jueves

EL LIBRO OCULTO DE NIETZSCHE / MI HERMANA Y YO


TRIGESIMOSEGUNDA ENTREGA

CAPÍTULO DUODÉCIMO (I)

1

Le escribí una vez a mi amigo Gast que yo era una de esas máquinas susceptibles de estallar ya que la intensidad de mis pensamientos y mis emociones eran demasiado fuertes para que ninguna máquina pueda soportarlas. Mientras escribía Aurora en Sils María sentí que mi estado de ánimo en constante exaltación era como el trance de San Pablo cuando vio la imagen del Redentor en el camino hacia Damasco.

Pero la sensación de salud resplandeciente que irradiaba del volumen engañó a mis amigos, quienes vieron en la obra uno de los libros valientes, elevados y hermosos que han nacido de la mente y del corazón humanos, veredicto que hubiera discutido si padeciera de falsa modestia. El precio que pagué por este grande y hermoso libro fue la salud mental y espiritual, y cuando lo terminé en Tautenburg bajo la tensión adicional de mi aventura amorosa con Lou Salomé, sentí que me columpiaba a la orilla de un abismo donde los rostros de Lama, de Mamá y de Lou, las tres gorgóneas caras del infinito terror, me empujaban hacia el insondable vacío. Aun ahora mientras escribo, puedo ver las tres terribles Gorgonas que se mueven frente a mí, y sus tortuosos cabellos se arrollan alrededor de mi garganta como un triple lazo, mientras sus fieros ojos me transforman en piedra.

Mas no las culpo: me he sentido espiritualmente cómodo tanto en el terror, como en la estimulante quietud de Génova y de Engadine; el cielo y el infierno se mezclan en mí en salvajes agitaciones emocionales que me hacen girar constantemente hacia el centro de la corriente de la autodestrucción.

Cuando elegí vivir en soledad sin Dios y sin el hombre, fui finalmente separado de mi sagrado aislamiento, arrojado de mi roca genovesa donde una vez me senté como un lagarto en el sol, mientras el océano batía su furia frente a mí, ¡el titán que se atrevió a desafiar sus inexorables olas!

¡Cómo gocé el delicioso terror de la soledad, la alegría del abismo, cuando escribí a Peter Gast que estábamos en la senda, correcta: retiro y severidad para con nosotros mismos, frente a nuestro propio tribunal, y sin prestar más atención a los demás, los modelos y los maestros!

2

Recuerdo cada una de las palabras garrapateadas en la postal que le envié a Gast desde mi roca de Génova, la ciudad de Colón, porque ya entonces sentí intuitivamente que el mar sería al fin el conquistador, el feroz mar de la humanidad en cuyo furioso centro, el poeta inglés Blake vio el rostro terrible del Dios de los judíos, el Cristo-tigre, Jehová en persona.

Como San Agustín, mi profunda inquietud trató de hallar la paz en lo absoluto, pero encontrar reposo en Dios hubiera sido una traición a mi satánico desempeño en la vida; hubiera sobrepasado a Wagner, desembarcando junto a los filisteos. Traté entonces de multiplicar mi sensación de poder, viviendo junto al pueblo genovés, la gente vulgar que me atraía en la misma forma que Tolstoi y Dostoievski gustaban de los sencillos aldeanos. Estos salvajes rousseaunianos, mis bestias rubias, eran el extremo polar hacia mi Superhombre y, por lo tanto, se encontraban en una negación colectiva, un valiente rechazo a participar de las necesidades de la cultura filistea.

Por su autodominio eran similares a los príncipes mercaderes de Génova que construyeron sus palacios por los siglos y no por un momento pasajero; sus castillos todavía dominaban las montañas, la ciudad y el mar; emperadores de piedra en un mundo de flujo hercúleo, regio y orgulloso en su sublime conquista de la razón socrática.

3

Así viví como un príncipe mendigo en mi buhardilla genovesa, subiendo 164 escalones para llegar a mi fortaleza que era un nido, donde mi princesa, la posadera, me ayudaba a preparar mis comidas de vegetales y mi plato especial genovés, un deleite para los gourmets, que consistía especialmente en alcachofas y huevos. Yo, el enemigo jurado de la democracia, viví como el pueblo, bromeé y bebí con ellos, pero finalmente su necedad me llenó de pascaliano desprecio. Estaba demasiado carcomido por la enfermedad socrática y el intelectualismo griego, para vivir más de una temporada entre los idiotas tolstoianos.

