4 / EL SIMBOLISMO EN LAS ARTES VISUALES (I)
Aniela Jaffé
Símbolos sagrados: la piedra y el animal
La historia del simbolismo muestra que todo puede asumir significancia simbólica: los objetos naturales (como piedras, plantas, animales, hombres, montañas y valles, sol y luna, viento, agua y fuego), o cosas hechas por el hombre (casas, barcos, coches), o, incluso, formas abstractas (números, o el triángulo, el cuadrado y el círculo). De hecho, todo el cosmos es un símbolo posible.
El hombre, son su propensión a crear símbolos, transforma inconscientemente los objetos o formas en símbolos (dotándolos, por tanto, de gran importancia psicológica) y los expresa ya en su religión o en su arte visual. La historia entrelazada de la religión y del arte, remontándose a los tiempos prehistóricos, es el relato que nuestros antepasados dejaron de los símbolos que para ellos eran significativos y emotivos. Aun hoy día, como muestran la escultura y la pintura moderna, todavía sigue viva la integración de la religión y el arte.
Como primera parte de mi estudio del simbolismo en las artes visuales, voy a examinar algunos de los motivos específicos que han sido mundialmente sagrados o misteriosos para el hombre. Después, en lo restante del capítulo, deseo estudiar el fenómeno del arte del siglo XX, no en su utilización de los símbolos, sino en su significancia como símbolo en sí mismo, una exposición simbólica de la condición psicológica del mundo moderno.
En las páginas que siguen he escogido tres motivos reiterativos con los que ilustrar la presencia y naturaleza del simbolismo en el arte de períodos muy diferentes. Son los símbolos de la piedra, el animal y el círculo; cada uno de los cuales tiene su significancia psicológica permanente desde las más primitivas expresiones de la consciencia humana hasta las formas artificiosas del arte del siglo XX.
Sabemos que aun las piedras sin labrar tuvieron un significado muy simbólico para las sociedades antiguas y primitivas. Se creía con frecuencia que las piedras bastas y naturales eran la morada de espíritus o de dioses, y se utilizaron en las culturas primitivas como lápidas sepulcrales, amojonamientos u objetos de veneración religiosa. Su empleo puede considerarse como una forma primitiva de escultura, un primer intento de investir a la piedra con un poder más expresivo que el que podrían darle la casualidad y la naturaleza.
La historia del sueño de Jacob, en el Antiguo Testamento, es un ejemplo típico de cómo, hace millares de años, el hombre creía que en la piedra estaba incorporado un dios vivo o un espíritu divino y cómo la piedra llegó a ser un símbolo:
Salió, pues, Jacob… para dirigirse a Jarán. Llegó a un lugar donde se dispuso a pasar la noche, pues el sol se ponía ya, y tomando una de las piedras que en el lugar había, la puso de cabecera y se acostó. Tuvo un sueño. Veía una escala que, apoyándose sobre la tierra, tocaba con la cabeza en los cielos, y que por ella subían y bajaban los ángeles de Dios. Junto a él estaba Yavé, que le dijo: “Yo soy Yavé, el Dios de Abraham, tu padre, y el dios de Isaac; la tierra sobre la cual estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia…” Despertó Jacob de su sueño y se dijo: “Ciertamente ya está Yavé en este lugar, y yo no lo sabía”; y atemorizado añadió: “¡Qué terrible es este lugar! No es sino la casa de Dios y la puerta de los cielos.” Levantose Jacob bien de mañana, y tomando la piedra que había tenido de cabecera, la alzó, como memoria, y vertió óleo sobre ella. Llamó a este lugar Betel…
Para Jacob, la piedra era una parte integrante de la revelación. Era la mediadora entre él y Dios.
En muchos primitivos santuarios megalíticos, la deidad está representada no por una sola piedra, sino por muchas piedras sin labrar, dispuestas en diferentes modos. (Los alineamientos geométricos de piedras en Bretaña y el círculo megalítico de Stonehenge son ejemplos famosos.) Las disposiciones de piedras toscas también desempeñan un papel importante en los muy civilizados jardines rocosos del budismo Zen. Su disposición no es geométrica, sino que parece haberse producido por casualidad. Sin embargo, la realidad es que es la expresión de la más refinada espiritualidad.
