martes

C. G. JUNG / EL HOMBRE Y SUS SÍMBOLOS

4 / EL SIMBOLISMO EN LAS ARTES VISUALES (II)

Aniela Jaffé


El símbolo del círculo

La doctora M.-L. von Franz ha explicado el círculo (o la esfera) como símbolo del “sí-mismo”. Expresa la totalidad de la psique en todos sus aspectos, incluida la relación entre el hombre y el conjunto de la naturaleza. Ya el símbolo del círculo aparezca en el primitivo culto solar, en la religión moderna, en mitos y sueños, en dibujos mandalas de los monjes tibetanos, en los trazados de ciudades o en las ideas esféricas de los primeros astrónomos, siempre señala el aspecto más vital de la vida: su completamiento definitivo.

Un mito indio de la creación cuenta que el dios Brahma, estando en un gigantesco loto de mil pétalos, volvió los ojos a los cuatro puntos cardinales. Esta revisión cuádruple desde el círculo del loto fue una especie de orientación preliminar, una indispensable toma de posición, antes de comenzar su obra creadora.

Una historia semejante se cuenta de Buda. En el momento de su nacimiento, surgió de la tierra una flor de loto, y él se subió a ella para otear las diez direcciones del espacio. (El loto, en este caso, tenía ocho pétalos, Y Buda también miró arriba y abajo, haciendo diez direcciones). Este gesto simbólico de revisar era el método más conciso de mostrar que, desde el momento de su nacimiento, el Buda era una personalidad única, predestinada a recibir iluminación. Su personalidad y su posterior existencia recibieron la impronta del completamiento.

La orientación espacial realizada por Brahma y Buda puede considerarse como simbolismo de la necesidad humana de orientación psíquica. Las cuatro funciones de la consciencia descritas por el Dr. Jung en su capítulo (página 61) -pensar, sentir, intuir, percibir- dotan al hombre para que trate las impresiones del mundo que recibe del interior y del exterior. Mediante esas funciones, comprende y asimila su experiencia; por medio de ellas puede reaccionar. El cuádruple oteamiento del universo de Brahma simboliza la necesaria integración de esas cuatro funciones que el hombre tiene que llevar a cabo. (En arte, el círculo tiene frecuentemente ocho radios. Esto expresa una recíproca superposición de las cuatro funciones de la consciencia, de tal modo que surgen otras cuatro funciones intermedias; por ejemplo, el pensamiento matizado por el sentimiento o la intuición, o el sentimiento tendiendo hacia la percepción.)

En el arte visual de la India y del lejano Oriente, el círculo de cuatro o de ocho radios es el tipo corriente de las imágenes religiosas que sirven de instrumentos de meditación. Especialmente en el lamaísmo tibetano, desempeñan un papel muy importante los mandalas, ricamente representados. Por regla general, estos mandalas representan el cosmos en su relación con las potencias divinas.

Pero muchísimas de las figuras orientales de meditación son puros dibujos geométricos; a estos se les llama yantras. Aparte del círculo, un motivo yantra muy común está formado por dos triángulos que se compenetran, uno con la punta hacia arriba y otro con la punta hacia abajo. Tradicionalmente, esta forma simboliza la unión de Shiva y Shakti, las divinidades masculina y femenina, tema que también aparece en esculturas con incontables variantes. En términos de simbolismo psicológico, expresa la unión de opuestos: la unión del mundo personal y temporal del ego con el mundo impersonal e intemporal del no-ego. En definitiva, esa unión es la plenitud y meta de todas las religiones: es la unión del alma con Dios. Los dos triángulos que se compenetran tienen un significado simbólico análogo al del más común mandala circular. Representan el completamiento de la psique o “sí-mismo”, de la cual la consciencia es sólo un parte como también lo es el inconsciente.

En los yantras triangulares y en las representaciones escultóricas de la unión de Shiva y Shakti, lo importante está en la tensión entre los opuestos. De ahí el marcado carácter erótico y emotivo de ellos. Esa cualidad dinámica implica un proceso -de creación, de llegar a ser, de completamiento-, mientras que los círculos de cuatro u ocho radios representan el completamiento como tal, como una entidad existente.

