
SÉPTIMA ENTREGA
ACERCAMIENTO AL INCONSCIENTE (VI)
C. G. Jung
El arquetipo en el simbolismo onírico
Ya he sugerido que los sueños sirven de compensación. Esta suposición significa que el sueño es un fenómeno psíquico normal que transmite a la conciencia las reacciones o impulsos espontáneos del inconsciente. Muchos sueños pueden interpretarse con la ayuda del soñante, el cual proporciona, a la vez, las imágenes del sueño y las asociaciones que provocan, con lo cual se pueden examinar todos sus aspectos. Este método es adecuado en todos los casos corrientes como cuando un familiar, un amigo o un paciente nos cuenta un sueño durante una conversación. Pero cuando se trata de sueños obsesivos o muy emotivos, las asociaciones personales provocadas en el soñante no suelen bastar para una interpretación satisfactoria. En tales casos, hemos de tener en cuenta el hecho (primeramente observado y comentado por Freud) de que, con frecuencia, en el sueño se producen elementos que no son individuales y que no pueden derivarse de la experiencia personal del soñante. Estos elementos, como ya dije antes, son los que Freud llamaba “remanentes arcaicos”, formas mentales cuya presencia no puede explicarse con nada de la propia vida del individuo y que parecen ser formas aborígenes, innatas y heredadas por la mente humana. Así como el cuerpo representa todo un museo de órganos, cada uno con una larga historia de evolución tras de sí, igualmente es de suponer que la mente está organizada en forma análoga. No puede ser un producto sin historia como no lo es el cuerpo en el que existe. Por “historia” no doy a entender el hecho de que la mente se forme por sí misma por medio de una referencia consciente al pasado valiéndose del lenguaje y otras tradiciones culturales. Me refiero al desarrollo biológico, prehistórico e inconsciente de la mente del hombre arcaico, cuya psique estaba aun cerca de la del animal. Esta psique inmensamente vieja forma la base de nuestra mente, al igual que gran parte de la estructura de nuestro cuerpo se basa en el modelo anatómico general de los mamíferos. El ojo experto del anatomista o del biólogo encuentra en nuestro cuerpo muchos rastros de ese modelo originario. El investigador experimentado en la mente de igual modo puede ver las analogías entre las imágenes oníricas del hombre moderno y los productos de la mente primitiva, sus “imágenes colectivas” y sus motivos mitológicos. Así como el biólogo necesita la ciencia de la anatomía comparada, el psicólogo nada puede hacer sin una “anatomía comparada de la psique”. En la práctica, por decirlo de otro modo, el psicólogo no sólo debe tener una experiencia suficiente acerca de los sueños y otros productos de la actividad inconsciente, sino de la mitología en su más amplio sentido. Sin esos conocimientos, nadie puede descubrir analogías importantes; ni es posible, por ejemplo, ver la analogía entre un caso de neurosis compulsiva y otro de clásica posesión demoníaca, sin un conocimiento eficaz de ambos. Mis ideas acerca de los “remanentes arcaicos”, que yo llamo “arquetipos” o “imágenes primordiales”, han sido constantemente criticadas por personas que carecen de suficiente conocimiento de psicología de los sueños y de mitología. El término “arquetipo” es con frecuencia entendido mal, como si significara ciertos motivos o imágenes mitológicos determinados. Pero estos no son más que representaciones conscientes; sería absurdo suponer que tales representaciones variables fueran hereditarias. El arquetipo es una tendencia a formar tales representaciones de un motivo, representaciones que pueden variar muchísimo en detalle sin perder su modelo básico. Hay, por ejemplo, muchas representaciones del motivo de hostilidad entre hermanos, pero el motivo en sí, sigue siendo el mismo. Mis críticos han supuesto erróneamente que me refiero a “representaciones heredadas”, y, basados en ello, han despechado la idea del arquetipo como una mera superstición. No han sabido tener en cuenta el hecho de que si los arquetipos fuesen representaciones originadas en nuestra consciencia (o fuesen adquiridos conscientemente), es seguro que los entenderíamos y no nos desconcertaríamos y nos asombraríamos cuando se presentan en nuestra consciencia. Desde luego, son una tendencia, tan marcada como el impulso de las aves a construir nidos, o el de las hormigas a formar colonias organizadas. Aquí debo aclarar las relaciones entre instintos y arquetipos: lo que propiamente