VIGESIMONOVENA ENTREGA
CAPÍTULO UNDÉCIMO (I)
1
Le mentira ideal es la mentira del ideal. He sido culpable de esa mentira, a pesar de haber rasgado las máscaras de los fanáticos que pretenden ser profetas de Jehová y con sus verdades absolutas tratan de apretar las gargantas de sus víctimas en nombre de la ciencia o de la religión. Como los ingleses, a quienes he castigado por ser buhoneros de lo absoluto, yo mismo he sido un fanático moral que trataba de recobrar el honor de un Dios muerto y colocar en su trono vacío a mi Superhombre. ¿Y qué es mi teoría del eterno retorno, si no un esfuerzo heroico por mi parte para poner orden en la locura del mundo, para establecer una razón fundamental detrás de toda sinrazón, como un budista que aterrorizado por su ateísmo se esfuerza en ocultarle mediante mil imágenes de dioses y deidades menores?
2
Mis verdades absolutas como cadáveres que se deshacen en polvo al ínfimo soplo del viento; bajo mi manto de Elías trepan las serpientes del orgullo y de la impostura.
3
Aprendí por primera vez, bajo las directrices de Cósima, a dar mis primeros pasos en el mundo de las grandes mentiras llamadas verdades absolutas.
Mi conciencia enfermó de muerte al traicionar a mi mejor amigo; pero ella me curó convenciéndome de que mi conciencia en sí misma era una enfermedad contraída en Naumburg por una atmósfera gazmonña e hipócrita. Ocultaba ella su brutal adulterio tras el piadoso pretexto de su amor puro y abnegado, y Tristán, en su amoroso deleite con Isolda, se sintió un bravo caballero de lo “ideal” que luchaba contra las necedades y mojigatería de la moral filistea.
Por supuesto, Wagner merecía los cuernos con que lo adorné, ya que un hombre que le roba la mujer a un amigo con el vehemente consentimiento de ella (1), no puede esperar fidelidad de parte de su amante, la cual siente lealtad solamente hacia su carne, y para satisfacerla treparía en camas ajenas tan a menudo como Faustina la esposa de Marco Aurelio.
Pero había una gran diferencia entre el estoico emperador y el monarca del mundo musical. Aurelio no sólo perdonó a su mujer sus numerosos adulterios, sino que erigió templos en su honor después de su muerte, elevándola al grado de divinidad, como si fuera una diosa del Olimpo, entregada a cósmicas orgías que hacían estremecer de vergüenza a las estrellas tras un muro de nubes. Por el contrario, Wagner era demasiado vanidoso para creer que su amada Cósima podía imitar a Faustina, porque en su propia estima se consideraba superior a César. También yo compartía esa estima porque al negar a los dioses, tenía una necesidad fanática de venerar a alguno, como brillante estandarte del “ideal”.
¡Pero ningún hombre es un héroe para su época, o para el amante de ella! La vida independiente del espíritu tiene sus necesidades, pero no podemos prosternarnos ante un dios cuya diosa reposa en nuestros brazos cuando él vuelve la espalda. Así nació mi Superhombre, un hombre del “más allá”, para compensar la pérdida de Dios, de Schopenhauer, de Wagner, y de todos los genios terrestres que nos vemos tentados a deificar.
Mi mayor defensa contra la enfermedad de lo “ideal” era cultivar mi propio ego, que elevé hasta proporciones cósmicas. Yo mismo me erigí en el Dios cuyo funeral anuncié a un mundo horrorizado y ultrajado. Desde que me convertí en Dios, aun Napoleón, que dominó al siglo diecinueve como un coloso, fue un microbio para mí y me sentía en paz. Como Beethoven, no podía soportar la adoración de Napoleón y siempre recordé su desafío: Si mis conocimientos de estrategia fueran tan amplios como los que poseo sobre contrapunto, anularía a ese hombre a corto plazo.