El círculo abstracto también figura en la pintura Zen. Hablando de una pintura titulada El Círculo, del famoso sacerdote Zen Sangai, otro maestro Zen escribe: “En la secta Zen, el círculo simboliza iluminación. Simboliza la perfección humana.”

En el arte cristiano europeo también aparecen mandalas abstractos. Algunos de los ejemplos más espléndidos son los rosetones de las catedrales. Son representaciones del “sí-mismo” del hombre transpuestas al plano cósmico. (Un mandala cósmico en forma de brillante rosa blanca le fue revelado a Dante en una visión.) Podemos considerar mandalas los halos de Cristo y de los santos cristianos en las pinturas religiosas. En muchos casos, el halo de Cristo está solo y dividido en cuatro, alusión significativa a su sufrimiento como Hijo del Hombre y a su muerte en la cruz y, al mismo tiempo, un símbolo de su completamiento diferenciado. En las paredes de las primitivas iglesias románicas, a veces se encuentran figuras circulares abstractas; pueden remontarse a sus originales paganos.

En el arte no cristiano tales círculos se llaman “ruedas solares”. Aparecen grabados en rocas que datan del período neolítico, antes que se hubiera inventado la rueda. Como ha indicado Jung, la denominación de “rueda solar” denota sólo el aspecto externo de la figura. Lo que realmente importaba en todos los tiempos era la experiencia de una imagen interior arquetípica que el hombre de la Edad de Piedra plasmó en su arte tan fielmente como pintó toros, gacelas o caballos salvajes.

Muchos mandalas pictóricos se pueden hallar en el arte cristiano: por ejemplo, la pintura, más bien rara, de la Virgen en el centro de un árbol circular, que es el símbolo de Dios en la zarza ardiente. Los mandalas más difundidos en el arte cristiano son los de Cristo rodeado por los cuatro Evangelistas. Se remontan a las antiguas representaciones egipcias del dios Horus y sus cuatro hijos.

En arquitectura también desempeña el mandala un papel importante, pero muchas veces pasa inadvertido. Forma la planta de edificios seculares y sagrados en casi todas las civilizaciones; entra en la urbanización clásica, medieval y aun moderna. Un ejemplo clásico lo hallamos en el relato que hace Plutarco de la fundación de Roma. Según Plutarco, Rómulo mandó envió a buscar constructores a Etruria para que le instruyeran en las costumbres sacras y escribieran las reglas acerca de todas las ceremonias que habrían de observarse en la misma forma “que en los misterios”. Primeramente cavaron un hoyo circular, donde el Comitium, o Tribunal de la Asamblea, está hoy día, y en ese hoyo arrojaron ofrendas simbólicas de frutos de la tierra. Luego, cada hombre cogió un puñado de tierra del campo de donde procedía y los echaron mezclados en el hoyo. Al hoyo se le dio el nombre de mundus (que también significa cosmos). Alrededor de él, Rómulo trazó en círculo los límites de la ciudad con un arado arrastrado por un toro y una vaca. Allí donde se proyectaba una puerta, levantaron la reja del arado y el arado pasaba de largo.

La ciudad fundada con esa ceremonia solemne era de forma circular. Sin embargo, la antigua y famosa descripción de Roma es urbs quadrata, la ciudad cuadrada. Según una teoría que intenta reconciliar esa contradicción, la palabra quadrata debe entenderse como “cuatripartita”, es decir, la ciudad circular fue dividida en cuatro partes por dos arterias principales que iban de Norte a Sur y de Oeste a Este. El punto de intersección coincidía con el mundus mencionado por Plutarco.

Según otra teoría, la contradicción puede entenderse sólo como un símbolo, es decir, como representación visual del problema matemáticamente irresoluble de la cuadratura del círculo, que tanto preocupó a los griegos y desempeñaría tan importante papel en la alquimia. Aunque parezca extraño, antes de contar la ceremonia circular de la fundación de la ciudad realizada por Rómulo, Plutarco también habla de Roma como Roma quadrata, una ciudad cuadrada. Para él, Roma era, a la vez, circular y cuadrada.

