lunes

WILLIAM FAULKNER


DISCURSO AL RECIBIR EL PREMIO NOBEL


Estocolmo, Suecia, 10 de diciembre de 1950.


Siento que este premio no me fue otorgado a mí como hombre, sino a mi trabajo -al trabajo de una vida en la agonía y el sudor del espíritu humano, no en busca de gloria y menos aún de ganancia, sino de crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes. De modo que soy apenas un depositario de este galardón. No será difícil encontrar un destino para el dinero, acorde con el propósito y el significado de su origen. Pero quisiera hacer lo mismo con el reconocimiento, utilizando este momento como una cumbre desde donde quizás me escuchen los jóvenes hombres y mujeres que ya se dedican a las mismas angustias y afanes, y entre quienes ya está aquel que algún día ocupará el mismo lugar que yo ocupo ahora. Nuestra tragedia hoy es un miedo físico y universalizado, tan resignadamente padecido hasta ahora que a duras penas lo podemos soportar. Ya no hay problemas del espíritu. Hay apenas la pregunta: ¿cuándo seré aniquilado? Por este motivo, el joven hombre o mujer que escribe actualmente ha olvidado los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo, único asunto que puede producir buenos escritos porque es lo único sobre lo cual vale la pena escribir, lo único que amerita la agonía y el esfuerzo. Debe aprenderlos nuevamente. Debe enseñarse a sí mismo que lo más despreciable de todo es tener miedo, y una vez aprendido, olvidar el temor para siempre, sin dejar espacio en su taller para nada que no sean las eternas verdades y certezas del corazón, las viejas verdades universales sin las cuales cualquier relato es efímero y está condenado al fracaso -el amor y el honor y la misericordia y el orgullo y la compasión y el sacrificio. Mientras no lo haga, su obra se concibe bajo una maldición. Escribe no sobre el amor sino sobre la lujuria, sobre derrotas en las cuales nadie pierde nada de valor, sobre victorias sin esperanza y, aún peor, sin piedad o compasión. Su aflicción no se duele por cuestiones universales y no deja cicatrices. No escribe sobre el corazón sino sobre las glándulas. Hasta que reaprenda estas cosas escribirá como si estuviera en pie entre los hombres, observando el final de la humanidad. Me niego a aceptar el fin del hombre. Es demasiado fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque perdurará; que cuando el último campanazo del juicio final haya doblado y se haya desvanecido de la última insignificante piedra que cuelgue inmóvil en el rojizo y agonizante fulgor del último anochecer, que incluso entonces habrá aún un sonido más: el de su voz pequeña e inagotable, aún hablando. Me niego a aceptar esto. Creo que el hombre no sólo aguantará, sino que triunfará. Él es inmortal, no porque es el único entre todas las criaturas que posee una voz infinita, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión y sacrificio y fortaleza. El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estas cosas. Es su privilegio ayudar al hombre a resistir aligerándole el corazón, recordándole el coraje y el honor y la esperanza y el orgullo y la compasión y la piedad y el sacrificio que han enaltecido su pasado. La voz del poeta no precisa ser solamente el registro del hombre, puede ser también su sostén y el pilar que lo ayude a sobrellevar y a prevalecer.

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