Tanto en Génova, Naumburg, Zurich, Venecia, Leipzig, Turín, como dondequiera haya estado, he tratado de hallar mi verdadero yo en un amigo, en un grupo de amigos, o en toda la humanidad, pero siempre he sido rechazado hacia la cebolla de Peer Gynt, la nada escondida por capas y capas de ilusión sin un adarme de realidad. Mi verdadero yo es simplemente una sombra proyectada por mi deseo prometeico captado entre el doble abismo de la ansiedad y la frustración, alto y bajo; cielo e infierno.

En mi romántica angustia traté de huir del materialismo cervecero de mis días de Franconia en Bonn, cuando pensaba que era necesario ingresar a uno de los infernales clubes de estudiantes, ya que a quienes no pertenecían a ellos se le llamaba camello, y significaba desterrarse a una disciplina monástica, sin vino, mujeres ni cantos. Comencé así a considerar el ideal monástico como meta del filósofo, quien, como Spinoza, con su intelectual amor de Dios, no podría agotar sus energías con cada Cintia del momento, cada ramera que aparta sus muslos en un esfuerzo triangular de aprisionar el gran círculo de los sueños inmortales del hombre.

4

Así busqué soledad y retiro en el convento de Malwida von Meyesenburg, la anciana y excéntrica wagneriana que unía el amor a las heroínas de Wagner con la más estricta castidad, como una superiora que cerraba sus ojos al hecho de que su priorato se había convertido en un burdel y proveía no a Dios, sino a Satán.

Pero la Villa Rubinacci, en Sorrento, no era exactamente el convento que esperaba, porque las mujeres que Malwida me presentó tenían a Venus y no a María en sus mentes; conducidas por la vieja solterona que desempeñaba con placer el papel de Cupido, preferían sacrificar su virginidad en el altar del sagrado matrimonio en lugar de marchitarse y morir como novias de Cristo. Finalmente huí de su furia casamentera y escapé a Klingenbrunn en la selva bávara para evitar a las mozuelas wagnerianas de Bayreuth. Acudí a San Agustín y a su sueño de una civilizada sociedad de diez personas, ermitaños agustinos como yo, que trataban de preservar su cordura frente a la avalancha de la barbarie occidental y de la desesperación nihilista.

5

Mas la Europa del siglo XIX no se parece a la antigua Grecia en el pináculo de Pericles, ni a Roma, ni al África del norte del tiempo de San Agustín. Los grupos independientes de los tiempos clásicos sólo eran posibles cuando la propiedad, como fundamento de la sociedad, no estaba amenazada por anarquistas y socialistas que tratan de destruir la distancia entre amos y esclavos y transforman nuestra sociedad jerárquica en una canalla informe y amorfa.

Agustín pudo formar parte del grupo independiente de los maniqueos, porque su dualismo teológico de la “luz y la oscuridad” eran simplemente un tejido persa, mientras que las enormes y negras arañas del socialismo científico amenazan sofocar toda la cultura en la democracia de la jungla americana.

Hoy, un grupo independiente, cuando no es político y destruye todos los valores culturales, generalmente termina en un ménage à trois, lo que Lou propuso transformando a Rée y a mí en esclavos de su amor; proposición vergonzosa que Malwida recibió con justa indignación. Sin embargo, la necesidad de la compañía intelectual y emotiva está profundamente arraigada en nuestra naturaleza humana; perder un amigo es una catástrofe mayor que la de Waterloo. Como ya he escrito: Toda mi filosofía se bambolea luego de una simpática conversación de una hora con desconocidos; parece tan tonto tener razón a costa del cariño.

Sólo un Anticristo como yo puede apreciar la agonía de ser duro e implacable por simple principio, robado de la camaradería del grupo independiente, el refugio soñado de Agustín donde los ermitaños del intelecto y del corazón hablaban y reían juntos, combinando así la dulzura y la luz, como los ingleses -Mateo Arnold, por ejemplo-, y gozaban la suprema felicidad de ser completos, formados a través de la fricción de la mente sobre la mente y del espíritu sobre el espíritu.