En las teorías está implicado un verdadero mandala, y eso entronca con la afirmación de Plutarco de que la fundación de la ciudad fue enseñada por los etruscos en la misma forma “que en los misterios”, como rito secreto. Era algo más que una pura forma externa. Con su plano de mandala, la ciudad, y sus habitantes, se exalta sobre el mero reino secular. Esto se subraya aun más por el hecho de que la ciudad tiene un centro, el mundus, que establece la relación de la ciudad con el “otro” reino, la mansión de los espíritus ancestrales. (El mundus fue cubierto con una gran piedra llamada “piedra del alma”. La piedra se quitaba determinados días y luego, se decía, los espíritus de los muertos surgían del hoyo.)

Algunas ciudades medievales fueron fundadas sobre planos de mandala y fueron rodeadas con murallas aproximadamente circulares. En esas ciudades, como en Roma, dos arterias principales la dividen en “cuartos” y conducen a las cuatro puertas. La iglesia o catedral se halla en el punto de intersección de esas dos arterias. La inspiradora de la ciudad medieval, con sus cuartos, era “la ciudad santa, Jerusalén” (según el Apocalipsis), que tiene planta cuadrangular y murallas y su número de puertas es tres veces cuatro. Pero Jerusalén no tenía templo en el centro porque la presencia inmediata de Dios era su centro. (El plano en forma de mandala para una ciudad no está en modo alguno pasado de moda. Un ejemplo moderno es la ciudad de Washington, capital de los Estados Unidos.)

Sea en fundaciones clásica o primitivas, el plano mandala nunca fue trazado por consideraciones estéticas o económicas. Fue la transformación de la ciudad en un cosmos ordenado, un lugar sagrado vinculado por su centro con el otro mundo. Y esa transformación armoniza con los sentimientos vitales y las necesidades del hombre religioso.

Todo edificio, sea religioso o secular, que tenga planta de mandala es la proyección de una imagen arquetípica que surge del inconsciente humano hacia el mundo exterior. La ciudad, la fortaleza y el templo se convierten en símbolos del complemento psíquico y de ese modo ejercen una influencia específica en el ser humano que entra o vive en ellos. (Apenas es necesario subrayar que, aun en arquitectura, la proyección del contenido psíquico era un proceso puramente inconsciente. “Tales cosas no pueden pensarse -escribió el doctor Jung-, pero tienen que volver a surgir de las olvidadas profundidades si han de expresar los más profundos conocimientos internos de la consciencia y las intuiciones supremas del espíritu, amalgamando así la unicidad de la consciencia del día de hoy con el antiquísimo pasado de la humanidad.”)

El símbolo central del arte cristiano no es el mandala, sino la cruz o el crucifijo. Hasta los tiempos carolingios, la cruz de brazos iguales o griega era la forma usual y, por tanto, el mandala estaba implicado directamente. Pero con el transcurso del tiempo, el centro ascendió, hasta que la cruz tomó la forma latina, con palo largo y un travesaño, que es la forma usual hoy día. Este desarrollo es importante porque corresponde al desarrollo interior del cristianismo hasta la alta Edad Media. En términos simples, simboliza a desplazar de la tierra el centro del hombre y su fe y a “elevarlo” a la esfera espiritual. Esta tendencia surge del deseo de poner en acción lo dicho por Cristo: “Mi reino no es de este mundo”. La vida terrenal, el mundo y el cuerpo eran, por tanto, fuerzas que había que vencer. La esperanza del hombre medieval se dirige de ese modo al más allá, pues era sólo desde el paraíso de donde le llamaba la promesa de plenitud.

