domingo

JOHN CAGE / PARA LOS PÁJAROS


CONVERSACIONES CON DANIEL CHARLES

(reportajes recuperados)

Cuando Arnold Schönberg declaró que John Cage (1912-1992) no era un compositor sino un inventor de genio aludía a la capacidad innovadora y vanguardista del músico norteamericano. Desde la audacia del “piano preparado” mediante la cual modificó sustancialmente la calidad tímbrica del instrumento, Cage se fue caracterizando por su investigación del espacio sonoro no tradicional, es decir, el campo que el oído habitual llama “ruido”.

Con una originalidad indiscutible realizó una obra que si bien se ubica dentro de la vanguardia en la vecindad de las tendencias de la música concreta y la música electrónica, ofrece un perfil inconfundible.

Cage fue un hombre de cultura muy amplia, capaz de contraponer en función dialéctica los elementos de las civilizaciones occidentales y orientales. De modo que las conversaciones mantenidas con Daniel Charles que recoge el volumen Para los pájaros (Monte Ávila, 1981) no solamente iluminan sobre sus propias concepciones estéticas y musicales sino que son un capítulo inexcusable del arte del Siglo XX.


PRIMERA ENTREGA

PRIMERA CONVERSACIÓN (I)

Los comienzos: Bühlig, Cowell, Schönberg – Sobre la importancia del tiempo – Fischinger y el problema del ruido – Distancia respecto de Varèse – Sobre las músicas electroacústicas – Discusión del solfeo – Música experimental y anarquía – Crítica de las relaciones – Lo incierto de la indeterminación – El mundo en transformación.

John Cage, estoy verdaderamente muy contento que usted acepte proseguir y prolongar el diálogo que sostuvimos ante el público, durante las Jornadas Cage de las Semanas Musicales Internacionales de París. La brevedad de esa conversación --en la que sólo fue posible rozar multitud de problemas- y la rapidez del debate que la siguió justificarían por sí solos cierta profundización; además, vistas en retrospectiva, ciertas cuestiones parecen plantearse en forma distinta. Por elemental que haya sido, la iniciación que recibió el público de las semanas musicales hizo camino. Yo he recibido múltiples ecos: ya no se piensa sobre usted como se pensaba. Por eso le agradezco que se preste de nuevo, y esta vez durante varios días, a mis preguntas.

Me gustaría decir ya mismo cuán importante me parece que las cosas cambien. Por otro lado, si yo formo parte de ese cambio, no es menos cierto que todo bien podría cambiar sin mí.

¿Está seguro?

Estoy convencido de que debo mi relativa celebridad, sobre todo, a mi edad.

¿Por qué?

Vea el caso de Thoreau: murió a los 44 años. Se le conocía, ¡pero tan poco! Su obra fue comprendida y apreciada sólo después. Los ejemplos de celebridades póstumas son innumerables. Yo tuve la suerte de sobrevivir hasta el presente…

¡Y de ser más joven que la mayor parte de sus contemporáneos!

Eso es cierto, veo que muchas personas nacen viejas, incluso muy viejas…

Su juventud es sinónimo de una prodigiosa potencia de invención…

En todo caso, la facultad de inventar es lo que más me interesa. Mi padre era inventor.

Schönberg no se equivocó al reconocer en usted “no un compositor, sino un inventor, y de genio”. Pero, ¿cómo se hizo usted alumno de Schönberg?

