
16 relatos
HUGO GIOVANETTI VIOLA
SEGUNDA ENTREGA
AYER CRUCÉ LA FRONTERA
para Olver De León de un hermano Regusci
CUENTA LA leyenda que desde mediados de los años 70 un tordillo-sabino con los ojos humanos se aparece en el Cabo Polonio la noche más hermosa de marzo, siempre que no haya luna. El caballo asperjado de transparencias rubias baja por las arenas de la Punta del Diablo y galopa ceñido a la gran fluorescencia curvada del océano. Nadie sabe lo que hace en el cabo. Al llegar la madrugada vuelve a Valizas, y las estrellas se van apagando y cayendo en su lomo como semen dorado. LA CASA del doctor de la factoría lobera había sido edificada en un alto rocoso, y se recortaba solitaria sobre el resplandor cobalto. Era una noche de mediados de marzo, época en que el doctor y su mujer viajaban a Montevideo -con los hijos que cursaban primaria- para volver en Turismo a terminar las vacaciones. El resto de la familia permanecía en el cabo. La hija mayor era una muchacha pelirroja de veinte años recién cumplidos, que aquella noche estaba fumando con la ventana abierta y el cuerpo semicubierto por una sábana. Un hondo azul plateado (reverdecido por los ramalazos del faro) le dibujaba el perfil como si hubiera luna. El viento no la despeinaba, pero su resonar trenzado con el aullido de los lobos (que llegaba de a ráfagas caracoleantes) parecía trastornar el alzamiento de sus pechos desnudos. -Escuchá. Escuchá los lobos -murmuró la muchacha, levantando la cabeza hacia la cucheta de arriba. -¿Nunca los viste hacer el amor? Una penetración del faro hizo agrandar doradamente unos ojos muy redondos, en la cucheta de arriba. La bruma cósmica que derramaba por la ventana no alcanzaba a clarificar el perfil de la otra sombra, y el relampaguear del faro apenas refractaba en sus ojos sin rostro. -Hacer el amor -repitió la muchacha. -Mirá cómo te lo digo. Como la más esnob de las pitucas que caen por el Polonio. Bah: como todo el mundo, cuando llega el momento. Quisiera ver cuánta gente habla de esa manera adentro de una cama. Menos mal que los lobos y los perros que ves abotonados por la calle no lo dicen: lo hacen. Los ojos de venado de la pelirroja se aterciopelaron. Cada respiración del cigarrillo la envolvía en dos tonalidades sucesivas: el naranja y el celeste pastel. -Ojalá lo pudieran ver todos los muchachos. Verlo cuando es de verdad -jadeó la pelirroja. -Me gustaría que oyeras, nada más. Rezaría para que pudieras oír la palabra coger dicha por Rómulo. Coger y tantas otras. Dios: no te imaginás. Los ojos de la cucheta de arriba se hincharon. Durante mucho rato, el humo de los cigarrillos fue tragado en silencio por la noche. El cobalto plateado era tanto más hondo que los caracoleos de la sudestada y el oleaje y los lobos, que solamente parecía resonar el manar de las constelaciones. De golpe se oyó un caballo: su galope retumbó claramente desde el lado del faro. El paso se hizo cauto, y en cuestión de segundos su sombra encapuchó a la muchacha pelirroja. -Baloma -llamó el jinete, con suavidad cortante. La pelirroja pegó un salto en la cama. El caballo estrellero volvió a dar paso a las estrellas, y la muchacha se arrancó la sábana y tiró el cigarrillo y corrió hasta la ventana. Dos pezones de llanto brillaron cayéndole hasta los pezones. -Rómulo -dijo. -Dios. Ahora la encapuchó la sombra del jinete. Era un muchacho flaco y alto, de bigote a la antigua y orejas prominentes. El rostro le chorreaba. Un ramalazo del faro lo hizo encogerse y achicar