Este esfuerzo alcanzó su culmen en la Edad Media y en el misticismo medieval. La esperanza del más allá encontró expresión no sólo en la elevación del centro de la cruz; también puede verse en la creciente altura de las catedrales góticas que parecen desafiar las leyes de gravedad. Su planta cruciforme es el de la alargada cruz latina (aunque los baptisterios, con la pila en el centro, tienen una verdadera forma de mandala).

Con el alborear del renacimiento se inició un cambio revolucionario en el concepto que tenía el hombre acerca del mundo. El movimiento “hacia arriba” (que alcanzó su ápice en los finales de la Edad Media) llegó a invertirse: el hombre regresó a la tierra. Redescubrió las bellezas de la naturaleza y el cuerpo, comenzó la primera circunnavegación del globo terrestre y se demostró que el mundo era una esfera. Las leyes de la mecánica y la causalidad se convirtieron en los fundamentos de la ciencia. El mundo de los sentimientos religiosos, de lo irracional y del misticismo, que había desempeñado papel tan importante en los tiempos medievales, iba quedando cada vez más sumergido por los triunfos del pensamiento lógico.

Análogamente, el arte se hizo más realista y sensorial. Rompió con los temas religiosos de la Edad Media y abarcó todo el mundo visible. Quedó abrumado con la diversidad de la tierra, con su esplendor y su horror, y se convirtió en lo que el arte gótico había sido anteriormente: un símbolo verdadero de la espiritualidad de su tiempo. Por tanto, difícilmente puede considerarse como accidental que también se produjera un cambio en los edificios eclesiásticos. En contraste Copn las elevadísimas catedrales góticas, hubo más plantas circulares. El círculo reemplazó a la cruz latina.

Sin embargo, este cambio en la forma -y este es el punto importante para la historia del simbolismo- debe atribuirse a causas estéticas, no religiosas. Esa es la única explicación posible para el hecho de que el centro de esas iglesias redondas (el verdadero lugar “sagrado”) esté vacío y que el altar esté situado en un retroceso de la pared lejana del centro. Por esa razón, la planta no puede describirse como un verdadero mandala. Una excepción importante es la basílica de San Pedro de Roma, que fue construida según los planos de Bramante y Miguel Ángel. Aquí el altar está en el centro. No obstante, nos sentimos tentados a atribuir esa excepción a la genialidad de sus arquitectos, porque los grandes genios son siempre, a la vez, de su tiempo y de fuera de él.

A pesar de los cambios de gran alcance que en arte, filosofía y ciencia trajo el renacimiento, el símbolo general del cristianismo permaneció inalterable. A Cristo se le siguió representando en la cruz latina como lo es hoy día. Eso significa que el centro del hombre religioso se fijó en un plano superior, más espiritual que el del hombre terrenal que había vuelto a la naturaleza. De ese modo se produjo una resquebrajadura entre el cristianismo tradicional del hombre y su mente racional o intelectual. Desde ese momento, esos dos lados del hombre moderno nunca han llegado a unirse. En el transcurso de los siglos, con el acrecentamiento del conocimiento profundo de la naturaleza y sus leyes, la división se ha ido agrandando, y aun escinde la psique de los cristianos occidentales en el siglo XX.

Desde luego, el breve resumen histórico dado está aquí supersimplificado. Además omite los movimientos religiosos secretos dentro del cristianismo que tuvieron en cuenta, en sus creencias, lo que fue generalmente ignorado por la mayoría de los cristianos: la cuestión del mal, del espíritu tectónico (o terrenal). Tales movimientos estuvieron siempre en minoría y rara vez tuvieron una influencia muy visible; pero, a su modo, cumplieron el importante cometido de acompañamiento de contrapunto de la espiritualidad cristiana.

Entre las numerosas sectas y los movimientos que surgieron hacia el año 1000 d. de J.C., los alquimistas desempeñaron papel muy importante. Exaltaron los misterios de la materia y los equipararon a los del “espíritu celestial” del cristianismo. Lo que buscaban era la totalidad del hombre abarcando la mente y el cuerpo e inventaron un millar de nombres y símbolos para ella. Uno de sus símbolos centrales fue la cuadratura circuli (cuadratura del círculo), que no es más que el verdadero mandala.