No hay grupos independientes en nuestra era, no podemos encontrar nada a que pertenecer y nada donde aferrarnos, excepto a la cola del Diablo, por supuesto. Por eso hemos caído del mágico círculo de nuestra humanidad y nos derrumbamos hacia la bestia…

6

Mientras escribo esto, un loco brama en el cuarto vecino, y en mi interior bramo junto con él, clamando por mi integridad perdida, separada de Dios, del hombre y de mí mismo, estrellada en cuerpo, mente y espíritu, y anhelo dos manos entrelazadas que anuncien el gran milagro: la unidad de mi ser… ¡Oh cósmica ironía, oh, Dios-Diablo de Schopenhauer! ¡Reuní en un único sistema de pensamiento toda la sabiduría, mientras mi mente se dividía en un billón de fragmentos, desparramándose en pequeños granitos de polvorienta muerte! Busco una silla y me siento aterrorizado. ¿Quién golpea a la puerta de Macbeth? El obispo de Hippona de ojos muertos me reclama, como Dios lo reclamó a él, un pecador: Nos habéis hecho para Ti, y nuestros corazones no reposan hasta que encuentren la paz en Ti. No, no, ésta es una jugarreta de algún demonio que se ha refugiado en mi mente, y dispara las flechas de un dios muerto hacia mi mundo destrozado. Llamaré a un guardián. ¿Soy el guardián de mi hermano? El viudo de Dios es perseguido por el divino fantasma a quien una vez lloró…

¡Mónica, Mónica!, ¿por qué grita el nombre de Mónica mi cerebro enfermo? Ah, es mi madre, la madre de Agustín, por supuesto. ¡Eterno retorno! Las entrañas me buscan para tragarme nuevamente en su inmensa nada. Mónica está muerta, la misma matriz es polvo, y así termina “nuestra dulce costumbre de vivir juntos”.

7

Mas, ¿si no podemos vivir juntos, cómo podemos seguir viviendo? Cuando Mamá venga con sus tortas de miel sumergidas en vinagre, le haré esta pregunta esencial de la cual dependen todas las leyes y los profetas. Vivir juntos, amar juntos: ¿es ésta la respuesta al gran enigma de la existencia? Ya es demasiado tarde: la Esfinge me ha destruido porque no he respondido a tiempo. Dionisio ha sido destrozado en pedazos por las salvajes bacantes: ¡Lama, Mamá y Lou!

Dionisio se desangra a muerte. ¡Socorro, guardias, socorro!

8

He dicho que la mujer se ha hecho para descanso del guerrero, pero Lou trastocó mi aserto haciendo del guerrero la diversión de la mujer. Las hembras wagnerianas sólo pueden conseguir la libertad en términos de relajación sexual; si es así, Mesalina era entonces la más libre de las mujeres. Mi oscura Helena es una fuerte defensora de la emancipación femenina que comienza y termina en el tocador.

Como las doncellas de Odín, hermosas y terribles en su cólera, las mujeres modernas escogen a los guerreros que están destinados a morir en el campo de batalla del amor, y sobre sus fuertes espaldas conducen al asesinado hacia Valhala, donde el heroico muerto goza de una dudosa fiesta junto a sus conquistadores. Lou, como una Walkiria wagneriana cabalga incansablemente sobre el corcel del goce erótico, y yo compadezco al flemático judío de París que debe bailar a los ritmos de “staccato” de esta hembra centauro que golpea su vientre distendido sobre los cuerpos de sus maduros amantes.

La venganza es dulce: Rée es bien recibido por la mujer que ha hecho del recreo, en lugar de la creación, la meta de su existencia femenina, indicando así la esterilidad de la cultura burguesa que sólo puede dar nacimiento a su propia condena.

Si Lou vuelve a mí, suplicante y llorosa por mi amor, como a Dido, la desconcertaré con la respuesta de Eneas: Cesa de excitarte y de excitarme con tus salvajes plañidos; no yo, sino mi destino exige que te abandone, cuando situada frente al templo de Venus como una sagrada ramera, un piadoso adorador se aparte de ella al descubrir a la bestia en sus abrazos.

Esto es un progreso sobre Virgilio: ¡él no hizo ninguna referencia a la ramera de Babilonia!

