VIGÉSIMA ENTREGA
CAPÍTULO SÉPTIMO (I)
1
Estoy pagando un alto precio por los seductores sueños de mi juventud; sin duda el dinero con el cual se pagan esas deudas, merma a medida que envejecemos; pagamos en moneda de oro la escoria que hemos recibido. Hay intervalos en esta casa en que parece que el mundo entero se desata en gritos delirantes y salvajes cacareos, a los que hace eco el sonido de la corneta de un lunático bávaro que cree ser el ángel Gabriel convocando a los muertos del juicio final. Estoy sumergido en la noche de Santa Valburga, el alma alumbrada por los relámpagos. Los alaridos de las brujas espantan y sus semblantes se esfuman en dos rostros de mujer, uno iluminado y otro oscuro.
Como la visión del malayo de De Quincey producida por el opio, el “rostro oculto” me aterroriza, mientras que el “rostro iluminado” me recuerda que la “lujuria” lleva una máscara angelical, detrás de la cual el demonio del deseo primario le sonríe a las ilusiones de la juventud que se inclinan hacia la gran aventura del romance.
La lujuria ha logrado enseñarme más que la literatura, y todas las bibliotecas que he devorado son palabras huecas en comparación con los besos perjuros de la condesa, de Circe que transforma a sus amantes en cerdos. Contrariamente a la oscura flor de la India que encontré una vez en un burdel de Colonia, esta belleza rubia de Bonn parecía tan distante y casta como los iluminados picos del Siebengerbirge, y sus claros cabellos resplandecían como las luces de los vendimiadores que vislumbraban mis ojos, cuando siendo estudiante retornaba del subyugante Rin.
El aspecto de un ser humano o de un edificio tiene poca relación con el contenido interior del cuerpo o de la estructura arquitectónica. Aprendí por primera vez de la condesa, que los pensamientos sólo son máscaras que ocultan nuestras verdaderas ideas sobre nosotros mismos o sobre el mundo: no manifestamos nuestros pensamientos porque a menudo no nos atrevemos a admitirlos.
En Pforta encontré por primera vez a la condesa y nuestro común interés por Humboldt nos acercó. Yo creí que compartía mi pasión por Humboldt, pero a los quince años todavía no comprendía que las mujeres piensan a través de su vagina, y que se aferran a cualquier cosa -hasta a Humboldt- para apagar las llamas de su pasión uterina.
La condesa, que tenía treinta años, soportaba la angustia del adulterio con calma considerable, observaba la inexperiencia de mi juventud con cierto horror voluptuoso y temía cuando, torpe y toscamente, se aproximaba Martín (le gustaba identificarme con Lutero para agregar un estímulo a su voluptuosidad) y, al mismo tiempo, para incitarme a explosiones de exuberancia erótica cada vez mayores. Yo era el sátiro que perseguía al sátiro gracial y aristocrático, y ella gozaba el refinamiento de su pecado, purificando el vulgar libertinaje de mis abrazos con la fría presencia de su frivolidad.
Tenía el hábito de permanecer fuera de mi dormitorio, escondida en las oscuras sombras de un olmo, y silbar dulcemente como un pinzón, una llamada extraña que la alejaba de lo humano, y parecía una voz incorpórea, una nota única en la música haendeliana del universo. ¿O debiera decir la música de Fausto de Schumann? Cuando descubrió que yo amaba a Humboldt, a Schumann, y que me gustaba hacer paseos solitarios a través del campo, la condesa agregó la caminata y Schumann a sus pasatiempos predilectos, y hacía marchas solitarias, pero siempre se las ingeniaba para descubrirme en algún arroyuelo del bosque, o en un pico de la montaña mirando abajo hacia los extensos valles verdes. Dentro de su ser existía un sabueso que me seguía el rastro por doquier, y no podía ocultarle nada; mi cuerpo, mi mente y mi alma se encontraban irremediablemente en poder de esta sirena que trataba de contenerme y al mismo tiempo me arrojaba contra las rocas.
No quiero detallar mis intimidades eróticas con la condesa, a la manera de Manon Lescaut que, como decía Napoleón, era una novela escrita para los sirvientes. Además, no puedo compartir con el abate Prévost, Stendhal o Zola. Las novelas modernas destierran todo de sus páginas, incluso el sentido común, y cometería estupro contra el arte si me empeñara en imitar a los novelistas modernos descubriendo minuciosamente el comportamiento íntimo de la condesa, con el simple propósito de escandalizar al lector con una prueba de depravación.
La condesa es el manantial secreto de mi vida intelectual y emotiva, es más que una antigua aventura amorosa: es mi destino viviente. Cuando me vi forzado a tomar opio para mitigar las agonías de mis sufrimientos físicos, ella apareció en mis ensueños de pesadilla, como el malayo de De Quincey. Es la oscura Venus del cerro hundido, la Venus de Baudelaire que a través de los siglos se volvió diabólica y destructiva, ya que no la aceptaban como deidad. Veo sus enormes muslos que me abrazan en desnudos y voluptuosos estremecimientos de terror, sus pesados y blancos pechos apretados contra la fortaleza de mi ser hasta desmoronarme como un castillo de naipes en las ruinas enmarañadas del cuerpo, mente y espíritu. Cuando vuelve hacia mí como una periódica pesadilla (mi idea del eterno retorno me fue sugerida por la condesa) recuerdo la profecía de Stendhal: Debemos abandonar todo paraíso. Este siglo está destinado a la confusión. Marchamos hacia el caos.