llamamos instintos son necesidades fisiológicas y son percibidas por los sentidos. Pero al mismo tiempo también se manifiestan en fantasías y con frecuencia revelan su presencia sólo por medio de imágenes simbólicas. Estas manifestaciones son las que yo llamo arquetipos. No tiene origen conocido; y se producen en cualquier tiempo o en cualquier parte del mundo, aun cuando haya que rechazar la transmisión por descendencia directa o “fertilización cruzada” mediante migración. Puedo recordar muchos casos de personas que me consultaron porque se sentían desconcertadas con sus sueños o con los de sus hijos. Eran completamente incapaces de comprender el contenido de los sueños. La causa era que los sueños contenían imágenes que no podían relacionar con nada que pudieran recordar o que les hubiera ocurrido a sus hijos. Sin embargo, algunos de esos pacientes eran muy cultos; incluso algunos de ellos psiquiatras. Recuerdo muy claramente el caso de un profesor que había tenido una visión repentina y llegó a pensar que estaba loco. Vino a verme en un estado de verdadero pánico. Me limité a coger de la estantería un libro antiguo, de hacía cuatro siglos, y le mostré un viejo grabado en madera que representaba su misma visión. “No hay razón para que crea usted que está loco”, le dije. Un día me trajo un librito manuscrito que había recibido como regalo de Navidad de su hija de diez años. Contenía toda una serie de sueños que ella había tenido a los ocho años. Constituían la más fatídica serie de sueños que jamás haya visto y comprendí de sobra por qué su padre estaba tan intrigado con ellos. Aunque infantiles, eran misteriosos y contenían imágenes cuyo origen era totalmente incompresible para el padre. He aquí los pertinentes motivos de los sueños: l. “El animal malo”, un monstruo parecido a una serpiente con muchos cuernos, mata y devora a todos los otros animales. Pero Dios viene de los cuatro rincones, de hecho cuatro dioses independientes, y resucitan a todos los animales muertos. 2. Una ascensión al cielo, donde se están celebrando danzas paganas; y un descenso al infierno, donde los ángeles están haciendo buenas obras. 3. Una horda de animalillos asusta a la soñante. Los animales crecen hasta un tamaño tremendo y uno de ellos devora a la niña. 4. Un ratoncillo es penetrado por gusanos, serpientes, peces y seres humanos. De ese modo el ratón se convierte en humano. Eso retrata las cuatro etapas del origen de la humanidad. 5. Ve una gota de agua como cuando se la mira por un microscopio. La niña ve que la gota está llena de ramas de árbol. Esto retrata el origen del mundo. 6. Un niño malo tiene un terrón de tierra y tira trozos a todo el que pasa. De ese modo, todos los que pasan se convierten en malos. 7. Una mujer borracha cae al agua y sale de ella renovada y serena. 8. La escena es en Norteamérica, donde mucha gente rueda por encima de un hormiguero y es atacada por las hormigas. La soñante, presa del pánico, cae al río. 9. Hay un desierto en la luna donde la soñante se hunde tan profundamente que llega al infierno. 10. En este sueño la niña tiene la visión de una bola luminosa. La toca. De la bola salen vapores. Viene un hombre y la mata. 11. La niña sueña que está gravemente enferma. De repente, le salen pájaros de la piel y la tapan completamente. 12. Nubes de mosquitos oscurecen el sol, la luna y todas las estrellas, excepto una. Esta estrella cae sobre la soñante. En el original completo alemán, cada sueño comienza con las palabras de los cuentos de hadas tradicionales: “Había una vez…” Con estas palabras quería sugerir la pequeña soñante que, para ella, cada sueño era una especie de cuento que quería contar a su padre como regalo de Navidad. El padre intento explicar los sueños basándose en su texto. Pero no pudo porque parecía que no había en ellos asociaciones personales. La posibilidad de que esos sueños fueran elaboraciones conscientes la desecharía quien conociera a la niña suficientemente para estar seguro de su veracidad. (Sin embargo, seguiría siendo un desafío a la comprensión aun cuando fuesen fantasías.) En este caso, el padre estaba convencido de que los sueños eran auténticos y no tenía motivo para dudarlo. Yo conocí a la niña, pero fue antes de que ella le entregara los sueños a su padre, así que no tuve ocasión de interrogarla acerca de ellos. La niña vivía en el extranjero y murió de una enfermedad infecciosa un año después de aquellas Navidades. Sus sueños tienen un