de un sacudón las riendas del caballo. -¿Tus viejos ya se fueron para Montevideo? -murmuró. -Sí. Hace como dos semanas. Entrá. -¿Estás sola? -No. Con la perra. El jinete ató el caballo, saltó por la ventana y se estaqueó sonriendo frente a la desnudez de la pelirroja. Ella le pegó un manotazo a la sábana, se envolvió y lo abrazó. -Estás loco -le preguntó llorando. -¿Por qué viniste? ¿Cómo hiciste? Estás sudando una barbaridad. La muchacha cerró la ventana y la claridad disminuyó, a pesar de que no había cortinas. -¿En dónde está la perra? -preguntó Rómulo, derrumbado en la cama. -En la cucheta de arriba. Duerme como una bestia. Es cachorra. Esta noche mismo le estaba diciendo que me encantaría que nos escuchara hacer el amor. Hablo mucho con ella. -Entonces despertala. Porque vamos a hacer a Baloma. Ahora mismo. ¿No escuchaste la contraseña? Vine de Buenos Aires para eso. -¿Y tenías todos los detalles calculados o fue suerte, nomás? ¿Quién te trajo? -Un amigo que venía para Valizas. Esta madrugada nos vamos para Rocha. Y después vamos a Punta del Este y a Piriápolis. Negocios inmobiliarios. Me disfrazo de burgués y todo: tendrías que verme. -¿Cómo cruzaste la frontera? -En la valija de un Chevette. Y después me crucé todito el río Uruguay en la barriga del ferry, colorada. Como Jonás. -Sos loco. -No. Soy un Regusci. Y no hay fascismo ni exilio en el mundo que me prohiba coger son mi Señora. Señora con mayúscula, quise decir. -¿Y por qué no me mandaste a buscar de una vez? Hace dos meses y veinticuatro días que te estoy esperando. ¿Por qué todo este relajo? No entiendo. -Está muy bravo allá. Está desapareciendo gente. ¿Podemos dejar ese tema para después? UN PAR de horas después se recortó la cabeza del todillo-sabino sobre el cobalto ya pálido. El animal observó a los amantes con una fluorescencia insondable. -Pero me caiga muerto -gritó Rómulo. -¿No te puede dejar vivir en paz un caballo, tampoco? -Tranquilo -dijo la muchacha. -Es que tenés que irte. Y Sabino es tu caballo. Cuando nos conocimos en Valizas, me enamoré primero de él que de vos. -Mierda, tenés que irte. Me voy cuando yo quiero. El tordillo no sacaba la cabeza del comienzo del alba. -Ojalá te rompieras la pata -gritó Rómulo. -Ojalá te murieras, bicho hijo de mil putas. El caballo callaba. En la cucheta de arriba, la mirada dorada se ensanchó opacamente. -Perdón -dijo el muchacho. Lo que pasa es que todo esto te va matando, colorada. Te mata. De verdad. La muchacha desnudó una sonrisa de dientes. -Rápido -dijo. -Andate. Y pase lo que pase en Buenos Aires, si no me mandás buscar en dos semanas voy y me pongo a caminar por la calle hasta que te encuentre. ¿Entendiste bien? -Sí, Señora. ¿Le parece que pusimos el huevo de Baloma? -Sí. Hasta le veo el color. Es celeste. Es un huevo celeste. Rómulo se vistió y ella lo empujó hasta la ventana, abrazándolo por la espalda. Dejó que el muchacho abriera y saltó con él, aunque se quedó sentada en el marco. La sábana que la envolvía tremoló bruscamente. -Mandale un beso de mi parte a la cachorra -se oyó gritar al jinete un segundo antes de provocar un galope más hondo que la sudestada y el oleaje y el gemir de los lobos. -Y decile que es eterno. Que lo que oyó es eterno. La muchacha terminó de levantar su brazo y saltó hacia la penumbra del dormitorio. Prendió un cigarrillo sin levantar los ojos, y después los clavó en la cucheta de arriba. -¿Escuchaste? -preguntó. -Claro -dijo una chiquilina que no podía tener más de catorce años.