Yo anulé a Bonaparte a corto plazo llegando a ser un Napoleón del intelecto y siguiendo su ejemplo: no combatí con ellos, mas los pisoteé dentro de la tierra, y mediante el cañón de la inventiva pude demolerlos y pulverizarlos. Pero mi experiencia como artillero me hizo ver que las palabras son un débil sustituto de las balas de cañón, y mis víctimas pulverizadas tenían el detestable hábito de reunir sus diminutos pedacitos y restaurar nuevamente su naturaleza humana.
Solamente yo estoy destruido totalmente, atrapado en el ataúd de la parálisis, mientras la locura martilla los clavos de la tapa del féretro hasta lo más profundo de mi ser. A quién le importa si me considero Dios, Superhombre, o si curé de la enfermedad de lo ideal tratando de ser yo mismo el ideal que quise seguir, o si grité con mi amado Emerson: Todavía permanece en nosotros la semilla del poder divino.
Los gusanos del ataúd de se preparan para devorar todo mi orgullo, todos mis sueños y mis esperanzas. Soy más miserable que el judío agonizante de la cruz, pero no oso gritar mi miseria a Dios como él lo hizo: ¿descenderá el Anticristo hasta la cobarde flaqueza del Cristo?
4
¿Se dirá del gran afirmador, el mayor estoico desde Zenón, que ha sucumbido al cristianismo budista de Schopenhauer y que se arrastra en el autodesprecio, en la piedad de sí mismo, en la cobardía y en el remordimiento más profundo? ¿Ascenderé a mi estrado como San Simón y expondré mi cuerpo magro y tullido para mofa de los filisteos, esos buharros que ya baten sus alas ansiosos por mi esqueleto como está ansioso el infierno por las almas de los santos?
¡No, mil veces no! En mi juventud, mientras estaba en Pforta, me enamoré de Emerson, cuya nobleza y belleza espiritual traté de colocar sobre los rostros de Chopin y del compositor de Tristán. Pero Emerson permanece conmigo hasta el fin, y sus palabras que memoricé en mi juventud son como el estandarte de Longfellow con su extraño emblema -Excelsior-, una bandera que flotará por siempre sobre mis ruinas. Y así repito:
Todavía permanece en nosotros la semilla del poder divino.
¡Somos dioses, poetas, santos, héroes, si nuestra voluntad lo quiere!
Soy un dios, y la posteridad me llamará deus como a Virgilio y venerará mi nombre entre los inmortales.
¡Así habló Zaratustra!
5
Mi casa está llena de consoladores de Job, artistas, escritores, profesores y bohemios que en sus espesos cabellos empollan los huevos de pájaro de los consejos y las reflexiones. Afortunadamente, puedo rechazar sus estúpidas sugerencias amparándome en la necedad: mi rostro inexpresivo les prueba en forma suficiente que no entiendo sus jergas. Elisabeth los aparta con una dolorosa expresión que significa: Dejad al pobre hombre tranquilo; ¿no veis que ha sucumbido a la idiotez más completa?
6
Cuanto más estoy en contacto con la clase culta, más me deleita la exactitud de la censura de Napoleón: Estos intelectuales son como las pulgas en mi ropa; debo sacudírmelos. El tiro de Napoleón estaba especialmente dirigido a los conspiradores Benjamín Constant y su docta amante Madame de Staël.
Es ella la que me intriga, porque a pesar de su fealdad física, me recuerda mucho a Fraulein Salomé. La brillante amiga de Constant fue la única mujer en Europa que se atrevió a desafiar a Napoleón. Esta furia con faldas que era tan tierna y rebelde como Byron, aplicaba a sí misma la máxima de Goethe: El hombre debe apuntar a lo alto… sólo el hombre puede hacer lo imposible. Ella apuntó alto: arrojó a Napoleón fuera de las nubes de su gloria y lo enclavó en el suelo burgués, haciéndolo aparecer como un insignificante gurrumino fastidiado por una arpía Catalina que conoce el poder de su lengua femenina y la utiliza hasta el extremo.
7
De este modo, Fraulein Salomé utilizó la artillería de su lengua para disparar balas de cañón hacia mi arrogancia napoleónica, y hacia mi ilusión de haber sido llamado por un destino misterioso para mostrarle al mundo el camino acertado, a pesar de sentir como Hamlet una aversión a desempeñar el papel de Napoleón o Jesús que sólo conduce a Santa Elena o a la cruz.