Los alquimistas no sólo recogieron su labor en sus escritos, crearon un rico acervo de pinturas de sus sueños y visiones; pinturas simbólicas que son tan profundas como engañosas. Estaban inspirados por el lado oscuro de la naturaleza: el mal, los sueños, el espíritu de la tierra. La forma de expresión era siempre fabulosa, onírica e irreal, tanto en palabra como en pintura. El gran pintor flamenco del siglo XV Hieronymus Bosch puede considerarse como el representante de mayor importancia de esa clase de arte imaginativo.

Pero al mismo tiempo, los pintores renacentistas más característicos (trabajando a la plena luz del día, por así decir) estaban produciendo las obras más espléndidas del arte sensorial. Su fascinación con la tierra y la naturaleza llegó a tal profundidad que, prácticamente, determinó el desarrollo del arte visual para los cinco siglos siguientes. Los últimos grandes representantes del arte sensorial, del arte del momento fugaz, de la luz y del aire, fueron los impresionistas del siglo XIX.

Podemos distinguir aquí entre dos modalidades de la representación artística radicalmente diferentes. Se han hecho muchos intentos para definir sus características. Recientemente Herbert Kühn (cuya obra sobre las pinturas rupestres ya hemos mencionado) ha tratado de trazar la distinción entre lo que él llama estilos “imaginativo” y “sensorial”. El estilo “sensorial” generalmente pinta una reproducción directa de la naturaleza o del tema pictórico. El “imaginativo”, por otra parte, presenta una fantasía o experiencia del artista de una manera “irrealista”, incluso onírica y, a veces, “abstracta”. Los dos conceptos de Kühn parecen tan sencillos y claros que me es grato poder utilizarlos.

Los primitivos comienzos del arte imaginativo se remontan muy atrás en la historia. En la cuenca mediterránea, su florecimiento data del tercer milenio a. de J.C. Sólo muy recientemente se ha comprendido que esas obras de arte tan antiguas no son el resultado de inhabilidad o de ignorancia; son modos de expresar una emoción religiosa o espiritual perfectamente definida. Y tienen hoy día un atractivo especial porque, durante la primera mitad del presente siglo, el arte pasó, una vez más, por una fase que puede describirse con el término “imaginativa”.

Hoy día, el símbolo geométrico o “abstracto” del círculo ha vuelto a desempeñar un papel importante en la pintura. Pero con pocas excepciones, la modalidad tradicional de representación ha sufrido una transformación característica que se corresponde con el dilema de la existencia del hombre moderno. El círculo ya no es una figura de un solo significado que abarca todo un mundo y domina la pintura. A veces el artista lo quita de su posición dominante y lo reemplaza por un grupo de círculos negligentemente ordenados. A veces, el plano del círculo es asimétrico.

Un ejemplo de ese plano circular asimétrico puede verse en el famoso disco solar del pintor francés Robert Delaunay. Una pintura del moderno pintor inglés Ceri Richards, hoy día en la colección del Dr. Jung, contiene un plano circular enteramente asimétrico, mientras que muy a la izquierda aparece un círculo mucho más pequeño y vacío.

En el cuadro del pintor francés Henri Matisse, titulado Naturaleza muerta con florero de nasturcios, el foco de visión es una esfera verde sobre una viga negra inclinada, que parece reunir en sí los múltiples círculos de las hojas de los nasturcios. La esfera se sobrepone a una figura rectangular, cuyo ángulo superior izquierdo está doblado. Dada la perfección artística de la pintura, es fácil olvidar que, en el pasado, esas dos figuras abstractas (el círculo y el cuadrado) estarían unidas y habrían expresado todo un mundo de pensamientos y sentimientos. Pero quien recuerde y plantee la cuestión del significado, encontrará materia para pensar; las dos figuras que desde el principio de los tiempos formaron un todo están puestas aparte en esta pintura o relacionadas incoherentemente. Sin embargo, están las dos y se tocan mutuamente.