OVARIOS
para Claudia Arbe
EL ÓMNIBUS apareció como a los diez minutos de que yo empezara a empaparme bajo un semidesnudo plátano de mayo. Cuando subí sentí que los documentos que llevaba escondidos en los calzoncillos todavía no habían llegado a mojarse. Un tipo joven y bigotudo -abalanzado ofídicamente entre la lluvia, desde una casa de la esquina- hizo volver a frenar el 142. Yo iba en el asiento de los bobos y él se sentó en el fondo del ómnibus vacío. El tipo parecía la Muerte medieval aunque con bigotes: llevaba un pilot y un capuchón brillantes que le negreaban más que la mirada. Habíamos arreglado para encontrarnos con Gabriela en el bar de la esquina de Rivera y Comercio. Al pasar cerca de un legendario amueblado malvinense me acordé de una historia que me contó mi tío Santiago y me prometí escribirla. Una rosa de sangre, tu horror y tus cojones -pensé bajándome del 142 sin mirar a la Muerte. No reconocí a mi ex-mujer. La había visto tres meses atrás, al poco tiempo de vivir casi dos años en París. Pero ahora ella tenía el pelo podado a lo Juana de Arco y teñido, además. Me preguntó enseguida si le quedaba bien y le dije que claro. Claro que uno ya no podía llamarla Gabi, evidentemente. Era como si Gabi hubiese llorado su belleza juvenil sin secarse los ojos ni la cara hasta plastificarse. Y si le buscabas el alma no veías ni pureza ni pupilas: veías dos pozos grises. -Hola -dijo. -Estás pálido. Y me besó el claror de encima de la barba con un cariño helado. Pedí un té. -Estoy empapado y apurado -dije. -Salí sin paraguas y tengo que tratar de hacer un par de cosas antes que vuelva a llover. Los folletos me crujían en la entrepierna y las nalgas, y empezaban a pegotearse. -Estás militando -murmuró Gabriela. No hice ni una mueca. -Sé que estás militando -insistió mi ex-mujer. -¿Para eso me llamaste por teléfono y me pediste que nos viéramos urgentemente en un boliche? ¿Para decirme eso? -No. Lo que pasa es que esta mañana apareció una carta a mi nombre, por abajo de la puerta. No vino por correo. Ni está firmada. ¿Te acordás de aquella chiquilina que fue alumna mía de francés y que vive en tu cuadra? -Claudia. -Sí. La que el padre era coronel o teniente coronel. Tiene que haber sido ella. Me pide que te avise que te están vigilando. Dice que nos quiere mucho, además. Gabriela me preparó el té. Yo miré para afuera y vi a la Muerte en la esquina: aparentaba esperar el ómnibus. De golpe se dio vuelta y sus bigotes congelaron fulminantemente el fondo del boliche. Le aguanté la mirada, hasta que volvió a esconderla bajo la capucha. -Es raro -dije. -¿Qué edad podrá tener esa chiquilina, ahora? -Doce años, como máximo. Se ve que escuchó algo en la casa. Me quemé con el té, pero seguí tomándolo. -Quedate con la carta -dijo Gabriela, buscándola adentro de la cartera. -No, dejala. Está bien. Te lo agradezco mucho. Vamonós por favor, que ya se hizo muy tarde. No la acompañé hasta su casa. Me quedé al lado de la Muerte y subimos al ómnibus juntos, con la mayor naturalidad. EL BIGOTUDO vivía en la esquina desde unos cuantos meses antes que yo volviera de París. Tenía una furgoneta y llevaba chiquilines a la escuela. Me lo contó mi padre, cuando llegué a casa. -¿Tiene pinta de tira, no? -me preguntó. -Tiene -le contesté. Y entré al baño para despegar cuidadosamente los documentos que esa mañana no podría repartir. AL RATO estaba apostado tomando mate en la ventana del living. Claudia llegaba del liceo a mediodía. Yo sabía que había faltado a la primera clase, por lo menos. Había tomado un ómnibus a escondidas y viajado hasta Rivera y Comercio para traicionar a su padre. La vi pasar. Jamás miraba nuestro apartamento, y si nos cruzábamos por la calle bajaba los ojos. Pero aquella mañana los vi resplandecer dulce y furiosamente. Y por todos nosotros.