Ella me hizo ver el ensayo de Turguenev sobre Don Quijote y Hamlet, e insinuó que cuando estuviera exhausto por mi quijotesco esfuerzo de cambiar al mundo caería en una desesperación similar a la de Hamlet, y simularía la locura como Hölderlin para evitar el contacto con la llamada gente cuerda, los execrables filisteos.
8
Pero mi locura no es simulada; durante semanas y meses perdí todo el sentido del tiempo y el espacio, desconocía a todos excepto a mi hermana, y trataba de salir del abismo repitiéndome una y otra vez: soy Federico Nietzsche, el filósofo con el martillo. Éste se había transformado en una azada, en mis sueños, y me veía cavando mi propia fosa como un monje trapense; me sepultaba a mí mismo bajo una pila de mis libros, condenado y desesperado por la futilidad de todo conocimiento que los filósofos confunden con la sabiduría de Dios…
9
¡Ah!, cuando tenía a Lou en mis brazos podía pensar en la humanidad en un solo bloque, porque al poseer el cuerpo de una mujer, el filósofo tiene el palpitante cuerpo de la humanidad; domina la sustancia de la existencia, no la sombra, la experiencia vivida, no la abstracción filosófica y apolillada.
10
Esto me recuerda el sermón de Scarron: un centenar de años después de la muerte de Séneca, un filósofo le pidió al emperador reinante un pequeño pueblo de Calabria que estaba totalmente arruinado. Después de apartar la basura, quería construir una utopía, de acuerdo con el modelo de la República de Platón. Deseaba llamar Platonópolis a la nueva ciudad, pero el emperador pensó que sería más adecuado designarla El Paraíso de los Asnos. No tenía fe en la divina causa de Platón ni en la justicia terrena del filósofo platónico. Tenía tan poca fe en el raciocinio de un filósofo que no se arriesgaba a entregarle ni el mando de un vaciadero de basuras.
11
Toda mi vida ha sido un combate entre la libertad y la necesidad, entre mi deseo de ser Dios y la necesidad de permanecer siendo un gusano, aunque un gusano de resplandecientes alas. Mi romanticismo ha sido mi agonía que es la agonía de mi era, la cual trata de superarse a así misma y cae en el pozo de la condena y la desesperación, la polvorienta angustia de Obermann y Amiel sepultados vivos en el escepticismo de un siglo.
12
¿Pero puedo lamentarme si no logro dar el salto desde la necesidad a la libertad? Incluso Engels, enamorado de Feuerbach, dice que eso sólo es posible en su utopía socialista; y estamos a mil millas de su dudosa Isla de los Benditos. Mientras tanto, debo buscar consuelo en Schelling, quien dice: Si no hubiera contradicción entre la libertad y la necesidad, no sólo la filosofía, sino toda aspiración espiritual más elevada, declinaría y perecería.
13
Ésta es la fantástica paradoja de la vida; debemos colgar de la cruz, crucificados entre dos ladrones de la libertad y la necesidad, como Jesús está eternamente crucificado (Pascal), ya que la vida del espíritu reposa sobre una agonizante contradicción que conduce a la mente cuerda hacia la locura.
14
La llave del enigma de la cultura de Occidente no es el poder del pensamiento, sino el pensamiento del poder. Mi fracaso para pensar en términos de poder político, económico y militar, en términos de instituciones, tanto en los hombres como en las ideas, colocó mi filosofía en la “tierra encantada” de la estética wagneriana y la ética luterana. A pesar de mi inmortalidad, me transformaba por siempre en el moralista, y golpeaba por la eternidad el tambor del valor moral, de la excelencia espiritual, cuando lo importante es la tecnología, la “máquina” que tritura a todos los hombres al mismo nivel y hace inevitable democracia.
15
Escribí Aurora bajo la influencia de Paul Reé y Lou Salomé, dos judíos (2) que me inculcaron las ideas igualitarias de Jerusalén. En él se encuentran rastros de mi judío veneno democrático que podría haberme conducido a estudiar el desempeño del poder de la máquina en la democratización del Occidente. Escribí: Me parece más interesante la regla que la excepción. Cuando me vi escribiendo esta afirmación temblé, ya que representaba el fin de mi aristocrática filosofía y mi aceptación de la mediocridad democrática como norma de mi pensamiento.