carácter de indudable peculiaridad. Sus pensamientos principales son de concepción marcadamente filosófica. El primero, por ejemplo, habla de un monstruo maligno que mata a otros animales, pero Dios los resucita a todos por medio de una Apokatastasis divina, o restauración. En el mundo occidental esta idea es conocida por la tradición cristiana. Puede encontrarse en los Hechos de los Apóstoles, III, 21: “(Cristo) a quien había de recibir hasta llegar los tiempos de la restauración de todas las cosas…” Los primitivos Padres de la Iglesia griegos (por ejemplo, Orígenes), insistieron especialmente en la idea de que, al final de los tiempos, todo sería restaurado por el Redentor a su estado original y perfecto. Pero según San Mateo, XVII, II, ya había una vieja tradición judía de que Elías “en verdad, está para llegar y restablecerá todo”. En la Epístola a los Corintios: XV, 22, se alude a la misma idea con estas palabras: “Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados.” Se podría sospechar que la niña había encontrado esos pensamientos en su educación religiosa. Pero tenía poca base religiosa. Sus padres eran nominalmente protestantes; pero, de hecho, sólo conocían la Biblia de oídas. Es muy inverosímil que le hubiera explicado a la niña la recóndita imagen de la Apokatastasis. En realidad, su padre jamás había oído hablar de esa idea mítica. Nueve de los doce sueños están influidos por la idea de destrucción y restauración. Y ninguno de esos sueños muestra rastros de una educación cristiana o influencia específica. Por el contrario, están mucho más relacionados con los mitos primitivos. Esta relación la corrobora otro motivo: el “mito cosmogónico” (la creación del mundo y del hombre) que aparece en el cuarto y quinto sueños. La misma relación se encuentra en la primera Epístola a los Corintios, XV, 22, que acabo de citar. También en ese pasaje Adán y Cristo (muerte y resurrección) van unidos. La idea general de Cristo como Redentor pertenece al tema mundialmente difundido y precristiano del héroe y libertador quien, aunque ha sido devorado por un monstruo, vuelve a aparecer milagrosamente después de vencer al monstruo que le devoró. Cuándo y dónde se originó ese mito es cosa que nadie sabe. Tampoco sabemos cómo investigar ese problema. La única certeza evidente es que cada generación parece haberlo conocido como tradición transmitida desde tiempos anteriores. Así es que podemos suponer con seguridad que “se originó” en un período en que el hombre aun no sabía que poseía el mito de un héroe; es decir, en una era en que aun no reflexionaba conscientemente sobre lo que decía. La figura del héroe es un arquetipo que ha existido desde tiempos inmemoriales. La producción de arquetipos por los niños es especialmente significativo porque, a veces, se puede estar completamente seguro de que un niño no ha tenido acceso directo a la tradición respectiva. En este caso, la familia de la niña no tenía más que un conocimiento superficial de la tradición cristiana. Desde luego que los temas cristianos pueden representarse con ideas tales como Dios, ángeles, cielo, infierno y malo. Pero la forma en que son tratadas por esa niña, indica totalmente un origen que no es cristiano. Examinemos el primer sueño sobre un Dios que, en realidad, consta de cuatro dioses, que vienen de los “cuatro rincones”. ¿Qué rincones? En el sueño no se nombra ninguna habitación. Una habitación tampoco encajaría en la descripción de lo que, evidentemente, es un suceso cósmico en el que interviene el propio Ser Universal. La propia cuaternidad (o elemento “cuádruple”) es una idea extraña, pero que desempeña un papel muy importante en muchas religiones y filosofías. En la religión cristiana, fue superada por la Trinidad, noción que debemos suponer era conocida por la niña. Pero, ¿quién en una familia corriente de la clase media de hoy en día, es verosímil que tuviera idea de una cuaternidad divina? Es una idea que en otro tiempo era bien conocida entre los estudiantes de filosofía hermética en la Edad Media, pero disminuyó a principios del siglo XVIII y ha estado en total desuso por lo menos durante doscientos años. Entonces ¿de dónde la sacó la niña? ¿De la visión de Ezequiel? Pero no hay enseñanza cristiana que identifique al serafín con Dios. La misma pregunta puede hacerse acerca de la serpiente cornuda. Cierto es que es en la Biblia hay muchos animales cornudos (en el Apocalipsis, por ejemplo). Pero todos ellos parecen