16 relatos
HUGO GIOVANETTI VIOLA
CUARTA ENTREGA
LES VAMOS A COBRAR HASTA LAS MAÑAS MIRADAS
para Tomás Borge
ERA UN atardecer de domingo de invierno congelado y lluvioso, y yo había invertido cuatro horas en dos casas sin conseguir una bendita firma para el referéndum. El repecho de Grito de Gloria pareció terminar en las puertas de la eternidad. “Algún día descansaremos” murmuré cerrando el paraguas frente al último timbre que pensaba apretar aquel domingo: “Algún día descansaremos”. Una vieja gorda y tuerta me enfocó con su ojo agigantado como por una lupa. Tenía un hombruno olor a alcohol. Le di las buenas noches y le pregunté por el señor Rodríguez. Rodríguez era un vecino sesentón y rubicundamente amable, que yo conocía de intercambiar comentarios irónicos sobre los precios de las cosas en el almacén. Hacía bastante tiempo que no me lo encontraba. -El señor se está muriendo de tristeza -dijo la vieja. -¿Por qué asunto es? -Es por el referéndum -me animé a contestar. La mujer me acercó su ojazo de ballena. Era gredosamente azulado, como los ojos de los recién nacidos. -Ahá -roncó. -A usted no lo conozco. Mi nombre es Doñarrosa. -Yo me llamo Abel. Hace poco que volví al barrio. Estoy aquí cerca. En los bloques del Banco Hipotecario. -Bueno, conmigo pierde el tiempo porque yo ya firmé: la primera vez que pasaron. Pero mi hija y mi yerno no firmaron. Mi hija no está, en este momento. Y no va a mover un dedo, se lo aseguro. Pero mi yerno quién sabe. Va a tener que pasar a la cocina para hablarle. Está chorreando barro, mijo. ¿Quiere una caña? Venga. No se preocupe, que yo después limpio. Arranqué detrás de ella. Doñarrosa debía andar por los cien quilos y los ochenta años muy largos, y rezumaba una ansiedad implacable y jadeante. La antecocina estaba iluminada por un televisor sin volumen: una humareda arcoírica se bamboleaba contra el cielorraso. -Acá hay alguien que te quiere ver -dijo la vieja, y prendió un tuboluz. Rodríguez dio una lenta pitada al cigarrillo y me ofreció la redondez completa de su rostro: la trama roja de venitas y arrugas se había vuelto una red biliosa. Y en sus hinchados ojos de pescado rebrillaba la Muerte. -¿Conocés al vecino? -le preguntó la vieja, sirviéndome una caña y recargando su propio vaso. Rodríguez sonrió. -El vecino viene a ver si te decidís a firmar por el referéndum -lo apuró Doñarrosa acercándole su ojazo, y yo me hubiese escapado corriendo. Rodríguez prendió un cigarrillo con otro y su mirada se hundió lejanamente. Pero emergió enseguida. Y volvió a sonreírme. -Para qué -preguntó, con horrible dulzura. -Si esto no va a dejar de ser un infierno, vecino. -Para que por lo menos se muera menos gente de tristeza -sentenció Doñarrosa. -Dale, firmá y dejate de joder. Yo te traigo la credencial. Sé dónde está guardada. Rodríguez suspiró una humareda interminable y se puso a toser. El acceso de tos también fue interminable. Yo me tomé la caña de un saque. “Algún día descansaremos” volví a pensar bajando la cabeza: “Algún día descansaremos”. Rodríguez lagrimeaba. -Alcánceme la hoja, por favor -dijo después de un rato. En ese momento la vieja apareció con la credencial y me hizo una guiñada. Fue algo como el crujido plateado de un planeta. LO VELARON en la casa, a Rodríguez. Era otro devorador domingo de invierno, y nunca supe bien por qué fui. Saludé a un par de vecinos, y antes de averiguar dónde estaba la vieja miré el ataúd abierto. Lo hago muy pocas veces. Fue la primera que me tocó enfrentar a un muerto rozagante. Realmente sonreía, además. Y su piel poetizaba la retórica frígida y polvosa del tul. El llanto de la viuda llovía adolescentemente entre el vaho de los rosedales encarcelados en coronas. La mujer andaría por los sesenta, pero tenía una especie de antifaz de hueso que le alzaba los pómulos hacia un sesgo danzante. Daba la sensación de que esos pómulos habían quedado estatuizados (como colinas de un rostro de cera) en un baile de quince. Un tipo cuarentón -canoso y de lentes negros- la abrazaba. Me dijeron que Doñarrosa estaba en la cocina. La encontré sola y borracha, aunque su ojo de ballena reverberó al reconocerme. Le di la mano. Ella me sirvió una caña. En ese momento la voz de la viuda se alzó sobre la casa y yo recordé los pómulos. La mujer desencadenó un monólogo que parecía haber sido repetido y perfeccionado casi artísticamente: -Ustedes no se puede imaginar lo que ha sufrido este muchacho -les decía a los recién llegados. -Lo que sufrió, mi Dios. Desde que Julio se enfermó estaba como poseído. Y eso que se veían tan poco. Tan poco. Pero te juro que nunca supieron lo que se querían, los dos. Tenían que verlo a este pobre -mirá, mirá la cantidad de canas nuevas que tiene- yendo a buscar las placas y los análisis y pidiendo consultas con un enloquecimiento que te desesperaba. Y lo venía a ver al padre y se le sentaba adelante y hasta llegó a ponerse rabioso para que no fumara más. Y el padre se reía. “No te preocupes, mijo” le decía: “Yo estoy bien”. Y se murió en tres meses. No alcanzó a estar internado ni una semana. Al final Julito armó un escándalo en el hospital y localizó a un neurólogo que fue compañero de él en el Militar y entre los dos forzaron una fibrobroncoscopía. Y era cáncer de pulmón. Pensar