VIGESIMOPRIMERA ENTREGA
CAPÍTULO SÉPTIMO (II)
5
Mi desprecio por la religión fue fomentado en gran parte por los Tartufo macho y hembra -la condesa y su obispo-, ya que ambos atestiguaban que el cristianismo, al negar el cuerpo, conduce a una preocupación mórbida de sus posibilidades. La piedad es el camino de la gazmoñería y la gazmoñería es el camino de la perversión.
El Dios cristiano es en realidad una máscara de Satanás, por eso el Diablo encuentra en las iglesias sus más ardientes adoradores.
Aunque había alcanzado la madura edad de dieciocho años, ella encontraba defectos en mi modo de hacer el amor, pero yo, bastante amplio de espíritu, bromeaba sobre ello y exclamaba: Es kann nicht immer alles über alle Begriffe cein (1). Esto rige para las cartas como para el amor. Yo desafiaba los dardos que me lanzaba la condesa mediante ideas en lugar de insultos y se apegaba más que nunca a mí, ya que encontraba una nueva dimensión erótica, la pasión del intelecto que puede ser tan carnal y subyugante como los éxtasis del cuerpo.
Discutía teología, filosofía y música como esa especie de comprensión intuitiva que a menudo me ha hecho sentir que la mujer tiene una mente mejor que la del hombre, porque carece de ella y está más próxima a la sabiduría cósmica de la naturaleza. La llevaba a conciertos y teatros (mejor dicho, ella me llevaba a mí, ya que pagaba las localidades). Una vez oímos a Patti en Los hugonotes y provocó mi ira cuando comentó que la música era judía y obscena por ser Mayerbeer su autor.
Ésta fue mi primera experiencia sobre el “snobismo” cultural que trata de delimitar el arte a las fronteras nacionales, como si las obras de la imaginación creadora, las eternas radiaciones del alma, pudieran encerrarse dentro de los espesos muros del tiempo y del espacio.
Luego, cuando Wagner hizo notar que Mayerbeer y otros artistas y compositores hebreos constituían la amenaza judía, lo consideré como un bárbaro y un filisteo, teniendo especialmente en cuenta que Mayerbeer lo ayudó en la escabrosa empresa de obtener el reconocimiento público por su música decadente que hacía eco al bárbaro siglo materialista cuyo triunfo cultural es la Bolsa de Comercio.
La aversión de la condesa por el arte judío no regía con el dinero judío (que es internacional), y no vaciló en ligarse a uno de los Rothschild de París que vino a visitar parientes en Leipzig.
Me encontré en la situación poco envidiable de segundo violín del multimillonario, que era un verdadero aristócrata, por su cuna y educación, y me hacía sentir mi posición inferior como hijo de una pobre familia de clase media. Hice entonces el oportuno descubrimiento de que descendía de un conde polaco, quien tenía establos colmados de caballos de pura sangre y jineteaba potros con más habilidad que el mismo esposo de la condesa. Esta ilusión persistió en mí hasta que me convertí en oficial de caballería y tuve que montar un turbulento corcel con resultado calamitoso, ya que mi herida llegó hasta el mismo fondo de mi ser: era un mendigo que cabalgaba hacia una desastrosa caída, hacia el colapso completo de la mente, el cuerpo y el espíritu.
Una vez llevé a la condesa a un festival de música en Colonia, donde la orquesta tocaba Israel en Egipto de Haendel.
Siempre me chocó en estos conciertos al aire libre el severo contraste entre el acicalado auditorio cubierto de joyas, sentado en sus cómodas butacas que recibe el total impacto de la música, mientras en la periferia está el populacho: los mendigos, los cocheros, los obreros y las prostitutas retiradas que extienden sus brazos mientras llegan a sus oídos algunos acordes de la música como si fueran oraciones inalcanzables, oraciones que vuelan sobre alas sinfónicas hacia las islas benditas de la esperanza de los hombres.
