EL TORTURADOR
ADELANTO DEL PRIMER CAPÍTULO DE LA ÚLTIMA NOVELA DE
SAÚL IBARGOYEN (EDICIONES EÓN 2010)
(a Wilbur y Ben, hijos del horror y el desencanto)
Capítulo 1.
“¡Póngase de pie el acusado!”
SAÚL IBARGOYEN (EDICIONES EÓN 2010)
(a Wilbur y Ben, hijos del horror y el desencanto)
Capítulo 1.
“¡Póngase de pie el acusado!”
La voz avozarronada del juez cívico-oligárquico-militar construyó en el inmediato después un abarcador y rígido silencio. Era su modo instantáneo de callar, de remitirse paladar y lengua adentro. Hasta la masa encefálica que había generado la voznada entró en ese duro silenciamiento. Por breve trozo temporal.
“Bien… paradito y derechito como debe ser, mirando al frente, a la autoridad legal” añadió la voz en un tono menos inflexible.
Enseguida: “Dígame sus señas completas, sargento primero Escipión Carrasco, para precisiones necesarias en esta sesión del cuarto nivel judicial, de acuerdo con el artículo veinte, sección hache, agregado catorce, derivado once y medio…”
Alrededor del acusado quedaban todavía, al parecer, algunos ripios del silencio que antes mencionara el narrador de esta historia. Por eso se demoró la respuesta, o sencillamente el palabrerío del señor juez debió trasladarse con su costo neuronal hasta los centros de una conciencia tal vez balbuceante; a saber, pues... ¿Importa demasiado?
Finalmente, respondió con pegajosa lentitud el reo:
“Vivo en la capital, en el barrio de Los Zopilotes, cerca del cuartel… del noveno de caballería. Allí presté servicios, pero en la sección de camisas doradas hasta que fui alzado a cabo… aunque eso fue de boquilla, nunca me dieron mi confirmación en papel… luego yo pasé a la sección de seguridad ciudadana, que depende… dependía de la seguridad militar general, con atención a movimientos de masas y a desórdenes en las vías públicas… fui subido a sargento pero nunca me pusieron mis galones… yo siempre tuve un número, el…”
“¿Y su nombre, acusado? Tiene que decirlo usted, para que tenga valor jurídico.”
“¡Uy, sí señor! Me llamo Escipión Carrasco, me dicen el Macho o el Machito, hijo de Tricornio Carrasco, soltero todavía… él, no yo…, bueno, yo también, y de madre desconocida…”
“¿Cómo que de madre desconocida? ¿Si lo único seguro en la paternidad es la mamacita?”
Suponemos que el magistrado barruntó que no había revisado personalmente la documentación del caso, y eso fue causa de furia castrense: “¡Pinche asistente! ¡Hay que echarle ojo propio a todo! ¡Aunque ya sepa todo!” tal vez se dijo en los adentros.
“Mi señor juez cí… cívico-olig…-militar: eso dice en el papelito que mi padre, Tricornio Carrasco, muerto en soltería y ya retirado del servicio policiaco por la misma causa… de fallecimiento… le decía… sí, mi padre me dijo una vez que había conseguido ese papel con la constancia del juzgado, así está escribido… Pero el papelito no apareció…”
“¿De qué leyes sale la autorización para que un… ciudadano exista si no tiene madre… conocida? ¿Cómo hacemos para que usted pueda nacer y para que podamos darle su veredicto? ¿Quién fue el abogado militar de nuestro cuerpo de centuriones que lo asiste en este juicio? ¿Es que las leyes nuestras, luego de años de poderes de facto, ya no sirven para un carajo?” vociferó algo el juez, sin disculparse por la palabreja final.
Surgieron los decires de un asistente que aquí no tendrá nombre; era el encargado de alcanzarle la papelería al señor juez, de organizar los detalles del procedimiento judicial, de servirle su café con un tin de leche cruda y dos raciones de azúcar, de llevar control de asistencias y de faltas. El asistente, pues, expresó:
“El capitán y doctor Estridencio Salsipuedes no se halla entre los presentes, debe de estar con los que no vinieron, los ambos testigos, mi señor juez…”
“Pues sí, siempre estamos en algún sitio, ¿no? ¡Asistente, tráigame a ese doctorcito de uniforme, ya mero!” casi expulsó la frase como de aliento que ladra.