ser cuadrúpedos, aunque su soberano es el dragón, la palabra griega que lo designa (drakon) también significa serpiente. La serpiente cornuda aparece en la alquimia latina del siglo XVI como cuadricornutus serpens (serpiente de cuatro cuernos), símbolo de Mercurio y antagonista de la Trinidad cristiana. Pero esto es referencia oscura. Que yo sepa sólo la hace un autor; y la niña no podía saberlo en modo alguno. En el segundo sueño, aparece un motivo que, decididamente, no es cristiano y que contiene una inversión de los valores aceptados; por ejemplo, las danzas paganas en el cielo y las buenas obras en el infierno. Este símbolo sugiere la relatividad de los valores morales. ¿Dónde encontró la niña ideas tan revolucionarias dignas del genio de Nietzsche? Estas preguntas nos llevan a otra: ¿Cuál es el significado compensador de esos sueños a los que la niña, evidentemente, atribuía tal importancia que se los presentó a su padre como el regalo de Navidad? Si el soñante hubiera sido un hechicero primitivo, se podría suponer razonablemente que los sueños representaban variaciones de los temas filosóficos de muerte, resurrección o restauración, origen del mundo, creación del hombre y relatividad de los valores. Pero había que desechar esos sueños por su desesperanzada dificultad si tratáramos de interpretarlos desde un nivel personal. Indudablemente contienen “imágenes colectivas” y, en cierto modo, son análogas a las doctrinas enseñadas a los jóvenes en las tribus primitivas cuando van a ser iniciados como hombres. En ese tiempo aprenden lo que Dios, o los dioses, o los animales “modélicos” han hecho, cómo fueron creados el mundo y el hombre, cómo vendrá el fin del mundo, y el significado de la muerte. ¿Hay alguna ocasión en que, en la civilización cristiana, se dan enseñanzas análogas? La hay: en la adolescencia. Pero mucha gente comienza a pensar otra vez en cosas como esas en la vejez, al acercarse la muerte. Pero ocurrió que la niña estaba en ambas circunstancias. Se estaba acercando a la pubertad, y, al mismo tiempo, al fin de su vida. Poco o nada en el simbolismo de sus sueños indica el comienzo de una normal vida adulta, pero hay muchas alusiones a la destrucción y la restauración. Cuando leí por primera vez sus sueños, tuve la sensación siniestra de que indicaban un desastre inevitable. La razón para que yo tuviera una sensación semejante era la naturaleza peculiar de compensación que deduje del simbolismo. Era lo contrario de lo que se esperaría encontrar en la consciencia de una niña de esa edad. Esos sueños abren un aspecto nuevo y casi terrorífico de la vida y la muerte. Tales imágenes serían de esperar en una persona anciana que revisa su vida pasada pero no en un niño que normalmente miraría hacia el porvenir. Su ambiente recuerda el viejo dicho católico: “La vida es un corto sueño”, más que la alegría y exuberancia de su primavera de la vida. Porque la vida de esta niña era como un ver sacrum vovendum (el voto de un sacrificio primaveral), como lo dice el poeta romano. La experiencia demuestra que el desconocido acercamiento de la muerte arroja un alumbratio (una sombra premonitoria) sobre la vida y los sueños de la víctima. Incluso el altar en las iglesias cristianas representa, en un aspecto, la tumba, y en otro, un lugar de resurrección: la transformación de la muerte en vida eterna. Tales son las ideas que los sueños asignaban a la niña. Eran la preparación para la muerte, expresada por medio de historias breves, como los cuentos narrados en las iniciaciones primitivas o los koan del budismo Zen. Este mensaje es distinto de la doctrina ortodoxa cristiana y más semejante al antiguo pensamiento primitivo. Parece haberse originado fuera de la tradición histórica, en las fuentes psíquicas, largo tiempo olvidadas, que, desde los tiempos prehistóricos, nutrieron las especulaciones filosóficas y religiosas acerca de la vida y la muerte. Era como si los acontecimientos futuros proyectaran hacia atrás su sombra produciendo en la niña ciertas formas de pensamiento que, aun estando normalmente dormidos, describen o acompañan el acercamiento de un suceso fatal. A pesar de que la forma específica en que se expresan es más o menos personal, su modelo general es colectivo. Se encuentran en todas partes y en todo tiempo, al igual que los instintos animales varían mucho en las distintas especies y, sin embargo, sirven para los mismos fines generales. No suponemos que cada animal recién nacido