Las cosas existen más bien en la mente que en sí mismas, dijo Aquinas, y esto es especialmente cierto en cuanto a las cosas bellas, como novias y amantes. Mi Calipso rusa es, por supuesto, un producto de imaginación, pero precisamente por eso, habita eternamente en mi espíritu como una hechicera de Homero o de Balzac. Si pudiera verla como una persona de carne y hueso, podría borrarla por siempre de mi memoria. Cuando se menciona su nombre podría permanecer en silencio, como corresponde a la dignidad de un filósofo; pero en cambio, actúo como un mancebo enfermo de amor, como un Romeo enterrado en la fosa común con su Julieta.

Para resucitarme debo fijar mi atención sobre Diógenes de Sinope, cuyo cínico grito: Acuñad nuevamente la moneda, me dio la pauta para mi propia trasvaluación de todos los valores. Al demostrar a los hombres inteligentes que el valor cultural circulante del Occidente estaba falsificado, me elevé fuera de la fosa de la mediocridad y mi mente resucitó. Ahora debo resucitar en cuerpo y en espíritu saliendo del pozo del desprecio por mí mismo, del desagrado pascaliano al pensar que una criatura con enaguas puede tirarle la nariz a Zaratustra hasta que parezca tan grande y bulbosa como la de Cyrano.

Diógenes puede ayudarme en este noble esfuerzo. ¿Qué dijo cuando el pueblo de Sinope lo condenó al exilio? Y yo los condeno a ellos a permanecer en Sinope. Este manicomio es un refugio para los cuerdos: yo condeno a mis enemigos a vivir en el hospicio, ¡el mundo de los filisteos!

¿Qué dijo Diógenes cuando, capturado por piratas, fue comprado en el mercado de esclavos por un ricacho cabezón? ¡Ven y compra un maestro!

Como filósofo mantuvo hasta el fin su dignidad humana. No es extraño que llegara a ser el ejemplo, el modelo de todas las virtudes para inmoralistas y Anticristos como Julián el Apóstata, aunque fornicó en público y escupió a la cara de su presuntuoso y afeminado anfitrión.

¡Falsificad la moneda en circulación! ¡Debo recordar esto! Sócrates, el mono burgués, obedeció la ley de la canalla de Atenas, y tomó veneno en lugar de desafiar al populacho. ¡No así Diógenes! Él se mofó de la tradición y las convenciones, anzuelo de los tontos que prefieren la compañía de los muertos que ya no protestan, y no se atreven a vivir en peligro de un futuro de riesgos.

Enlazó las leyes de Solón como una lata a la cola de un asno y escuchó su estúpido rechinamiento mientras reía dentro de un tonel. Se sometió a una sola ley: la libertad de su propia existencia. Y sabía, como deben saberlo todos los filósofos, que el desprecio del placer es el más verdadero de los placeres.

Imitaré a Diógenes, mi gran ejemplo; el mismo Nietzsche en la gran rueda del eterno retorno. Viviré en su tiempo, y me repetiré una y otra vez por toda la eternidad. Escribiré a todas las rameras, casadas o no, lo que Crales escribió a su mujer Hiperquia: La virtud llega mediante el adiestramiento y no se insinúa automáticamente como lo hace el vicio. ¡Cómo bramarán Cósima, Lama y Lou, cuando el gran inmoralista las desvista hasta encontrar sus carnes desnudas marcadas por llagas incestuosas y adúlteras! Cada máscara será rasgada, cada propósito y cada simulación, para diversión de los filisteos cuyas caretas están tan fuertemente pegadas a sus semblantes que sus rostros ya no existen.

Sí, Ulises en el infierno seguirá el rumbo del sol hacia el reino de Helios, el Dios-Sol, donde Diógenes y Julián el Apóstata lo recibirán con alegre música, la música de Dionisio el Redentor. Saldré de esta casa de locos y viviré en un tonel con Lou, y sobre la puerta se verá escrito: Heracles Callinicus (1), hijo de Zeus, habita aquí; que el mal no penetre.

¡Ah, Diógenes, qué bien conocías la vacía caverna del charlatanismo socrático! La voz del pensamiento chilla como un ratón acorralado; no es más que el débil eco del cosmos, ¡mientras la repercusión de un cuerpo hermoso es más poderosa que todos los coros del cielo!

Notas

(1) Inscripción antigua que se colocaba sobre las puertas de las casas de los hombres recién casados. El patético esfuerzo de Nietzsche para alejar de su cerebro al demonio de Lou, prueba su fracaso, ya que necesita tenerla en su tonel paradisíaco; el eterno Adán con su eterna Eva. (N. del T. I.)

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