jueves

EL LIBRO OCULTO DE NIETZSCHE / MI HERMANA Y YO

VIGESIMOQUINTA ENTREGA

CAPÍTULO NOVENO (I)

1

Obtendremos por medios mágicos lo que no podemos conseguir mediante la fe. En consecuencia, me consagré a la magia. Con la vehemencia de Fausto traté de asaltar el reino de la vida desenfrenada, y mantuve en mis brazos a la desnuda Helena, gritando con Fausto luego de su violento estupro: ¡La pasión es todo, en todo!

En este eje faustiano de ilimitada lujuria medité en Tautenburg, sobre el horror de Elisabeth y su grupo de antisemitas que claman por la sangre de los judíos, pero consideran el amor fuera del vínculo matrimonial como el pecado contra el Espíritu Santo, para el cual no hay perdón en el cielo o en el infierno.

Mi gran pecado no era amar a mi Helena eslava con el mayor abandono, sino someterme al miedo goethiano de la carne, que intelectualizaba y espiritualizaba la palpitante desnudez de una mujer hasta que sólo quedaba un símbolo de la cultura del Renacimiento. ¡El errabundo y su sombra! La duda dialéctica del Mefistófeles de Goethe hizo presa de mí: El infierno es donde estamos, y donde esté el infierno, allí debemos permanecer, aún en el Edén de Tautenburg con mi Eva desnuda.

2

Después de alcanzar la última sabiduría socrática: sólo sé que no sé nada, me entregué en manos del diablo para esclarecer mi mente. Pude elegir entre al crucifixión con Cristo y la crucifixión en el cuerpo de mi amada discípula, pero elegí la última alternativa, porque era una dulce agonía, una agonía de gloria.

Contrapesé la luterana estupidez de mi hermana con una parte del talento de Fausto; de acuerdo con el símil que usé en Ecce Homo, tragué un frasco de dulce para librarme de un sabor amargo.

¿Y qué gané al abandonar el palpitante cuerpo de Helena hundiéndome como Fausto, por mi humanitario esfuerzo que disfracé en mi filosofía del Superhombre, de la cual se posesionaron los socialistas para introducir el Superhombre colectivo, la sociedad comunista, el triunfo del “populacho”?

Cuando sumergí mi mente en esas profundidades encontré, como Lucrecio, un fondo insondable, y grité con Zaratustra:

¡Lo terrible no es la altura, sino la pendiente!
La pendiente, desde la cual la mirada se precipita hacia lo profundo, y las manos se extienden hacia la cumbre. Allí se apodera del corazón el vértigo de su doble voluntad.
¡Ah, amigos!, ¿adivináis también la doble voluntad de mi corazón?
Ésta, ésta es mi pendiente y mi peligro: ¡que mi mirada se precipita hacia la cumbre y mis manos quisieran afianzarse y sostenerse en el vacío!


3

Con mi Superhombre y mi Bestia Rubia traté de construir una torre de Babel, hacia lo absoluto, pero de acuerdo con las advertencias que hizo Pascal a sus contemporáneos del Renacimiento, una torre debe ser construida sobre fundaciones sólidas o los cimientos se resquebrajan y comienzan a abrirse terribles abismos hacia la nada, hacia profundos precipicios de maniática desesperación. Si mi mente se abre en grietas es porque experimenté la explosión de sus cimientos, la íntima autodestrucción de mi ser intelectual por quien sacrifiqué todo, aún la amistad de Wagner, que yo apreciaba más que a la misma Helena. Como Jesús, dije a mis discípulos: “No os inquietéis”, superad vuestros propios fragmentos haciendo de ellos un puente hacia el Superhombre, pero este puente rugió y tronó hacia el terrible “vacío”, dejándome sin Dios, sin “hombre”, y sólo con una vacilante evidencia de que todavía vivo.

Pero con el terror de Titán que teme la cobardía humana, me precipité a defender mi fatalidad, mi deidad con “Anticristo”, y así me protegí de las Circes cristianas cuyo vampirismo, como lo practican Lama y Mamá ya estaba succionando mi sangre. El ogro dionisíaco llamado Zaratustra contra el Cristo de San Pablo que chupa la sangre y reduce al hombre a la nada, ¡a la postración más completa!

4

El cristianismo y mi anticristianismo han nacido del espíritu de resentimiento, pero los cristianos se resienten por la vida y yo sólo por la muerte, los pálidos besos del Crucificado. Por eso mi mente retrocede hacia la dorada mediocridad, sin la cual, como confesaba Pascal, abandonamos nuestra humanidad y caemos en el pozo pascaliano del autodesprecio.