que le habían diagnosticado falta de irrigación cerebral y hemiplejia de yo qué sé qué tipo y hasta un tumor en la cabeza. Pero Julito lo había dicho de entrada: el cáncer debe venir de más abajo. Pobre hijo. Hubo silencio. Me imaginé que el llanto había vuelto a llover sobre el antifaz de hueso y decidí zarpar, pero Doñarrosa me prensó un brazo y me sirvió otra caña. -¿Cómo va el referéndum? -preguntó. El ojazo se había puesto granate. -Marcha lento -le dije. -Ahora marcha más lento. -Pero se van a conseguir las firmas. -Se van a conseguir, seguro. Es cuestión de trabajo. -Es cuestión de muchas cosas -roncó la vieja, y el ojo le sangró una lágrima pesada. -Cuestión de muchas cosas. El plebiscito podrá hacerse o no. Y la ley de perdón para estos torturadores podrá echarse para atrás o no. Pero estamos cobrándoselas: yo le aseguro que estamos cobrándoselas. Cada firma les duele como si fuera una sentencia: ¿entiende? Criminales de mierda. Ellos y sus patrones. Ellos y su perrada. Doñarrosa empezaba a gritar. -Claro -le dije. -Pero tranquilícese. -Me tranquilizo un cuerno -aulló. -Les vamos a cobrar hasta las malas miradas: hasta las malas jetas les vamos a cobrar. Porque yo trabajé como una burra toda la vida y mi yerno también. Pero a mí no me matan de tristeza. Ni me matan odiándome, tampoco. El ojazo de ballena se alzó hacia la puerta y dejó de chorrear. -Por qué no respetás a los muertos, abuela -siseó una voz que me hizo dar un salto. Era el hombre canoso y de lentes oscuros que yo no había reconocido al entrar. El hijo de Rodríguez. O mejor: Julio Rodríguez Hill, médico militar. Estábamos muy cambiados, los dos. Él también demoró en reconocerme. Por suerte usaba lentes espejados. -¿Respetar a los muertos? Pero mirá qué jeta -volvió a aullar la vieja. -Y todavía se creen que la gente es idiota. Y se creen que todo el mundo tiene que ser basura como ellos. La gente come mierda porque se la encajan en la jeta desde que nace. Pero no somos basura, coño. Y mi yerno tampoco era idiota. Coño: si habrá sido un buen hombre. Yo lo sé. La hija de Doñarrosa se abrazaba a sí misma en la puerta de la cocina, y sus pómulos se derrumbaban como colinas de cera incendiándose. Pensé en la rozagante paz de Rodríguez. -Mirá -dijo el hombre encanecido, y dio un paso hacia la vieja. Me le paré adelante. -Portate bien -le dije. Era lo mismo que le gustaba decir a él en el Penal de Libertad, cuando nos revisaba para ver si nos podían seguir torturando. Me aguantó la mirada un momento y relojeó a la vieja (que relumbró ciclópeamente sobre sus lentes) y volvió al comedor. La madre salió detrás de él, pero no se escuchó nada más que un portazo.
LOVE STORY
ERA UN perfecto atardecer de verano de 1988, pero las playas montevideanas estaban casi desiertas. En los bajos del hotel Oceanía -en plena rambla de Punta Gorda- funcionó veinte años atrás una discoteca bautizada Chez Carlos, y la propaganda radial y televisiva le llamaba a ese lugar “la curva del ensueño”. A una casa por medio del hotel funcionó -poco tiempo después, y durante muchos años- un centro de torturas. Frente a la fachada del ex-centro de torturas que daba a la rambla desembocaba una corriente gris perla, con olor a pudrición. Eran las aguas servidas de la zona, que no habían podido ser depuradas por un gigantesco colector construido para eso. Todas las playas de Montevideo estaban contaminadas mortalmente. Una pareja bajó caminando desde el bucólico lomo verde de la Plaza Virgilio y cruzó la rambla y se sentó en las rocas de Puerto Piojo. El rosado macizo de las rocas formaba un hoyo oculto que parecía excavado para los amantes. La luz horizontal amieló densamente el pelo suelto y las pecas de la muchacha, que se sentó agarrándose las rodillas y bajó la mirada. El hombre miró el último sol, con los ojos entornados. -Qué barbaridad -dijo. -Qué atardecer brutal. La luz horizontal se sumergió un milímetro y el hombre desnudó sus córneas estragadas por un brillo aceitoso. -Bueno, llegó la hora -murmuró sin solemnidad. Dejó el termo y el mate que llevaba en los brazos adentro de un canasto, y sacó una botella y un estuche de joyas. -Esto de brindar con espumante caliente y tomando por el pico de la botella no es tan cursi como comprometerse, por lo menos -agregó, acariciando la nuca de la muchacha. Ella no dijo nada. El hombre manipuló con mucho trabajo el tapón del espumante hasta que se produjeron la explosión y la chorrera. Tomó un trago muy largo. -Bueno -dijo. -Tomá vos, mientras yo saco los anillos. Ella sostuvo la botella entre las piernas y subió una mirada tornasolada. -No quiero -murmuró. Trató de sonreír, y la luz le doró una dentadura donde había un triangulito cavado entre la juntura interior de las paletas. -Quedamos en tomar los dos -dijo el hombre riéndose. -¿Qué es lo que no querés? ¿El anillo? La muchacha volvió a bajar la cabeza. -Quiero el anillo -contestó. -Pero primero quiero que me expliques bien qué es lo que puede pasar después. -Me pediste que no te lo contara hasta mañana. -Pero ahora estoy pidiéndote que me lo cuentes hoy. El hombre agarró la botella y volvió a tomar otro trago muy largo. -Quedamos en pasar un momento feliz -dijo. -¿Sin melodramas, no? -Yo no hago melodramas. Pero me acabo de