crea sus propios instintos como una adquisición individual, y no debemos suponer que los individuos humanos inventan sus formas específicamente humanas, cada vez que nace uno. A semejanza de los instintos, los modelos de pensamiento colectivo de la mente humana son innatos y heredados. Funcionan, cuando surge la ocasión, con la misma forma aproximada en todos nosotros. Las manifestaciones emotivas, a las que pertenecen tales modelos de pensamiento, son reconocibles por igual en todo el mundo. Podemos identificarlo incluso en los animales, y los propios animales se entienden unos a otros a este respecto, aunque pertenezcan a distintas especies. ¿Y qué decir de los insectos con sus complicadas funciones simbióticas? La mayoría de ellos no conocen a sus padres ni tienen a nadie que les enseñe. Entonces ¿por qué habríamos de suponer que el hombre es el único ser viviente desprovisto de instintos específicos o que su psique está vacía de todo rastro de evolución? Naturalmente que si se identifica la psique con la consciencia, se puede caer en la idea errónea de que el hombre viene al mundo con una psique sin contenido, y que en años posteriores no contiene nada más que lo que aprendió por experiencia individual. Pero la psique es algo más que la consciencia. Los animales tienen poca consciencia, pero muchos impulsos y reacciones que denotan la existencia de una psique; y los hombres primitivos hacen muchas cosas cuyo significado les es desconocido. Se puede preguntar en vano a mucha gente civilizada acerca del verdadero significado del árbol de Navidad o los huevos de Pascua. El hecho es que hacen cosas sin saber por qué las hacen. Me inclino por la opinión de que, por lo general, primeramente se hicieron las cosas y que sólo fue mucho tiempo después cuando a alguien se le ocurrió preguntar por qué se hacían. El médico psicólogo constantemente se encuentra ante pacientes, que son inteligentes, pero que se portan de un modo peculiar e impredecible y que no tienen ni idea de lo que dicen o hacen. De repente, se sienten arrastrados por malos humores inexplicables que ni ellos mismos pueden justificar. Superficialmente, tales reacciones o impulsos parecen ser de naturaleza íntimamente personal, y por tanto los desechamos como conducta idiosincrásica. En realidad, se basan en un sistema instintivo preformado y siempre dispuesto, que es característico del hombre. Formas de pensamiento, gestos entendidos universalmente y muchas actitudes siguen un modelo que se estableció mucho antes de que el hombre desarrollara una conciencia reflexionadora. Incluso es concebible que los primitivos orígenes de la capacidad del hombre para reflexionar procedan de las dolorosas consecuencias de violentos entrechocamientos emotivos. Permítaseme poner como ejemplo, sólo para ilustrar este punto, al bosquimano que, en un momento de cólera y decepción, al no conseguir pescar algún pez, estrangula a su muy amado hijo único y luego se siente presa de inmenso arrepentimiento cuando coge en sus brazos el cuerpecillo muerto. Ese hombre recordará para siempre ese momento de dolor. No podemos saber si esa clase de experiencia es, en realidad, la causa inicial del desarrollo de la conciencia humana. Pero no hay duda de que, con frecuencia, se requiere la conmoción producida por una experiencia emotiva análoga para hacer que la gente se espabile y ponga atención en lo que está haciendo. Tenemos el famoso caso de un hidalgo español del siglo XIII, Raimundo Lulio, quien (después de un largo asedio) consiguió reunirse en una cita secreta con la dama de la que estaba enamorado. Ella, calladamente, se abrió el vestido y le mostró el pecho, carcomido por el cáncer. La conmoción cambió la vida de Lulio; con el tiempo, llegó a ser un teólogo eminente y uno de los más grandes misioneros de la Iglesia. En el caso de un cambio tan repentino, se puede demostrar con frecuencia que un arquetipo ha estado operando por largo tiempo en el inconsciente, preparando hábilmente las circunstancias que conducirían a la crisis. Tales experiencias parecen mostrar que las formas arquetípicas no son, precisamente, modelos estáticos. Son factores dinámicos que se manifiestan en impulsos, tan espontáneamente como los instintos. Ciertos sueños, visiones o pensamientos pueden aparecer repentinamente; y por muy cuidadosamente que se investigue, no se puede hallar cuál fue su causa. Esto no quiere decir que no tengan causa; la tienen con toda seguridad. En un