Como si el “destino” lo hubiera querido, el Rothschild francés apareció en el concierto, y su dinero fue más convincente que mi elocuente disquisición sobre las bellezas de Haendel, ya que no tardó mucho en instalarse cómodamente mi butaca, mientras yo me unía a los andrajosos, los viejos y los malditos, captando desarticulados compases de música en un mundo corrompido y desintegrado.
Sin la ayuda de Haendel, sentí en carne propia toda la angustia de Israel que trasudaba sangre en Egipto, pero en lugar de experimentar odio por el Rothschild francés, que me despojó de la condesa, tuve una sensación de admiración por el rico judío, que como un mago, pudo domar las mareas del odio y el desprecio del mundo, volcando sobre ellos el amarillo hechizo de sus monedas de oro.
6
Mientras el Rothschild parisiense estaba con la condesa en la Tierra Prometida, vi entre el grupo de los relegados a una euroasiática que escuchaba a Haendel, y parecía la hermana melliza de la prostituta de oscura piel del burdel de Pforta. Pero contrariamente a algunas prostitutas que se retiran cargadas de prestigios y honores, como la Dubarry en su refugio de Inglaterra, todo lo que podía exhibir ella de su completa devoción a Venus eran círculos de fuego alrededor de sus ojos, una boca que supuraba, una mejilla purulenta que me horrorizaba e intrigaba al mismo tiempo, ya que estaba en presencia de Venus que se desintegraba en la enfermedad y la muerte, la Afrodita de Baudelaire, la ramera burguesa, triunfante en su decadencia, que Zolá escribió en Naná.
7
Esa noche, en un espasmo de autodesprecio y humillación, dormí con este cúmulo de virulenta enfermedad, y ahora los médicos de este manicomio registran las consecuencias patológicas en sus informes diarios al director, que es como Jehová sopesándome en el temible balance del bien y del mal.
Como ya he escrito: No existen los llamados fenómenos de la moral, sino sólo una interpretación moral de los fenómenos (2), y los médicos fariseos que me observan como horrible ejemplo del genio que llegó a la locura por haber desafiado los diez mandamientos, están practicando la venganza usual de los mediocres sobre los hombres de talento, que sólo pueden ser juzgados de acuerdo con sus propias reglas y no por normas establecidas para la masa.
8
El destino no me ha castigado por mis vicios sino por mis virtudes, las inhibiciones morales que me impidieron vivir plenamente mi filosofía, como Goethe y Geroge Sand que convertían sus romances en letras de molde, estableciendo un puente entre el arte y la vida.
Como Flaubert, yo quise colocar el arte y la vida en dos categorías separadas, para aniquilar al filósofo en provecho de su filosofía, pero olvidaba que hay un nexo viviente entre la existencia y el pensamiento, y que cuando este vínculo se rompe, el artista y el filósofo se precipita violentamente en la morbidez y en la locura. Los especialistas del cerebro no comprenden esto. Son tan ingenuos como mi hermana, que levantó sus manos horrorizadas cuando descubrió que comenzaba a vivir mi filosofía en Tautenburg, donde Lou Salomé, la judía rusa, cuya sabiduría y erótica pasión se equiparaban a las de George Sand, ofreció su cuerpo en sacrificio a mi deseo de plenitud de cordura.
Contrariamente a la condesa, cuyo amor era una especie de cruel venganza, una sensualidad que desenraizaba mi ser, Lou Salomé borró la vergüenza (3) de mi inmortalidad y devolvió así mi orgullo por mi calidad de ser humano, que hasta entonces había sido minado por el temor de la carne instaurado por San Pablo.
