinturas la materia se transforma en composición “abstracta”. Por tanto, comienza a desechar su sustancialidad y a disolverla. En este verdadero proceso, estas pinturas se convierten en expresiones simbólicas de nuestro tiempo, que ha visto el concepto de la “absoluta” concreción de la materia indeterminada por la modernidad física atómica.











Los pintores comenzaron a pensar acerca del “objeto mágico” y del “alma secreta” de las cosas. El pintor italiano Carlo Carrá escribió: “Son las cosas corrientes las que revelan aquellas formas de sencillez mediante las cuales podemos percibir esa situación superior y más significativa del ser donde reside todo el esplendor del arte”. Paul Klee dijo: “El objeto se expande más allá de los límites de su apariencia por nuestro conocimiento de que la cosa es más que el exterior que nos presenta ante los ojos”. Y Jean Bazaine escribió: “Un objeto despierta nuestro amor sólo porque parece ser el portador de poderes que son mayores que él”.











Los pensamientos de ese tipo nos recuerdan el viejo concepto alquimista de un “espíritu de la materia”, que se creía era el espíritu que había en los objetos inanimados, y tras ellos, como el metal o la piedra. Interpretado psicológicamente, este espíritu es el inconsciente. Siempre se manifiesta cuando el conocimiento consciente o racional ha alcanzado sus límites y el misterio se instala en él, porque el hombre tiende a llenar lo inexplicable y misterioso con los contenidos de su inconsciente. Suele proyectarlos, como si dijéramos, en un recipiente oscuro y vacío.











La sensación de que el objeto era “más de lo que encuentran los ojos”, compartida por muchos artistas, encontró una expresión notable en el pintor italiano Giorgio de Chirico. Era místico por temperamento y un buscador trágico que nunca encontró lo que buscaba. En su autorretrato (1908) escribió: “Et quid amabo nisi quod aenigma est" (“¿Y qué voy a amar si no es el enigma?”).











Chirico fue el fundador de la llamada pittura metafísica. “Todo objeto -escribió- tiene dos aspectos: el aspecto común, que es el que generalmente vemos y todos ven, y el aspecto fantasmal y metafísico, que sólo ven raras personas en momentos de clarividencia y meditación metafísica. Una obra de arte tiene que contar algo que no aparece en su forma visible”.











Las obras de Chirico revelan ese aspecto “fantasmal” de las cosas. Son transposiciones de la realidad análogas a sueños, que surgen como visiones procedentes del inconsciente. Pero su “abstracción metafísica” se expresa en una rigidez sobrecogida por el pánico, y la atmósfera de sus pinturas es la de una pesadilla y melancolía insondable. Las plazas de las ciudades de Italia, las torres y objetos están situados en una perspectiva agudísima como si estuviesen en el vacío, iluminados por una luz fría, inclemente, que procede de un origen invisible. Cabezas antiguas o estatuas de dioses conjuran el pasado clásico.











En una de sus más terrible pinturas ha colocado, junto a la cabeza de mármol de unas diosa, un par de guantes de goma roja, un “objeto mágico” en el sentido moderno. Una pelota verde en el suelo actúa como símbolo uniendo las toscas oposiciones; sin ella, habría más de una insinuación de desintegración psíquica. Este cuadro no era, claramente, el resultado de una deliberación archiartificiosa; hay que tomarlo como un pintura onírica.











Chirico estaba profundamente influido por las filosofías de Nietzsche y Schopenhauer. Escribió: “Schopenhauer y Nietzsche fueron los primer en enseñar la profunda significación de la necedad de la vida y en mostrar cómo esa necedad podía transformarse en arte… El terrible vacío que descubrieron es la verdadera belleza desalmada e impasible de la materia”. Algunas de sus pinturas son extremadamente turbadoras; muchas son terribles como pesadillas. Pero en su esfuerzo por encontrar expresión artística del vacío, penetró hasta el meollo del dilema existencial del hombre contemporáneo.











Nietzsche, a quien Chirico cita como autoridad, había dado nombre al “terrible vacío” al decir “Dios está muerto”. Sin referirse a Nietzsche, Kandinsky escribió en Sobre lo espiritual en Arte: “El cielo está vacío. Dios está muerto”. Una frase de este tono puede sonar abominablemente. Pero no es nueva. La idea de la “muerte de Dios” y su consecuencia inmediata, el “vacío metafísico” preocupó las mentes de los poetas del siglo XIX, especialmente en Francia y Alemania. Fue un largo proceso que, en el siglo XX, alcanzó la etapa de discusión libre y encontró expresión en el arte. La escisión entre el arte moderno y el cristianismo se realizó definitivamente.