dar cuenta que no puedo estar feliz sin saber la verdad. Nadie debe poder. -A lo mejor tampoco podés estar feliz después de saberla. Yo te puedo decir la verdad sobre el informe médico, pero lo que importa es el resto de la verdad. Y el resto depende más de nosotros que nosotros del resto. La luz volvió a cambiar. La corriente gris perla y los habitantes del hoyo se quedaron sin sol directo, aunque resplandecían con mayor nitidez. El rebote del agua contra las rocas y el hedor cloacal crecieron acompasadamente. Una gaviota arrancó chillando hacia la rambla y su blancura se amarilló de golpe, al recortarse sobre la fachada del ex-centro de torturas. Era un chalé de dos pisos repintado y desierto, con tejas españolas y ladrillo visto: tenía columnas revestidas de piedra y una gran balaustrada y grandes mochetas blancas. El sol parecía incendiarlo. -Está bien -dijo el hombre. -Pero tomá un trago. Siempre soñé con tomarme un espumante con una chiquilina preciosa en la curva del ensueño: cuando tenía quince o dieciséis años me tiraba de noche en la Plaza Virgilio y me imaginabas bobadas así. La muchacha sonrió. Los ojos -sin el sol- eran profundamente azules, aunque las córneas estaban inyectadas por un flujo filoso. -¿Eran muy relajados los sueños? -preguntó. -No. En los sueños de los quince años había puro besito, igual que en las películas de aquella época. El bobo en la colina, parecía yo. ¿Te acordás de la canción? La muchacha se rio fuerte. -En el chalé de aquí atrás fue bastante distinto -bajó la voz el hombre. -No me imaginaba las cosas con espumante pero me las imaginaba todas, te puedo asegurar. Allí me soñé todo. La muchacha tomó un trago, y cuando bajó la botella tenía las pecas fosforescentes. A medida que el sol se sumergía, la extensión de la luz parecía ser más honda. Los focos de la rambla acollararon la quilométrica orilla de la ciudad, podrida y titilante. -Mirá: si querés que te cante la justa vamos a empezar por el principio -dijo el hombre, volviendo a agarrar la botella. -El asunto fue aquí. En la mismísima curva del ensueño, my sweet Tatum O’Neal. Lo que pasa es que nunca te quise contar algunas cosas. -No me cuentes, entonces. -Sí. Porque es la verdad. Vos querés que te cuente la verdad. -Pero no te enojes conmigo. -No me enojo contigo. Fue ahí atrás que me dieron la patada. “Si después de esto te queda algún huevo podés seguir haciéndote el macho, nomás” me dijeron. Y cuando me desperté me acuerdo que te vi venir caminando por arriba del agua. Venías desde Pocitos, o desde más allá. Y atrás había como una manifestación. Como una procesión. Y ninguno se hundía. -¿Podemos tener hijos? -Podemos. -¿Hay metástasis? -Parecería que no. Pero tengo que hacerme controles permanentes durante cinco años. Si después de cinco años no aparece ninguna metástasis puedo morirme tranquilamente de otra cosa. Igual que todo el mundo. Lo que hay que hacer es tener huevos durante cinco años y después seguirlos teniendo durante toda la vida. El hombre manipuló los anillos de compromiso en el momento en que la última luz azulaba la costa.
¿ACASO NO MATAN A LOS GATITOS?
RODRÍGUEZ HILL estacionó la lujosa camioneta en el jardín, y se quedó un momento observando los ventanales cuadriculados que emergían como un medio hexágono sobre el césped. Estaban pintados de blanco y tenían cortinados de voile. Un suave resplandor recortaba el perfil de una muchacha rubia desmelenada frente a una TV. En las jardineras que rodeaban los ventanales se remecía el trasluz de una avalancha de flores blancas y violetas. Pocos metros más adelante, resaltaba la sombra de un enorme tronco cortado casi al ras. Rodríguez Hill sonrió. Después abrió un maletín para sacar una automática que guardó en la campera negra que usaba sobre su impoluto uniforme de médico. Era un hombre cuarentón largo y ya muy canoso, aunque los lentes espejados y la electricidad muscular le delataban una adolescencia de sobrevivencia salvaje. Sólo una respetable barriguita de whisky le traicionaba aquella juvenilidad. Ahora había abierto la camioneta por detrás y agarrado una garrafa de querosén. En el momento de pisar el perfume del césped vio detenerse dos bicicletas en la calle: los ciclistas usaban uniforme naranja y pertenecían a un servicio particular de vigilancia. El médico observó el encendedor y los cigarrillos que manipulaban los cuidadores y mostró los colmillos en la oscuridad. Abandonó la garrafa y caminó hacia ellos. -Qué pasa. Los muchachos doblaron la cabeza al mismo tiempo y dijeron Buenas noches. Tenían miradas suciamente domesticadas. -Estoy preguntando qué pasa -repitió Rodríguez Hill, apoyándose las manos en el cinturón para entreabrir un poco la campera. -Nada -dijo uno de los muchachos. -¿Algún problema, jefe? El médico volvió a desnudar los colmillos en forma sonriente. -Si tengo algún problema no te lo voy a batir a vos, basura. ¿Qué te parece este chiche? Y entreabrió la campera hasta mostrar el bulto de la automática. -Quiero que entiendan una cosa y se lo expliquen a todos los demás alcahuetes -siseó Rodríguez Hill. -No pisen esta vereda. Y si encuentro a uno solo de ustedes mirando a mi hija o a mi mujer, los mato a todos. Aunque las miren en la parada del ómnibus de allá