16
Sólo mi alta estima por mí mismo, mi megalomanía, me salvó de la locura democrática que coloca al necio aldeano al mismo nivel de Napoleón y del autor de Zaratustra, el cual después del Viejo Testamento es la contribución más grande a la cultura Occidental. En otras palabras, mi aristocrática locura me puso a cubierto de la irracionalidad de la masa prosélita de los santos simoníacos y marxistas que encontraron en la nueva tecnología un aliado poderoso del espíritu nivelador.
17
¡Si hubiera permanecido bajo la influencia de esa judía (3), habría frecuentado el Museo Británico como Marx y me hubiera enterrado en la árida ciencia económica reuniendo datos en lugar de escudriñar los cielos en busca de una danzarina estrella!
La sensación de distancia entre dueños y esclavos, explotadores y explotados, la clase selecta y los bobos debe mantenerse a toda costa, o la cultura se convertirá en una mezcla caótica de hombres, maquinarias, instituciones, pensamientos e ideas, como la sangrienta escena de un tren en ruinas.
18
Pero es fatal que la ruina sobrevenga, ya que nada puede impedir el proceso democrático que Marín Lutero comenzó, cuando al desafiar la jerárquica civilización de Roma. Clavó su tesis en los portales de la Iglesia y exclamó: No es seguro ni prudente hacer absolutamente nada contra la conciencia. Aquí me mantengo. No puedo obrar en otra forma.
Como Lutero rehusó someterse a la mentira necesaria de la Iglesia, los necios paisanos trataron de tomar posesión del Estado, y lo forzaron a aprobar la matanza para mantener el statu quo del patrono y el esclavo.
CAPÍTULO UNDÉCIMO (I)
1
Le mentira ideal es la mentira del ideal. He sido culpable de esa mentira, a pesar de haber rasgado las máscaras de los fanáticos que pretenden ser profetas de Jehová y con sus verdades absolutas tratan de apretar las gargantas de sus víctimas en nombre de la ciencia o de la religión. Como los ingleses, a quienes he castigado por ser buhoneros de lo absoluto, yo mismo he sido un fanático moral que trataba de recobrar el honor de un Dios muerto y colocar en su trono vacío a mi Superhombre. ¿Y qué es mi teoría del eterno retorno, si no un esfuerzo heroico por mi parte para poner orden en la locura del mundo, para establecer una razón fundamental detrás de toda sinrazón, como un budista que aterrorizado por su ateísmo se esfuerza en ocultarle mediante mil imágenes de dioses y deidades menores?
2
Mis verdades absolutas como cadáveres que se deshacen en polvo al ínfimo soplo del viento; bajo mi manto de Elías trepan las serpientes del orgullo y de la impostura.
3
Aprendí por primera vez, bajo las directrices de Cósima, a dar mis primeros pasos en el mundo de las grandes mentiras llamadas verdades absolutas.
Mi conciencia enfermó de muerte al traicionar a mi mejor amigo; pero ella me curó convenciéndome de que mi conciencia en sí misma era una enfermedad contraída en Naumburg por una atmósfera gazmonña e hipócrita. Ocultaba ella su brutal adulterio tras el piadoso pretexto de su amor puro y abnegado, y Tristán, en su amoroso deleite con Isolda, se sintió un bravo caballero de lo “ideal” que luchaba contra las necedades y mojigatería de la moral filistea.
Por supuesto, Wagner merecía los cuernos con que lo adorné, ya que un hombre que le roba la mujer a un amigo con el vehemente consentimiento de ella (1), no puede esperar fidelidad de parte de su amante, la cual siente lealtad solamente hacia su carne, y para satisfacerla treparía en camas ajenas tan a menudo como Faustina la esposa de Marco Aurelio.