El Dr. Jung también llegó a darse cuenta de que este extraño y misterioso fenómeno de la muerte de Dios es un hecho psíquico de nuestro tiempo. En 1937 escribió: “Sé -y expreso aquí lo que otras incontables personas saben- que el tiempo presente es el de la desaparición y muerte de Dios”. Durante años, Jung ha estado observando en los sueños de sus pacientes el marchitamiento de la imagen cristiana de Dios, es decir, en el inconsciente de los hombres modernos. La pérdida de esa imagen es la pérdida del factor supremo que da vida a un significado.











Debe señalarse, sin embargo, que ni la afirmación de Nietzsche de que Dios está muerto, ni el “vacío metafísico” de Chirico, ni las deducciones que Jung extrae de las imágenes inconscientes, tienen nada definitivo que decir acerca de la realidad y existencia de Dios o de un trascendental ser o no-ser. Son afirmaciones humanas. En cada caso están están basadas, como Jung ha demostrado en Psicología y Religión, en contenidos de la psique inconsciente que entraron en la conciencia en forma tangible de imágenes, sueños, ideas o intuiciones. El origen de esos contenidos, y la causa de tal transformación (de un Dios vivo a uno muerto), tiene que permanecer desconocido, en la frontera del misterio.











Chirico nunca llegó a la solución del problema que le planteó el inconsciente. Su fracaso puede verse más claramente en la representación de la figura humana. Dada la actual situación religiosa, es el propio hombre a quien habría que conceder una nueva, aunque impersonal, dignidad y responsabilidad. (Jung la describió como una responsabilidad para la consciencia.) Pero en la obra de Chirico, el hombre está privado de alma; se convierte en un manichino, un maniquí sin rostro (y por tanto, también sin consciencia).











En las distintas versiones de su Gran metafísico, una figura sin rostro está entronizada en un pedestal hecho de escombros. La figura es una representación consciente o inconscientemente irónica del hombre que se esfuerza por descubrir la “verdad” sobre la metafísica y, al mismo tiempo, un símbolo de soledad e insensatez definitivas. O quizá los manichini (que también frecuentan las obras de otros artistas contemporáneos) son una premonición del hombre sin rostro de las masas.











Cuando tenía cuarenta años, Chirico abandonó su pittura metafísica; volvió a las formas tradicionales, pero su obra perdió profundidad. Aquí tenemos una prueba cierta de que no hay “regreso al sitio de donde se viene” para la mente creadora cuyo inconsciente se ha visto implicado en el dilema fundamental de la existencia moderna.











Podría considerarse que el complemento de Chirico era el pintor nacido en Rusia Marc Chagall. Su búsqueda en su obra es también una “poesía misteriosa y solitaria” y “el aspecto fantasmal de las cosas que sólo ven raras personas”. Pero el rico simbolismo de Chagall está enraizado en la devoción del hassidismo judío oriental y en un ardiente sentimiento por la vida. No se enfrentó ni con el problema del vacío ni con la muerte de Dios. Escribió: “Todo puede cambiar en nuestro desmoralizado mundo excepto el corazón, el amor del hombre y su esfuerzo por conocer la divinidad. La pintura, como toda poesía, tiene su parte en la divinidad; la gente siente esto hoy día igual que lo sintió siempre”.











El autor inglés Sir Herbert Read escribió una vez de Chagall que él jamás cruzó totalmente el umbral del inconsciente, pero que “siempre había mantenido un pie en la tierra que le había nutrido”. Esta es exactamente la “adecuada” relación con el inconsciente. Lo más importante de todo, como Read recalca, es que “Chagall sigue siendo uno de los artistas de mayor influencia de nuestro tiempo”.











Con la comparación entre Chagall y Chirico, surge una pregunta que es importante para la comprensión del simbolismo en el arte moderno: ¿Cómo toma forma en la obra de los artistas modernos la relación entre lo consciente y lo inconsciente? O, dicho de otro modo, ¿dónde está el hombre?