abajo. ¿Entendieron, basuras? Los muchachos tiraron los cigarrillos y pedalearon requintándose los sombreros naranjas. -NO, NO puedo -dijo el médico. -Me hacés acordar demasiado a mi hija. Y antes de caer de espaldas sobre la cama le pidió un Marlboro a una esplendorosa chiquilina pelirroja que parecía llorar. La luz de la veladora del motel le despellejaba las pupilas como a uvas. -Hace quince años que no fumo -dijo Rodríguez Hill. -Si me viera mi vieja. ¿Qué porquería fumaste vos, si se puede saber? -Marihuana, papito. -Ando bien, ando bien. El doctor Rodríguez Hill encamado fumando con una mina drogada y haciendo papelones, arriba. ¿Vos sabés que yo nunca le había pagado a una mina? La chiquilina parpadeó. -¿Quién te metió en la joda? -siguió el médico, echando el humo con pose de liceal. -¿Los mismos que te hicieron salir Miss Uruguay y Miss Punta del Este? -Y Miss Valparaíso. Y no me hizo salir nadie: salí sola, papito. -No me sigas llamando así. Te conviene. ¿Quién te metió en la joda? -¿Qué joda? Rodríguez Hill aplastó el cigarrillo a medio fumar y se pasó las manos por el pelo. -Esta tarde compré querosén para infiltrar las raíces de una araucaria que mandé talar el mes pasado -dijo, como si nadie lo escuchara. -Iba a terminar levantándonos el piso del comedor, o reventándonos el techo en cualquier momento. Araucaria podrida. Entonces a mi hija le vino como una locura y se pasó una semana jodiéndome para que no la cortara y una semana llorando en la cama después que la corté. ¿Sabés lo que sentí, al final? Que me había muerto yo. Eso sentí. La pelirroja parpadeó varias veces. -Quince años tiene la nena -siguió contando el hombre. -Y está ennoviada con el mismo malandra desde que tiene diez. No se puede creer. Este año estoy seguro que la eliminaron en el liceo. Pero yo la mato: te juro que si pierde el año yo la mato. Ahora se pasa jodiendo con Sting y los derechos humanos y toda es basura. ¿A vos te gusta Sting? La pelirroja torció la cabeza y las pupilas estuvieron a punto de gotear dos carámbanos verdes. -No me gustan los hombres -contestó. -Matan a los gatitos. LA RUBIA desmelenada frente al televisor parecía una muchacha vista desde el jardín, pero de cerca era una hermosa mujer cuarentona que empezaba a engordar irreversiblemente. Rodríguez Hill la encontró despatarrada y alegre, con los lentes de aumento clavados en un video de Sting. -¿Así que vos también ves eso? -preguntó, colgando la campera de una silla. -¿Cuántas latas te tomaste? -No sé -dijo la mujer. -Es una rica cerveza. -¿No podés mirarme para hablar? ¿Tanto te recalienta ese yanqui sin camisa poniendo voz de negro y cantando pavadas para currar a los bolches? -No es un yanqui. Es inglés: un británico divino. -¿A qué hora volvió Juana? -Todavía no volvió. -Carajo, son las dos de la mañana -dijo el hombre sirviéndose una enorme medida de whisky. -Podríamos ir a buscarla para que no se tenga que venir sola a esta hora, por lo menos. Padre cornudo haciendo servicio de chofer desde el mueble al domicilio familiar: ¿qué te parece? Y mostró los colmillos. -Sabés que no anda sola. Andrés siempre la acompaña. -Andrés es un pendejo, Mary. No me hinches. Recién tuve que mostrarles la automática a uno de esos caracagadas para que se borraran. -¿Qué caracagadas? -Los cuidadores esos. ¿Anduviste regando desnuda, esta tarde? -De bikini, sí. El sol ya quema bien. -Recién les tuve que decir que si los encontraba mirando a mi mujer o a mi hija los mataba a todos. Ah, traje querosén. Para infiltrar el tronco. Mary sacó el volumen del televisor y se sacó los lentes. Miró al hombre canoso con remota piedad. -Quiero empezar a trabajar -le dijo. Rodríguez subió los hombros y se sirvió más whisky, antes de terminar el que tenía servido. -Vos sabrás -murmuró. -Me quiero divorciar, además. -¿Conseguiste algún macho? La mujer lo miró con piedad y odio, esta vez. -No -dijo. -Es que de golpe saqué en conclusión algunas cosas. -Qué cosas. -No interesa. Mirá, ahí viene Juanita. A ver si te calmás. La puerta estaba abierta, y una chiquilina de mirada azogada y pelo rojo cortado a lo paje entró con pies de plomo. Cuando vio a Sting en la pantalla recuperó la ingravidez y lo saludó levantando un brazo y poniendo los dedos en V. -Lo vamos a ir a ver a Buenos Aires -dijo. -Están haciendo una gira fabulosa por los derechos humanos. Ya llevan recorridas no sé cuántas capitales del mundo. -Ahá -roncó Rodríguez Hill. -Así que te empezó a interesar la geografía, ahora. Y se acercó a zancadas a la chiquilina. -Tu madre me contó las notas que tenés -jadeó. -Y yo me quedé en el molde. Pero ahora te vas a encerrar en tu cuarto y si a las cuatro de la mañana no me sabés decir de memoria cuáles son todas las capitales del mundo, vas a aprender muchísimo. Sobre los derechos humanos. Yo te voy a enseñar. La muchacha corrió para su cuarto. Mary apagó el televisor y anunció que dormía en el sofá. Rodríguez Hill fue a entrar la camioneta, guardó la garrafa de querosén en la cocina y siguió tomando whisky. -¿ASÍ QUE no te gustan los machos, cosita? -preguntó el médico, con un hervor de deslumbrada perversión en los ojos saltones. -Qué desperdicio, Dios. ¿No me das otro pucho? La pelirroja prendió un Marlboro y se lo alcanzó, con el filtro manchado