Esta condesa prusiana, Venus diabólica que ideaba medios para hallar placer en las más fantásticas extravagancias, me hacía partícipe de sus ímpetus y de su pasión experimental que me hubieran llevado a la locura en plena juventud, si mi arrogancia intelectual y mi deseo de cultura no hubieran actuado como un contrapeso a su incesante necesidad de fornicar. Creía ser otra Catalina de Médicis o Lucrecia Borgia, y se esforzaba en inventar nuevos deleites criminales, nuevas y sorprendentes variaciones para hacer el amor, y, al mismo tiempo, me atormentaba por haberla desviado de su casto lecho nupcial. Yo, un niño de quince años, era el cruel halcón que le había arrebatado la hembra al tórtolo, como en la parábola de Mérimée (1); yo era el búho que revoloteaba sobre la osamenta de su dicha marital.
Yo era como un ratoncillo en el fondo de un barril de cerveza vacío, imposibilitado de salir excepto cuando el pensamiento de su cuerpo desnudo se fundía en ondas electrizantes que me proyectaban, cual una fuerza gravitacional, hacia arriba en vez de hacia abajo, hacia su alto lecho cuidadosamente cubierto de cortinados para ocultarse de los escrutadores ojos de su propia conciencia. Aunque tímido como un ratón, tan esquivo y aterrorizado como se sentía Kant bajo la mirada de alguna viuda en un salón, ella me inflaba hasta el tamaño de un elefante, y se estremecía en una especie de helada agonía cuando amenazaba estrangularla por haberme humillado hasta el punto de mancillar mi calidad de ser humano. Y en mi tormento, bramaba como el hostigado e insultado sirviente de Dostoievski: Yo también soy un hombre, y para recuperar mi dignidad humana la azotaba con el látigo que guardaba en el tocador junto con sus botas de montar.
Ignorante de las extrañas perversidades de esta Venus de Baudelaire, alimentaba simplemente su deseo de autotormento y crueldad, y mientras el látigo cruzaba su torso desnudo, arqueado como el de un gato asustado, llegaba al éxtasis del deleite y recibía el delicioso terror de mi furia despertada en el ocaso de sus bestiales deseos.
2
Fue la condesa quien me enseñó la diferencia entre el amor y el deseo sexual, la vehemente pasión impersonal que dispara dardos hostiles hacia el adversario desnudo, y salta sobre el enemigo en un súbito movimiento envolvente de pantorrillas y muslos.
He dicho, al recordar a la condesa, que hay que acercarse a las mujeres armado de un látigo, pero la perversidad de la naturaleza femenina es tal, que la crueldad no acalla la lujuria, sino, por el contrario, intensifica hasta el paroxismo su deseo. El deseo de morir es tan fuerte como el de vivir, y las mujeres, que llevan la vida en su vagina, transformarían la muerte misma en un despliegue de fuegos artificiales, disparando y haciendo estallar el blanco, verde, rojo, amarillo y anaranjado en la noche de espantosa oscuridad, haciendo fuego de rebote sobre el cuerpo desnudo de la vida.
La muerte anula la vida y la vida anula la muerte en un constante espasmo de resurrecciones. La primera vez que me hizo desnudarla, mientras apagaba el velador, sentí que la garra de acero de la vida me aferraba, y sus enaguas se desprendían de su cuerpo una por una como los pétalos de un enorme heliantemo que súbitamente se hubiera sumido en la oscuridad. La condesa resplandecía blanca y desnuda entre mis brazos, como los ojos iluminados de una lechuza nocturna, rodeada de una nebulosidad ambarina, un amarillo que sugiere la muerte en su pesado resplandor. Pero desnudaba su cuerpo de azucena con tanto atrevimiento y abandono, que sólo sentía que corrompía su conciencia luterana cuando me forzaba a arrastrarme a sus pies, ya que no osaba desnudar su alma putrefacta en la misma forma que su hermoso cuerpo.
Recuerdo su último esfuerzo para alejarse de la peligrosa promiscuidad que hacía del amor una burla de la vida, y la transformaba en una flor del mal de Baudelaire, cuyas raíces están profundamente hundidas en el pozo de la muerte. El colegio, en Pforta, había sido antes un monasterio, y los dormitorios conservaban un olor monjil, el mortuorio olor de las flores marchitas. Una noche, mientras mi compañero de cuarto estaba ausente visitando a sus padres en Leipzig, se amañó para allegarse hasta mi “celda” disfrazada de muchacho, y mientras me hallaba semidormido comenzó a zurrarme con un instrumento contundente cuya naturaleza ignoro hasta hoy.
A punto de desmayarme, cambió de pronto sus tácticas, y su pasión por instruirme convirtiose en un terrible deseo de absorber en sí misma mi cuerpo joven. El gran tirano de una mujer es la mujer, como dijera Meredith (2), el novelista inglés; su vagina es una telaraña que envuelve su inteligencia y voluntad haciéndola esclava de su irresistible urgencia sexual, que la arrastra con cósmica compulsión hacia la claudicación de todos sus propósitos de alta moral. Lavando mis heridas con sus lágrimas, ostentó por primera vez el amor que San Agustín descubriera cuando abandonó a las mujeres por Dios y halló en la revirginizada María la más alta consumación de la carne.
