
LA MOCIÓN
RICARDO AROCENA
"Si no hay lanzas no faltarán garrotes, y hasta con los dientes y las uñas se puede pelear ", tronó hasta en el último rincón de la improvisada sala de reunión la voz del canónigo Bartolomé Ortiz, haciendo sacudir a la agitada asamblea de patriotas. Con su inflamada intervención le estaba respondiendo a los que porfiaban que los orientales estaban muy mal armados como para sostener por sí solos el sitio de Montevideo y a la vez hacerle frente a los portugueses que avanzaban desde la frontera. El religioso se hacía eco de lo que sostenía el propio Artigas para quien los orientales estaban en condiciones de continuar solos la pelea. El "jefe sitiador" tampoco quería dejar "a su espalda y en un compromiso muy amargo a los habitantes que tan activa parte habían tomado por su libertad", comentaría más tarde en sus memorias Carlos Anaya, recordando el dramático momento. El invierno de 1811 había sido crudo, pero lleno de esperanzas para los patriotas, que sentían que la ansiada independencia estaba al alcance de la mano. Sin embargo el advenimiento de la primavera no había traído buenas noticias: era inminente la firma de un armisticio que dejaba en manos españolas al territorio oriental. En los "mentideros" políticos de la época se comentaba que aquellas transacciones se debían a que "había perdido el Gral. Castelli la acción del Desaguadero, y que los españoles avanzaban sobre las provincias del Río de la Plata, al mismo tiempo que la Carlota mandaba un ejército a las órdenes de Diego de Souza para pacificar la Banda Oriental". El Gral. en Jefe José Rondeau, tendría la escabrosa tarea de explicar a los orientales que el gobierno de Buenos Aires había decidido retirar "todas las tropas de la Banda Oriental, para oponerlas a las tropas del Rey en la Banda Occidental". Y que para lograr este objetivo estaba intentando una tregua con el Gral. Vigodet, gobernador de Montevideo. De la delicada situación lo había informado Manuel Sarratea, Dean Funes, el Dr. N. Cosio y Julián Pérez, enviados especialmente por Buenos Aires. Pero semejante planteo produciría una "fermentación en contra de las medidas adoptadas por el gobierno argentino", según testimonios de la época, y se acabaría por convocar a una "junta de vecinos" a realizarse el 10 de septiembre en el "Cuartel General", "como a media legua de la Plaza", en la "Panadería de Vidal". El numeroso vecindario que se había convocado en las afueras del local para estar al tanto de los debates que en su interior se estaban llevando adelante, se mostraba indignado frente a las propuestas porteñas. Muchas habían sido las esperanzas y demasiado el sacrificio y por eso más duro era el golpe de tener que renunciar a la liberación del suelo patrio. Artigas comienza la reunión diciendo que "no abandonaba a sus paisanos a la saña de los españoles", postura con la que de hecho enfrentaba las decisiones de Buenos Aires, desde una novedosa e inesperada perspectiva oriental. Todos los presentes sabían que el retiro de las tropas cuestionaba seriamente "la seguridad de los habitantes del país", sin embargo esto no estaba siendo tenido en cuenta por los negociadores porteños, para quienes primaba la frialdad de la especulación coyuntural y de las correlaciones políticas. Por eso un momento culminante de la acalorada asamblea fue cuando los diputados llegados de Buenos Aires defendieron sus propuestas con el argumento de que eran una "urgente necesidad". Inmediatamente varios asambleístas tomaron la palabra para rebatir tales planteos, recordándoles, de paso, las "obligaciones y compromisos" del gobierno porteño para proteger la libertad de los pueblos, en cuya confianza los orientales habían desplegado "toda clase de sacrificios". Los delegados bonaerenses retrucaron diciendo que había que evitar la "indudable derrota" a manos del "formidable" ejército portugués que en ese mismo momento avanzaba hacia Montevideo en auxilio de Gral. Elío. Pero los orientales no transan y plantean a viva voz que se comprometían a sostener el sitio mientras el Ejército salía al encuentro del general lusitano De Souza. No logrando sus objetivos, los representantes resuelven retornar para informar a las autoridades de Buenos Aires los inconvenientes con que habían tropezado. Mientras, al decir de Anaya, el asedio a Montevideo "continuaba respirando confianza". La primera batalla por permanecer en el sitio había sido ganada por los asambleístas, que comenzaban a tener conciencia de que los pobladores a los que representaban eran una fuerza que no podía ser manipulada como un simple insumo para una transacción.