Pero había una gran diferencia entre el estoico emperador y el monarca del mundo musical. Aurelio no sólo perdonó a su mujer sus numerosos adulterios, sino que erigió templos en su honor después de su muerte, elevándola al grado de divinidad, como si fuera una diosa del Olimpo, entregada a cósmicas orgías que hacían estremecer de vergüenza a las estrellas tras un muro de nubes. Por el contrario, Wagner era demasiado vanidoso para creer que su amada Cósima podía imitar a Faustina, porque en su propia estima se consideraba superior a César. También yo compartía esa estima porque al negar a los dioses, tenía una necesidad fanática de venerar a alguno, como brillante estandarte del “ideal”.
¡Pero ningún hombre es un héroe para su época, o para el amante de ella! La vida independiente del espíritu tiene sus necesidades, pero no podemos prosternarnos ante un dios cuya diosa reposa en nuestros brazos cuando él vuelve la espalda. Así nació mi Superhombre, un hombre del “más allá”, para compensar la pérdida de Dios, de Schopenhauer, de Wagner, y de todos los genios terrestres que nos vemos tentados a deificar.
Mi mayor defensa contra la enfermedad de lo “ideal” era cultivar mi propio ego, que elevé hasta proporciones cósmicas. Yo mismo me erigí en el Dios cuyo funeral anuncié a un mundo horrorizado y ultrajado. Desde que me convertí en Dios, aun Napoleón, que dominó al siglo diecinueve como un coloso, fue un microbio para mí y me sentía en paz. Como Beethoven, no podía soportar la adoración de Napoleón y siempre recordé su desafío: Si mis conocimientos de estrategia fueran tan amplios como los que poseo sobre contrapunto, anularía a ese hombre a corto plazo.
Yo anulé a Bonaparte a corto plazo llegando a ser un Napoleón del intelecto y siguiendo su ejemplo: no combatí con ellos, mas los pisoteé dentro de la tierra, y mediante el cañón de la inventiva pude demolerlos y pulverizarlos. Pero mi experiencia como artillero me hizo ver que las palabras son un débil sustituto de las balas de cañón, y mis víctimas pulverizadas tenían el detestable hábito de reunir sus diminutos pedacitos y restaurar nuevamente su naturaleza humana.
Solamente yo estoy destruido totalmente, atrapado en el ataúd de la parálisis, mientras la locura martilla los clavos de la tapa del féretro hasta lo más profundo de mi ser. A quién le importa si me considero Dios, Superhombre, o si curé de la enfermedad de lo ideal tratando de ser yo mismo el ideal que quise seguir, o si grité con mi amado Emerson: Todavía permanece en nosotros la semilla del poder divino.
Los gusanos del ataúd de se preparan para devorar todo mi orgullo, todos mis sueños y mis esperanzas. Soy más miserable que el judío agonizante de la cruz, pero no oso gritar mi miseria a Dios como él lo hizo: ¿descenderá el Anticristo hasta la cobarde flaqueza del Cristo?
4
¿Se dirá del gran afirmador, el mayor estoico desde Zenón, que ha sucumbido al cristianismo budista de Schopenhauer y que se arrastra en el autodesprecio, en la piedad de sí mismo, en la cobardía y en el remordimiento más profundo? ¿Ascenderé a mi estrado como San Simón y expondré mi cuerpo magro y tullido para mofa de los filisteos, esos buharros que ya baten sus alas ansiosos por mi esqueleto como está ansioso el infierno por las almas de los santos?
¡No, mil veces no! En mi juventud, mientras estaba en Pforta, me enamoré de Emerson, cuya nobleza y belleza espiritual traté de colocar sobre los rostros de Chopin y del compositor de Tristán. Pero Emerson permanece conmigo hasta el fin, y sus palabras que memoricé en mi juventud son como el estandarte de Longfellow con su extraño emblema -Excelsior-, una bandera que flotará por siempre sobre mis ruinas. Y así repito:
Todavía permanece en nosotros la semilla del poder divino.
¡Somos dioses, poetas, santos, héroes, si nuestra voluntad lo quiere!
Soy un dios, y la posteridad me llamará deus como a Virgilio y venerará mi nombre entre los inmortales.
¡Así habló Zaratustra!