Es una historia bastante larga. Ante todo debo hablarle de Richard Bühlig. Fue el primer pianista norteamericano que tocó Schönberg. Después de mis años de college viajé a Europa; al volver me encontré en Los Ángeles, en medio de la gran depresión económica, y sin un centavo. Para ganarme la vida, y con el entusiasmo que sentía por la música y la pintura modernas, me puse a dar conferencias. Yo no quería ser profesor; se trataba simplemente de subsistir. Iba de puerta en puerta, ofreciendo un abono a diez conferencias por dos dólares y medio… Decía a las amas de casa que no sabía nada, ni de pintura ni de música moderna, pero ambas me entusiasmaban y estudiaría cada semana el tema de la conferencia siguiente. Terminé por tener de 20 a 30 personas en mi ciclo. Llegó la semana en que debía hablar de Schönberg. Sabía desde algún tiempo atrás que Richard Buhlig era el primero que hubiese ejecutado el Opus II -las tres primeras piezas de Schönberg para piano- y se me ocurrió que bien podía ser que viviera en Los Ángeles… Me precipité a la guía telefónica. ¡Estaba su nombre! Lo llamé y le pregunté si aceptaría tocar para mí las piezas de Schönberg. Contestó: “Ciertamente no!”, y colgó. Yo pretendía que ilustrara mi conferencia ejecutando las piezas. Decidí entonces presentarme en forma personal, para evitar otro fracaso telefónico. Fui de Santa Mónica a Los Ángeles, a toda prisa, para verlo. Pero cuando llamé a la puerta de su casa no hubo respuesta. ¡Le esperé doce horas frente a su casa! Volvió por fin a medianoche, y cuando le expliqué que había pasado doce horas frente a su puerta accedió a recibirme. Le pedí que ejecutara las obras de Schönberg en mi próxima conferencia. De nuevo contestó: “Ciertamente no!”. Entonces le pedí que me enseñara a componer. Me dijo que no enseñaba composición, sino piano, pero que consentiría en hacer lo posible. Después de unos meses de trabajo con él, me dijo que no podía ayudarme más y que debía enviar mis composiciones a Henry Cowell.

¿Y por Cowell llegó usted a Schönberg?

Henry Cowell vio mis obras y me dijo que, de todos los maestros vivos, el mejor para mí sería Schönberg. Pero, eso sí, tenía que prepararme para recibir esa enseñanza; me bastaba saber bastante y debía trabajar con Adolf Weiss, primer discípulo norteamericano de Schönberg.

¿Cuánto tiempo fue alumno de Weiss?

Alrededor de un año. Con él estudié armonía. Al mismo tiempo, seguía los cursos de Henry Cowell en la Nueva Escuela de Investigación Social. Los temas eran: Armonía Moderna, Músicas de los Pueblos del Mundo y Panorama de la Música Contemporánea.

Henry Cowell es muy poco conocido en Francia, donde tiene fama de precursor, de inventor.

Sí, fue el primero que tocó el piano con los puños, con todo el antebrazo. Y también el primero en interpretar con el interior del piano, atacando directamente las cuerdas con las manos. Asimismo, tuvo la idea de poner distintos objetos sobre las cuerdas. Por ejemplo, ¡un huevo de zurcir! Al moverlo sobre las cuerdas, obtenía glisandos de armónicas: para eso hacen falta objetos un poco pesados. También debemos a Cowell un importante libro sobre el ritmo; desdichadamente, quedó inédito. Sin embargo, tuve oportunidad de leerlo…

¿Le sacó provecho?

Por cierto. Sin embargo, en aquella época lo esencial para mí era que Cowell me llevara a Schönberg. Pero olvidé decir que Richard Buhlig me enseñó algo decisivo, más importante todavía: el TIEMPO. El carácter fundamental del tiempo.

¿Cómo fue eso?

Lo más simple del mundo. A una de sus lecciones llegué con media hora de adelanto, porque para mis viajes yo dependía de los automovilistas que quisieran llevarme, más que de cualquier medio regular de transporte. Llego, pues, llamo a la puerta, abre y me dice: “Llega con media hora de adelanto. Vuelva a la hora exacta”. A todo eso, yo había llevado conmigo libros que debía devolver a la biblioteca. Aproveché para hacer ese trámite: fui a la biblioteca, entregué los libros y volví. ¡Con media hora de atraso! Cuando me abrió la puerta por segunda vez, estaba furioso. Esa tarde me dedicó dos horas; se negó a ver mi trabajo y se limitó a dictarme un curso magistral sobre el tiempo y la importancia del tiempo no sólo en la música, sino también en la vida de toda persona que se dedica a la música.

Lección que usted no olvidó.

¡No, jamás! Desde entonces siempre consideré el tiempo como dimensión esencial de toda música.

¿Había pensado usted, ya en ese momento, retroceder un paso, es decir, tomarse una distancia crítica respecto del propio Schönberg? En época posterior, usted alguna vez dijo que el dodecafonismo no es más que un método y que Schönberg no estructuró sus obras de acuerdo con la dimensión fundamental del tiempo.

La verdad es que cuando me vi frente a Schönberg fui el más dócil de sus discípulos. ¡Lo adoraba! Me parecía totalmente distinto de todos los otros músicos y todos los otros hombres. Creía todo lo que decía. Y mucho de lo que decía era bastante aterrador. Yo asistía a todos sus cursos, en la Universidad de California del Sur y después en la Universidad de California en Los Ángeles, y también en su casa, donde se reunían pequeños grupos de alumnos. Un día le escuché proclamar ante una clase entera: “Mi propósito, el objetivo de mi enseñanza, es imposibilitarles a ustedes escribir música”.