EL DURO GOLPE
Pero integrando una nueva misión, el Dr. Julián Pérez retorna a la Banda Oriental para ordenar en forma categórica al Gral. Rondeau que cruce el Río de la Plata, mientras se concretaba la firma del armisticio. Ni bien trasciende entre la gente las razones de la visita, el joven Miguel Barreiro, casi seguramente enviado por Artigas que debía operar con extrema cautela por su condición de militar subordinado, se apersona al representante y en forma apasionada le exige la posibilidad de discutir sobre lo que estaba ocurriendo. El 10 de septiembre de 1811, en la zona de Tres Cruces, en una quinta conocida como "La Paraguaya", se realiza la segunda asamblea popular de los orientales. En una espaciosa sala de techo de urunday y entre paredes adornadas con bibliotecas, discuten la situación. No solamente resisten los planteos sino que desestiman las supuestas garantías de la autoridad española, por más que se comprometa firmando un armisticio. En este sentido varios ciudadanos orientales intervienen para señalar que de ninguna manera podían admitir el "duro golpe" de las negociaciones que se estaban realizando entre Buenos Aires y Montevideo. Ante la insistencia de que el ejército auxiliador debía retornar, con dignidad los asambleístas contestan que lo hiciera si esa era la orden, pero que no compartían la medida. Cuando toma la palabra Artigas el silencio gana a los reunidos: su opinión importaba y mucho. Pausadamente manifiesta que no estaba conforme con la suspensión y la retirada, pero que no se podía evitar sin generar trastorno. Entonces se para y mirando a los presentes señala: -En cuanto el gobierno lo ha resuelto, ha de ser urgente. No puedo interpretar los últimos acontecimientos. En todo caso me reservo el derecho de hacerlo para más adelante. Luego de su intervención concluye la discusión y se dispone definitivamente la evacuación de la tropa, pero algo trascendente había ocurrido y es que Artigas había sido proclamado por sus paisanos Jefe de los Orientales. El 12 de octubre el sitio es levantado y el ejército se pone en camino para embarcarse en el puerto de Colonia. Carlos Anaya recuerda aquel doloroso momento diciendo que las tropas "marchaban en cortas y pausadas jornadas, como esperando una contra orden para volver a ocupar el sitio, o para dar tiempo a pensar a los habitantes comprometidos a decidir su suerte entre seguir o quedarse". Agrega el memorialista que "en iguales certidumbres, sin duda, marchaba el 2do. Jefe José Artigas, con sus divisiones, separadamente", y que al llegar a Colonia, dirigiéndose a Rondeau, le comunica que ni él ni sus soldados lo continuarían acompañando ya que tenía el firme propósito de no abandonar a su patria, por lo que asumía las consecuencias de su decisión. Luego de separarse, de hecho al borde del desacato, distribuye partidas por todo el territorio para hostilizar al enemigo, mientras el pueblo comenzaba a seguirlo, dejando desierta la campaña.