Rechazando la última evasión del humanitarismo de Fausto, la lucha incesante para lograr un milagro, el subterfugio de Goethe disfrazado de pasión prometeica, por lo absoluto, ¿qué me resta antes de que mi cuerpo y mi mente se sumerjan en la oscuridad y grite con Goethe agonizante: ¡Mehr Licht! ¡Mehr Licht! (1) Sólo esto: reafirmar mi amor por el cuerpo de mi Helena, y los gritos de Dionisio despertaron en el dios que habita en ella el anhelo de manifestarse.

Persigo en mis sueños su desnuda belleza como un fragmento del paraíso perdido que llega a ser total, completo y cósmico en el acto del amor apasionado. Ella es mi último ídolo nacido del espíritu de la magia a través del naufragio, la ruina y el caos de nuestro siglo destrozado. Sus besos me arrastran hacia ella.

5

El buen médico, con su visión inglesa y mezquina de la realidad, nunca entenderá por qué necesito a Helena, excepto en el tosco sentido de la satisfacción erótica. Como el estúpido John Stuart Mill, confunde lo deseable, olvidando el dicho de Kant, y la diferencia entre las pasiones del populacho y las ansias refinadas del Superhombre dictadas por principios cósmicos que determinan los acontecimientos. Reduce el mundo interior del alma a una lógica objetiva del dolor y del placer y trata de curar las mentes enfermas sobre la base de su principio de placer animal, el dogma de la alegría racional.

Los médicos que rondan a mi alrededor como chacales sobre un león muerto, nunca comprenderán mi enfermedad mortal, porque la verdad es primariamente del espíritu, y ellos sólo son capaces de racionalizar su propio mundo animal de sensaciones exteriores, ya que no han penetrado nunca en la cueva de Aladino del terror interior, habitada por duendes, hadas, unicornios, centauros, dragones, y todos los vitales y activos personajes que moran en el alma humana. Descartan todas estas trascendentales criaturas de la imaginación creadora por considerarlas simple patología. Para ellos, el árbol de Iggdrasil no tiene sus raíces en el cielo, sino en una burguesa pocilga de cerdos, creencia que provocó la justiciera ira de Carlyle.

6

Los médicos de aquí creen que estoy loco porque golpeo la mesa y clamo por más mujeres, más vino y más canciones, con un frenesí dionisíaco al que confunden con satiríasis y erotomanía.

No comprenderán que por medio de una amplia acción de poder imaginario, sostengo mi vida, y puedo combinar a Hércules con el rey Salomón, y si deseo puedo limpiar los establos de Augias del industrialismo burgués y al mismo tiempo me restan horas y energías para dormir con mil mujeres, y satisfacer a todas ellas.

No soy para los médicos el “centro napoleónico” donde Dios estuvo una vez, y ni siquiera en la mediocre periferia de la existencia, sino derribado por el abismo donde los desterrados sifilíticos aúllan con júbilo maniático en la noche del alma de Santa Valburga.

¡Cuán equivocados están estos filisteos de la cultura, salvajes de blancos uniformes, que difunden su palidez de muerte sobre el mundo de la belleza, el mundo dionisíaco de energía radiante y alegría atronadora!

Dedican sus esfuerzos a imitar fuera de estas paredes al mundo de los locos, a semejanza de los monos; no han pasado a través del proceso de desintelectualización que Rousseau consideraba primordial para que una mente cuerda pudiese escapar de la locura de la llamada civilización.

Estos caballos instruidos, con su vulgar sentido práctico no se dan cuenta que estoy tratando de vivir mi sabiduría, y como Diógenes el Cínico estoy demostrando, mediante mi amplia payasada, mi nueva doctrina de hacer actuar mi filosofía, y me hundiré en la corriente de la experiencia aunque las aguas me sofoquen y la locura torrencial destroce mi mente, conduciéndola hasta la necedad.

7

Mi Helena rusa fue quien me introdujo en el principio femenino de Sofía, el conocimiento místico e intuitivo que no pueden comprender los científicos y los positivistas, porque reposa debajo de ellos y, por lo tanto, está por encima de ellos.

Su visión ilimitada que encara la vida a través de la pantalla del vulgar sentido práctico sin una metafísica sobrepuesta, somete sus corazones a su sensibilidad, la razón a la emoción, el poder del conocimiento al conocimiento del poder.