Tal vez haya empezado en ese momento -a pesar del culto que le tributaba- a rebelarme. En todo caso, recuerdo que me juré, en ese mismo instante, consagrar toda mi vida a escribir música.

¿Fue entonces cuando decidió romper con la armonía?



Inmediatamente, no. Desde luego, Schönberg sabía tan bien como yo que yo no sentía ningún impulso hacia la armonía. Fue necesario que un día en que yo trabajaba con él me hiciera el elogio de la armonía. Según él, yo jamás sería capaz de componer, porque siempre encontraría en el camino esa pared, la armonía, cerrándome el paso. Le contesté que me pasaría toda la vida dándome la cabeza contra esa pared.

¿Le convirtió Schönberg al dodecafonismo? Usted ha compuesto música de doce sonidos.

Lo que me impresionaba era, mucho más, su insistencia en afirmar que la tonalidad era una estructura, un medio estructural. En relación con eso, componer con doce sonidos no era más que un “método”. De este método, lo que me atraía era la igualdad de importancia que se reconocía a cada sonido. Pero me resultaba exageradamente molesta la obligación de someterme siempre a esa teoría. Me puse a investigar los medios apropiados para componer música de doce sonidos sin serie, es decir, música en que la serie pasara inadvertida. Ya antes, incluso antes de estudiar con Schönberg, había escrito para varias voces piezas que se basaban en una gama de 25 semitonos. Y vigilaba muy especialmente la no repetición: me esforzaba por mantener muy amplias distancias entre las repeticiones de cada altura determinada; consideraba que la octava de un sonido x era otro sonido, y, y no la octava de ese sonido x… Fue al ver esa música que Cowell me mandó a estudiar con Schönberg. Después de recibir la enseñanza de Schönberg sentí profundamente la necesidad de escribir con los doce sonidos, pero lo que más me interesaba era no poner en evidencia la serie, enmascararla, por más que, tal como se entendía esa música, la serie fuera el fundamento de todo el método. Para lo cual me apliqué a dividir los doce sonidos en pequeños grupos; cada uno de ellos debía permanecer estático, no variar.

La subdivisión de las series en fragmentos aparece en los dodecafonistas y en la mayor parte de los músicos seriales. ¿En qué forma encadenaba usted los fragmentos?

Tomaba esos grupos de sonidos y me atribuía, al final de cada grupo, la facultad de comenzar cualquiera de los grupos restantes a partir del grado siguiente o precedente de la serie. Podía hacerlo en el mismo sentido o en el inverso, según el retrógrado o el retrógrado invertido. Al concluir cada grupo, tenía todas esas posibilidades.

¿Sus encadenamientos eran, por lo tanto, ajenos a toda preocupación por la armonía?

Totalmente. He conservado algunas obras de aquella época -no porque tengan valor alguno, sino como testimonio de mi evolución, o para uso, digamos, de mis biógrafos-, y pudimos comprobar juntos que una de ellas, Metamorphosis, de la que hablamos en el Museo de Arte Moderno, había sido escrita con método, pero sin estructura. De la enseñanza de Schönberg en lo que concierne al carácter estructural de la tonalidad, sólo me liberé verdaderamente cuando empecé a trabajar con percusión; sólo en ese momento me puse a estructurar. Pero la estructura, entonces, se hizo rítmica; no fue una estructura tonal en el sentido de Schönberg.

Pero, ¿bastaba la estructuración rítmica para llenar el vacío dejado por la falta de tonalidad? ¿No son dimensiones distintas, que no pueden sustituirse entre sí? Usted, después de abandonar la tonalidad, ¿nunca tuvo la sensación de haber perdido algo?

¡Por lo contrario! No me sentí en modo alguno preocupado por una pérdida, sino más bien por la exigencia de dar cabida, en el seno de una estructura musical, a todos los ruidos posibles. La pérdida era la tonalidad. A mi juicio representaba un despilfarro. ¡Una cerradura!

¿Cómo llegó usted a la idea de construir sus obras según la duración?

Llegué a ese concepto de tiempo musical -o, si usted lo prefiere, de fraseología- a partir de una consideración sobre la naturaleza del sonido, que, según me pareció, posee cuatro dimensiones: altura, intensidad, timbre y duración.