Los especialistas del cerebro deben recapacitar sobre esto: no han sido mis vicios la causa de mi bancarrota física, moral y espiritual. Un incidente de mis tiempos de estudiante aclarará más mi situación a mis médicos y amigos. Cuando estaba en Colonia, luego de mi aventura con la condesa y la euroasiática, pedí a un caballero que me indicara el camino de un restaurante determinado, pero en lugar de eso me guió a una conocida casa de mala reputación. Las muchachas del burdel, desvestidas en diversos grados, ostentaban sus estudiadas desnudeces frente a mí, tratando de entusiasmarme mediante posturas lujuriosas, miradas lascivas y bromas impúdicas. Me aparté del círculo cerrado de carne desnuda y semidesnuda impregnada del cálido y obsceno hálito del burdel, y me precipité hacia el polvoriento piano que se hallaba en un rincón, tocando un solo acorde dilatado: un grito de furia contra el universo convertido en prostíbulo cuyo opresivo olor presiona como la tapa de un ataúd sobre nuestra mercantil civilización.
Era mi temor por el lupanar social lo que me hizo escuchar la súplica de mi hermana para que abandonara a Lou Salomé, ya que conocía mi adolescente obsesión por la condesa y la euroasiática, y me forzó a creer que Lou era una combinación de la frígida y perversa rubia y de la oscura y ardiente morena. Estoy eróticamente crucificado entre las dos ladronas de “blanco” y “negro”, y Lama me apartó de la cruz sólo para condenarme a un destino aún más fatal: el sendero del anhelo incestuoso que exigía una sombría consumación de mi atormentada existencia.
9
La impotencia del amor cristiano hizo que mi hermana se lanzara a un desesperado esfuerzo para satisfacerse en un área de expresión erótica oscura y prohibida. Adiestrada por mi madre a reprimir sus naturales emociones sexuales, descubrió muy tarde que su esfuerzo para contener sus deseos eróticos sólo desataban un torrente de pasiones tenebrosas y anormales, que fluían a través de su ser, hasta que se convirtió en una fuerza destructiva de la naturaleza, que arrasaba todas las barreras de la moral y de la civilización.
Comenzó a amar eso que menos deseaba, y fui empujado a remolque en las traicioneras y proscriptas pasiones que nos sojuzgaron a su tiránica voluntad.
El alemán de Goethe cuando se lamenta: Ay, dos almas habitan mi pecho, sólo se engaña a sí mismo, ya que somos das tückische Volk (gente ilusa) que cree oscilar entre la barbarie y la cultura cuando somos realmente salvajes por instinto, bárbaros imposibles de regenerar como Lama y yo. Pero mi odio por los alemanes no es tan profundo que me impida ver que San Agustín estaba más cerca de la verdad que los pelagianos y los prosélitos de Rousseau: la naturaleza humana ha sido marcada desde el principio con el distintivo de la bestia; y Darwin, simplemente, confirma la creencia del obispo de Hippo cuando decía que todos estamos maldecidos por nuestro pecado original, el pecado de nuestros bestiales principios anteriores a Adán. El salvajismo germano, su furia teutónica es, sencillamente, una intensificación de la naturaleza inhumana del hombre.
Cuando Europa, intoxicada por los sueños de Rousseau, danzaba alrededor del árbol de la libertad durante la Revolución, no comprendía que su vehemente romanticismo habría de estrellarse contra la roca napoleónica, tal como nuestra creencia pelágica de la perfectabilidad de la naturaleza humana tropieza contra el pétreo muro de nuestra herencia simiesca. Ya he dicho que la poesía es la mayor tarea metafísica de los hombres, pero nuestra pasión poética nos vela el concreto hecho de que apenas nos hemos apartado del tigre y del gorila la “angelical” hembra se acerca en tal forma a los mejores animales de la jungla que dudo si la raza humana alguna vez llegará a ser humana, y mucho menos superhumana.