Puede encontrarse una respuesta en el movimiento llamado surrealismo, del cual se considera fundador el poeta francés André Breton. (Chirico también puede ser considerado de surrealista.) Como estudiante de medicina, Breton conoció la obra de Freud. De ese modo los sueños vinieron a desempeñar un papel importante en sus ideas. “¿No pueden utilizarse los sueños para resolver los problemas fundamentales de la vida? -escribió-. Creo que el aparente antagonismo entre sueño y realidad deberá resolverse en una especie de realidad absoluta: surrealismo.”











Breton captó admirablemente la cuestión. Lo que él buscaba era una reconciliación de los opuestos, consciencia e inconsciente. Pero el camino que tomó para alcanzar esa mera sólo podía desviarle. Comenzó a experimentar con el método de libre asociación de Freud, así como con la escritura automática, en el que las palabras y frases surgen del inconsciente y se escriben sin ningún control consciente. Breton lo llamó: “Dictado el pensar con ausencia de todo control ejercido por la razón y al margen de toda preocupación estética o moral.”











Pero ese proceso significa sencillamente que el camino está abierto al torrente de las imágenes inconscientes, y se ignora el papel importante, incluso decisivo, que ha de desempeñar la consciencia. Como ha dicho el doctor Jung en su capítulo, es la consciencia la que guarda la llave de los valores del inconsciente y que, por tanto, desempeña el papel decisivo. Sólo la conciencia está capacitada para determinar el significado de las imágenes y para reconocer su importancia para el hombre aquí y ahora, en la realidad concreta del presente. Sólo en un juego mutuo de consciencia e inconsciente puede el inconsciente demostrar su valor y, quizá, hasta mostrar una forma de vencer la melancolía del vacío. Si al inconsciente, una vez en acción, se le deja por sí mismo, existe el riesgo de que sus contenidos se hagan todopoderosos o manifiestan su lado negativo y destructivo.











Si miramos las pinturas surrealistas (como La jirafa ardiente, de Salvador Dalí) con eso en la mente, podemos percibir la riqueza de su fantasía y la fuerza abrumadora de sus imágenes inconscientes, pero notamos el horror y el simbolismo del fin de todas las cosas que hablan en muchas de ellas. El inconsciente en naturaleza pura y, al igual que la naturaleza, derrama profusamente sus dones. Pero dejado en sí mismo y sin la respuesta humana de la consciencia, puede (también como la naturaleza) destruir sus propios dones y, antes o después, arrastrarlos a la aniquilación.











La cuestión del papel de la consciencia en la pintura moderna también se plantea respecto al empleo del azar como medio de componer pinturas. En Más allá de la pintura, Max Ernst escribió: “La asociación de una máquina de coser y una sombrilla en una mesa de operaciones (está citando al poeta Lautréamont) es un ejemplo conocido, que ahora se ha hecho clásico, del fenómeno descubierto por los surrealistas de que la asociación de dos (o más) elementos aparentemente ajenos a ambos es el provocador de chispa más poderoso de la poesía.”











Eso es probablemente tan difícil de comprender por el profano como el comentario hecho por Breton acerca del mismo efecto. “El hombre que no puede imaginar un caballo galopando sobre un tomate es un idiota.” (Podríamos recordar aquí la asociación al azar de la cabeza de mármol y el guante de goma en el cuadro de Chirico.) Por supuesto, muchas de esas asociaciones eran bromas o insensateces. Pero la mayoría de los artistas modernos se han ocupado de algo radicalmente distinto a las bromas.











El azar desempeña un papel importante en la obra del escultor francés Jean (o Hans) Arp. Sus grabados en madera, de hojas y otras formas, puestas juntas al azar, eran otra expresión de la búsqueda, según decía él, de “un significado primordial y secreto que dormita bajo el mundo de las apariencias”. Él las llamó Hojas agrupadas según las leyes del azar y Cuadrados agrupados según las leyes del azar. En estas composiciones es el azar el que da profundidad a la obra de arte; señala hacia un principio de orden, desconocido pero activo, y significado que se hace manifiesto en las cosas como su “alma secreta”.











Era, sobre todo, el deseo de “hacer esencial el azar” (según palabras de Paul Klee) lo que subyacía en los esfuerzos de los surrealistas por tomar las vetas de la madera, las formaciones de nubes y demás, como punto de partida de su pintura visionaria. Max Ernst, por ejemplo, volvió a Leonardo Da Vinci, que escribió un ensayo sobre la observación de Botticelli de que si se arroja contra la pared una esponja empapada en pintura, en la mancha que deja podremos ver cabezas, animales, paisajes y una multitud de configuraciones diversas.