LA DIVISA DE ASENCIO
A las tropas que cansinamente abandonaban el sitio y a los pobladores que comenzaban a seguirlas les lastimaba pensar que pese a que la victoria había estado tan cerca, se les había escapado de las manos. Los cinco meses de cerco no habían sido fáciles tampoco para los sitiadores que habían tenido que soportar todo tipo de atropellos de parte de los españoles, que por debilidad habían terminado por recurrir a la provocación y al terrorismo. Manuel Pérez fue uno de los tantos patriotas ejecutados en forma sumaria. Había sido apresado en extramuros por arrear ganado parar llevarlo al campamento artiguista. El caballo en el que montaba había sido baleado y acabó por ser apresado junto a otra persona que lo acompañaba. Sabía que la pena por atentar contra las reservas militares de los hispánicos era la condena a muerte, pero eso no lo arredró y entró a la ciudad con paso firme y cabeza levantada. Muchos patriotas que vivían en la ciudad se acercaron con emoción a aquel "hombre muerto que camina", que revelaba por su atuendo su total compromiso con la causa independentista: sombrero requintado adornado con penacho y pañuelo blancos, sujetados por un cintillo. Era la divisa de Asencio. Un tribunal dirigido por el militar Ponce recibe al prisionero: -Al quien vive... ¿qué respondéis? -le pregunta. -La Patria... -contesta Pérez. -¿Qué gente? -insiste el español. -La Unión... -dice el interrogado. Finalmente el oriental es condenado a la horca como escarmiento. Pero en el momento supremo, le quedan restos para gritar: -¡Viva la Patria! ¡Viva la revolución! El Virrey había justificado aquellas ejecuciones diciendo que: "... si no se limpia esto, la semilla hace brotar en lo sucesivo y lo que interesa es cortarla de raíz". Ante tanta intolerancia muchos jóvenes abandonaban la plaza para integrarse a las filas revolucionarias. Entre los muchos perseguidos estuvo Bartolomé Hidalgo, quien ya se estaba perfilando como el futuro poeta de la patria, y que pese a ser un joven enfermizo también fue echado de la Plaza apenas con lo puesto. El patriota Nicolás Herrera cuenta que había sido expulsado de intramuros a eso de las cuatro de la tarde "entre un concurso de numeroso populacho, que desfogó su furor con insultarnos y tratarnos públicamente de traidores, amenazándonos con los cañones y bayonetas". Estaban todas las condiciones dadas para asaltar Montevideo: muchos de sus habitantes simpatizaban con los insurgentes, los recursos escaseaban, faltaba el pan y el comercio estaba paralizado. Y para colmo entre los españoles había riñas y algunos cuestionaban al "bribón de Elío". El diputado en Cortes por Montevideo Rafael Zufriategui estaba preocupado porque la fortaleza era "incapaz de resistir la invasión que debe temer", porque el riesgo era "inminente" y porque eran "miserables los recursos de aquella angustiada ciudad". En una de sus exposiciones subraya que ya por el "mes de marzo", es decir desde antes del asedio, los españoles estaban en una "tan consternante situación respecto del numerario que se llegó a adoptar el duro arbitrio de imponer contribuciones". Agregaba que los recursos prácticamente ya por aquel momento se habían acabado, aunque el 31 de ese mes había llegado una fragata mercante procedente de Lima con 300 mil duros y quinientos quintales de pólvora que habían sido remitidos por el Virrey aliviando en algo la situación. Y concluía que temía la "pérdida de aquella preciosa parte de la monarquía". En un extenso documento en el que describe a la Junta Gubernativa del Paraguay los pormenores de la insurrección oriental, José Artigas evalúa en forma minuciosa el momento histórico, el comportamiento de los distintos actores políticos, y su propia actuación personal. Refiriéndose a la debilidad de los españoles durante los cinco meses del sitio, evaluaba que "los enemigos fueron batidos en todos los puntos y en sus repetidas salidas no recogieron otros frutos que una retirada vergonzosa dentro de los muros que defendía su cobardía". Pero también que pese a los éxitos alcanzados el asalto definitivo no se había concretado, interponiéndose toda clase de pretextos: "Nada se tentó que no se consiguiese: multiplicadas operaciones militares fueron