caso semejante, hay que esperar hasta que el sueño y su significado sea suficientemente comprendido o hasta que ocurra algún hecho externo que pueda explicar el sueño. En el momento del sueño, ese hecho puede aun estar en el futuro. Pero del mismo modo que nuestros pensamientos conscientes se ocupan muchas veces del futuro y de sus posibilidades, lo mismo hacen el inconsciente y sus sueños. Es una creencia muy antigua que la función principal de los sueños es la de pronosticar el futuro. En la Antigüedad y aun en la Edad Media, los sueños desempeñaban su papel en la prognosis médica. Puedo confirmar con un sueño moderno el elemento de prognosis (o preconocimiento) que puede encontrarse en un antiguo sueño citado por Artemidorus de Daldis, en el siglo II d. J.C.: Un hombre soñó que veía a su padre morir entre las llamas de una casa incendiada. No mucho después, él mismo murió de un phlegome (fuego, o fiebre alta), que yo presumo era pulmonía. Así ocurrió que un colega mío padeció una vez de una mortal fiebre gangrenosa, en realidad, un phlegome. Un antiguo paciente, que no sabía qué enfermedad tenía su doctor, soñó que el doctor moría en un fuego. Por entonces, el doctor acababa de ingresar en un hospital y la enfermedad sólo estaba comenzando. El soñante no sabía nada sino, simplemente, que su médico estaba enfermo y hospitalizado. Tres semanas después, murió el doctor. Como muestran estos ejemplos, los sueños pueden tener un aspecto de presentimiento o pronóstico, y todo el que trate de interpretarlos tiene que tener eso en cuenta, en especial cuando un sueño de significado evidente no proporciona un contexto suficiente para explicarlo. Los sueños de ese tipo, con frecuencia, se producen de repente y nos preguntamos qué puede haberlos provocado. Desde luego, si se conociera su ulterior mensaje, su causa sería clara. Porque es solamente la consciencia la que aun no la conoce; el inconsciente parece estar ya informado y haber llegado a una conclusión que se expresa en el sueño. De hecho, el inconsciente parece capaz de examinar los hechos y extraer conclusiones, en modo muy parecido a como hace la consciencia. Incluso puede utilizar ciertos hechos y pronosticar sus posibles resultados precisamente porque no tenemos consciencia de ellos. Por lo que se puede deducir de los sueños, el inconsciente realiza sus deliberaciones instintivamente. Esta distinción es importante. El análisis lógico es la prerrogativa de la consciencia; elegimos con razón y conocimiento. Pero el inconsciente parece estar guiado principalmente por tendencias instintivas representadas por sus correspondientes formas de pensamiento, es decir, los arquetipos. A un médico al que se le pida que describa el curso de una enfermedad empleará conceptos racionales como “infección” o “fiebre”. El sueño es más poético. Expresa la enfermedad corporal como una casa terrenal y la fiebre como un fuego que la destruye. Como se ve en el último sueño del que hemos hablado, la mente arquetípica maneja la situación en la misma forma que lo hizo en tiempos de Artemidorus. Algo que es naturaleza más o menos conocida fue captado intuitivamente por el inconsciente y sometido a una elaboración arquetípica. Esto indica que, en vez del proceso de razonamientos que el pensamiento consciente habría aplicado, la mente arquetípica ha intervenido y emprendido la tarea de pronosticación. Los arquetipos tienen, de ese modo, su propia iniciativa y su energía específica. Esas potencias les capacitan, a la vez, para extraer una interpretación con significado (en su propio estilo simbólico) y para intervenir en una situación determinada con impulsos y formaciones del pensamiento propios. A este respecto, actúan como complejos; van y vienen a su gusto y muchas veces obstruyen o modifican nuestras intenciones conscientes de una forma desconcertante. Se puede percibir la energía específica de los arquetipos cuando experimentamos la peculiar fascinación que los acompaña. Parecen tener un hechizo especial. Tal cualidad peculiar es también característica de los complejos personales; y así como los complejos personales tienen su historia individual, lo mismo les ocurre a los complejos sociales de carácter arquetípico. Pero mientras los complejos personales jamás producen más que una inclinación personal, los arquetipos crean mitos, religiones y filosofías que influyen y caracterizan a naciones enteras y a épocas de la historia. Consideramos los complejos personales