domingo

ALFREDO FRESSIA



LA ROSA ILÍCITA

por Verónica D’Auria y Silvia Guerra

(reportaje recuperado de Conversaciones oblicuas entre la cultura y el poder / Entrevistas a diez intelectuales uruguayos: Roberto Appratto, Hugo Achugar, Uruguay Cortazzo, Eduardo Espina, Luce Fabbri, Padrón Favre, Alfredo Fressia, Hilia Moreira, Teresa Porcile y Beatriz Santos / Caracol al Galope 2001)

PRIMERA ENTREGA

En su libro Amores impares Fressia realiza un “collage” de poemas que tienen como temática común el amor homoerótico. El autor rechaza la palabra antología y se propone crear una unidad nueva, de aproximación entre textos ya que concibe la poesía al mismo tiempo como el país y su mapa, el territorio y el dibujo de sus rutas.

Nacido en Montevideo en 1948, se ha desempeñado como periodista y es también poeta y narrador.

Es profesor egresado del Instituto de Profesores Artigas y profesor de francés en la Universidad de Nancy (Francia).

A partir de 1976 se ha radicado en San Pablo, donde es profesor de lengua y literatura francesa en la Facultad Benedictina de Teología de San Pablo.

Mantiene un contacto asiduo con Montevideo donde colabora como corresponsal en El País Cultural. Fue colaborador del semanario Jaque y de Folha de San Pablo.

Ha publicado en poesía Un esqueleto azul y otra agonía (1973), Noticias extranjeras (1984), Clave final -Montevideo- Línea Niteroy (1982), Destino Rua Aurora (1986) y 40 Poemas (1988).

Fue fundador de la revista Universo.

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¿Con qué metáfora representaría el modelo cultural uruguayo?

Cada vez más la imagen que se me impone es la de un iceberg, poderoso y frágil, con ángulos elegantes y otros más desventurados, con su parte evidente, exhibida, algo voyante, dirían los franceses, y una riqueza sumergida, una vitalidad que no se muestra ni quiere demasiado hacerlo, por lo menos no en una posible desmesura. Según se mire, el iceberg navega a la deriva de las mareas o con un rumbo obstinado, es al mismo tiempo creador y destructor, tiene partes sólidas y definitivas como la piedra, y otras volátiles como el agua pronta a congelarse o descongelarse según las estaciones. Veremos si nuestra charla ratifica esta imagen, que es pura intuición, como suele ocurrir con las metáforas.

¿Quién o quiénes detentan el poder cultural y qué piensa que esperan a través de ese poder?

Más que reflexionar a priori sobre el “quien”, tal vez nos sea más útil aclarar de qué poder cultural hablamos y en qué contexto. Obviamente no nos referimos al poder intrínseco que el objeto artístico detenta en cuanto a comunicación o penetración en la sensibilidad de un público, y sí al poder que acompaña a las estructuras socioculturales, un poder que ejercen sobre sí mismas y sobre los otros. Entonces hay que admitir, para comenzar, que existe un poder cultural que se ha ido fracturando y dividiendo en micropoderes dispersos. Con la llamada globalización se exasperó el tal poder cultural y no sólo cultural de los lugares hegemónicos, lo que suscitó su contrapartida, la exacerbación de los localismos, la revaloración de las características identitarias de los sitios periféricos, las minorías, los individuos en su originalidad. Sin duda, la actual “globalización” no es la primera: América Latina las conoció desde la misma llegada de los imperios peninsulares o en los siglos XVIII y XIX, con la implantación de los modelos “globales” ulteriores a la Revolución Francesa. La Weltliteratur de Goethe ya supone una globalización. Lo que me parece importante es la fragmentación ideológica del discurso hegemónico, estrecho y burgués que perduró durante el siglo XX. Es lo que ustedes verifican, me decían, en estos últimos años, estos últimos cinco años, decías tú, Silvia. Yo iría un poco más lejos, e incluiría al grupo y las ediciones de UNO, desde los 80. Justamente, se rehusaron al modelo de las “vanguardias” casi periódicas de la alta modernidad, no presentaron el previsible “Manifiesto”, más bien constituyeron una antigeneración, incluso en lo etario, abierta a discursos heterogéneos en su propio seno, y sin pretensión alguna de instaurar, ya no un canon propio, sino un canon tout court. Todo esto sólo se entiende en un “poder” atomizado, como una fauna y una flora crecidas a contrapelo en las fisuras mismas del poder instituido, o mejor, de cualquier poder. No niego ese otro “poder cultural” que es el de los liderazgos, una forma sin duda legítima de “poder”, que se puede detectar en los 90 en la obra de Julio Inverso. Esta obra “hizo escuela” e incluyó y parodió estéticas románticas, des-centradas, que serían casi extravagantes, o precisamente excéntricas frente a un poder hegemónico que no estuviera fragmentado (por ejemplo, el uso que esa década hizo de la estética de Marosa di Giogio). Pero ese liderazgo, que no niego, no comprometió a los creadores como un cuerpo, o como un todo, “generacionalmente”. La o las décadas en que surgen y se desarrollan esos micropoderes están en las antípodas de las generaciones precedentes donde se detectan fácilmente ciertos gurús estéticos bastante hegemónicos (Machado, Valéry, Bergamín, o figuras locales que se inscribieron entre los Mayores, para decirlo como los latinos: el caso de Onetti, por ejemplo). Para volver a la pregunta sobre ese detentar el poder cultural, creo que nos acercamos, o uno querría que nos acercáramos a una pregunta que podría formularse así: No hay más poder cultural alguno, y nadie debería esperar nada de él. Si semejante formulación parece quimérica, es porque este fin de siglo uruguayo vive la superposición de un “poder”, que todavía existe, que sueña en ser canónico, pero que en la práctica empezó a desleírse desde los vástagos de los 70, y los micronúcleos anárquicos, a veces totalmente individuales, que surgen desde los 80 (desde UNO, digamos, para hacer deslindes prácticos). El bloqueo entre estas dos actitudes, frente al “poder”, pero que también es de naturaleza estética, parece bastante radical. Yo lo siento con mucha intensidad en la prensa, en El País Cultural, por ejemplo, en los relatos que hace Juan Introini, como docente, acerca de la situación de la Universidad, en las charlas con los poetas. Y el texto crítico también se resiente de esa tensión.