QUE SE RINDA TU MADRE
por Luis Eduardo Arigón y Leonel Rugama
EL DOCTOR Pettorossi se puso a tomar mate en la puerta de su casa del Cabo Polonio a media tarde. Aquel día de setiembre estaba como sobredorado por el primer campanazo que la primavera hace temblar en los fondos acuáticos. Pettorossi había viajado al Polonio por asuntos de trabajo en la factoría lobera, y mientras estudiaba las gradaciones de la luz sobre el océano se sintió casi en paz. Era la primera aproximación a la felicidad que le lamía los ojos desde el verano del 76, cuando su hija y su yerno y su nieta recién nacida fueron secuestrados por la dictadura en Buenos Aires. No le molestó ser interrumpido por Isaías Cruz, el lobero más viejo del cabo. Cruz había abandonado su puesto de capataz en la Isla de Lobos pocos años atrás, cuando empezó a quedarse ciego. Ahora tenía los ojos transformados en aljibes de humosa luz lunar. Pettorossi lo observó transitar los roquedales con la delicada inseguridad de un gato alucinado, y apenas sonrió. -Ya le estaba extrañando la visita, Isaías -dijo para orientarlo. El viejo se le sentó al lado y alzó su rostro hacia la madurez de la tarde. -Es una visita un poco interesada -murmuró, sin reírse. -Venía a ver si me aguanta un rato, por lo menos. Pettorossi le depositó el mate espumoso en una mano, antes de contestarle. -Si no me equivoco, usted y yo venimos aguantándonos desde los tiempos en que todavía se nos remontaba el barrilete -dijo. Cruz lo recompensó con una carcajadita. -Pero ya no es lo mismo -retrucó, devolviéndole el mate. Hay tiempos que se van. Mejor. Que vengan otros. ¿Se acuerda cuando conversábamos de los charrúas, doctor? El doctor dijo Claro. -Ahora tengo el problema de que empecé a topármelos -dijo Cruz tanteándose el bolsillo para sacar el naco y la chala. -Desde que quedé ciego del todo me los encuentro a cada rato. No preciso estar mamado: es en cualquier momento. Y me encuentro a otra gente, también. A los loberos de las épocas de La Coronilla, de La Paloma. Cómo sufría esa gente. El doctor se pasó las manos por el pelo. -Y hablamos -siguió el viejo. -Eso es lo malo. Me hablan. Y uno tiene que contestarles algo. El otro día me topé con aquella gurisita ciega que vivió un tiempo en Lobos y le conté toda la verdad. Sobre lo que sufríamos. Cruz terminó de armar y prendió el cigarrillo y tosió hasta las lágrimas. -Mis hijos no me aguantan, Pettorossi -jadeó. -Dicen que ando chiflado. Y lo comentan adelante mío nomás, como si fuera cierto. El problema más grande es que después que me topo con alguien, tengo que salir a contarlo. O reviento. No tengo más remedio. Algún nieto me da corte, a veces. Pero no entienden mucho. Hoy vine a visitarlo porque acabo de ver un cacique charrúa, abajo de la luna. Estaba fiero, el hombre. Era un cacique que habían matado los españoles apenas llegaron y parece que el hombre había vuelto a pelear, igual. Estaba parado aquí cerca del faro, y no me decía nada. Me miraba, nomás. “Ustedes eran mucho más dueños que nosotros” le grité de repente. Y él se tiró en el suelo y clavó la poronga en la tierra. Y le empezó a pasar la jeta al claror de la tierra como un enamorado. Hasta que uno de estos milicos del faro le ordenó que se rindiera y el charrúa pegó un salto y le gritó que un muerto no se rinde jamás. Y hablaba como nosotros: así como yo le hablo ahora. Se lo juro, doctor. Pettorossi puso el mate en las manos de Cruz. -Disculpe -dijo el viejo. -Pero esto que le cuento es la pura verdad, doctor. Pettorossi tenía las manos en la cara. MÁS TARDE llegó un caballo montado por un caballo esquelético y una chiquilina de belleza salvaje. Pettorossi sacó una damajuana de tinto y se tomaron un vaso en la puerta, mientras el primer campanazo primaveral se congelaba entre las profundidades granates de la tarde. La chiquilina se llamaba Silvia y era hermana del desaparecido yerno del doctor. Había venido sola a Valizas a preparar un examen. El jinete era un lobero desertor de la zafra invernal de la isla: se llamaba Manuel, y contó que se había rajado de Loboz porque esta vez los estaban cuereando peor que a los bichos. -Pero si siempre fue así, muchacho -dijo Cruz, con el perfil alzado