Hasta el momento de entrar a este manicomio observé la vida como a través de la ventana de un hospicio -igual que los psiquiatras profesionales-, pero ahora que he sido encerrado aquí he llegado a ser peligrosamente cuerdo, al tratar de equilibrar mi arrogancia masculina con la perspicacia femenina de Lou hacia lo “desconocido” y “misterioso”.

En Tautenburg fui iniciado en los ritos de las sacerdotisas de Isis, quienes en la orgía de la pasión erótica hacen desaparecer la contradicción del macho y la hembra, de la mente y la emoción, del sentido y la sensibilidad, de lo superior y lo inferior, del cielo y la tierra, fusionado todo ello en la visión orgánica de Bohem, como en una fuga de Bach o una sinfonía de Beethoven, las energías positivas y negativas del alma.

Hasta que conocí a Lou no pude escapar del reino científico de las estadísticas y las cantidades, y me precipitaba en el refugio interior de la música, con Wagner y los wagnerianos. Pero descubrí que éstos eran Cagliostros de la música que anulaban el “yo” y el “tú”, la polaridad del macho y la hembra en el culto sanguineo de la barbarie, la cual se expresa en la historia antisemita de Treitzschke y las arias habladurías de mi cuñado Foerster.

8

Mi hermana Elisabeth sospechó mi recio examen de conciencia, que seguí de acuerdo con el ejemplo de La Rochefoucauld y Descartes, y desempeñó entonces el papel de Un Yago hembra, forzándome a asfixiar a mi Desdémona, la mujer cuyo cuerpo era un ancla de la esperanza, una boya en los traicioneros “mares wagnerianos” que hacían estrellar a los marineros románticos como yo contra las rocas del Liebestod (2) y el traidor nihilismo.

He dicho que los germanos fueron los estafadores del intelecto, que Fichte, Schelling, Schopenhauer, Hegel, Kant, Leibniz y Schleiermacher eran realmente fabricantes de máscaras (3) y mi hermana quiso esconderme tras la máscara maya de la ilusoria pesadilla wagneriana para que no pudiese escapar de su tenebrosa garra incestuosa. Unido al cuerpo de mi Helena rusa, podía mantenerme aferrado a lo humano y a lo superhumano. Podía superarme a mí mismo en el milagro de la pasión desnuda, podía volver a entrelazar mi ser en la trama y urdimbre del “yo” y “tú”, la paradójica unión de antagonistas de modo que el poder del amor y mi amor del poder llegaran a ser una sola llama de éxtasis y deleite.

9

Ahora, separado del cuerpo de la “vida”, ¿qué me resta ya si no hacer de mi muerte una furiosa protesta contra el desmembramiento de mi ser? Por eso clamo por las mujeres -¡más mujeres!- , que no es para mí una rebelión de la razón, sino un retorno a la lógica cabal, el principio vital de Jaina, la anekantavada, de las numerosas fases, el “interior” que penetra en lo “externo”, lo “externo” dentro de lo “interno”, siguiendo el ritmo erótico, la tensión polar del macho y la hembra.

Mi amor por Lou me polarizó hacia fuerzas cósmicas invisibles: yo, la periferia, me convertí en el “centro”, mi caos se transformó en una danzarina estrella. Ahora estoy despolarizado, impersonalizado, anulado ¿y muerto? ¿Muerte? ¡No, resurrección! ¡Soy Dionisio!

10

Los que no aman sabiamente, se desesperan del poder del amor. Cuando estaba con mi Helena rusa, ella supo empujarme con sus medios sutiles y eslavos hacia el mágico círculo del amor, donde Tolstoi y Dostoievski estaban preparados con tijeras para cortar mis garras. ¡Un ave de rapiña arrojada entre los cristianos y los cristianos socialistas para interrogar sobre los augurios del milenio! Quizás era mi destino que la traición de Elisabeth fuera el medio por el cual escapé de Jerusalén y me atrincheré tras las siete colinas de Roma. Sería un insulto a la misión de mi vida si ésta terminara en mi candidatura a la santidad. ‘San Nietzsche, patrón de los filisteos cultos como Wagner, que se prosterna frente a las mentiras y fraudes papales!