Me dejó como un monje ruboroso que hubiera luchado con el demonio en un desierto, ganando las guirnaldas de la victoria; su amor parecía fundido en el poder, el poder de Venus que habiendo arrojado a la serpiente, siente el fluido del espíritu divino en sus pechos y en sus muslos.
En mis últimos meses de Pforta veíala, como a la inmaculada Venus griega, cuando emergía desnuda y con sus pechos blancos, del mar ansioso del hombre, para deleite del mundo, pero al final, las negras alas de murciélago de la lujuria ensombrecieron nuestro amor paradisíaco, y trajeron nuevamente los malos espíritus que convertían nuestro cielo de gloria en un tormento de infierno.
Insistía en ser el hombre, y me golpeaba donde más duele -en mi virilidad- tal como fue castigado Abelardo por los rufianes que lo castraron, alejándolo para siempre del cuerpo de Eloísa y del cuerpo de todas las mujeres, fuente de todas las delicias y todas las desesperaciones del mundo. Fue la condesa quien me enseñó que la hembra debe someterse al macho o se trastoca el orden natural, ya que presiona así, no sólo en el acto sexual, sino también en la rutina diaria de la vida individual y social.
3
Mi educación amorosa se continuó en Leipzig, donde mi pasión por la sabiduría se combinó con las prodigiosas fantasías sobre la mujer, que yo clasificaba en sagradas y profanas y preservaba así el dualismo de San Pablo de mis antepasados luteranos, que reflejaba también la división social. En el invernáculo de la condesa en Pforta había observado las plantas tropicales que extendían sus tentáculos como las piernas y los brazos de los amantes, y se retorcían y abrazaban en una gran copulación de la naturaleza, un cósmico desposorio del cielo y la tierra sorprendidos en el espasmo de la gran lujuria que mueve las ruedas de la creación. Fue en el invernáculo y a espaldas del marido, donde la condesa me hizo caer en la tentación por primera vez, ya que las plantas frescas y multicolores hicieron nacer en mí el deseo de reunir todas las delicias dispersas de la naturaleza y fundirlas en la pasión única y divina del cuerpo de la mujer, que contiene todos los éxtasis del cielo y del infierno y de la verde tierra intermedia. En el invernáculo pude captar una visión total de la vida en un vulgar orgasmo, un orgasmo de deleite; pero en Leipzig aprendí que las hijas de los pobres y de los ricos pertenecen a dos categorías muy diferentes, y es más correcto seducir a las sirvientas que a sus patronas de alta alcurnia.
4
A los quince años escribí en mi diario: Grande es el dominio de la sabiduría y eterna la búsqueda de la verdad. Descubrí en Leipzig que los estudiantes limitaban a las cervecerías y los burdeles su búsqueda de la verdad, y que era más importante practicar el arte de fornicar que estudiar los sistemas estéticos de Aristóteles y Schopenhauer.
Gracias a la instrucción de la condesa, yo era un devoto de Príapo más experto que la mayoría de mis compañeros de estudio, los cuales poco habían aprendido en los brazos de las sirvientas, excepto los vulgares abrazos derivados del artificio del tocador, donde las sutilezas eróticas de las cortesanas hindúes y japonesas se estudian tan puntillosamente como los religiosos examinan con atención cada párrafo de la Santa Biblia.
En un burdel de Leipzig conocí el oscuro reverso de la condesa, una niña semihindú, la euroasiática cuyo cuerpo oleoso y perfumado llevaba el hálito del Extremo Oriente, adiestrado durante generaciones para pasar por todas las gamas de la pasión, hasta que la lujuria misma se convertía en un gesto del alma y sólo conocía el deseo de la satisfacción erótica. Como la condesa, la oscura flor oriental hacía de su carne el centro del deleite del mundo, pero su éxtasis no estaba corrompido por el dolor de una conciencia culpable, y se daba libremente y sin pecado, así como las hijas de Idumea se entregaban a los israelitas en un ritual de autoabandono a los ritmos de la naturaleza.
¡Ay, las hijas de Canaán estaban infectadas con los males de la civilización y comunicaban su podredumbre a los hijos de Abraham, causando a su alrededor el estrago y la destrucción! La hermosa euroasiática del burdel de Leizipg es la culpable de que mi mente y mis huesos se pudran, ya que amplios muslos encerraban el veneno que mató a Heine y a mí. Me observo como si ya estuviera muerto, entregado post mortem en cuerpo, alma y mente a los fiscales del futuro, para evitar que me juzguen según sus propios prejuicios y extraigan homilías y parábolas de mis entrañas.
Heine en su lecho de muerte, y yo en la tumba de este manicomio, podemos apreciar la cósmica “ironía” llamada Jehová que nos arrastró a los brazos de la oscura y sofocante Venus, y luego nos aniquiló con el rayo de la sífilis, destrozando nuestro cuerpo, mente y alma, por haber osado cometer el mayor de los crímenes, el crimen del amor.
Muchos de mis compañeros de Franconia fueron castigados por la misma enfermedad y la curaron a tiempo. Pero yo, por mi orgullo de Prometeo y mi negligencia fatal, permití que los venenos se acumularan dentro de mí hasta que he llegado a ser la cloaca colmada de los ponzoñosos desperdicios de un barrio de covachas, donde las muchachas vagan por las calles y descargan su venganza sobre la ciudad que condena al pobre a la miseria y a la corrupción. La sífilis constituye el arma del pobre contra el rico y, probablemente, contagié mi infección a la condesa, ya que su segundo hijo fue un idiota mogólico, y sin duda el fruto maldito de nuestra unión.