como compensaciones de la unilateralidad o la defectuosidad de la consciencia; del mismo modo, los mitos de naturaleza religiosa pueden interpretarse como una especie de terapia mental de los sufrimientos y angustias de la humanidad en general: hambre, guerra, enfermedad, vejez, muerte. El mito heroico universal, por ejemplo, siempre se refiere a un hombre poderoso o dios-hombre que vence al mal, encarnado en dragones, serpientes, monstruos, demonios y demás, y que libera a su pueblo de la destrucción y la muerte. La narración o repetición ritual de textos sagrados y ceremonias, y la adoración a tal personaje con danzas, música, himnos, oraciones y sacrificios, sobrecoge a los asistentes con numímicas emociones (como si fuera con encantamientos mágicos) y exalta al individuo hacia una identificación con el héroe. Si intentamos ver tal situación con los ojos del creyente, quizá podamos comprender cómo el hombre corriente puede liberarse de su incapacidad y desgracia personales y dotarse (al menos temporalmente) con una cualidad casi sobrehumana. Con mucha frecuencia, tal convicción le sostendrá por largo tiempo e imprimirá cierto estilo a su vida. Incluso puede establecer la tónica de toda una sociedad. Un ejemplo notable de esto puede hallarse en los misterios eleusinos, que, finalmente, fueron suprimidos a principios del siglo VII de la era cristiana. Expresaban, junto con el oráculo délfico, la esencia y espíritu de la Grecia antigua. En medida mucho mayor, la propia era cristiana debe su nombre y significancia al antiguo misterio del dios-hombre que tiene sus raíces en el arquetípico mito Osiris-Horus del Egipto antiguo. Comúnmente se supone que en alguna determinada ocasión de los tiempos prehistóricos se “inventaron” las ideas mitológicas básicas por algún inteligente filósofo anciano o profeta y que, en adelante, fuero “creídas” por el pueblo crédulo y carente de sentido crítico. Se dice que las historias contadas por un sacerdocio a la búsqueda del poder no son “verdad”, sino sólo “pensamiento anhelante”. Pero la misma palabra “inventar” deriva del latín invenire y significa “encontrar”, y de ahí, encontrar algo “buscándolo”. En el último caso, la propia palabra insinúa cierto conocimiento anticipado de lo que se va a encontrar. Permítaseme volver a las extrañas ideas contenidas en los sueños de la niña. Parece inverosímil que las buscara, puesto que estaba sorprendida de haberlas encontrado. Le ocurrieron más bien como cuentos singulares e inesperados que le parecieron lo bastante notables para ofrecérselos a su padre como regalo de Navidad. Sin embargo, al hacerlo así, los elevó a la esfera de nuestro superviviente misterio cristiano: el nacimiento de nuestro Señor, mezclado con el secreto del árbol de verdad perenne que trae la luz recién nacida. (Esto se refiere al quinto sueño.) Aunque hay amplias pruebas históricas de la relación simbólica entre Cristo y entre el símbolo del árbol, los padres de la niña se habrían sentido muy desconcertados si se les hubiera pedido que explicaran exactamente qué significaban al adornar un árbol con velas encendidas para celebrar el nacimiento de Cristo. “¡Ah, es sólo una costumbre de Navidad!”, habrían contestado. Una respuesta sería haber requerido una amplia disertación acerca del simbolismo del dios mortal y su relación con el culto de la Gran Madre y su símbolo, el árbol, por sólo mencionar un aspecto de este complicado problema. Cuanto más profundicemos en los orígenes de una “imagen colectiva” (o, dicho en lenguaje eclesiástico, de un dogma) más descubriremos una maraña, al parecer interminable, de modelos arquetípicos que, antes de los tiempos modernos, no habían sido objeto de reflexión consciente. Así es que, por paradójico que parezca, sabemos más acerca de simbolismo mitológico que ninguna otra generación anterior a la nuestra. El hecho es que, en tiempos anteriores, los hombres no reflexionaban sobre sus símbolos; los vivían y estaban inconscientemente animados por su significado. Ilustraré esto con una experiencia que tuve una vez con los salvajes del monte Eigen, en África. Todas las mañanas, al amanecer, salían de sus chozas y se echaban el aliento o se escupían en las manos que luego extendían hacia los primeros rayos del sol como si estuvieran ofreciendo su aliento o su saliva al dios naciente, o mungu. (Esta palabra swahili, que empleaban al explicar el acto ritual, deriva de una raíz polinésica equivalente a mana o mulungu. Estos