5
Mi casa está llena de consoladores de Job, artistas, escritores, profesores y bohemios que en sus espesos cabellos empollan los huevos de pájaro de los consejos y las reflexiones. Afortunadamente, puedo rechazar sus estúpidas sugerencias amparándome en la necedad: mi rostro inexpresivo les prueba en forma suficiente que no entiendo sus jergas. Elisabeth los aparta con una dolorosa expresión que significa: Dejad al pobre hombre tranquilo; ¿no veis que ha sucumbido a la idiotez más completa?
6
Cuanto más estoy en contacto con la clase culta, más me deleita la exactitud de la censura de Napoleón: Estos intelectuales son como las pulgas en mi ropa; debo sacudírmelos. El tiro de Napoleón estaba especialmente dirigido a los conspiradores Benjamín Constant y su docta amante Madame de Staël.
Es ella la que me intriga, porque a pesar de su fealdad física, me recuerda mucho a Fraulein Salomé. La brillante amiga de Constant fue la única mujer en Europa que se atrevió a desafiar a Napoleón. Esta furia con faldas que era tan tierna y rebelde como Byron, aplicaba a sí misma la máxima de Goethe: El hombre debe apuntar a lo alto… sólo el hombre puede hacer lo imposible. Ella apuntó alto: arrojó a Napoleón fuera de las nubes de su gloria y lo enclavó en el suelo burgués, haciéndolo aparecer como un insignificante gurrumino fastidiado por una arpía Catalina que conoce el poder de su lengua femenina y la utiliza hasta el extremo.
7
De este modo, Fraulein Salomé utilizó la artillería de su lengua para disparar balas de cañón hacia mi arrogancia napoleónica, y hacia mi ilusión de haber sido llamado por un destino misterioso para mostrarle al mundo el camino acertado, a pesar de sentir como Hamlet una aversión a desempeñar el papel de Napoleón o Jesús que sólo conduce a Santa Elena o a la cruz.
Ella me hizo ver el ensayo de Turguenev sobre Don Quijote y Hamlet, e insinuó que cuando estuviera exhausto por mi quijotesco esfuerzo de cambiar al mundo caería en una desesperación similar a la de Hamlet, y simularía la locura como Hölderlin para evitar el contacto con la llamada gente cuerda, los execrables filisteos.
8
Pero mi locura no es simulada; durante semanas y meses perdí todo el sentido del tiempo y el espacio, desconocía a todos excepto a mi hermana, y trataba de salir del abismo repitiéndome una y otra vez: soy Federico Nietzsche, el filósofo con el martillo. Éste se había transformado en una azada, en mis sueños, y me veía cavando mi propia fosa como un monje trapense; me sepultaba a mí mismo bajo una pila de mis libros, condenado y desesperado por la futilidad de todo conocimiento que los filósofos confunden con la sabiduría de Dios…
9
¡Ah!, cuando tenía a Lou en mis brazos podía pensar en la humanidad en un solo bloque, porque al poseer el cuerpo de una mujer, el filósofo tiene el palpitante cuerpo de la humanidad; domina la sustancia de la existencia, no la sombra, la experiencia vivida, no la abstracción filosófica y apolillada.
10
Esto me recuerda el sermón de Scarron: un centenar de años después de la muerte de Séneca, un filósofo le pidió al emperador reinante un pequeño pueblo de Calabria que estaba totalmente arruinado. Después de apartar la basura, quería construir una utopía, de acuerdo con el modelo de la República de Platón. Deseaba llamar Platonópolis a la nueva ciudad, pero el emperador pensó que sería más adecuado designarla El Paraíso de los Asnos. No tenía fe en la divina causa de Platón ni en la justicia terrena del filósofo platónico. Tenía tan poca fe en el raciocinio de un filósofo que no se arriesgaba a entregarle ni el mando de un vaciadero de basuras.
11
Toda mi vida ha sido un combate entre la libertad y la necesidad, entre mi deseo de ser Dios y la necesidad de permanecer siendo un gusano, aunque un gusano de resplandecientes alas. Mi romanticismo ha sido mi agonía que es la agonía de mi era, la cual trata de superarse a así misma y cae en el pozo de la condena y la desesperación, la polvorienta angustia de Obermann y Amiel sepultados vivos en el escepticismo de un siglo.