por un olor sangriento. -Ayer soñé que matábamos gatitos -contó. -Nunca pude entender por qué siempre teníamos gatitos, en casa. Soñé que tenía tres años y papá me enseñaba a matar a las crías. Primero ahogaba un gatito y después me obligaba a ahogar a los demás. ¿Vos sabés que te miran cuando se están hundiendo? ¿Con quién vivís, ahora? -Con mi empresaria. Es buena. Los despellejados ojos de la chiquilina se cerraron de golpe. -Yo soñé algo espantoso -dijo Rodríguez Hill. -Pero no tenés por qué escuchar. No pagué para eso. -Pagaste para todo -dijo la chiquilina, con dos gotas esmeraldas colgándole de los bajíos de la mirada. -Pero no te conviene contar lo que te diga. -Yo soy idiota. No te hagas problema. El médico acarició brevemente las largas puntas enruladas que cubrían los pezones de Miss Uruguay y Miss Punta del Este y Miss Valparaíso. La miró casi con amor. -Yo soñé que mi madre me obligaba a hacerle un submarino a mi padre -dijo, por fin. -Mi padre estaba muerto y tenía una cara de felicidad que volvía loca a mi vieja. ¿Sabés lo que es el submarino, no? La cabeza en el agua. Hasta que cantes. -¿Y tu papá se dejó de reír? -No. No hubo caso. Le metí la cabeza en el agua hasta que se murió de nuevo y se seguía riendo. Lo enterramos así. Y mi madre me pegó. Pero no me pegó con la mano. Me pegó con los ojos. La pelirroja le besó los párpados a Rodríguez Hill y dijo Pobrecito. A LAS tres y media de la mañana el médico puso a llenar la bañera y a las cuatro golpeó en la puerta de su hija. La muchacha salió con la cabeza alta. Mary se agazapó en el sofá. -A ver: las capitales -dijo Rodríguez Hill. -Empezá por el continente que más te guste. Dale. Y tomó un trago de whisky de la botella. La muchacha callaba, con la cabeza alta. -Al baño -dijo el médico. -Marche. Yo te voy a enseñar a cantar las capitales del mundo. Y después vas a poder protestar en serio por los derechos humanos. Yo nunca hice submarinos pero los veía hacer, ¿sabés? Y tenía que revisar a los presos para decirles a los milicos si se podía seguir o no. Y a veces no me daban pelota y pum: moría un gatito. Bueno, ahora lo sabés. Pero ustedes tenían guita, muchachas: se compraban vestidos y tangas y lo que se les antojara y se las iban a comprar a Río, en vez de al Chuy. ¿Te das cuenta qué lujo? Vamos. Marche para el baño. Porque además no me querés, ahora. Ahora no me quieren. Y se pasan pegándome, arriba. Mary se puso en el camino pero Rodríguez Hill la volteó de un piñazo, y cuando cayó al suelo le pegó una patada. -Tomá. Andá a mostrarles el moretón a los vecinos y a los cuidadores y a tu macho y a Sting. Gorda de mierda. Puta. Celulítica. Juana esperaba en el baño, parada frente a la bañera. El hombre se acercó y le metió la cabeza en el agua durante unos segundos. -A ver cómo se llama la capital de Cuba -dijo, soltándola como a un resorte. La muchacha lo miró con los ojos entelarañados por un asco de plata. -Está embarazada, Julio -dijo Mary desde atrás. El médico miró la mirada de la muchacha. Entonces gritó. Corrió hasta la cocina y volvió tambaleándose con la garrafa de querosén. Por el camino vio que su mujer se había puesto la campera negra. Roció a Juana con querosén. La muchacha mantuvo en alto el casco de pelo rojo chorreante y prensó los ojos. -Ahora te salvo -dijo Rodríguez Hill, manipulando una caja de fósforos. -Ahora te salvo de todo este infierno, amor. Entonces resonaron los nueve balazos, entrecortados por un alarido y un chapoteo violento. El cadáver empezó a ensangrentar rápidamente la bañera. Mary y Juana se miraron.
LAS BODAS DE NATACHA
para Silvia Guerra y Jorge Fernández Barbas
MIRÉ EL lomo del sol y seguí caminando con la guitarra a cuestas. Había estado detenido un rato frente al océano -donde la rambla peninsular tuerce hacia el Este- con los ojos clavados en la blancura de Casamar, una mansión mamarrachesca ya oficializada por las postales. La primavera de 1988 parecía haber empezado a soplar aquella misma tarde, pero tuve la sensación de cruzar un crepúsculo estancado un lustro atrás. Al torcer en dirección a Gorlero, el océano trenzado entre la frialdad celeste me hizo aspirar la mansa invencibilidad de mi padre. Iba de visita a la casa de Natacha Regusci Tomillo, la legendaria tía-abuela de un guitarrista amigo llegado esa misma mañana de París. Pablo Regusci me llamó a Montevideo inmediatamente, para pedirme que le llevara una guitarra nacarada que pertenecía a su familia desde fines del siglo pasado. Natacha Regusci Tomillo había rodado por una escalera el día que cumplía ochenta y nueve años. La acababan de deshospitalizar. -Qué hacés, loco -nos murmuramos al unísono, cada uno sobre el hombro (de la misma altura) del otro. Mis facciones rozaron la barriga de un gato blanco y gris que Pablo cargaba sobre sus hombros, como los corderos ofrendados por los pastores en las maquettes de los pesebres. Mi gemelo más viejo -volví a pensar después de tantos años, semiabrazado a aquel hombre de calvicie compacta y lentes permanentes, que ahora se dejaba crecer la barba y la pelambre igual que los rabinos. No me animé a preguntar por Natacha, todavía. El gato me chupó la oreja izquierda y me sobresalté. -Tranquilo, Dominique -dijo mi amigo, riéndose. -Es un enamorado