Con una sensación de alivio huí de Pforta para ir a Leipzig, como si el ángel de nuestra última hora de Richter hubiera abandonado su esfuerzo para llevarme en sus negras alas, aunque no pude arrojar de mi sangre el recuerdo de la condesa y de la euroasiática. Eran una parte integral del mundo de luz y sombras, y cuando veo detrás de la ventana del manicomio un pájaro blanco que pasa en la oscuridad, pienso en ambas, que separaron mi universo en negro y blanco hasta que se fusionaron en el gris inarticulado de nuestro siglo muerto y disoluto.
Jeder Mensch hat Seine Narrheir (3), escribía Tieck a Kopke. Tieck, con su sentido de la cósmica ironía pudo apreciar el dilema de mi vida, mi miedo al amor que se combinaba con el amor al miedo y provocaba una sensación de horror en mi mente, forzándome a huir de los deleites incestuosos para volcarme en los brazos de las rameras sifilíticas y prostitutas aristocráticas.
Los barnizados cadáveres, los esqueletos con esencia de almizcle, los cráneos perfumados que hacen eco a mi locura en la ventana de este manicomio, ésas son las lúgubres imágenes que evoca mi cerebro enfermo, sólidos fantasmas que giran alrededor del blanco y desnudo cuerpo de la condesa, aterrorizada por su desnudez y transformado su terror en un culto de la brutalidad erótica. Y luego para borrar a la condesa, el cuerpo de ébano de la euroasiática, impúdica en su desnudez, y deleitada por la idea de que los hombres pueden ser atraídos por la carne desnuda como las moscas por un pote de miel.
Mi talón de Aquiles, el defecto, o locura (como Tieck prefería llamarlo) era la condesa, que simboliza en mi mente la fragilidad de la naturaleza humana y me obligó luego a abjurar de todos los hombres y sostener mi fe imperecedera del Superhombre del futuro. Su tétrico encanto, como la desintegrante belleza de Venus, tenía un atractivo irresistible para mí, y quise superarlo sumergiéndome en la música de Wagner y en los brazos de Cósima, su amante, la Brunilda de mis sueños. Pero desgraciadamente descubrí que Wagner y Cósima formaban parte del mundo decadente y filisteo del que ansiaba escapar, y que el wagnerianismo sólo era otro síntoma de la decadencia occidental. Wagner, como Baudelaire, sólo habían creado un nuevo estremecimiento, como Hugo hacía notar, en el cual fui atrapado por el gélido abrazo de la rubia condesa.
La condesa fue producto del mundo de la imaginación, que constituye el mundo de la “eternidad”, y por ello permaneció conmigo hasta el fin. Si aceptamos la tesis de que la mente del hombre es inmortal, probablemente me perseguirá más allá de la tumba. Me pregunto algunas veces si era una criatura del mundo material o un fantasma creado por mi íntima necesidad de personificar las perversidades de nuestra naturaleza brutal. Pero recuerdo perfectamente el día que marchaba con mis compañeros de Franconia, exaltados por la orgía de la noche anterior, cuando gritábamos y cantábamos, y con dolor noté que los pantalones de mi uniforme de desfile estaban rasgados en la parte de atrás, y mostraban un pedazo de mis prendas interiores de lana. Fue entonces que su risa alegre e impúdica se elevó sobre mi turbación, y supe que la condesa había atrapado la presa destinada a someterse para siempre a su voluntad.
En un café italiano frecuentado por estudiantes reveló que era viuda: el conde, harto de sus libertinajes, se encerró en su establo, le prendió fuego y se descerrajó un balazo en el cráneo. Recuerdo bien a su marido: usaba barba y era bien plantado: parecía un “pashá” oriental que se sentaba con dignidad en un sillón endoselado, y discutíamos sobre filosofía, filología, teología, política y ciencia militar, temas que yo estudiaba continuamente pero que él ignoraba por completo. Cuando descubrió que su adorada y bella esposa era una Mesalina que mezclaba su sangre real con vulgares plebeyos como yo, su aristocrática arrogancia recibió una sacudida fatal y sólo pudo vengar el insulto suicidándose, como hacen los orientales cuando se hieren mortalmente frente a la puerta de sus enemigos.
La condesa usaba un extraño perfume y yo lo respiraba; mi ser se impregnaba de la fragancia de su blanco cuerpo recubierto en alba seda y terminado en un moño del cual flotaba una pluma blanca, símbolo de mi derrota espiritual.
Yo estaba sumergido en ella, sumergido en una sinfonía en blanco, mientras a mi alrededor el mundo se hacía cada vez más gris en el ocaso de los dioses.
Cuando se extendía desnuda sobre la cama, me pedía que me apartara de su cuerpo y hacía el signo de la cruz, e inmediatamente estallaba en una risa estrepitosa. Me reveló entonces que uno de sus amantes fue un obispo, y cuando se encontraba con ella en la cama siempre hacía el signo de la cruz.
En su mente pervertida, era yo un pastor luterano del cual sólo podía gozar al mezclar su deseo con la sensación de lo prohibido, como madame Montespan que intervenía en los ritos blasfemos de la Misa Negra, y gozaba los éxtasis de la desnudez, los voluptuosos estremecimientos de lo condenable.
Notas
(1) En Colomba. (Nota del T. I.)
(2) Nietzsche está en un error: fue Thackeray quien hizo esta observación en su Feria de vanidades. (N. del T. I.)