12
¿Pero puedo lamentarme si no logro dar el salto desde la necesidad a la libertad? Incluso Engels, enamorado de Feuerbach, dice que eso sólo es posible en su utopía socialista; y estamos a mil millas de su dudosa Isla de los Benditos. Mientras tanto, debo buscar consuelo en Schelling, quien dice: Si no hubiera contradicción entre la libertad y la necesidad, no sólo la filosofía, sino toda aspiración espiritual más elevada, declinaría y perecería.
13
Ésta es la fantástica paradoja de la vida; debemos colgar de la cruz, crucificados entre dos ladrones de la libertad y la necesidad, como Jesús está eternamente crucificado (Pascal), ya que la vida del espíritu reposa sobre una agonizante contradicción que conduce a la mente cuerda hacia la locura.
14
La llave del enigma de la cultura de Occidente no es el poder del pensamiento, sino el pensamiento del poder. Mi fracaso para pensar en términos de poder político, económico y militar, en términos de instituciones, tanto en los hombres como en las ideas, colocó mi filosofía en la “tierra encantada” de la estética wagneriana y la ética luterana. A pesar de mi inmortalidad, me transformaba por siempre en el moralista, y golpeaba por la eternidad el tambor del valor moral, de la excelencia espiritual, cuando lo importante es la tecnología, la “máquina” que tritura a todos los hombres al mismo nivel y hace inevitable democracia.
15
Escribí Aurora bajo la influencia de Paul Reé y Lou Salomé, dos judíos (2) que me inculcaron las ideas igualitarias de Jerusalén. En él se encuentran rastros de mi judío veneno democrático que podría haberme conducido a estudiar el desempeño del poder de la máquina en la democratización del Occidente. Escribí: Me parece más interesante la regla que la excepción. Cuando me vi escribiendo esta afirmación temblé, ya que representaba el fin de mi aristocrática filosofía y mi aceptación de la mediocridad democrática como norma de mi pensamiento.
16
Sólo mi alta estima por mí mismo, mi megalomanía, me salvó de la locura democrática que coloca al necio aldeano al mismo nivel de Napoleón y del autor de Zaratustra, el cual después del Viejo Testamento es la contribución más grande a la cultura Occidental. En otras palabras, mi aristocrática locura me puso a cubierto de la irracionalidad de la masa prosélita de los santos simoníacos y marxistas que encontraron en la nueva tecnología un aliado poderoso del espíritu nivelador.
17
¡Si hubiera permanecido bajo la influencia de esa judía (3), habría frecuentado el Museo Británico como Marx y me hubiera enterrado en la árida ciencia económica reuniendo datos en lugar de escudriñar los cielos en busca de una danzarina estrella!
La sensación de distancia entre dueños y esclavos, explotadores y explotados, la clase selecta y los bobos debe mantenerse a toda costa, o la cultura se convertirá en una mezcla caótica de hombres, maquinarias, instituciones, pensamientos e ideas, como la sangrienta escena de un tren en ruinas.
18
Pero es fatal que la ruina sobrevenga, ya que nada puede impedir el proceso democrático que Marín Lutero comenzó, cuando al desafiar la jerárquica civilización de Roma. Clavó su tesis en los portales de la Iglesia y exclamó: No es seguro ni prudente hacer absolutamente nada contra la conciencia. Aquí me mantengo. No puedo obrar en otra forma.
Como Lutero rehusó someterse a la mentira necesaria de la Iglesia, los necios paisanos trataron de tomar posesión del Estado, y lo forzaron a aprobar la matanza para mantener el statu quo del patrono y el esclavo.
A pesar de la repulsa de Lutero por su propia filosofía democrática, el proceso de esta forma de soberanía no puede ser detenido mientras miles de personas se reúnan como rebaños en fábricas y minas, y sientan la solidaridad de los hombres fortalecidos por su conocimiento del poder de la máquina.