“Al tiro me salgo, señor juez… Debe de andar por el casino de oficiales, es la hora de su aperitivo del mediodía…” y el asistente traspasó la única puerta de la sala, sin entender el por qué de la necesidad de que el abogado defensor compareciera.
El señor juez de triple condición sintió que le ardía la vejiga.
Y también salió por la misma puerta, de volada hacia el baño que estaba a su derecha y, como siempre, al fondo. Apenas pudo manotear su arrugado tubo de descarga, que un poco expandió la piel y las usadas carnes en el acto urinario. Se higienizó las manos, examinándolas como a esos añejos instrumentos que a veces experimentan la pulsión de escribir sobre ciertos eventos no oralmente socializados por sus portadores; eventos que se asocian con las primigenias masturbaciones, con las mugres del ánima, con los gritos de los supliciados, con las prisiones secretas embarradas de inmundicia, con los actos que son culpas por sí mismos y sin valor agregado, con la sucias verbalizaciones contra un hijo indeseado o contra los enemigos de la patria, con la redacción de sórdidos manuales, con las relaciones no matrimoniales a las pocas de un primer casamiento, con la fayuca de vestiduras made in India y de objetos electrónicos made in China en acuerdo con los centuriones de la juntovecina República de Argentoris, con la adulteración de documentos para apresurar el acceso al grado de general que, finalmente, le concediera la logia Tabaré, con… etcétera.
Se lavó las manotas nuevamente, las miró y remiró, dijo como si leyera eso que fue anotado antes:
“Jamás escribiré mis memorias, ¡joder! Ni que tuviera yo mala conciencia o vocación de bestiaseller… ¿Para qué soy ahora juez?”
Terminó de secarse la diestra con la siniestra y al revés, agregó:
“Con ir cada tanto a la catedral y echarnos unas rápidas confesiones, alcanza… Nadie tiene por qué decirlo todo… ”
No quiso añadir a su sonora reflexión el recuerdo que, como un fulgor, le cruzó los centros de la memoria. Sí, el curita aquel de origen vasco, el padre Iturrieta, el que escondía propaganda de los subversivos ¡en el confesionario! Lo pescaron gracias a una de las viejitas mochas y bien chupa sotanas que tenían como espiona en la mera catedral.
A él, en aquel momento nada más que el coronel Dunviro Retícula, le correspondió hacer el arresto. A patadas lo extrajo del templo y lo metió en la camioneta… Él solo, los soldados de la compañía de asalto simplemente miraron, “era otra instancia, el curita no fue a parar a Solferino…” Pero, ¿por qué esa reminiscencia tan de golpe surgida?
“Puta, me está pasando cada vez más seguido…” se pensó mientras cruzaba la puerta de la sala; no había visto el pasillo ni supo cómo dobló a la izquierda para volver al gran escritorio con su alzada bandera patria, y los papeles, los expedientes ya caratulados, las panzonas carpetas correspondientes al acusado, las hojas desprendidas, las plumas fatigadas, los lápices despuntados, los vasos resecos, la broncínea campanilla de orden, el cenicero de anchos metales, el martillo enorme digno de Thor o Sucellus o Daiko ku para confirmar cada veredicto.
Ya sentado, echó unas vistas al paisaje por encima de la posición del reo, como quien pasa un espejo frente a una quieta realidad: dos soldados semi firmes a los lados de la puerta apoyándose en sus rifles, un asistente de menor jerarquía (auxiliar segundo) a la espera de órdenes y mandatos, un secretario de actas cambiando la cinta de su castigada Olivetti, varias sillas solitarias y desalineadas, un ventanal de cortinas endurecidas por el polvo y el sol, unas paredes claras para dar ilusión de mayores espacios… A sus espaldas estaba el retrato cuadrangular del doctor Agosto María Sangronetti, presidente gracias al voto de la asamblea legislativa formada a huevo por los centuriones de la logia Tabaré, y que sirviera para reinstalar al Estado Mesoriental en su condición seudo democrática de unos años atrás, “¿cuántos añitos?” Aquella cara de intelectual avispado y perverso, con sus tremendas cejas que parecían gusanos autónomos, disgustaba al señor juez, así que dejó sin mirar ese fragmento del paisaje oficinesco. Pasada la dictadura, es decir, “el gobierno de facto” o “el proceso de transición a la democracia” de milicos y ricachones, era más tranquilizador mirar hacia delante.