(3) Cada ser humano tiene una locura.
CAPÍTULO SÉPTIMO (I)
1
Estoy pagando un alto precio por los seductores sueños de mi juventud; sin duda el dinero con el cual se pagan esas deudas, merma a medida que envejecemos; pagamos en moneda de oro la escoria que hemos recibido. Hay intervalos en esta casa en que parece que el mundo entero se desata en gritos delirantes y salvajes cacareos, a los que hace eco el sonido de la corneta de un lunático bávaro que cree ser el ángel Gabriel convocando a los muertos del juicio final. Estoy sumergido en la noche de Santa Valburga, el alma alumbrada por los relámpagos. Los alaridos de las brujas espantan y sus semblantes se esfuman en dos rostros de mujer, uno iluminado y otro oscuro.
Como la visión del malayo de De Quincey producida por el opio, el “rostro oculto” me aterroriza, mientras que el “rostro iluminado” me recuerda que la “lujuria” lleva una máscara angelical, detrás de la cual el demonio del deseo primario le sonríe a las ilusiones de la juventud que se inclinan hacia la gran aventura del romance.
La lujuria ha logrado enseñarme más que la literatura, y todas las bibliotecas que he devorado son palabras huecas en comparación con los besos perjuros de la condesa, de Circe que transforma a sus amantes en cerdos. Contrariamente a la oscura flor de la India que encontré una vez en un burdel de Colonia, esta belleza rubia de Bonn parecía tan distante y casta como los iluminados picos del Siebengerbirge, y sus claros cabellos resplandecían como las luces de los vendimiadores que vislumbraban mis ojos, cuando siendo estudiante retornaba del subyugante Rin.
El aspecto de un ser humano o de un edificio tiene poca relación con el contenido interior del cuerpo o de la estructura arquitectónica. Aprendí por primera vez de la condesa, que los pensamientos sólo son máscaras que ocultan nuestras verdaderas ideas sobre nosotros mismos o sobre el mundo: no manifestamos nuestros pensamientos porque a menudo no nos atrevemos a admitirlos.
En Pforta encontré por primera vez a la condesa y nuestro común interés por Humboldt nos acercó. Yo creí que compartía mi pasión por Humboldt, pero a los quince años todavía no comprendía que las mujeres piensan a través de su vagina, y que se aferran a cualquier cosa -hasta a Humboldt- para apagar las llamas de su pasión uterina.
La condesa, que tenía treinta años, soportaba la angustia del adulterio con calma considerable, observaba la inexperiencia de mi juventud con cierto horror voluptuoso y temía cuando, torpe y toscamente, se aproximaba Martín (le gustaba identificarme con Lutero para agregar un estímulo a su voluptuosidad) y, al mismo tiempo, para incitarme a explosiones de exuberancia erótica cada vez mayores. Yo era el sátiro que perseguía al sátiro gracial y aristocrático, y ella gozaba el refinamiento de su pecado, purificando el vulgar libertinaje de mis abrazos con la fría presencia de su frivolidad.
Tenía el hábito de permanecer fuera de mi dormitorio, escondida en las oscuras sombras de un olmo, y silbar dulcemente como un pinzón, una llamada extraña que la alejaba de lo humano, y parecía una voz incorpórea, una nota única en la música haendeliana del universo. ¿O debiera decir la música de Fausto de Schumann? Cuando descubrió que yo amaba a Humboldt, a Schumann, y que me gustaba hacer paseos solitarios a través del campo, la condesa agregó la caminata y Schumann a sus pasatiempos predilectos, y hacía marchas solitarias, pero siempre se las ingeniaba para descubrirme en algún arroyuelo del bosque, o en un pico de la montaña mirando abajo hacia los extensos valles verdes. Dentro de su ser existía un sabueso que me seguía el rastro por doquier, y no podía ocultarle nada; mi cuerpo, mi mente y mi alma se encontraban irremediablemente en poder de esta sirena que trataba de contenerme y al mismo tiempo me arrojaba contra las rocas.
No quiero detallar mis intimidades eróticas con la condesa, a la manera de Manon Lescaut que, como decía Napoleón, era una novela escrita para los sirvientes. Además, no puedo compartir con el abate Prévost, Stendhal o Zola. Las novelas modernas destierran todo de sus páginas, incluso el sentido común, y cometería estupro contra el arte si me empeñara en imitar a los novelistas modernos descubriendo minuciosamente el comportamiento íntimo de la condesa, con el simple propósito de escandalizar al lector con una prueba de depravación.
La condesa es el manantial secreto de mi vida intelectual y emotiva, es más que una antigua aventura amorosa: es mi destino viviente. Cuando me vi forzado a tomar opio para mitigar las agonías de mis sufrimientos físicos, ella apareció en mis ensueños de pesadilla, como el malayo de De Quincey. Es la oscura Venus del cerro hundido, la Venus de Baudelaire que a través de los siglos se volvió diabólica y destructiva, ya que no la aceptaban como deidad. Veo sus enormes muslos que me abrazan en desnudos y voluptuosos estremecimientos de terror, sus pesados y blancos pechos apretados contra la fortaleza de mi ser hasta desmoronarme como un castillo de naipes en las ruinas enmarañadas del cuerpo, mente y espíritu. Cuando vuelve hacia mí como una periódica pesadilla (mi idea del eterno retorno me fue sugerida por la condesa) recuerdo la profecía de Stendhal: Debemos abandonar todo paraíso. Este siglo está destinado a la confusión. Marchamos hacia el caos.