10
Aquella creencia goethiana de mi juventud de que el “eterno femenino” es capaz de elevar al hombre al cielo de la plenitud y la salud, no era más que un perverso intento de franquearle a Dios la puerta del fondo de mi ser, después de haberlo arrojado por la ventana: el ateísmo es una bebida muy amarga y exige un estómago fuerte para tolerarla. Pero mi experiencia con la condesa, la euroasiática, mi hermana, y muchas hembras de su tipo, me lleva a la conclusión de que las mujeres no son seres más elevados que los hombres, sino que nuestra necesidad de dioses y semidioses nos ha llevado a deificar el “eterno femenino”, como glorificamos al Superhombre de Prometeo o nos prosternamos ante el genio, como yo mismo me he inclinado reverente ante mi propia grandeza.
En mis tiempos de estudiante, yo y mis otros compañeros de Franconia aclamábamos a Hedwig Raabe, la actriz, o nos enamorábamos locamente del amor alegre y travieso de Rederico Grossmann. Repetíamos sus canciones y brindábamos por él en las cervecerías, pero estas bellezas de la escena no eran más que ficciones de nuestra imaginación estética o erótica. Ésta es la tragedia del hombre: confunde el escenario del teatro con el de la vida y no comprende que las mujeres son mejores actrices en el salón y en el dormitorio que frente a las candilejas. Visten sus cuerpos en forma hechicera, y como Esther, perfuman su piel con exquisitos aromas y la maceran en aceite de palma seis meses, y otros seis en canela antes de presentarse a los ojos embaucados del monarca. Si Asuero fue engañado -él, que tuvo contacto con cientos de mujeres-, puede el lector perdonarlo al pobre Fritz Nietzsche, el pequeño pastor, por haber confundido a la condesa y a la euroasiática con el mismo Dios y haber pensado que sus cuerpos eran la puerta de entrada al Paraíso, el portal de la gloria eterna.
11
Cada hombre es su propia quimera, dijo Baudelaire; y el monstruoso engaño que constituye nuestro propio ser nos aplasta. Pero las mujeres están especialmente engañadas por su naturaleza sexual, que las induce a creer que son diosas inmortales, que pueden elevar a sus amantes desde sus infiernos privados al cielo de los deleites eróticos. Mujeres como la condesa, como Cósima Wagner y hasta como Lou Salomé, no son más que gatas mimadas y voluptuosas, cuyos cuerpos flexibles y aterciopeladas patitas se insinúan arteramente en el alma de los hombres y son causa del más íntimo y profundo estrago moral y espiritual. Si Goethe hubiera penetrado un poquito más en la naturaleza femenina, habría descrito un segundo Werther arrastrado al suicidio, no por amor frustrado, sino por amor carnalmente colmado.
Un millar de Werthers se suicidan espiritualmente, destrozados en las ruedas de la lujuria, por cada uno que se salta los sesos a causa de una sirvientita idiota que se niega a abrir sus muslos a sus pasiones eróticas.
Como Schoreel (4), he de vivir para mi arte (si es que vivo); el bello sexo ha perdido todo su poder sobre mí. La vida de un pueblo reposa en sus artistas, hombres de visión creadora. Matad al artista y mataréis la vida de una nación. Siempre me he considerado un artista más que un pensador, estimando a la poesía como la metafísica más consumada. Pero si las mujeres han contribuido a mi derrumbe físico y moral, no han sido más que un simple instrumento ciego en las manos de un irónico Jehová que, para hacernos comprender el verdadero sentido de la vida, nos castiga hundiéndonos en la agonía.
Puedo decir en verdad con Dostoievski: ¡He amado; y he sufrido; pero por sobre todo, puedo realmente decir que he vivido!
Notas
(1) No es posible que todo concepto sea siempre superado.
(2) En Más allá del bien y del mal. (N. de la T.)
(3) Comparad el aforismo de Nietzsche: La vergüenza de la propia inmortalidad es uno de los peldaños de la escalera que conduce al ser humano a avergonzarse también de su propia moralidad. (N. del T. I.)
(4) Juan Schoreel, el romántico amante de madame Pichler. Madame Pichler, célebre literata alemana, murió en 1843 a los setenta y cuatro años. Seguramente Nietzsche ha de haberla leído en su juventud. (N. del T. I.)