A propósito, ¿cómo se ubica usted con respecto a ese poder cultural en Uruguay, teniendo en cuenta que vive en Brasil desde hace más de veinte años, pero que siempre vuelve y además participa asiduamente en la prensa montevideana?

Me ubico en la generación privilegiada que asistió a la erosión del “poder cultural” del que hablaba, el que también pone en cuestión a la crítica, generalmente de un modo injusto, y a lo que se juzga como su autoridad. Es un malestar general, que yo vivo en mi carácter de reseñista de poesía, pero la actividad crítica debe ser preservada. Admito, para comenzar, que no es casual el uso de la palabra “reseñista”, el querer ser sólo “reseñista” y no lisa y llanamente crítico. Los poetas sienten, y puede ser un sentir engañoso, que el “crítico” tiene algo así como un canon en la manga, que lo saca para medir, dice que esto sí, que aquello no, que esto se enlaza con lo otro, y descubre a cualquier precio tendencias, paralelos, oposiciones. Ocurre que en definitiva esa es la labor del crítico, y la que también le concede una parcela de poder. Sin duda, como creador, vivo la desconfianza del poder, creo cada vez más en la originalidad intrínseca de un texto y ciertamente desconfío de la parte inmensa y peligrosa de vaguedad de esas “tendencias”, por más razonables y bien educadas que puedan parecer a primera vista. Es más, les puedo contar la siguiente experiencia personal. Cuando publiqué mi primer libro, Un esqueleto azul y otra agonía, en el verano de 1973, pocos meses antes del golpe de Estado, un crítico -y no dudo que fuera muy bien educado- vio en él “poesía pura”, lo que naturalmente, como hombre de izquierda que también era, le parecía inoportuno. La posible originalidad de aquella poesía sólo la vio un poeta y “reseñista” que la consignó desde la Revista Signos, de Josefina Plá, editada en Asunción. Sin embargo, y por más que el papel del crítico deba ser revisto, esa reflexión sobre la producción, aunque sea sobre códigos nuevos, es indispensable. Esta misma charla que estamos teniendo ya es crítica. La reseña, por más que se detenga a atender la inmanencia del texto, supone inevitablemente una reflexión, explicitada o no, sobre un corte, que además es tanto diacrónico como sincrónico. En cuanto a mi condición de escritor y lector uruguayo, que reside sin embargo en Brasil, es sin duda bastante peculiar. En lo persona, es un tema permanente de reflexión, que he abordado en mi poesía y que no viene al caso aquí. No dudo de que debe alterar, y mucho, mi mirada sobre el Uruguay y la cultura uruguaya. Pero me gustaría insistir aquí sobre cierto cosmopolitismo que veo en la cultura uruguaya. Se dice muchas veces que constituimos una cultura provinciana. Yo no pienso así. Creo más bien lo contrario. El solo hecho de que seamos hispanohablantes ya nos autoriza a acceder y a integrar una literatura continental, no sufrimos del aislamiento lingüístico de que padece la cultura brasileña, por ejemplo. Se oye a veces una definición bastante cruel del Uruguay que dice: El Uruguay es una provincia argentina en territorio brasileño. Es una definición que atiende a un pasado colonial común con la Argentina y a la tradicional pretensión brasileña de cerrar sus fronteras en el codiciado Río de la Plata. Yo pienso que de esa definición, que en principio es peyorativa, se puede sacar una lección, la de que el Uruguay, como cultura, no sólo no es provinciano sino que además excede siempre sus propias fronteras, no cabe en sí mismo o en la estrechez de su territorio. Muchos escritores uruguayos residieron en la Argentina, donde no hay barreras idiomáticas, y no son por eso menos uruguayos, en el sentido que enriquecieron ese cuerpo llamado “literatura uruguaya”. El Brasil, además de ser gigantesco, se dirige geográficamente hacia el Norte. Sin embargo, la región que lo une al Uruguay está como intrínseca, identitariamente contaminada por el ser uruguayo. Es un hecho histórico, pero que además se comprueba en la cultura. Un escritor genial como Joâo Simôes Lopes Neto, especie de nativista gaúcho, es inimaginable, para mí, sin la presencia del discurso gauchesco uruguayo. Hay una especie de Uruguay, que es el cultural, que va más allá de sus fronteras, que no parece dudar a la hora de eliminarlas, y que tampoco vacila en aceptar presencias o influencias, esto desde el mismo Modernismo. Insisto en que mi situación, mi doble locus, es sin duda peculiar, y que en lo personal es casi ontológico, fundador, pero no me sorprende que una situación así ocurra en una cultura como la uruguaya, mucho más pronta al diálogo de lo que podría imaginar un paseante en la morosa melancolía montevideana.

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