Esta condesa prusiana, Venus diabólica que ideaba medios para hallar placer en las más fantásticas extravagancias, me hacía partícipe de sus ímpetus y de su pasión experimental que me hubieran llevado a la locura en plena juventud, si mi arrogancia intelectual y mi deseo de cultura no hubieran actuado como un contrapeso a su incesante necesidad de fornicar. Creía ser otra Catalina de Médicis o Lucrecia Borgia, y se esforzaba en inventar nuevos deleites criminales, nuevas y sorprendentes variaciones para hacer el amor, y, al mismo tiempo, me atormentaba por haberla desviado de su casto lecho nupcial. Yo, un niño de quince años, era el cruel halcón que le había arrebatado la hembra al tórtolo, como en la parábola de Mérimée (1); yo era el búho que revoloteaba sobre la osamenta de su dicha marital.
Yo era como un ratoncillo en el fondo de un barril de cerveza vacío, imposibilitado de salir excepto cuando el pensamiento de su cuerpo desnudo se fundía en ondas electrizantes que me proyectaban, cual una fuerza gravitacional, hacia arriba en vez de hacia abajo, hacia su alto lecho cuidadosamente cubierto de cortinados para ocultarse de los escrutadores ojos de su propia conciencia. Aunque tímido como un ratón, tan esquivo y aterrorizado como se sentía Kant bajo la mirada de alguna viuda en un salón, ella me inflaba hasta el tamaño de un elefante, y se estremecía en una especie de helada agonía cuando amenazaba estrangularla por haberme humillado hasta el punto de mancillar mi calidad de ser humano. Y en mi tormento, bramaba como el hostigado e insultado sirviente de Dostoievski: Yo también soy un hombre, y para recuperar mi dignidad humana la azotaba con el látigo que guardaba en el tocador junto con sus botas de montar.
Ignorante de las extrañas perversidades de esta Venus de Baudelaire, alimentaba simplemente su deseo de autotormento y crueldad, y mientras el látigo cruzaba su torso desnudo, arqueado como el de un gato asustado, llegaba al éxtasis del deleite y recibía el delicioso terror de mi furia despertada en el ocaso de sus bestiales deseos.
2
Fue la condesa quien me enseñó la diferencia entre el amor y el deseo sexual, la vehemente pasión impersonal que dispara dardos hostiles hacia el adversario desnudo, y salta sobre el enemigo en un súbito movimiento envolvente de pantorrillas y muslos.
He dicho, al recordar a la condesa, que hay que acercarse a las mujeres armado de un látigo, pero la perversidad de la naturaleza femenina es tal, que la crueldad no acalla la lujuria, sino, por el contrario, intensifica hasta el paroxismo su deseo. El deseo de morir es tan fuerte como el de vivir, y las mujeres, que llevan la vida en su vagina, transformarían la muerte misma en un despliegue de fuegos artificiales, disparando y haciendo estallar el blanco, verde, rojo, amarillo y anaranjado en la noche de espantosa oscuridad, haciendo fuego de rebote sobre el cuerpo desnudo de la vida.
La muerte anula la vida y la vida anula la muerte en un constante espasmo de resurrecciones. La primera vez que me hizo desnudarla, mientras apagaba el velador, sentí que la garra de acero de la vida me aferraba, y sus enaguas se desprendían de su cuerpo una por una como los pétalos de un enorme heliantemo que súbitamente se hubiera sumido en la oscuridad. La condesa resplandecía blanca y desnuda entre mis brazos, como los ojos iluminados de una lechuza nocturna, rodeada de una nebulosidad ambarina, un amarillo que sugiere la muerte en su pesado resplandor. Pero desnudaba su cuerpo de azucena con tanto atrevimiento y abandono, que sólo sentía que corrompía su conciencia luterana cuando me forzaba a arrastrarme a sus pies, ya que no osaba desnudar su alma putrefacta en la misma forma que su hermoso cuerpo.
Recuerdo su último esfuerzo para alejarse de la peligrosa promiscuidad que hacía del amor una burla de la vida, y la transformaba en una flor del mal de Baudelaire, cuyas raíces están profundamente hundidas en el pozo de la muerte. El colegio, en Pforta, había sido antes un monasterio, y los dormitorios conservaban un olor monjil, el mortuorio olor de las flores marchitas. Una noche, mientras mi compañero de cuarto estaba ausente visitando a sus padres en Leipzig, se amañó para allegarse hasta mi “celda” disfrazada de muchacho, y mientras me hallaba semidormido comenzó a zurrarme con un instrumento contundente cuya naturaleza ignoro hasta hoy.
A punto de desmayarme, cambió de pronto sus tácticas, y su pasión por instruirme convirtiose en un terrible deseo de absorber en sí misma mi cuerpo joven. El gran tirano de una mujer es la mujer, como dijera Meredith (2), el novelista inglés; su vagina es una telaraña que envuelve su inteligencia y voluntad haciéndola esclava de su irresistible urgencia sexual, que la arrastra con cósmica compulsión hacia la claudicación de todos sus propósitos de alta moral. Lavando mis heridas con sus lágrimas, ostentó por primera vez el amor que San Agustín descubriera cuando abandonó a las mujeres por Dios y halló en la revirginizada María la más alta consumación de la carne.
Me dejó como un monje ruboroso que hubiera luchado con el demonio en un desierto, ganando las guirnaldas de la victoria; su amor parecía fundido en el poder, el poder de Venus que habiendo arrojado a la serpiente, siente el fluido del espíritu divino en sus pechos y en sus muslos.