CAPÍTULO SÉPTIMO (II)
5
Mi desprecio por la religión fue fomentado en gran parte por los Tartufo macho y hembra -la condesa y su obispo-, ya que ambos atestiguaban que el cristianismo, al negar el cuerpo, conduce a una preocupación mórbida de sus posibilidades. La piedad es el camino de la gazmoñería y la gazmoñería es el camino de la perversión.
El Dios cristiano es en realidad una máscara de Satanás, por eso el Diablo encuentra en las iglesias sus más ardientes adoradores.
Aunque había alcanzado la madura edad de dieciocho años, ella encontraba defectos en mi modo de hacer el amor, pero yo, bastante amplio de espíritu, bromeaba sobre ello y exclamaba: Es kann nicht immer alles über alle Begriffe cein (1). Esto rige para las cartas como para el amor. Yo desafiaba los dardos que me lanzaba la condesa mediante ideas en lugar de insultos y se apegaba más que nunca a mí, ya que encontraba una nueva dimensión erótica, la pasión del intelecto que puede ser tan carnal y subyugante como los éxtasis del cuerpo.
Discutía teología, filosofía y música como esa especie de comprensión intuitiva que a menudo me ha hecho sentir que la mujer tiene una mente mejor que la del hombre, porque carece de ella y está más próxima a la sabiduría cósmica de la naturaleza. La llevaba a conciertos y teatros (mejor dicho, ella me llevaba a mí, ya que pagaba las localidades). Una vez oímos a Patti en Los hugonotes y provocó mi ira cuando comentó que la música era judía y obscena por ser Mayerbeer su autor.
Ésta fue mi primera experiencia sobre el “snobismo” cultural que trata de delimitar el arte a las fronteras nacionales, como si las obras de la imaginación creadora, las eternas radiaciones del alma, pudieran encerrarse dentro de los espesos muros del tiempo y del espacio.
Luego, cuando Wagner hizo notar que Mayerbeer y otros artistas y compositores hebreos constituían la amenaza judía, lo consideré como un bárbaro y un filisteo, teniendo especialmente en cuenta que Mayerbeer lo ayudó en la escabrosa empresa de obtener el reconocimiento público por su música decadente que hacía eco al bárbaro siglo materialista cuyo triunfo cultural es la Bolsa de Comercio.
La aversión de la condesa por el arte judío no regía con el dinero judío (que es internacional), y no vaciló en ligarse a uno de los Rothschild de París que vino a visitar parientes en Leipzig.
Me encontré en la situación poco envidiable de segundo violín del multimillonario, que era un verdadero aristócrata, por su cuna y educación, y me hacía sentir mi posición inferior como hijo de una pobre familia de clase media. Hice entonces el oportuno descubrimiento de que descendía de un conde polaco, quien tenía establos colmados de caballos de pura sangre y jineteaba potros con más habilidad que el mismo esposo de la condesa. Esta ilusión persistió en mí hasta que me convertí en oficial de caballería y tuve que montar un turbulento corcel con resultado calamitoso, ya que mi herida llegó hasta el mismo fondo de mi ser: era un mendigo que cabalgaba hacia una desastrosa caída, hacia el colapso completo de la mente, el cuerpo y el espíritu.
Una vez llevé a la condesa a un festival de música en Colonia, donde la orquesta tocaba Israel en Egipto de Haendel.
Siempre me chocó en estos conciertos al aire libre el severo contraste entre el acicalado auditorio cubierto de joyas, sentado en sus cómodas butacas que recibe el total impacto de la música, mientras en la periferia está el populacho: los mendigos, los cocheros, los obreros y las prostitutas retiradas que extienden sus brazos mientras llegan a sus oídos algunos acordes de la música como si fueran oraciones inalcanzables, oraciones que vuelan sobre alas sinfónicas hacia las islas benditas de la esperanza de los hombres.