Ya que soy una fatalidad, la meta hacia la cual tiende toda civilización, es obvio que la conducta viciosa de Elisabeth hacia mí está justificada a la luz de la historia, donde el bien se transforma en mal, y el mal en bien. Como en los sistemas de Spinoza y Hegel, el cual es simplemente Spinoza que engrana en el ritmo de nuestro veloz siglo industrial.

Elisabeth estaba destinada a entrelazar su vida con la mía, así como Byron estaba predestinado a combinar la suya con Augusta, su hermana mayor.

11

Este destello de iluminación llegó a mí mientras paseaba más allá de los límites del hospicio con Peter Gast, quien me dijo que yo había mejorado notablemente y, al mismo tiempo, sugirió que quizás estaba simulando la locura de acuerdo con la tesis de Baudelaire de que el único modo de mantenerse cuerdo es escapar de la civilización burguesa y encerrarse en el manicomio. Fue Gast quien mencionó primero los ismaelitas de Byron, y rasgando la máscara de mis pensamientos, le expuse los ismaelitas de Nietzsche mientras me observaba azorado. Sólo en ese momento Gast creyó que yo estaba loco, y lo ayudé a fomentar su error descargando una inocente patada en sus piernas.

Siempre pensé que la “verdad”, la danzarina Salomé, nunca debe dejar caer su séptimo velo, ya que la verdad desnuda se convierte en un caníbal, un salvaje ávido de sangre que pide la cabeza del santo, y se la hacer servir en una fuente.

Es mejor que el mundo ignore -por lo menos mientras ella viva- que Elisabeth desempeñó el mismo papel en el drama de mi vida que Augusta en la vida de Byron. Como ella, Elisabeth era un amortiguador y un amparo contra el déspota materno cuyas lanzas del ridículo y de la estupidez se estrellaban en su sarcasmo, hasta que Elisabeth asumió el papel de tirano maternal no bien comencé a demostrar interés en el bello sexo. Para conservar su dominio sobre mí, me sedujo hacia el pecado de los egipcios, y pude libertarme así de mi enferma conciencia luterana, y hermané al mismo Satán en mi pecado.

Byron también sintió que era igual a Satán, y su conciencia calvinista tropezó con la roca de la certeza de haber superado a los más grandes pecadores -Manfredo y Caín- y alcanzado la perversidad de este último. Augusta hizo posible que se sentara junto al trono de su majestad Satanás, a quien Schopenhauer situaba en el cielo. Pero Elisabeth elevó aún más mi orgullo: no podía tolerar el compromiso satánico, ya que debía permitir a un gobernante como superior mío, de modo que mantuve mi autoridad y me convertí en un Superhombre, el monarca del universo. Como ya he escrito: “Si hubiera dioses, ¿cómo soportaría yo no ser un dios? Por consiguiente, no hay dioses”.

12

Lou tuvo que luchar contra mi orgullo satánico y logró colocarme al nivel de su amor y de su pasión que eran humanos, demasiado humanos. Lou era mi ángel bueno que luchaba con Elisabeth, el ángel malo, quien despertó en mí al demonio haciendo consciente el gran pecado que compartíamos. Usó todas las estratagemas del infierno para separarme de mi Helena eslava, y ya que yo mismo soy un esclavo, un polaco de noble alcurnia, la victoria de Elisabeth sobre nosotros se convirtió en una doble derrota para la humanidad eslava.

Me apena revelar todo esto, porque estoy uncido al yugo de la piedad, igual que todos los cristianos occidentales, y, como ya he dicho, hay este grave peligro: que el hombre de desangra al reconocer la verdad.

El conocimiento del dolor se ha mitigado por el dolor del conocimiento; comprendemos así la queja de Byron: “El árbol del conocimiento no es el árbol de la vida”. Como no espero que mi confesión se haga pública hasta que Mamá, Lama, Lou y yo estemos reunidos en el seno de Abraham (o Satán), puedo exponer la espantosa verdad a la luz del aforismo de Spinoza de que perdonar es olvidar.

En la eternidad todas las cuentas se saldan, sin malicia, y haciendo caso omiso de los estafadores intelectuales que no osan admitir la verdad, ni aún a la posteridad. Cincuenta años después de mi muerte, llegaré a ser un mito; mi estrella brillará en el firmamento cuando el Occidente se eclipse en la oscuridad, y por medio de mi luz, mi filosofía del poder será nuevamente examinada no como fuerza sino como “providencia”.

Notas

(1) ¡Más luz!... ¡Más luz!
(2) Muerte de amor.
(3) Scheiermacker en el original. El autor utiliza el juego de palabras.

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