En mis últimos meses de Pforta veíala, como a la inmaculada Venus griega, cuando emergía desnuda y con sus pechos blancos, del mar ansioso del hombre, para deleite del mundo, pero al final, las negras alas de murciélago de la lujuria ensombrecieron nuestro amor paradisíaco, y trajeron nuevamente los malos espíritus que convertían nuestro cielo de gloria en un tormento de infierno.
Insistía en ser el hombre, y me golpeaba donde más duele -en mi virilidad- tal como fue castigado Abelardo por los rufianes que lo castraron, alejándolo para siempre del cuerpo de Eloísa y del cuerpo de todas las mujeres, fuente de todas las delicias y todas las desesperaciones del mundo. Fue la condesa quien me enseñó que la hembra debe someterse al macho o se trastoca el orden natural, ya que presiona así, no sólo en el acto sexual, sino también en la rutina diaria de la vida individual y social.
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Mi educación amorosa se continuó en Leipzig, donde mi pasión por la sabiduría se combinó con las prodigiosas fantasías sobre la mujer, que yo clasificaba en sagradas y profanas y preservaba así el dualismo de San Pablo de mis antepasados luteranos, que reflejaba también la división social. En el invernáculo de la condesa en Pforta había observado las plantas tropicales que extendían sus tentáculos como las piernas y los brazos de los amantes, y se retorcían y abrazaban en una gran copulación de la naturaleza, un cósmico desposorio del cielo y la tierra sorprendidos en el espasmo de la gran lujuria que mueve las ruedas de la creación. Fue en el invernáculo y a espaldas del marido, donde la condesa me hizo caer en la tentación por primera vez, ya que las plantas frescas y multicolores hicieron nacer en mí el deseo de reunir todas las delicias dispersas de la naturaleza y fundirlas en la pasión única y divina del cuerpo de la mujer, que contiene todos los éxtasis del cielo y del infierno y de la verde tierra intermedia. En el invernáculo pude captar una visión total de la vida en un vulgar orgasmo, un orgasmo de deleite; pero en Leipzig aprendí que las hijas de los pobres y de los ricos pertenecen a dos categorías muy diferentes, y es más correcto seducir a las sirvientas que a sus patronas de alta alcurnia.
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A los quince años escribí en mi diario: Grande es el dominio de la sabiduría y eterna la búsqueda de la verdad. Descubrí en Leipzig que los estudiantes limitaban a las cervecerías y los burdeles su búsqueda de la verdad, y que era más importante practicar el arte de fornicar que estudiar los sistemas estéticos de Aristóteles y Schopenhauer.
Gracias a la instrucción de la condesa, yo era un devoto de Príapo más experto que la mayoría de mis compañeros de estudio, los cuales poco habían aprendido en los brazos de las sirvientas, excepto los vulgares abrazos derivados del artificio del tocador, donde las sutilezas eróticas de las cortesanas hindúes y japonesas se estudian tan puntillosamente como los religiosos examinan con atención cada párrafo de la Santa Biblia.
En un burdel de Leipzig conocí el oscuro reverso de la condesa, una niña semihindú, la euroasiática cuyo cuerpo oleoso y perfumado llevaba el hálito del Extremo Oriente, adiestrado durante generaciones para pasar por todas las gamas de la pasión, hasta que la lujuria misma se convertía en un gesto del alma y sólo conocía el deseo de la satisfacción erótica. Como la condesa, la oscura flor oriental hacía de su carne el centro del deleite del mundo, pero su éxtasis no estaba corrompido por el dolor de una conciencia culpable, y se daba libremente y sin pecado, así como las hijas de Idumea se entregaban a los israelitas en un ritual de autoabandono a los ritmos de la naturaleza.
¡Ay, las hijas de Canaán estaban infectadas con los males de la civilización y comunicaban su podredumbre a los hijos de Abraham, causando a su alrededor el estrago y la destrucción! La hermosa euroasiática del burdel de Leizipg es la culpable de que mi mente y mis huesos se pudran, ya que amplios muslos encerraban el veneno que mató a Heine y a mí. Me observo como si ya estuviera muerto, entregado post mortem en cuerpo, alma y mente a los fiscales del futuro, para evitar que me juzguen según sus propios prejuicios y extraigan homilías y parábolas de mis entrañas.
Heine en su lecho de muerte, y yo en la tumba de este manicomio, podemos apreciar la cósmica “ironía” llamada Jehová que nos arrastró a los brazos de la oscura y sofocante Venus, y luego nos aniquiló con el rayo de la sífilis, destrozando nuestro cuerpo, mente y alma, por haber osado cometer el mayor de los crímenes, el crimen del amor.
Muchos de mis compañeros de Franconia fueron castigados por la misma enfermedad y la curaron a tiempo. Pero yo, por mi orgullo de Prometeo y mi negligencia fatal, permití que los venenos se acumularan dentro de mí hasta que he llegado a ser la cloaca colmada de los ponzoñosos desperdicios de un barrio de covachas, donde las muchachas vagan por las calles y descargan su venganza sobre la ciudad que condena al pobre a la miseria y a la corrupción. La sífilis constituye el arma del pobre contra el rico y, probablemente, contagié mi infección a la condesa, ya que su segundo hijo fue un idiota mogólico, y sin duda el fruto maldito de nuestra unión.