O sea, los cuatro parámetros del sonido, según los serialistas; pero no pasó mucho tiempo antes de que se pusiera en duda el valor de esa distinción.

Es posible; pero, en aquellos años, no sucedía así. Me di cuenta de que era una estructura fundada sobre el ritmo, o el tiempo, sobre la duración, podía ofrecer hospitalidad tanto a los ruidos como a los sonidos conceptuados como musicales.

De alumno de Schönberg, pasó a discípulo de Varèse…

Tenga en cuenta, sin embargo, que nunca trabajé con Varèse. Me he contentado con estudiar su música. En particular Ionisation, que escuché en el Hollywood Bowl en la década de 1930-1940… creo que en 1935.

Su trabajo con percusión, durante todos esos años en que usted dirigió orquestas de percusionistas, ¿no fue inspirado directamente, en consecuencia, por el ejemplo varesiano?

A decir verdad, sucedió otra cosa. Un día me presentaron a Oscar von Fischinger, autor de películas abstractas articuladas, con mucha precisión, en torno de trozos de música tradicional. Construía sus filmes sobre danzas húngaras de Brahms y otras piezas “de género”. Sin embargo, le hubiera gustado que alguien compusiera música nueva para sus películas. Cuando nos presentaron, se puso a hablarme del espíritu que hay encerrado en cada uno de los objetos de este mundo. Para liberar ese espíritu, me dijo, es suficiente rozar el objeto, extraer de él un sonido.

Esa fue la idea que me llevó a la percusión. Durante todos los años que siguieron -lo que nos conduce a la Segunda Guerra Mundial-, no dejé de palpar las cosas, de hacerlas sonar y resonar, para descubrir qué sonidos contenían. Dondequiera que fuese, cualquiera que fuese el sitio en que me encontrara, auscultaba los objetos. Dentro de esa perspectiva, reuní a un grupo de amigos y nos pusimos a ejecutar piezas que había escrito sin indicación de instrumentos, simplemente para explorar todas las posibilidades instrumentales no inventariadas aún, la infinidad de fuentes sonoras posibles de un terreno vago o un depósito de basuras, de una cocina o de una sala… ¡Hicimos ensayos con todos los muebles imaginables!

¿Sin elegir los ruidos de esas “músicas de menaje” en función de algún criterio estético?

No: me interesaban todos los ruidos. Debo reconocer que en aquella época yo no tenía ni un centavo. Tal vez, si hubiera contado con algunos recursos, hubiese utilizado instrumentos un poco más convencionales…

¡Quizás exista un nexo entre la pobreza y la música! En todo caso, ese nexo existió en aquellos años 1935-1937, durante los cuales sólo podía alquilar de vez en cuando un timbal o un tam-tam, o un gong muy simple, o algunos wood-blocks. Si nuestra orquesta se componía de todos aquellos instrumentos tan poco convencionales, se debió sin duda alguna a nuestra escasez de fondos… Tiempo después recibí algún dinero: hice en Seattle una colecta entre algunas personas adineradas y obtuve 200 dólares para empezar mi colección. En aquel momento compré instrumentos de todas clases. ¡He llegado a tener una colección de unos 300! El rasgo ya era definitivo: nunca cesaron mis tentativas por obtener de los objetos, de los instrumentos no convencionales, todo lo que fueran capaces de entregar.

Lo cual lo acercaba a Varèse.

Lo que aprecié en Varèse fue, sin duda, su libertad en la elección de los timbres. Junto con Henry Cowell, contribuyó mucho a aclimatarme a la idea de un universo sonoro ilimitado. Por refinados que sean los timbres de un Schönberg, nunca nos alejan de la cifra doce… En tanto que con Varèse, y cualesquiera que hayan sido sus veleidades “organizadoras”, se siente que todo es posible.

Lo cual no impide que, en su obra, se advierta con frecuencia la decisión de dominar los sonidos o los ruidos; trata de dominar los sonidos a su voluntad, a su imaginación. Y eso fue lo que no tardó mucho en molestarnos: comprendemos que, con él, los sonidos no son totalmente libres. Lo que yo buscaba era, en un sentido, más humilde: sonidos, sin más. Sonidos puros y simples.

¿Sin el menor a priori musical?

Por el simple hecho de hacerlo entrar en una pieza de música, nos pareció que cualquier ruido podía tornarse musical. No era lo que enseñaba Schönberg, ni tampoco era del todo lo que buscaba Varèse.

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