“¡Coño! ¡Vea usted esos uniformes, del verde al gris casi, y esos modos soldadescos baratos de pararse y de estar sentados, y los pisos sin una barrida, y la lámpara del techo, bronce sin lustre y cristales mugrosos, y mierdas de moscones y de arañas!” se pensó el señor juez.
Enseguida: “¡Esto ya es decadencia! ¡Y el puto del fiscal que no vino! ¡Estos jodidos creen que la justicia se hace sola! ¡Que los tiempos no cambiaron!”
No agregó a su pensamiento ni a los testigos ni al abogado defensor, seguro que para no cargar demasiado el ánimo, que sentía crecer en su desespero.
Mas, ¿qué hacía entre tanto el asistente? Pues llegó sin prisa al local adjunto, adonde funcionaba el casino de oficiales. Pocos usuarios allí se encontraban, “como ovejas sueltas en un campo descuidado” se entredijo el funcionario. Buscó a punta de ojo, y a una mesa pegada a la ventana del centro, o sea hacia la izquierda del hombre que atendía el mostrador desolado, percibió la desprolija figura del abogado defensor, capitán Estridencio Salsipuedes.
Tres copas se alzaban en el centro de la tabla desnuda, varios círculos que aún no se evaporaban marcaban el tránsito y los ritmos del bebedor. Dos de las copas bien viudas, ajenas en ese momento a su oficio de contener el reconfortante aunque modesto aperitivo que el doctor-capitán consumía allí mismo, a diario. ¿Por qué modesto? Si preguntáramos al asistente diría: “¡Un pinche vermú con caña o una pinche grapa con vermú! Hace bien poco era el whisky…”
Estridencio Salsipuedes reconoció al asistente, le puso un postrer lengüetazo al continente de dudoso cristal, dijo:
“Seguro que vienes a buscarme, por indicación del señor juez. No sé para qué, pues, si él solito puede resolver el caso…”
“Sí señor capitán, el general Dunviro lo espera para cerrar sentencia definitiva, asegún el artículo veinte...”
“Ta bien, ta bien, dile que voy de rápido. Tengo que refrescarme, orinar y echarme una pasadita de peine” respondió con flojera el abogado defensor.
“Sí señor capitán” y en diciendo de ese breve modo el asistente se peló hacia la sala pero al pasar cerca de la barra y su adormilado barman, vio un vaso de vino casi negro en situación de olvido. De un trago entero lo dejó bien viudo al triste vaso, y ya de superior ánimo se fue a informar de su comisión al señor juez.
“El abogado defensor de oficio ya no dilata, señor juez” enunció el asistente, echando el hálito hacia un costado para eludir las acuciosas narices del atento magistrado.
Añadió por mera experiencia no más:
“El señor fiscal no andaba por ahí, la verdad que hoy no lo han divisado en sus lugares habituales.”
“Entonces, ¿ni para zamparse unos tragos vino esta mañana?”
“Así parece, señor juez. A saber qué le ha sucedido…” arriesgó el asistente, “Porque ni mandó su aviso de faltar…”
“¡Qué aviso ni aviso! ¡El deber que tenemos nos hace cumplir aunque estemos muertos! ¡El fiscal tiene que estar aquí aunque no venga! ¿O no se entiende?” replicó ampliamente con furia reorganizada.
Respiró, soltó el aire espesado por una salivación incompleta. Tosió, aspiró una parte del aliento expulsado. Pidió al auxiliar segundo un vaso con agua mineral, no exageradamente fría. Bebió con lenta avidez.
“¡Ah!, asistente, ¿qué onda con los testigos?”