Como si el “destino” lo hubiera querido, el Rothschild francés apareció en el concierto, y su dinero fue más convincente que mi elocuente disquisición sobre las bellezas de Haendel, ya que no tardó mucho en instalarse cómodamente mi butaca, mientras yo me unía a los andrajosos, los viejos y los malditos, captando desarticulados compases de música en un mundo corrompido y desintegrado.
Sin la ayuda de Haendel, sentí en carne propia toda la angustia de Israel que trasudaba sangre en Egipto, pero en lugar de experimentar odio por el Rothschild francés, que me despojó de la condesa, tuve una sensación de admiración por el rico judío, que como un mago, pudo domar las mareas del odio y el desprecio del mundo, volcando sobre ellos el amarillo hechizo de sus monedas de oro.
6
Mientras el Rothschild parisiense estaba con la condesa en la Tierra Prometida, vi entre el grupo de los relegados a una euroasiática que escuchaba a Haendel, y parecía la hermana melliza de la prostituta de oscura piel del burdel de Pforta. Pero contrariamente a algunas prostitutas que se retiran cargadas de prestigios y honores, como la Dubarry en su refugio de Inglaterra, todo lo que podía exhibir ella de su completa devoción a Venus eran círculos de fuego alrededor de sus ojos, una boca que supuraba, una mejilla purulenta que me horrorizaba e intrigaba al mismo tiempo, ya que estaba en presencia de Venus que se desintegraba en la enfermedad y la muerte, la Afrodita de Baudelaire, la ramera burguesa, triunfante en su decadencia, que Zolá escribió en Naná.
7
Esa noche, en un espasmo de autodesprecio y humillación, dormí con este cúmulo de virulenta enfermedad, y ahora los médicos de este manicomio registran las consecuencias patológicas en sus informes diarios al director, que es como Jehová sopesándome en el temible balance del bien y del mal.
Como ya he escrito: No existen los llamados fenómenos de la moral, sino sólo una interpretación moral de los fenómenos (2), y los médicos fariseos que me observan como horrible ejemplo del genio que llegó a la locura por haber desafiado los diez mandamientos, están practicando la venganza usual de los mediocres sobre los hombres de talento, que sólo pueden ser juzgados de acuerdo con sus propias reglas y no por normas establecidas para la masa.
8
El destino no me ha castigado por mis vicios sino por mis virtudes, las inhibiciones morales que me impidieron vivir plenamente mi filosofía, como Goethe y Geroge Sand que convertían sus romances en letras de molde, estableciendo un puente entre el arte y la vida.
Como Flaubert, yo quise colocar el arte y la vida en dos categorías separadas, para aniquilar al filósofo en provecho de su filosofía, pero olvidaba que hay un nexo viviente entre la existencia y el pensamiento, y que cuando este vínculo se rompe, el artista y el filósofo se precipita violentamente en la morbidez y en la locura. Los especialistas del cerebro no comprenden esto. Son tan ingenuos como mi hermana, que levantó sus manos horrorizadas cuando descubrió que comenzaba a vivir mi filosofía en Tautenburg, donde Lou Salomé, la judía rusa, cuya sabiduría y erótica pasión se equiparaban a las de George Sand, ofreció su cuerpo en sacrificio a mi deseo de plenitud de cordura.
Contrariamente a la condesa, cuyo amor era una especie de cruel venganza, una sensualidad que desenraizaba mi ser, Lou Salomé borró la vergüenza (3) de mi inmortalidad y devolvió así mi orgullo por mi calidad de ser humano, que hasta entonces había sido minado por el temor de la carne instaurado por San Pablo.