Muy tempranamente en la historia, los hombres comenzaron los intentos para expresar lo que pensaban era el alma o espíritu de una roca tratando de darle una forma reconocible. En muchos casos, la forma era una aproximación, más o menos definida, a la figura humana; por ejemplo, los antiguos menhires con sus toscos trazos de rostros, o los hermes nacidos de las piedras de los linderos en la antigua Grecia, o los muy primitivos ídolos de piedra con rasgos humanos. La animación de la piedra tiene que explicarse como la proyección en la piedra de un contenido, más o menos claro, del inconsciente.
La tendencia primitiva a dar apenas el esbozo de una figura humana y a retener mucho de la forma natural de la piedra también puede verse en la escultura moderna. Muchos ejemplos muestran la preocupación del artista por la “expresión propia” de la piedra; empleando el lenguaje del mito, a la piedra se le permite “hablar por sí misma”. Esto puede verse, por ejemplo, en la obra del escultor suizo Hans Aeshbacher, del escultor americano James Rosati y del artista de origen alemán Max Ernst. En una carta desde Maloja, en 1935, Ernst Escribió: “Alberto (el artista suizo Giacometti) y yo padecemos de esculturitis. Trabajamos con rocas de granito, grandes y pequeñas, procedentes de las morrenas del glaciar Forno. Maravillosamente pulidas por el tiempo, las heladas y la intemperie, son fantásticamente bellas por sí mismas. Ninguna mano humana puede hacer eso. Por tanto, ¿por qué no dejar el duro trabajo previo a los elementos, y limitarnos a garrapatear en ellas las runas de nuestro propio misterio?”
No está explicado lo que Ernst quiere decir con “misterio”. Pero más adelante, en este capítulo, trataré de mostrar que los “misterios” del artista moderno no son muy diferentes a aquellos de los antiguos maestros que conocían el “espíritu de la piedra”.
La insistencia sobre ese “espíritu” en muchas esculturas es una indicación de la línea divisoria cambiante e indefinible entre la religión y el arte. Algunas veces no se pueden separar una de otra. La misma ambivalencia puede verse también en otro motivo simbólico, como aparece en las antiguas obras de arte: el símbolo del animal.
Las pinturas de animales se remontan ala Era Glacial (es decir, entre 60.000 y 10.000 años s. de J.C.). Fueron descubiertas en paredes de cuevas en Francia y España a finales del siglo pasado, pero fue a principios del actual siglo cuando los arqueólogos comenzaron a darse cuenta de su extremada importancia y a investigar en su significado. Estas investigaciones revelaron una cultura prehistórica infinitamente remota cuya existencia jamás se había sospechado siquiera.
Aun hoy día, una extraña magia parece rondar las cuevas que contienen los grabados y pinturas rupestres. Según el investigador alemán del arte Herbert Kühn, a los habitantes de las cuevas donde se encuentran esas pinturas, en África, España, Francia y Escandinavia, no se les puede convencer para que se acerquen a las cuevas. Una especie de temor religioso o, quizá, miedo a los espíritus que vagan entre las rocas y las pinturas, les mantiene apartados. Los nómadas que pasan por allí, aun dejan sus ofrendas votivas ante las viejas pinturas rupestres en África del Norte. En el siglo XV, el papa Calixto II prohibió las ceremonias religiosas en la “cueva de las pinturas de caballos”. No se sabe a qué cueva se refería el papa, pero no hay duda de que sería una cueva prehistórica que tuviera pinturas de animales. Todo esto viene a demostrar que las cuevas y rocas con pinturas de animales siempre se han considerado instintivamente como lo que eran originariamente: lugares religiosos. El numen del lugar ha sobrevivido a los siglos.