En un cuadro pintado por el artista de procedencia rusa Wassily Kandinsky hay una reunión descuidada de bolas o círculos de colores que parecen haber surgido como pompas de jabón. También están tenuemente relacionadas con el fondo de un gran rectángulo que contiene dos rectángulos pequeños y casi cuadrados. En otro cuadro que tituló Algunos círculos, una nube oscura (¿o es un ave cerniéndose?) también contiene un grupo desordenado de bolas o círculos brillantes.

Los círculos aparecen con frecuencia en relaciones inesperadas en las misteriosas composiciones del artista inglés Paul Nash. En la soledad primitiva de su paisaje Suceso en los Downs, hay una bola en primer término a la derecha. Aunque, aparentemente, es una pelota de tenis, el dibujo de su superficie dibuja el Tai-gi-tu, el símbolo chino de eternidad; de ese modo abre una nueva dimensión en la soledad del paisaje. Algo análogo ocurre en el Paisaje desde un sueño, de Nash. Las bolas ruedan fuera de la vista en un paisaje infinitamente amplio reflejado en un espejo, con un gran sol visible en el horizonte. Otra bola está en primer término, delante del espejo toscamente cuadrado.

En su dibujo Límites del entendimiento, el artista suizo Paul Klee coloca la simple figura de una esfera o un círculo encima de una compleja estructura de escaleras y líneas. Jung ha señalado que un verdadero símbolo aparece solamente cuando hay necesidad de expresar lo que el pensamiento no puede pensar o lo que sólo se adivina o siente; ese es el propósito de la sencilla figura de Klee en los “límites del entendimiento”.

Es importante observar que el cuadrado, o grupos de rectángulos y cuadrados, o rectángulos y romboides han aparecido en el arte moderno con tanta frecuencia como el círculo. El maestro de las composiciones armoniosas (incluso “musicales”) con rectángulos es el artista de origen holandés Piet Mondrian. Por regla general, no hay centro efectivo en ninguna de sus pinturas, sin embargo, forma un todo ordenado en colocación estricta, casi ascética. Aun más comunes son las pinturas, de otros artistas, con composiciones cuaternarias irregulares, o numerosos rectángulos combinados en grupos más o menos desordenados.

El círculo es un símbolo de la psique (hasta Platón describe la psique como una esfera). El cuadrado (y con frecuencia el rectángulo) es un símbolo de materia terrenal, del cuerpo y de la realidad. En la mayoría del arte moderno, la conexión entre esas dos formas primarias es inexistente o libre y casual. Su superación es otra expresión simbólica del estado psíquico del hombre del siglo XX: su alma ha perdido las raíces por la disociación. Aun en la situación mundial de hoy día (como señaló el Dr. Jung en su capítulo preliminar), esa división se ha hecho evidente: las mitades occidental y oriental de la tierra están separadas por el telón de acero.

Pero la frecuencia con que aparecen el cuadrado y el círculo no debe desdeñarse. Parece haber una ininterrumpida incitación psíquica para traer a la conciencia los factores básicos de la vida que ellos simbolizan. También, en ciertas pinturas abstractas de nuestros tiempos (que meramente representan una estructura coloreada o una especie de “materia prima”), esas formas aparecen, a veces, como si fuesen gérmenes de un nuevo crecimiento.

El símbolo del círculo ha desempeñado una parte curiosa en un fenómeno muy diferente de la vida contemporánea y, ocasionalmente, lo sigue desempeñando. En los últimos años de la segunda guerra mundial, surgió el “rumor visionario” de cuerpos redondeados y voladores conocidos como “platillos volantes” o UFO (unidentified flying objects, objetos voladores inidentificados). Jung los ha explicado como proyecciones de un contenido psíquico (o completamiento) que en todo tiempo se simbolizó con el círculo. En otras palabras, ese “rumor visionario”, como también puede verse en muchos sueños de nuestro tiempo, es un intento de la psique inconsciente colectiva de reparar la división en nuestra era apocalíptica mediante el símbolo del círculo.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+