Los especialistas del cerebro deben recapacitar sobre esto: no han sido mis vicios la causa de mi bancarrota física, moral y espiritual. Un incidente de mis tiempos de estudiante aclarará más mi situación a mis médicos y amigos. Cuando estaba en Colonia, luego de mi aventura con la condesa y la euroasiática, pedí a un caballero que me indicara el camino de un restaurante determinado, pero en lugar de eso me guió a una conocida casa de mala reputación. Las muchachas del burdel, desvestidas en diversos grados, ostentaban sus estudiadas desnudeces frente a mí, tratando de entusiasmarme mediante posturas lujuriosas, miradas lascivas y bromas impúdicas. Me aparté del círculo cerrado de carne desnuda y semidesnuda impregnada del cálido y obsceno hálito del burdel, y me precipité hacia el polvoriento piano que se hallaba en un rincón, tocando un solo acorde dilatado: un grito de furia contra el universo convertido en prostíbulo cuyo opresivo olor presiona como la tapa de un ataúd sobre nuestra mercantil civilización.
Era mi temor por el lupanar social lo que me hizo escuchar la súplica de mi hermana para que abandonara a Lou Salomé, ya que conocía mi adolescente obsesión por la condesa y la euroasiática, y me forzó a creer que Lou era una combinación de la frígida y perversa rubia y de la oscura y ardiente morena. Estoy eróticamente crucificado entre las dos ladronas de “blanco” y “negro”, y Lama me apartó de la cruz sólo para condenarme a un destino aún más fatal: el sendero del anhelo incestuoso que exigía una sombría consumación de mi atormentada existencia.
9
La impotencia del amor cristiano hizo que mi hermana se lanzara a un desesperado esfuerzo para satisfacerse en un área de expresión erótica oscura y prohibida. Adiestrada por mi madre a reprimir sus naturales emociones sexuales, descubrió muy tarde que su esfuerzo para contener sus deseos eróticos sólo desataban un torrente de pasiones tenebrosas y anormales, que fluían a través de su ser, hasta que se convirtió en una fuerza destructiva de la naturaleza, que arrasaba todas las barreras de la moral y de la civilización.
Comenzó a amar eso que menos deseaba, y fui empujado a remolque en las traicioneras y proscriptas pasiones que nos sojuzgaron a su tiránica voluntad.
El alemán de Goethe cuando se lamenta: Ay, dos almas habitan mi pecho, sólo se engaña a sí mismo, ya que somos das tückische Volk (gente ilusa) que cree oscilar entre la barbarie y la cultura cuando somos realmente salvajes por instinto, bárbaros imposibles de regenerar como Lama y yo. Pero mi odio por los alemanes no es tan profundo que me impida ver que San Agustín estaba más cerca de la verdad que los pelagianos y los prosélitos de Rousseau: la naturaleza humana ha sido marcada desde el principio con el distintivo de la bestia; y Darwin, simplemente, confirma la creencia del obispo de Hippo cuando decía que todos estamos maldecidos por nuestro pecado original, el pecado de nuestros bestiales principios anteriores a Adán. El salvajismo germano, su furia teutónica es, sencillamente, una intensificación de la naturaleza inhumana del hombre.
Cuando Europa, intoxicada por los sueños de Rousseau, danzaba alrededor del árbol de la libertad durante la Revolución, no comprendía que su vehemente romanticismo habría de estrellarse contra la roca napoleónica, tal como nuestra creencia pelágica de la perfectabilidad de la naturaleza humana tropieza contra el pétreo muro de nuestra herencia simiesca. Ya he dicho que la poesía es la mayor tarea metafísica de los hombres, pero nuestra pasión poética nos vela el concreto hecho de que apenas nos hemos apartado del tigre y del gorila la “angelical” hembra se acerca en tal forma a los mejores animales de la jungla que dudo si la raza humana alguna vez llegará a ser humana, y mucho menos superhumana.