En algunas cuevas, el visitante moderno tiene que cruzar por galerías bajas, oscuras y húmedas hasta alcanzar el sitio donde se abren, de repente, las grandes “cámaras” pintadas. Este acceso dificultoso puede expresar el deseo de los hombres primitivos de ocultar a la mirada común todo lo que contenía y ocurría en las cuevas, y proteger su misterio. La vista repentina e inesperada de las pinturas en las cámaras, viniendo del acceso dificultoso e inspirador de miedo, tenía que producir una impresión abrumadora al hombre primitivo.
Las pinturas rupestres del Paleolítico consisten casi totalmente en figuras de animales cuyos movimientos y posturas fueron observados al natural y reproducidos con gran destreza artística. Sin embargo, hay muchos detalles indicativos de que las figuras se hicieron para que fueran algo más que reproducciones naturalísticas. Kühn escribe: “Lo extraño es que muchas pinturas primitivas fueran utilizadas como blanco de tiro. En Montespan hay un grabado representando a un caballo al que le acosan hacia una trampa; está marcado con impactos de dardos. Una figura de barro representando un oso, en esa misma cueva, tiene cuarenta y dos agujeros”.
Esas figuras sugieren una magia de caza como las que aun practican las tribus cazadoras en África. El animal pintado tiene la función de un “doble”; son su matanza simbólica, los cazadores intentan anticipar y asegurar la muerte del animal verdadero. Esta es una forma de magia simpática que se basa en la “realidad” de un doble representado en una pintura: lo que ocurra a la pintura le ocurrirá al original. El hecho psicológico subyacente es una sólida identificación entre un ser viviente y su imagen a la que se considera el alma del ser. (Esta es una de las causas de que muchas gentes primitivas rehúyan ser fotografiadas.)
Otras pinturas rupestres pueden haber servido para ritos mágicos de fertilidad. Muestran animales en el momento del apareamiento; puede verse el ejemplo en la figura de dos bisontes, macho y hembra, en la cueva de Tuc d’Audubert, Francia. De este modo, la pintura realista de los animales se enriqueció con matices mágicos y tomó un significado simbólico. Se convirtió en la imagen de la esencia viviente del animal.
Las figuras más interesantes de las pinturas rupestres son las de seres semihumanos disfrazados de animales, que a veces se encuentran junto a los animales. En la cueva de los Trois Frères, en Francia, un hombre envuelto en una piel de animal toca una flauta primitiva como si estuviera conjurando a los animales. En la misma cueva hay un ser humano danzando, con cornamenta, cabeza de caballo y garras de oso. Esta figura, dominando una mezcolanza de varios centenares de animales, es, indiscutiblemente, el “Señor de los Animales”.
Los usos y costumbres de algunas tribus africanas de hoy día pueden arrojar alguna luz sobre el significado de esas figuras misteriosas e indudablemente simbólicas. En las iniciaciones, las sociedades secretas, y aun en la institución de la monarquía en esas tribus, los animales y los disfraces animales desempeñan con frecuencia un papel importante. El rey y el jefe también son animales, generalmente leones y leopardos. Vestigios de tal costumbre pueden aun hallarse en el título del emperador de Etiopía, Haile Selassie (“El León de Judah”) o en el título honorífico del Dr. Hastings Banda (“El León de Niasalandia”).
Cuanto más nos remontamos en el tiempo, o cuanto más primitiva o cercana a la naturaleza es la sociedad, más al pie de la letra se tomarán estos títulos. Un jefe primitivo no sólo se disfraza de animal; cuando aparece en los ritos de iniciación con su disfraz completo de animal es el animal. Aun más: es un espíritu animal, un demonio terrible que realiza la circuncisión. En tales momentos, incorpora o representa al antepasado de la tribu y del clan y, por tanto, al propio dios primordial. Representa, y es, el animal “totem”. Así es que no nos equivocamos mucho si vemos en la figura del hombre-animal danzante de la cueva de los Trois Frères una especie de jefe que se ha transformado, con su disfraz, en un demonio animal.