Con una sensación de alivio huí de Pforta para ir a Leipzig, como si el ángel de nuestra última hora de Richter hubiera abandonado su esfuerzo para llevarme en sus negras alas, aunque no pude arrojar de mi sangre el recuerdo de la condesa y de la euroasiática. Eran una parte integral del mundo de luz y sombras, y cuando veo detrás de la ventana del manicomio un pájaro blanco que pasa en la oscuridad, pienso en ambas, que separaron mi universo en negro y blanco hasta que se fusionaron en el gris inarticulado de nuestro siglo muerto y disoluto.
Jeder Mensch hat Seine Narrheir (3), escribía Tieck a Kopke. Tieck, con su sentido de la cósmica ironía pudo apreciar el dilema de mi vida, mi miedo al amor que se combinaba con el amor al miedo y provocaba una sensación de horror en mi mente, forzándome a huir de los deleites incestuosos para volcarme en los brazos de las rameras sifilíticas y prostitutas aristocráticas.
Los barnizados cadáveres, los esqueletos con esencia de almizcle, los cráneos perfumados que hacen eco a mi locura en la ventana de este manicomio, ésas son las lúgubres imágenes que evoca mi cerebro enfermo, sólidos fantasmas que giran alrededor del blanco y desnudo cuerpo de la condesa, aterrorizada por su desnudez y transformado su terror en un culto de la brutalidad erótica. Y luego para borrar a la condesa, el cuerpo de ébano de la euroasiática, impúdica en su desnudez, y deleitada por la idea de que los hombres pueden ser atraídos por la carne desnuda como las moscas por un pote de miel.
Mi talón de Aquiles, el defecto, o locura (como Tieck prefería llamarlo) era la condesa, que simboliza en mi mente la fragilidad de la naturaleza humana y me obligó luego a abjurar de todos los hombres y sostener mi fe imperecedera del Superhombre del futuro. Su tétrico encanto, como la desintegrante belleza de Venus, tenía un atractivo irresistible para mí, y quise superarlo sumergiéndome en la música de Wagner y en los brazos de Cósima, su amante, la Brunilda de mis sueños. Pero desgraciadamente descubrí que Wagner y Cósima formaban parte del mundo decadente y filisteo del que ansiaba escapar, y que el wagnerianismo sólo era otro síntoma de la decadencia occidental. Wagner, como Baudelaire, sólo habían creado un nuevo estremecimiento, como Hugo hacía notar, en el cual fui atrapado por el gélido abrazo de la rubia condesa.
La condesa fue producto del mundo de la imaginación, que constituye el mundo de la “eternidad”, y por ello permaneció conmigo hasta el fin. Si aceptamos la tesis de que la mente del hombre es inmortal, probablemente me perseguirá más allá de la tumba. Me pregunto algunas veces si era una criatura del mundo material o un fantasma creado por mi íntima necesidad de personificar las perversidades de nuestra naturaleza brutal. Pero recuerdo perfectamente el día que marchaba con mis compañeros de Franconia, exaltados por la orgía de la noche anterior, cuando gritábamos y cantábamos, y con dolor noté que los pantalones de mi uniforme de desfile estaban rasgados en la parte de atrás, y mostraban un pedazo de mis prendas interiores de lana. Fue entonces que su risa alegre e impúdica se elevó sobre mi turbación, y supe que la condesa había atrapado la presa destinada a someterse para siempre a su voluntad.
En un café italiano frecuentado por estudiantes reveló que era viuda: el conde, harto de sus libertinajes, se encerró en su establo, le prendió fuego y se descerrajó un balazo en el cráneo. Recuerdo bien a su marido: usaba barba y era bien plantado: parecía un “pashá” oriental que se sentaba con dignidad en un sillón endoselado, y discutíamos sobre filosofía, filología, teología, política y ciencia militar, temas que yo estudiaba continuamente pero que él ignoraba por completo. Cuando descubrió que su adorada y bella esposa era una Mesalina que mezclaba su sangre real con vulgares plebeyos como yo, su aristocrática arrogancia recibió una sacudida fatal y sólo pudo vengar el insulto suicidándose, como hacen los orientales cuando se hieren mortalmente frente a la puerta de sus enemigos.
La condesa usaba un extraño perfume y yo lo respiraba; mi ser se impregnaba de la fragancia de su blanco cuerpo recubierto en alba seda y terminado en un moño del cual flotaba una pluma blanca, símbolo de mi derrota espiritual.
Yo estaba sumergido en ella, sumergido en una sinfonía en blanco, mientras a mi alrededor el mundo se hacía cada vez más gris en el ocaso de los dioses.
Cuando se extendía desnuda sobre la cama, me pedía que me apartara de su cuerpo y hacía el signo de la cruz, e inmediatamente estallaba en una risa estrepitosa. Me reveló entonces que uno de sus amantes fue un obispo, y cuando se encontraba con ella en la cama siempre hacía el signo de la cruz.
En su mente pervertida, era yo un pastor luterano del cual sólo podía gozar al mezclar su deseo con la sensación de lo prohibido, como madame Montespan que intervenía en los ritos blasfemos de la Misa Negra, y gozaba los éxtasis de la desnudez, los voluptuosos estremecimientos de lo condenable.
Notas
(1) En Colomba. (Nota del T. I.)
(2) Nietzsche está en un error: fue Thackeray quien hizo esta observación en su Feria de vanidades. (N. del T. I.)
(3) Cada ser humano tiene una locura.
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