10
Aquella creencia goethiana de mi juventud de que el “eterno femenino” es capaz de elevar al hombre al cielo de la plenitud y la salud, no era más que un perverso intento de franquearle a Dios la puerta del fondo de mi ser, después de haberlo arrojado por la ventana: el ateísmo es una bebida muy amarga y exige un estómago fuerte para tolerarla. Pero mi experiencia con la condesa, la euroasiática, mi hermana, y muchas hembras de su tipo, me lleva a la conclusión de que las mujeres no son seres más elevados que los hombres, sino que nuestra necesidad de dioses y semidioses nos ha llevado a deificar el “eterno femenino”, como glorificamos al Superhombre de Prometeo o nos prosternamos ante el genio, como yo mismo me he inclinado reverente ante mi propia grandeza.
En mis tiempos de estudiante, yo y mis otros compañeros de Franconia aclamábamos a Hedwig Raabe, la actriz, o nos enamorábamos locamente del amor alegre y travieso de Rederico Grossmann. Repetíamos sus canciones y brindábamos por él en las cervecerías, pero estas bellezas de la escena no eran más que ficciones de nuestra imaginación estética o erótica. Ésta es la tragedia del hombre: confunde el escenario del teatro con el de la vida y no comprende que las mujeres son mejores actrices en el salón y en el dormitorio que frente a las candilejas. Visten sus cuerpos en forma hechicera, y como Esther, perfuman su piel con exquisitos aromas y la maceran en aceite de palma seis meses, y otros seis en canela antes de presentarse a los ojos embaucados del monarca. Si Asuero fue engañado -él, que tuvo contacto con cientos de mujeres-, puede el lector perdonarlo al pobre Fritz Nietzsche, el pequeño pastor, por haber confundido a la condesa y a la euroasiática con el mismo Dios y haber pensado que sus cuerpos eran la puerta de entrada al Paraíso, el portal de la gloria eterna.
11
Cada hombre es su propia quimera, dijo Baudelaire; y el monstruoso engaño que constituye nuestro propio ser nos aplasta. Pero las mujeres están especialmente engañadas por su naturaleza sexual, que las induce a creer que son diosas inmortales, que pueden elevar a sus amantes desde sus infiernos privados al cielo de los deleites eróticos. Mujeres como la condesa, como Cósima Wagner y hasta como Lou Salomé, no son más que gatas mimadas y voluptuosas, cuyos cuerpos flexibles y aterciopeladas patitas se insinúan arteramente en el alma de los hombres y son causa del más íntimo y profundo estrago moral y espiritual. Si Goethe hubiera penetrado un poquito más en la naturaleza femenina, habría descrito un segundo Werther arrastrado al suicidio, no por amor frustrado, sino por amor carnalmente colmado.
Un millar de Werthers se suicidan espiritualmente, destrozados en las ruedas de la lujuria, por cada uno que se salta los sesos a causa de una sirvientita idiota que se niega a abrir sus muslos a sus pasiones eróticas.
Como Schoreel (4), he de vivir para mi arte (si es que vivo); el bello sexo ha perdido todo su poder sobre mí. La vida de un pueblo reposa en sus artistas, hombres de visión creadora. Matad al artista y mataréis la vida de una nación. Siempre me he considerado un artista más que un pensador, estimando a la poesía como la metafísica más consumada. Pero si las mujeres han contribuido a mi derrumbe físico y moral, no han sido más que un simple instrumento ciego en las manos de un irónico Jehová que, para hacernos comprender el verdadero sentido de la vida, nos castiga hundiéndonos en la agonía.
Puedo decir en verdad con Dostoievski: ¡He amado; y he sufrido; pero por sobre todo, puedo realmente decir que he vivido!
Notas
(1) No es posible que todo concepto sea siempre superado.
(2) En Más allá del bien y del mal. (N. de la T.)
(3) Comparad el aforismo de Nietzsche: La vergüenza de la propia inmortalidad es uno de los peldaños de la escalera que conduce al ser humano a avergonzarse también de su propia moralidad. (N. del T. I.)
(4) Juan Schoreel, el romántico amante de madame Pichler. Madame Pichler, célebre literata alemana, murió en 1843 a los setenta y cuatro años. Seguramente Nietzsche ha de haberla leído en su juventud. (N. del T. I.)
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