absolutamente incapaz de controlarse: el único sobreviviente de no sé cuántas generaciones de gatos idénticos. Y con el mismo nombre. Entonces di un paso atrás y le entregué la guitarra a Pablo, que antes de agarrarla colocó a Dominique sobre su hombro izquierdo y me miró muy fijo. Hubo un relampagueante congelamiento de tiempo durante el cual las almas se reconocieron. -Gracias, hermano -suspiró. -Pasá. ¿Te jodí mucho pidiéndote que vinieras? -¿Pero cómo se te ocurre que podés joder a alguien sacándolo de una brutal olla podrida para hacerlo volver a la belleza eterna? Así dice la propaganda de la televisión, por lo menos: que a Punta del Este siempre se vuelve. Como a la belleza eterna. Pablo bajó la cara hacia el estuche de la guitarra. -Te noto muy cansado. Pero no demasiado mal -dijo. -Es verdad. Y como sentenció el infante Joan Manuel: Nunca es triste la verdad. Lo que no tiene es remedio. Esta vez Dominique le chupó la oreja izquierda a Pablo, que apenas sonrió. -Che: ¿este bicho no será una reencarnación de Walt Whitman? -dijo, mirando al gato por arriba de los lentes. -Qué lo parió. Hace como dos años que no nos vemos ni por carta. Me imagino que seguís con la literatura el periodismo las clases de guitarra la militancia las tareas del hogar- -Hay que hacer lo que hay que hacer, loco. Así decía mi viejo. Mi amigo me empujó el cuello para hacerme cruzar el zaguán de La Torre, todavía iluminado por la descomposición del crepúsculo en los vitrales con motivos marinos que flanqueaban el portal. La casona había sido edificada a principios de siglo, y yo recordaba con bastante nitidez la saga de los Regusci y los Tomillo que mi tío Jorge -el cura- nos contaba en las sobremesas de Nochebuena. -Natacha está acá abajo, en el comedor -me explicó Pablo, entreabriendo una puerta por donde se filtró un olor a letrina saturada. -Hubo que contratar una enfermera permanente. -¿Tiene conciencia? -No sé qué es lo que tiene. No habla. Pero hace gestos. Pide cosas por señas. Ahora la vas a ver. Y si llega a despertarse le vas a ver los ojos. Cristo. Pablo terminó de abrir la puerta y el gato se le escapó del hombro como un halcón y trotó para hacer equilibrio sobre un baúl rebosante de puntillas y aterrizar a los pies de Natacha Regusci Tomillo, que roncaba en un rincón muy oscuro. -Bueno, no sé si te querrás quedar aquí -dijo Pablo, frunciendo brevemente la nariz. Me olvidé de decirte que come una barbaridad. Y hay que cambiarla cada muy pocas horas. -Cambio pañales cada muy pocas horas -traté de sonreír. Nos sentamos en los viejísimos sillones, y me di cuenta que mi amigo no se animaba a desenfundar la guitarra nacarada. -Acá no son pañales -dijo frotándose las puntas rojizas de la barba. -¿Vos sabías que ella estuvo comprometida con un importador francés que la dejó esperando con el ajuar y todo, allá por los años veinte? -Sí. Conozco la historia. Pablo señaló con la cabeza el baúl forrado por Dominique Boursault. Los tules de los trajes hechos para la dicha caían como una llovizna amarilla sobre la piel de lobo, donde el bretón había bordado indeleblemente un verso de Rimbaud. -Esta mañana Natacha empezó a hacernos señas, de golpe -siguió contando Pablo. -Estaban mi madre y mi hermano, también. Natacha señalaba el baúl. Sin parar. Y hacía otros gestos raros. Hasta que nos dimos cuenta que se quería estrenar el vestido de novia. -¿Y se lo pusieron? -Sí. Y le cupo. El problema es que ya hubo que sacárselo para lavarlo y se nos puso como una leona. La tuvimos que sujetar entre tres. Entonces a mi madre se le ocurrió probar con un camisón del ajuar y enseguida se calmó. No sé cuánto va a durar esto -Pablo me miró muy fijo, otra vez. -Compré ron cubano en el aeropuerto. No necesitó mi respuesta para ir a buscarlo. Mientras lo esperaba me acerqué a una ventana de cortinas espesas y doradas. Natacha seguía roncando de cara a la pared, y yo espié la humareda cobalto de la noche posada sobre el sureste. Iba a haber luna llena. Miré el faro de Lobos trabajando bajo el estrellerío, pero evité la visión nítida de Casamar. Mi amigo apareció acompañado por una enfermera que los ayudaba a cargar la botella los vasos el hielo la Coca-Cola el limón y algunos platos. Era una mujer sesentona, color riñón asado: de la boca color riñón crudo le caía un light humeante. De la cofia le emergían tirabuzones de motas almidonadas. La hinchazón de los ojos la hacía parecer gorda, pero lo que le sostenía el fulgor de la túnica era un gran esqueleto. -Te presento a Rosaura -dijo Pablo, después de acomodar las cosas. -Ella se llama igual (y es recontraparienta) de la nodriza que hizo hablar a Natacha, cuando la abuela Julia la trajo de Buenos Aires. ¿Se toma un ron, Rosaura? -Después -contestó la mujer, echando mucho humo y mirando hacia Natacha con las narinas dilatadas. -Pobre señora. Se cagó de nuevo. Voy a terminar de secar el vestido de novia y vuelvo. -El hijo de Rosaura estudió guitarra con mi tía -dijo Pablo. -Coca, limón y hielo. ¿Está bien? -Bien. Pero poco limón. Y mucho ron. ¿Hasta qué edad dio clases, Natacha? -Hasta los noventa y pico. Y después siguió viviendo sola. Sin el menor problema. Aunque tanto los sobrinos como los ex-alumnos la visitaban mucho, claro. Fue imposible saber cómo