contra el cielo sangriento. -Siempre se protestó, pero nunca supimos encontrarle la vuelta para que nos cuidaran igual que a los bichos, por lo menos. -Me acaba de contar el almacenero de Valizas que hoy dieron por la radio quew apareció un cadáver en la playa de La Paloma -dijo Manuel, al rato. -Quién sabe quién será. -Ahora lo que les falta a estos milicos del diablo es dejarlo pudrirse en la orilla, igual que a un peluca -comentó el viejo, con las pupilas densas como dos lunas rojas. -De repente de muertos nos empiezan a tratar igual que a los lobos. El doctor le pasó la mano por la cabeza a la chiquilina, que tenía el gorro de lana incrustado entre las solapas del sacón. -Qué pasa -murmuró. -Nada -tiritó ella. -¿Vámonos para adentro? SILVIA REGUSCI tenía diecinueve años y estudiaba medicina espartanamente. El doctor nunca la había visto tomar más de un vaso de vino, pero esa noche la vio llenarse varios y supo que la visita era de doble fondo. Cruz cabeceaba acuclillado y Manuel preparaba una guirnalda de caracoles bajo la luz turquesa del farol a mantilla. -Decime qué te pasa, morocha -insistió Pettorossi, volviendo a acariciar el bonete de lana. La muchacha subió una mirada color menta virgen, y al doctor le pareció aspirar el perfume arrancado y salvaje del yuyo. -Se llevaron al padre de Carmita -dijo Silvia. -Hace un mes y medio. Antes que vos vinieras para acá. -¿Otra vez? -Otra vez. Pero ahora no se encuentran señales de él por ningún lado. Hemos revuelto hasta la eternidad. -¿Quiénes se lo llevaron? -Los mismos. Lo vinieron a buscar de madrugada. La vez anterior fue parecida, pero la ropa y todo eso se le pudo mandar prácticamente enseguida. Pettorossi se acható el pelo y terminó su vaso. Se sirvió otro. -¿Puedo preguntarte en qué andaba el padre de tu compañera? -murmuró. -Aquí estamos en otro mundo, igual. La muchacha estiró el doblez del bonete hasta encapucharse. -Tenía cuarenta y dos años y era un tipo que no miraba el mundo por el ojo de la cerradura. Y trataba que los demás tampoco lo miraran así -roncó. -Más no puedo decirte. Escuchame: Manuel se ofreció a llevarme a Valizas esta noche mismo pero voy a pedirte para dormir acá. Estoy bastante borracha. Y siento como si estuviera un poco muerta, también: a veces siento lo mismo en las prácticas del hospital. Querés tanto a la gente que perdés los pedazos. A mí la gente me saca pedazos. Entonces Cruz desencorvó el cuerpo como un gallo y enfocó las dos lunas reverdecidas de su mirada hacia el pajonal del techo. -Eso, jefe -gritó. -Que se les rindan las purísimas madres. Manuel siguió preparando tranquilamente su guirnalda de caracoles, pero Silvia se arrancó el gorro y terminó clavándole los ojos al doctor. El doctor le hizo una seña amansadora. -Me topé con la gente de la zafra -dijo Cruz, manoseando fatigosamente su vaso. -Había un alboroto del carajo. Parece que llegó un jefe a la isla, al final. Un hombre alto, de bigotes: lo vi clarito, abajo de la luna. Vino nadando desde la Paloma. Y organizó a la gente en unas horas, parece. Y enseguida cayó la militada del faro y le gritaron que se rindiera, igual que al cacique: el charrúa que le echó aquel polvo de oro a la tierra. ¿Se acuerda, doctor? Pettorossi dijo Sí. -Pero no se rindieron un carajo. “Que se rinda tu madre” les gritó el bigotudo a los alcahuetes. Y les mostró un aujero rojo que tenía en la frente, grande como una estrella. Un claror así de grande. “Primero averiguá cómo se hace para matar a un muerto y después te volvés a hacer el macho” les gritó. Fue algo bárbaro, aquello. Silvia salió corriendo para afuera y Pettorossi tomó un trago largo y la siguió a zancadas. Entre la congelación cobalto de la noche de setiembre le pasó un brazo sobre los hombros a la muchacha y le subió el mentón para ver el yuyal empapado de sus ojos. -El padre de Carmita era de los que estaban en la reorganización de la central obrera -dijo Silvia. -Y era alto y de bigotes. ¿Qué onda con este viejo? Adentro de la casa del doctor, Manuel se había acercado a Cruz para ofrecerle de regalo el collar recién hecho. -Usted dice sus cosas, Isaías -concedió, con amor de borracho. -Yo digo la verdad -retrucó el viejo. -¿Entiende?