19
En mi calidad de hombre sin dinero (mi pensión fue reducida a la mitad mientras estaba en el manicomio, porque un filósofo loco no es de utilidad a la clase selecta de Basilea), insisto una vez más en que no me importa quién dirige el poder en el mundo, ya que la energía de la raza no se ha agotado y el hombre puede hacer de sí mismo un puente, un puente hacia su “divina virilidad”, su “supervirilidad”, su transfiguración moral y espiritual.
Si los salvajes de Rousseau están destinados a abolir la historia y elevarse al poder sobre el derrumbe de la cultura aristocrática, no haré duelo, sino que en mi oriental fatalismo murmuraré: es el destino.
Quizá la vida tiene razones que yo ignoro, y aun mi fatal parálisis puede ser una advertencia para rechazar una civilización y una cultura que no encuentra lugar para el ser humano, y destruye todas las energías vitales del hombre, quien ha llegado a ser un simple apéndice del nexo dinero de Carlyle.
20
La mediocridad es quizás más interesante que una estéril aristocracia que ha perdido la voluntad del poder. Quizás la “divina vulgaridad” puede erigirse en deidad y sentarse, como Jesús el Carpintero, en el trono del imperio.
Notas
(1) Cósima Liszt era la esposa de von Bülow, director de orquesta, que con Liszt fueron los mecenas de Wagner. Éste le “robó” la mujer a su amigo Bülow y la hizo su querida. La misma hazaña la repitió con otro de sus protectores, en Suiza, que le financiaba la puesta en escena de sus óperas. (N. de la T.)
(2) Nietzsche escribió Aurora en Venecia, influido por el positivismo de Reé, pero no había conocido todavía a Lou Salomé, amiga de Reé. Ella le fue presentada por Malwida von Meysenmurg, la casamentera solterona, quien probablemente desconocía el origen de Lou. (N. del T. I.)
(3) Nietzsche insiste sobre el origen religioso y racial de Lou Salomé. Pese a su odio al antisemitismo, era demasiado hijo de su tiempo para no retroceder horrorizado ante la idea de que una judía lo hubiera contaminado con la herejía democrática. (N. del E. I.)
En mi calidad de hombre sin dinero (mi pensión fue reducida a la mitad mientras estaba en el manicomio, porque un filósofo loco no es de utilidad a la clase selecta de Basilea), insisto una vez más en que no me importa quién dirige el poder en el mundo, ya que la energía de la raza no se ha agotado y el hombre puede hacer de sí mismo un puente, un puente hacia su “divina virilidad”, su “supervirilidad”, su transfiguración moral y espiritual.
Si los salvajes de Rousseau están destinados a abolir la historia y elevarse al poder sobre el derrumbe de la cultura aristocrática, no haré duelo, sino que en mi oriental fatalismo murmuraré: es el destino.
Quizá la vida tiene razones que yo ignoro, y aun mi fatal parálisis puede ser una advertencia para rechazar una civilización y una cultura que no encuentra lugar para el ser humano, y destruye todas las energías vitales del hombre, quien ha llegado a ser un simple apéndice del nexo dinero de Carlyle.
20
La mediocridad es quizás más interesante que una estéril aristocracia que ha perdido la voluntad del poder. Quizás la “divina vulgaridad” puede erigirse en deidad y sentarse, como Jesús el Carpintero, en el trono del imperio.
Notas
(1) Cósima Liszt era la esposa de von Bülow, director de orquesta, que con Liszt fueron los mecenas de Wagner. Éste le “robó” la mujer a su amigo Bülow y la hizo su querida. La misma hazaña la repitió con otro de sus protectores, en Suiza, que le financiaba la puesta en escena de sus óperas. (N. de la T.)
(2) Nietzsche escribió Aurora en Venecia, influido por el positivismo de Reé, pero no había conocido todavía a Lou Salomé, amiga de Reé. Ella le fue presentada por Malwida von Meysenmurg, la casamentera solterona, quien probablemente desconocía el origen de Lou. (N. del T. I.)
(3) Nietzsche insiste sobre el origen religioso y racial de Lou Salomé. Pese a su odio al antisemitismo, era demasiado hijo de su tiempo para no retroceder horrorizado ante la idea de que una judía lo hubiera contaminado con la herejía democrática. (N. del E. I.)
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