“Fueron citados de nuevo, dos veces, señor juez.”
“¿Fueron entregados de mano los citatorios, dentro del plazo legal?”
“Sí señor juez, se les citó nuevamente porque surgieron evidencias de declaraciones contradictorias… en contra del acusado.”
“Si… ¡Puta digo! Que si esos cabrones no se presentan en cuerpo y alma el veredicto se complica, ¿no es?” dijo para él y para el otro.
“Si usted lo afirma, señor juez… Antes no…”
“¡Claro que antes no! ¡Pero antes fue antes, putaparió! ¡Hasta cuándo habrá que decir lo mismo!”
“Buenos días o buenas tardes, señor juez general Dunviro Retícula…” era la voz del abogado defensor.
El magistrado percibió moléculas de grapa y vermú, átomos sueltos de añejas regurgitaciones, mínimas esferas de perfume vulgar, temblores sutiles no totalmente vencidos.
“¡Qué bueno que esté por esta sala, doctor-capitán! Tome asientito, por favor” en tono de recibir a un hijastro pródigo, así transitó forzadamente el juez de un ánimo a otro.
“Gracias, pues” el abogado tactando a pura nalga la rigidez de la silla adjudicada.
“Asistente, informe al abogado defensor sobre cierta problemática documentaria…”
“Sí señor juez, ya doy la información…” el funcionario simuló sin disimulo consultar oficios y destripadas carpetas. Luego:
“Estaría faltando un certificado o partida de nacimiento del acusado Escipión Carrasco, en donde conste que tuvo madre, no sólo un padre… éste ya fallecido, de nombre Tricornio Carrasco.”
“Mi general…” apuntó apenas el abogado.
“¡Señor juez, no más! Doctor, ¿no entiende dónde estamos parados ahorita?” una ligeramente enrarecida respuesta magistral.
“Perdón, señor juez… pero lo de general, ¿quién se lo quita?”
“¡Ése no es su pedo de usted, abogado defensor de oficio!
¡Cada uno debe saber quién es cada cual!”
“Señor juez, hace unos días, al inicio de este enjuiciamiento, le comenté la falta de ese certificado.
Rebuscamos con mi secretaria por todos los registros correspondientes y nada pudimos hallar. Ese papel no existe, es que las leyes eran otras, como del siglo diecinueve… Para ser bien exactitos, según el artículo sesenta, inciso doce, derivado ciento dos, ley civil del año 1877, gobierno del general Mínimo Delatour y Obes, se podía inscribir a cualquier recién nacido, dentro de un plazo de quince días para la ciudad y de treinta para el campo; inscribir decía, sólo a nombre del padre porque…” aquí fue interrumpido el rollazo del abogado.
“¡Déjese de mamadas decimonónicas! ¡Yo quiero ahorita mismo el pinche certificado! ¿O no ve que sin esa mierda no hay modo de resolver el veredicto? ¿Y todo el trabajo que nos dio la investigación en estos jodidos tiempos de recuperación democrática? Ahora, ¡todo mundo quiere justicia!” fue muy clara la agresiva argumentación del magistrado.
“Ah, señor juez: nos queda un recurso” se iluminó el doctor Salsipuedes, ya bien despejados los resabios de sus alcoholes cotidianos.
“¿Cuál?” el descreído general Retícula.
“¡Buscar en los registros parroquiales de la sección judicial adonde fue inscripto del reo! De esos registros no se escapaba nadie…”
“No me joda, doctor. Son cosas diferenciadas…”
“Por supuesto, tiene razón absoluta, pero las respectivas inscripciones están, obvio es recordarlo, en edificios distintos. Unas en un templo católico, otras en las oficinas del Estado. No se da al César lo que es del dios…”
“No crea, doctor, no crea… Ta bien, busquen por ahí. Le doy dos días… Se levanta la sesión, ¡seguimos el miércoles a las once de la mera mañana!” y para confirmar lo decidido bajó un martillazo que hizo crujir la tapa de la mesa y que a la vez produjo un estallido neuronal en los otros presentes, aquellos que permanecían en la sala casi olvidados, como personajes de otra crónica, como respirando en otro lugar.
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