cayó de esa escalera. Y fue un milagro que la encontraran viva. Pero yo te aseguro que no quiso matarse. Dos doblones de ron se reflejaron en los lentes aljibosos de mi amigo. Con esos ojos camuflados preparó mi copa. Era una buena copa: me bastó un trago para escuchar el primer campanazo de la luna flotando en la orilla del mundo. -La última vez que vine no pudimos chupar a solas -dijo Pablo, bajando la cabeza. -Así que me quedé sin saber bien la historia de la recuperación de la estrellera. Hace veinte años que Natacha profetizó -en esta misma pieza- que yo iba a ser un artista digno del instrumento que heredé, siempre que no me desesperara demasiado. -El problema es aceptar que uno está enamorado de la vida -canté con suavidad. -El problema no es tu horror ni mi horror, hermano. ¿Conocés esa canción de Leonardo? -Claro que la conozco. Pero mirá, Abel. Yo no sé qué me pasa allá en París. Pero sé que el horror es demasiado, loco. Demasiado. Por mejor que te vaya con la música. Por mejor que te vaya con la guita. -No te preocupes: acá pasa lo mismo. Con la única diferencia que no tenés guita. -Pero tenés la revolución. Tomé un trago muy largo, esta vez. Me sentí fulminantemente cansado. De golpe me di cuenta que la luna podía estar allá afuera y no estar aquí adentro. Algo tan deprimente y simple como eso. -Mejor hablamos de la recuperación de la estrellera -dije, abandonándome en el sillón y cerrando los ojos. -Se la expropió mi viejo al cerdo de Pepe Riverós, en el 83. Acá mismo, en Casamar. Yo todavía estaba exiliado. En ese momento escuché el tamborilear de unos goterones contra la caja incrustada de nácar. No miré a mi amigo, sino a la triple franja de astros que tenía la guitarra a lo largo de sus caderas y su labio central. Las lágrimas de Pablo rebrillaban encima de la iridiscencia como cicatrices amiboidales. -Digno -roncó llorando. -Hacía catorce años que no lloraba en serio. Desde que mi primo me llevó la estrellera a París. ¿Cómo podés ser digno de algo si no te animás ni a volver a ponerle los ojos adelante? -Pero vos te animaste -murmuré. Pablo no dijo nada y se puso a secar la guitarra y los lentes con una servilleta color bermellón. Fue igual que penetrar en el sueño de un toro. Porque Dominique pegó un salto y avanzó hasta posar su vieja ligereza en los brazos del hombre, que se dejó lamer imperturbablemente la cara. AL RATO apareció Rosaura con el espumoso traje de novia secado a plancha, y volvió a hinchar sus narinas mientras observaba el rincón donde Natacha ya había casi dejado de roncar. Giren tus ojos hacia la batalla, pensé. -Primero tómese una copa, Rosaura. Por favor -insistió Pablo. -No. Más tarde. Hay un olor terrible aquí. No se puede comer. Y tenemos unos palmitos de contrabando que son una belleza. -Ya los vi -dijo Pablo. -Los estoy dragoneando hace rato. Pero el olor no importa. -Para nosotros es distinto, mijo. La señora Natacha tiene el olor arriba -retrucó la mujer. A mí me pareció escuchar el segundo campanazo de la luna sobrevolando la orilla del mundo, aunque nunca podré saber si lo escuché antes o después o simultáneamente con el apagón. La silueta de Rosaura jadeó hasta la ventana, y al deslizarse el cortinado la pieza se harinó. Los ojos de Dominique fosforecieron entre el resplandor de la estrellera la botella la copa los platos los lentes de Pablo y los tules del baúl, para depositarse como luciérnagas guardianas en el rincón donde dormía su dueña. -Mi Dios -dijo Rosaura. -Parece de día. Yo estaba de espaldas, y cuando la mujer regresó con el traje de novia en los brazos (y sus no menos plateadas túnica dentadura córneas canas y cofia) tuve la sensación de verle el esqueleto. -Cuántas velas traeré -preguntó suspirando y dejándose caer sobre un sillón. Entonces Pablo le preparó una copa y se la colocó enfrente con la autoridad de un tahúr. Ella apenas acarició la humedad perlada del vaso. -La última vez que vi a la señora Natacha sana fue en el velorio de Magdalena Tomillo -dijo sacando un light y atrincherándoselo contra la oreja. -Fue en el 79. Salud. -Salud -chistó Pablo, y yo apenas alcancé a levantar mi vaso. -¿Cómo la conoció a Magdalena, Rosaura? -En el hospital de San Carlos. Trabajábamos juntas de enfermeras. Yo era una muchacha, todavía. Magdalena fue la mejor enfermera que hubo en el hospital de San Carlos. Y cuando la cosa se ponía muy brava -sobre todo de madrugada- nos hablábamos como si estuviésemos en una batalla. Parecía una guerra, aquello. -Por qué -le pregunté. -Porque ella nos hacía pelear -contestó. -Nos decía que teníamos que pelear contra eso. Y cuando ella andaba muy fuegosa o nosotras muy chorreadas revisaba las caras de los enfermos. ¿Entiende? Cara por cara. Se revisaba todo el hospital. A ver si a nadie le hacían falta ojos. Así decía ella. Y si encontraba a alguna de nosotras dormida la zamarreaba como una generala. Puta si lo sabré. Rosaura pidió permiso para acercarse al plato de palmitos, y agarró con la mano un gran cilindro reluciente y se lo devoró de un saque. Tomó un trago de ron y se devoró otro. -Qué belleza -carcajeó. -Qué belleza. Una vez que fui de visita a lo de Magdalena (allá en la Plaza del Recreo) ella me habló de esta guitarra. Dijo que había sido de Justo, el novio que