Con el transcurso del tiempo, el disfraz completo de animal fue reemplazado en muchos sitios por máscaras de animales y demonios. Los hombres primitivos prodigaron toda su habilidad artística en esas máscaras, y muchas de ellas aun no han sido superadas en el poder e intensidad de su expresión. Con frecuencia, son objeto de la misma veneración que el dios o el propio demonio. Las máscaras animales participan en las artes populares de muchos países modernos, como Suiza, o en las máscaras de magnífica expresividad del antiguo drama japonés No, que aun se sigue representando en el Japón moderno. La función simbólica de la máscara es la misma que la del originario disfraz animal. La expresión humana individual queda sumergida, pero, en su lugar, el enmascarado asume la dignidad y la belleza (y también la expresión horrible) de un demonio animal. En lenguaje psicológico, la máscara transforma a su portador en una imagen arquetípica.
La danza, que originariamente no era más que un perfeccionamiento del disfraz animal con movimientos y gestos apropiados, fue probablemente suplementaria de la iniciación o de otros ritos. Era, por así decir, ejecutada por demonios en honor de un demonio. En el barro blando de la cueva de Tuc d’Audubert, Herbet Kühn encontró huellas en torno a figuras de animales. Mostraban que la danza era parte aun de los ritos de la era glacial. “Sólo se pueden ver huellas de talones -escribe Kühn-. Los danzantes se movían como bisontes. Bailaron una danza del bisonte para la fertilidad y multiplicación de los animales y para su matanza.”
En el capítulo de introducción, el Dr. Jung ha señalado la íntima relación, o aun identificación, entre el salvaje y su animal totem (o “alma selvática”). Hay ceremonias especiales para el establecimiento de esa relación, particularmente en los ritos de iniciación para los muchachos. El muchacho entra en posesión de su “alma racional”, y al mismo sacrifica su propio “ser animal” mediante la circuncisión. Este proceso doble le admite al clan totémico y le pone en relación con su animal totem. Sobre todo, se hace hombre y (en un sentido aun más amplio) ser humano.
Los africanos de la costa occidental califican de “animales” a los incircuncisos. Ni han recibido un alma animal ni han sacrificado su “animalidad”. En otras palabras, puesto que ni el aspecto humano ni el animal del alma de un muchacho incircunsciso se han hecho conscientes, se considera dominante su aspecto animal.
El motivo animal suele simbolizar la naturaleza primitiva e instintiva del hombre. Aun los hombres civilizados tienen que darse cuenta de la violencia de sus impulsos instintivos y de su impotencia ante las emociones autónomas que surgen del inconsciente. Esto resulta más acusado en los hombres primitivos, cuya consciencia no está muy desarrollada y que están dotados para capear la tormenta emotiva. En el primer capítulo de este libro, en el que el Dr. Jung estudia las formas en que el hombre desarrolla la capacidad de reflexión, pone un ejemplo de un africano que, arrebatado por la cólera, mató a su amado hijo pequeño. Cuando el hombre se recuperó, se sintió abrumado por la pena y el remordimiento de lo que había hecho. En este caso, se soltó un impulso negativo y fue mortal sin contar con la voluntad consciente. El demonio animal es el símbolo más expresivo de tal impulso. La vivacidad y concreción de esta imagen permite al hombre relacionarse con ella como representativa del poder abrumador que hay en él. Lo teme, y busca el modo de propiciarle con sacrificios y ritos.
Muchísimos mitos se refieren a un animal primitivo que ha de sacrificarse en aras de la fertilidad o aun de la creación. Un ejemplo de esto es el sacrificio de un toro por el dios solar persa Mithra, del cual surge la tierra con toda riqueza y fruto. En la leyenda cristiana de San Jorge matando al dragón, vuelve a aparecer el rito primitivo de la matanza ritual.