Ernst ha descrito cómo le persiguió una visión en 1925. Se le impuso cuando contemplaba un suelo embaldosado marcado por miles de rayaduras. “Con el fin de cimentar mi capacidad de meditación y alucinación, hice una serie de dibujos de las baldosas echando sobre ellas, al azar, hojas de papel y luego ennegreciéndolas por frotación con un lápiz. Cuando puse los ojos sobre el resultado, quedé atónito con una súbita sensación aguda de series alucinantes de dibujos superpuestos y en contrastes. Reuní los primeros resultados obtenidos en esas frottages y los llamé Historia Natural.”











Es importante observar que Ernst colocó encima o detrás de algunos de esos frottages un anillo o círculo que daba al dibujo una atmósfera y profundidad peculiares. Aquí puede reconocer el psicólogo el impulso inconsciente a oponerse al azar caótico del lenguaje natural de la imagen por medio del símbolo de una totalidad psíquica autocontenida, estableciendo así el equilibrio. El anillo o círculo domina el dibujo. La totalidad psíquica rige a la naturaleza, significativa por sí misma y dando significado.











En los esfuerzos de Max Ernst por perseguir los modelos secretos de las cosas, podemos descubrir una afinidad con los románticos del siglo XIX. Ellos hablaban del “manuscrito” de la naturaleza que podía verse por todas partes, en alas, cascarones de huevo, nubes, nieve, hielo, cristales y otras “extrañas conjunciones de azares”, tanto como en los sueños o visiones. Ven todo como la expresión de un mismo “lenguaje pictórico de la naturaleza”. Por eso fue una auténtica actitud romántica la de Max Ernst al llamar a las pinturas producidas con sus experimentos “historia natural”. Y tenía razón, porque el inconsciente (que había conjurado las pinturas en la configuración casual de las cosas) es naturaleza.











Con la Historia Natural de Ernst o con las composiciones al azar de Arp comienzan las reflexiones del psicólogo. Este se encuentra con la cuestión de qué significado puede tener para el hombre que se halla ante una distribución casual, siempre y cuando esta se produzca. Con esta cuestión, el hombre y la consciencia entran en la materia, y con ellos, la posibilidad de significado.











La pintura creada al azar puede ser hermosa o fea, armoniosa o discordante, rica de contenido o pobre, bien o mal pintada. Estos factores determinan su factor artístico, pero no pueden satisfacer al psicólogo (con frecuencia, para la aflicción del artista o de quien encuentra satisfacción suprema en la contemplación de la forma). El psicólogo busca algo más y trata de comprender el “código secreto” de distribución casual, hasta el punto en que al hombre le sea posible descifrarla. El número y la forma de los objetos echados juntos al azar por Arp plantean tantas cuestiones como cualquier detalle de los frottages de Ernst. Para el psicólogo, son símbolos; y, por tanto, no sólo pueden ser percibidos (hasta cierto punto) sino también interpretados.











La retirada, aparente o efectiva, del hombre de muchas modernas obras de arte, la falta de reflexión y el predominio del inconsciente sobre la consciencia ofrecen frecuentes puntos de ataque críticos. Se habla de arte patológico o se le compara con las pinturas de los locos porque es característico de la psicosis que la consciencia y la personalidad del ego queden sumergidas y “ahogadas” por las oleadas de contenidos procedentes de las regiones inconscientes de la psique.











Cierto es que la comparación no resulta tan odiosa hoy día como lo era hace sólo una generación. Cuando el Dr. Jung señaló una relación de ese tipo en su ensayo sobre Picasso (1932), provocó una tormenta de indignación. Hoy día, el catálogo de una conocida sala de arte de Zurich habla de la “casi esquizofrénica obsesión” de un famoso artista, y el escritor alemán Rudolf Kassner describe a Georg Trakl como “uno de los más grandes poetas alemanes” y continúa: “Hay algo de esquizofrénico en él. Puede notarse en su obra; también hay en ella un toque de esquizofrenia, Sí, Trakl es un gran poeta.”











Ahora se percibe que el estado de esquizofrenia y la visión artística no se excluyen mutuamente. A nuestro entender, los famosos experimentos con mescalina y otras drogas análogas han contribuido a este cambio de actitud. Esas drogas crean un estado que va acompañado de visiones intensas de colores y formas; algo semejante ocurre en la esquizofrenia. Más de un artista de hoy día ha buscado su inspiración en tal droga.

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