se murió peleando con Aparicio. -De Sabino y de Justo -corrigió Pablo. -¿Y quién era el Sabino ese, al final? -El padre de Natacha. Y el hermano mayor de Justo Regusci -intervine. -Sabino fue el que raptó a la aristócrata fernandina Carolina Tomillo y murió pintando frescos en un manicomio de Buenos Aires, a los treinta años. Ya habían perdido unos mellizos, y al poco tiempo Carolina murió tuberculosa y Sabino mandó llamar a la abuela Julia para que trajera a Natacha a Maldonado. Y la chiquilina (que tenía ocho años) no decía una palabra. Ni a ganchos. -¿Y cómo diablos la hizo hablar, mi recontraparienta? Eso es lo que no entiendo. -Desarrumbando una guitarra de un sótano, parece. Su recontraparienta había sido nodriza de Carolina (y había colaborado con ella y Sabino en la escapada final a Buenos Aires) y cuando la mandaron buscar parece que miró a la chiquilina y adivinó enseguida cómo podían volver a hacerla hablar. Natacha habló y estudió durante años acompañándose con una guitarra, hasta que se enamoró del importador francés que le hizo ese baúl. Ahí se curó del todo. De repente la mirada del gato relampagueó entre los tules los platos y las constelaciones de vidrio y nácar. Dominique se encaramó en la falda de Rosaura y su lengua se hundió en la superficie del ron como una hélice. -Mi Dios -dijo la mujer. -Miren a la señora. Natacha estaba sentada en la cama, y su reincorporación había alcanzado para hacerla entrar en la luminosidad. Los ojos eran carbones azules enfocados encima de nosotros, pero ahora no parecía una pájara furiosa -como contaba mi tío Jorge- sino un gorila de melena entalcada y erizada. Un gorila cruelmente disfrazado con un camisón del novecientos. -Voy a buscar las velas -murmuró Rosaura, deshaciéndose del gato. Dominique volvió a la cama. -Todavía no le desaparecieron los moretones del golpe -me dijo Pablo. -Y eso que ya hace más de un mes y medio que se cayó. -¿Te das cuenta que tiene como un antifaz? -Lo que me doy cuenta es que nos está escuchando. Y quién sabe desde hace cuánto rato -retruqué. -No. Ella oye ruidos, nada más -chistó Pablo. -Te lo puedo asegurar. Pero está viendo todo: eso sí. Menos mal que Rosaura se llevó el vestido. Si no, teníamos guerra. La enfermera apareció con dos candelabros y el traje de novia, y Natacha bajó mínimamente la cabeza y los ojos le bizquearon con una incandescencia multicolor. Empezó a hacer señas. -Espere un poquito, jefa -dijo Rosaura. -Espere. ¿Dónde vio a una mujer casándose toda cagada? Ahora mismo los padrinos se me van de la pieza y yo la cambio bien rápido y le sirvo algo rico. La enfermera observaba las señas de Natacha con una inclinación de cabeza que parecía modelada por Miguel Ángel. De golpe Pablo pegó un salto. -Carajo -dijo. -Quiere la guitarra. Entonces Natacha sonrió horriblemente y alargó los brazos para que Pablo le alcanzara la estrellera. Terminé el ron. Giren tus ojos hacia la batalla, volví a pensar. Lo que se no es vida pero vive. Padre. La mujer agarró el instrumento y se puso a tocar la Milonga Nro 3 de Pierri Sapere. El gato ni la miraba. -Dominique -roncó al recomenzar el tercer movimiento, clavando los carbones incandescentes en Pablo. -No llores. Yo siempre supe que ibas a venir. Yo guardaba tu cara enterrada allá en la isla. Y el horror es un pobre lobo tuerto: no tiene ni un palmito colgando, ni es capaz de casarse con una sola estrella. ¿Vas a quedarte siempre? -Dónde -preguntó Pablo. Estaba parado frente a la cama sosteniendo un candelabro, y su barba de medusa se agigantaba contra la pared. Natacha recomenzó el segundo movimiento y contestó: -En el baile. Pablo le dijo Sí y ella prestidigitó una modulación preciosa y desembocó en Roncalli. -Papá -llamó, mirándome. -Yo siempre supe que ibas a venir, también. Yo tragué mierda hasta quedarme perfumada como la estrellera. Y cuando aprendí esta sarabanda supe que todos los hombres eran invencibles como vos. Esperate que baje al Do Mayor: no te duebles. Vení, papá. Vengan papá mamá Juan Teobaldo y la tribu de París. Me acerqué y le sostuve la mirada. -¿Ves? -se adelgazó la voz de Natacha bajando al Do Mayor y colgando un calderón entre la marea dorada de las velas. -¿Ves cómo todos pueden? El sueco subió al faro aquella noche. Solo. Estábamos todos solos, pero Jonás subió a encontrarse con Rimbaud. No tendrías que poner cara de lobo. Nunca. Aunque vivas cansado. -Es verdad -murmuré. Nos miramos con Pablo. La mujer arpegió el Sol Mayor final de la sarabanda y empezó a rasguñar a todo galope el primer estudio simple de Brouwer. -Magdalena -gritó, y Rosaura me dio el candelabro y se abrió paso hasta los pies de la cama. La estrellera llameaba. -Mande, jefa -le dijo la enfermera. -Que les pongan un jazmín del país en la boca a lo que se están muriendo -volvió a gritar Natacha. -Y que los demás sigan en la trinchera, carajo. Hasta que todos los hombres que nazcan en todos los planetas puedan morirse enamorados del atardecer. Y ahora llevate esto y traeme al chiquilín, que ya es hora de que tome la luna. La mujer devolvió la guitarra y rompió el camisón y sus tetas emergieron con arrugado orgullo. Entonces Dominique levantó vuelo. 1987-89
























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