En las religiones y el arte religioso de, prácticamente, todas las razas, se adscriben atributos animales a los dioses supremos, o los dioses se representan en forma de animales. Los antiguos babilonios trasladaron sus dioses a los cielos en forma de Carnero, Toro, Cangrejo, León, Escorpión, Pez y demás signos del Zodíaco. Los egipcios representaban a la diosa Hator con cabeza de vaca; al dios Amon, con cabeza de carnero, y a Thot, con cabeza de ibis o en forma de mono cinocéfalo. Ganesh, el dios hindú de la buena suerte, tiene cuerpo humano, pero la cabeza es de elefante. Vishnu es un jabalí. Hanuman es un dios con forma de mono. (Por cierto que los hindúes no asignan al hombre el primer puesto en la jerarquía de los seres: el elefante y el león son superiores a él.)
La mitología griega está llena de simbolismos animales. Zeus, el padre de los dioses, muchas veces se acerca a la muchacha que desea, revistiendo la forma de un cisne, un toro o un águila. En la mitología germánica, el gato está consagrado a la diosa Freya, mientras que el jabalí, el cuervo y el caballo están consagrados a Wotan.
Hasta en el cristianismo, el simbolismo animal desempeña una parte sorprendentemente grande. Tres de los Evangelistas tienen emblemas animales: San Lucas tiene el toro; San Marcos, el león, y San Juan, el águila. Sólo uno, San Mateo, está representado por un hombre o un ángel. El propio Cristo aparece simbólicamente como el cordero de Dios o el pez, pero también es la serpiente exaltada de la cruz, el león y, en raras ocasiones, el unicornio. Estos atributos animales de Cristo indican que aun el Hijo de Dios (personificación suprema del hombre) no puede prescindir de su naturaleza animal más que de su superior naturaleza espiritual. Lo infrahumano, así como lo sobrehumano, se consideran pertenecientes al reino de la divinidad; la relación de esos dos aspectos del hombre está hermosamente simbolizada en las pinturas navideñas del nacimiento de Cristo en un establo, entre animales.
La profusión ilimitada del simbolismo animal en la religión y el arte de todos los tiempos no recalca meramente la importancia del símbolo; muestra cuán vital es para los hombres integrar el contenido psíquico del símbolo: el instinto. En sí mismo, un animal no es bueno ni malo; es una parte de su naturaleza. No puede desear nada que no esté en su naturaleza. Diciéndolo de otro modo, obedece a sus instintos. Estos instintos, con frecuencia nos parecen misteriosos, pero tienen su paralelo en la vida humana: el fundamento de la naturaleza humana es el instinto.
Pero en el hombre, el “ser animal” (que vive en él como su psique instintiva) puede convertirse en peligroso si no se le reconoce y se le integra con la vida. El hombre es la única criatura con capacidad para dominar con su voluntad al instinto, pero también es capaz de reprimirlo, deformarlo y herirlo; pero un animal, hablando metafóricamente, nunca es tan fiero y peligroso como cuando se le hiere. Los instintos reprimidos pueden llegar a dominar al hombre; incluso pueden destruirlo.
El sueño corriente en el que el soñante es perseguido por un animal, casi siempre indica que un instinto se ha desgajado de la consciencia y debe ser (o trata de ser) readmitido e integrado a la vida. Cuanto más peligrosa es la conducta de un animal en el sueño, más inconsciente es el alma primitiva e instintiva del soñante, y más imperativa es su integración en la vida si se quiere evitar algún mal irreparable.
Los instintos reprimidos y heridos son los peligros que amenazan al hombre civilizado; los impulsos no inhibidos son los peligros que amenazan al hombre primitivo. En ambos casos, el “animal” está alejado de su verdadera naturaleza; y para ambos, la aceptación del alma animal es la condición para el completamiento y la vida vivida con plenitud. El hombre primitivo tiene que domar al animal que lleva dentro de sí y convertirlo en su útil compañero; el hombre civilizado tiene que cuidar el animal que lleva dentro de sí y hacerlo su amigo.
Otros colaboradores de este libro estudian la importancia de los motivos de la piedra y el animal respecto al sueño y el mito; los he utilizado aquí como ejemplos generales de la aparición de tales símbolos vivientes a lo largo de la historia y el arte (y, en especial, el arte religioso). Ahora examinaremos de la misma forma, un símbolo más poderoso y universal: el círculo.
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