iniciadas para ocupar la plaza, pero sin llevarlas a su término, ya porque el general en jefe creía que se presentaban dificultades invencibles, o que debía esperar órdenes señaladas para tentativas de esta clase, ya por falta de municiones, ya porque finalmente llegó una fuerza extranjera a llamar nuestra atención". En su opinión la inacción había facilitado la intervención foránea que pudo se evitada si se hubiera apostado al arrojo y a la disposición de lucha de los patriotas. "Yo no sé si los 4000 portugueses podrían prometerse alguna ventaja sobre nuestro ejército, cuando los ciudadanos que le componían habían redoblado su entusiasmo y el patriotismo elevado los ánimos hasta un grado incalculable", señalaría. Fundamentando su postura durante la Asamblea de la Quinta de la Paraguaya añadiría que había intentado ajustar sus convicciones con su condición de militar: "Conciliando mi opinión política sobre el particular con mis deberes, respeté las decisiones de la superioridad sin olvidar el carácter de ciudadano. Y sin desconocer el imperio de la subordinación, recordé cuanto debía a mis compaisanos". "Testigo de sus sacrificios, me era imposible mirar su suerte con indiferencia, y no me detuve en asegurar del modo más positivo cuánto me repugnaba se les abandonase en un todo. Esto mismo había hecho ya conocer al Sr. Representante, y me negué absolutamente desde el principio a entender en unos tratados que consideré siempre inconciliables con nuestras fatigas....", agregó. Fue llegando a San José que los orientales se enteraron de que el Gobierno de Buenos Aires había ratificado el armisticio "en todas sus partes", entregándose "pueblos enteros a la dominación de aquel mismo señor Elío bajo cuyo yugo gimieron", según términos del Jefe Oriental.
EL PACTO
Durante las negociaciones se hicieron sentir cuatro centros de poder: por un lado obviamente estaba España, que si bien dominaba las vías marítimas, veía que la situación montevideana era por demás difícil; por el otro Portugal, que desde siempre venía intentando extender sus dominios hasta el Río de la Plata; en tercer lugar Buenos Aires, que se había debilitado con el desmoronamiento del frente del Alto Perú; y por último los ingleses que intentaban reiniciar el comercio en el Río de la Plata e impedir la expansión lusitana. La sinuosa estrategia porteña acabó por exponer a los orientales a "la saña" de los españoles, según términos del propio Artigas. Con las asambleas los patriotas encaran la nueva realidad que se les plantea y comienzan a cobrar conciencia de sí mismos, al punto de que terminan eligiendo, por primera vez en su historia a su propio jefe, Don José Artigas, ignorando las directivas que venían de Buenos Aires. En tiempos de revolución los escenarios cambian tan rápida y bruscamente como corre la vida en general y eso obliga a adaptar las tareas inmediatas a las particularidades de cada situación. Cualquier viraje brusco de la historia, como el soportado por los orientales, despliega posibles alternativas tan inesperadas y originales que pueden parecer asombrosas. El desarrollo de la revolución en febrero no había coincidido con lo que tenían previsto, y ahora se encontraban enfrentando nuevos dilemas. En el último año el pueblo en armas había venido desafiando la maquinaria burocrático-militar colonial, paso ineludible para poder concretar la revolución popular. El brusco viraje de la historia ahora le estaba planteando la necesidad de encontrar formas de organización soberana. La antítesis directa de las estructuras imperiales era aquel pueblo que se reunía a cabildear. Serían aquellas asambleas el punto de partida de la organización política del pueblo oriental. Ni él ni su conductor eran los mismos que cuando un año atrás, tal vez en forma un tanto cándida, se habían sumado a la revolución. La cruda realidad llevaría a los orientales a adoptar decisiones que los acabaría por ubicar como una de las vanguardias políticas en la lucha por liberar al continente del yugo colonial. Ante la pregunta de... -Y ahora... ¿quién vive? -el pueblo reunido en Asamblea, responderá: -¡Nosotros...! ¡La Patria...! ¡Y la revolución!
























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