términos, y otros similares, designan un “poder” de extraordinaria eficacia y penetración que podríamos llamar divino. Por tanto, la palabra mungu es el equivalente de Alá o Dios.) Cuando les pregunté qué expresaban con ese acto o por qué lo hacían, se sintieron completamente desconcertados. Sólo pudieron decirme: “Siempre lo hemos hecho. Siempre se ha hecho cuando sale el sol.” Se rieron ante la deducción obvia de que el sol era mungu. Cierto es que el sol no es mungu cuando está por encima del horizonte; mungu es el momento preciso en que sale. Lo que hacían era evidente para mí, pero no para ellos; se limitaban a hacerlo sin reflexionar jamás en lo que hacían. En consecuencia, eran incapaces de explicarlo. Llegué a la conclusión de que ofrecían su alma a mungu porque el aliento (de vida) y la saliva significan “sustancia del alma”. Echar el aliento o escupir sobre alguna cosa transmite un efecto “mágico” como, por ejemplo, cuando Cristo utilizó saliva para curar al ciego, o cuando un hijo aspira el último aliento de su padre agonizante con el fin de posesionarse de su alma. Es muy inverosímil que esos africanos, aun en tiempos remotos, hubieran sabido jamás algo más acerca del significado de la ceremonia. De hecho, sus antepasados probablemente sabían menos porque eran más profundamente inconscientes aun de sus motivos y pensaban menos acerca de sus acciones. El Fausto de Goethe dice apropiadamente: “In Anfang war die Tat”. (En el principio fue el hecho.) Los “hechos” jamás fueron inventados, fueron realizados; por otra parte, los pensamientos son un descubrimiento relativamente tardío del hombre. Primeramente fue impulsado hacia los hechos por factores inconscientes: sólo fue mucho tiempo después cuando comenzó a reflexionar sobre las causas que le habían impulsado; y le costó mucho tiempo llegar a la idea absurda de que tenía que haberse impulsado él mismo, ya que su mente era incapaz de identificar ninguna otra fuerza motivadora que no fuera la suya propia. No reiríamos ante la idea de una planta o un animal investigándose; sin embargo, hay mucha gente que cree que la psique o mente se inventó a sí misma y por tanto fue la creadora de su propia existencia. En realidad, la mente se ha desarrollado hasta su estado actual de consciencia, como una bellota se desarrolla hasta ser una encina o como los saurios evolucionaron hasta ser mamíferos. Se ha estado desarrollando durante muchísimo tiempo y aun sigue su desarrollo, así es que estamos impulsados por fuerzas internas y también por estímulos externos. Estos motivos interiores surgen de su origen profundo, que no está hecho por la consciencia ni está bajo su dominio. En la mitología de los tiempos primitivos, esas fuerzas se llamaban mana o espíritus, demonios y dioses. Hoy día son tan activos como lo fueron siempre. Si se adaptan a nuestros deseos, los llamamos inspiraciones felices o impulsos y nos congratulamos de ser tan ingeniosos. Si van en contra nuestra, entonces decimos que es sólo mala suerte o que ciertas personas están en nuestra contra o que la causa de nuestras desgracias debe ser patológica. La única cosa que no queremos admitir es que dependemos de “poderes” que están fuera de nuestro dominio. Sin embargo, es cierto que en tiempos recientes, el hombre civilizado adquirió cierta fuerza de voluntad que puede aplicar donde le plazca. Aprendió a realizar su trabajo eficazmente sin tener que recurrir a cánticos y tambores que le hipnotizaran dejándole en trance de actuar. Incluso puede prescindir de la oración diaria para pedir ayuda divina. Puede realizar lo que se propone y puede llevar, sin dificultad, sus ideas a la acción, mientras que el hombre primitivo parece estar trabado a cada paso, en su acción, por miedos, supersticiones y otros obstáculos invisibles. El dicho “querer es poder” es la superstición del hombre moderno. No obstante, para mantener su creencia, el hombre contemporáneo paga el precio de una notable falta de introspección. Está ciego para el hecho de que, con todo su racionalismo y eficiencia, está poseído por “poderes” que están fuera de su dominio. No han desaparecido del todo sus dioses y demonios; solamente han adoptado nuevos nombres. Ellos le mantienen en el curso de su vida sin descanso, con vagas aprensiones, complicaciones psicológicas, insaciable sed de píldoras, alcohol, tabaco, comida y, sobre todo, un amplio despliegue de neurosis.
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