EL INFIERNO TAN QUERIDO
ME SENTÉ en la esquina del repecho a esperar a Rosario. Apareció enseguida. Traía un vestido turquesa enterizo, y emergió de una vereda incendiada por hibiscos color bermellón. Rosario era rubia y atractivamente delgada, y no aparentaba tener más de veinte años. No saludamos con un beso. Le pregunté por el flaco y me dijo que se había rajado a Buenos Aires. Eso no me dejó de sorprender, pero no pregunté más nada. Empezamos a caminar repecho abajo, sudando a chorros bajo la canícula del día de los Santos Inocentes. La reunión iba a ser en una casa que quedaba en un vértice empozado de dos repechos, pegada a un amueblado conocido popularmente como La Tapera. Yo había estado una vez allí, durante un intento de reconciliación con mi ex-mujer. Vi bajar una furgoneta con cartel de transporte de escolares, en sentido contrario al nuestro. Una furgoneta manejada por la Muerte. Le pasé el brazo a Rosario y le dije que teníamos que meternos urgentemente allí. Que después le explicaba. Ella tensó los hombros y entrecerró la mirada aceitunada, pero trató hasta de sonreír. Caminaba con la cabeza muy baja. Un hombre grasiento y medio dormido nos dio la llave Nro. 1. La Tapera era una especie de hangar compartimentado, que olía a mercado y a taller mecánico. Las piezas no tenían ventana y ni siquiera olían a desinfectante. El calor se volvió agrio, estropajoso. -El bigotudo que manejaba esa furgoneta con la que nos cruzamos recién en la calle es un vecino que me vigila desde hace meses -dije apenas entramos. -Nos salvamos raspando. Qué lo tiró: esta pieza es un infierno. Vamos a abrir la puerta del baño, por lo menos. La luz que filtraba la claraboya era de un color dorado verdoso. Como si te pusieras lentes negros. Empecé a sudar mucho. Hacía mucho que no me acostaba con una mujer. Desde antes de volver de Europa: un año y medio, fácil. Y lo que estaba necesitando verdaderamente en el mundo era enamorarme. -Tenés idea de cuánto tiempo vamos a estar aquí -me preguntó Rosario con una voz tranquila, aunque demasiado aflautada. -Supongo que me vecino el tira se habrá quedado manso -contesté. -Pero tendríamos que esperar un rato, por las dudas. La muchacha suspiró. En la pieza no había más que un perchero, aparte de la cama y las mesas de luz. -Sentate, por favor -dije sonriendo. -Hay un solo lugar donde sentarse. Ella movió la cabeza sin sonreír. -Voy a acostarme -murmuró. -Estoy muerta. Acostate, si querés. No tuve más remedio que ver agatunarse el vestido turquesa sobre la colcha que alguna vez fue floreada. Las piernas de Rosario emergieron hasta la mitad de los muslos, cuando me dio la espalda. -La reunión va a durar horas, igual -atiné a comentar, sentándome de espaldas a ella y prendiendo un cigarrillo con las manos muy húmedas. -No creo que la casa esté fichada. Lo del bigotudo es un seguimiento personal. Me lo zumba un milicote que tengo en la cuadra. De vez en cuando, nomás. -Puede que esté fichada la casa. O cantada también. Yo ya creo en cualquier cosa -retrucó Rosario, casi en falsete. -Cuándo se rajó el flaco -pregunté. -Hace una semana y media. Dijo que se tenía que borrar, pero es todo mentira. Se fue atrás de una gurisa. Yo sé bien. La cama se empezó a sacudir suavemente. -Ahora soy una liberada perfecta -siguió diciendo Rosario sin dejar de llorar. -Me voy a vivir con mi compañero y apenas me abandona ando metiéndome en los muebles a las doce del día con los amigos de él. ¿Te das cuenta si estará liberada? Terminé el cigarrillo. Primero tuve piedad por la compañera que recién conocía, y después tuve hambre. Me imaginé abrazándola de espaldas para consolarla. Y todo lo demás. Me lo imaginé fervientemente durante todo el tiempo en que su llanto sacudió la cama. -Voy a aprovechar para bañarme -dije de golpe. Tenía la suerte de que la puerta del baño quedara frente a mí. De lo contrario, la explosión de mi monstruosidad no me hubiese permitido ni caminar por la pieza. ESTUVE UN rato largo sentado bajo la ducha. Me vestí y me senté sobre el water tapado. Prendí otro cigarrillo. No había pensado en demasiadas cosas. Pensé que ni el flaco ni yo merecíamos ser llamados revolucionarios. Yo iba a caer, sin embargo. Era lo más probable. Y sin embargo era como si nunca me hubiese importado la existencia de un solo hibisco color bermellón. Eso sentí, entre la luz verdosa de aquella claraboya por donde se empezó a filtrar Frank Sinatra: New York, New York. Que la inocencia les valga, bienaventurados. Al entornar la puerta del baño encontré a Rosario perniabierta. Tenía el vestido muy levantado y jadeaba como una locomotora turquesa. No se podía saber si era sudor o llanto lo que brillaba sobre las colinas de sus párpados. De golpe abrió los ojos aceitunados y sonrió hacia mi asombro. -Estoy embarazada -dijo. -Parecerá fanatismo, pero ya empecé con los ejercicios respiratorios. Llamá y pagá que estamos atrasados, Abel. Por favor. Entonces me sentí enamorado de este infierno.
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