(Recuperación de una entrevista realizada por George Plimton para The Paris Review en 1958.)
PRIMERA ENTREGA
En los cursos-talleres que coordinamos en la Escuela de Cineastas del Uruguay recomendamos leer a dos narradores de impronta esencialmente guionística. Lo que vale decir: proyectores de un contrapunto prospectivo hacia la construcción del diálogo vertiginoso y con calado de iceberg que necesita cualquier película decidida a tensar y condensar el entramado rítmico-lingüístico de la posmodernidad: Ernest Hemingway y Charles Bukowski.
En el caso de Hemingway, se trata del desarrollo de una milagrosa intuición heredada por el futuro Premio Nobel glamoroso en el París de los años 20: se trataba de geometrizar abismalmente “le mot juste” de Flaubert. Onetti ha reconocido explícitamente que pocas veces puede captarse el entronque directo entre un discurso plástico y otro literario como sucede con la conexión Cézanne-Hemingway.
Y nosotros no podemos dejar de puntualizar que Dante Alighieri ya había implantado la misma configuración gótica y polígráfica (aunque en la summa armónica de la Comedia hay un entrelazamiento más ambicioso, porque también flamea la música de los versos) casi un milenio antes.
El reportaje que reditamos está fechado en 1958, cuando Papá Hem ya estaba muy cerca de su aparatoso suicidio y llevaba tres décadas de jugar a desfazer entuertos mundiales con look farandulero. Parecía un viejo sabio, pero lo indiscutible es que su producción estética, a partir de Adiós a las armas, desnuda el descalabro de un adolescente eterno que no aceptó construirse una completud salvífica.
Hay dos libros finales, sin embargo, que constituyen un canto de cisne digno de un gran soldado de la belleza: El viejo y el mar y París era una fiesta. Pero es en su primera producción cuentística y novelística que podemos captar la extraordinaria pureza de un punch destinado a noquear al establishment absurdo y a hipnotizarnos con esa fe en la perfección que sólo nos proporciona una incontaminada necesidad de sosegar lo absoluto.
Don’t forget que la tribu hace mucho que está rabiosamente podrida de que le recomienden consumir paraísos artificiales disfrazados de maná.
H.G.V.
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PRIMERA ENTREGA
En los cursos-talleres que coordinamos en la Escuela de Cineastas del Uruguay recomendamos leer a dos narradores de impronta esencialmente guionística. Lo que vale decir: proyectores de un contrapunto prospectivo hacia la construcción del diálogo vertiginoso y con calado de iceberg que necesita cualquier película decidida a tensar y condensar el entramado rítmico-lingüístico de la posmodernidad: Ernest Hemingway y Charles Bukowski.
En el caso de Hemingway, se trata del desarrollo de una milagrosa intuición heredada por el futuro Premio Nobel glamoroso en el París de los años 20: se trataba de geometrizar abismalmente “le mot juste” de Flaubert. Onetti ha reconocido explícitamente que pocas veces puede captarse el entronque directo entre un discurso plástico y otro literario como sucede con la conexión Cézanne-Hemingway.
Y nosotros no podemos dejar de puntualizar que Dante Alighieri ya había implantado la misma configuración gótica y polígráfica (aunque en la summa armónica de la Comedia hay un entrelazamiento más ambicioso, porque también flamea la música de los versos) casi un milenio antes.
El reportaje que reditamos está fechado en 1958, cuando Papá Hem ya estaba muy cerca de su aparatoso suicidio y llevaba tres décadas de jugar a desfazer entuertos mundiales con look farandulero. Parecía un viejo sabio, pero lo indiscutible es que su producción estética, a partir de Adiós a las armas, desnuda el descalabro de un adolescente eterno que no aceptó construirse una completud salvífica.
Hay dos libros finales, sin embargo, que constituyen un canto de cisne digno de un gran soldado de la belleza: El viejo y el mar y París era una fiesta. Pero es en su primera producción cuentística y novelística que podemos captar la extraordinaria pureza de un punch destinado a noquear al establishment absurdo y a hipnotizarnos con esa fe en la perfección que sólo nos proporciona una incontaminada necesidad de sosegar lo absoluto.
Don’t forget que la tribu hace mucho que está rabiosamente podrida de que le recomienden consumir paraísos artificiales disfrazados de maná.
H.G.V.
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“SIEMPRE TRATO DE ESCRIBIR CON EL PRINCIPIO
DEL ICEBERG: HAY NUEVE DÉCIMOS BAJO EL AGUA
POR CADA PARTE QUE SE VE DE ÉL”
¿Le resultan placenteras las horas dedicadas al proceso de la escritura? ¿Podría decirnos algo de ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario rígido?
Me resultan muy placenteras. Cuando trabajo en un libro o en un relato escribo cada mañana, en cuanto haya luz. A esa hora nadie molesta y está fresco o frío, y uno se pone a trabajar y se caldea a medida que escribe. Uno lee lo que ha escrito, y como siempre se interrumpe cuando sabe qué es lo que va a ocurrir a continuación. Uno sigue a partir de ese punto. Uno escribe hasta llegar a un lugar en el que todavía le queda resto y sabe lo que ocurrirá a continuación, y allí uno se interrumpe y trata de vivir hasta el día siguiente para volver a seguir con eso. Uno ha empezado, digamos, a las seis de la mañana. Y puede seguir hasta el mediodía o dejar antes. Cuando se detiene está vacío, y al mismo tiempo no vacío sino llenándose como cuando ha hecho el amor con alguien a quien ama. Nada puede dañarlo, nada puede ocurrir, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando uno vuelve al trabajo. Lo difícil es la espera hasta el día siguiente.
¿Puede quitarse de la cabeza el proyecto al que está entregado cuando está lejos de la máquina de escribir?
Por supuesto. Pero para eso hace falta disciplina y esa disciplina se adquiere.
¿Hace alguna revisión o alguna reescritura cuando lee hasta el lugar en que se interrumpió el día anterior? ¿O las revisiones vienen más tarde, cuando todo el trabajo está terminado?
Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material más prolijo. La última oportunidad son las pruebas. Uno agradece todas esas chances.
¿Reescribe mucho?
Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho.
¿Había allí algún problema técnico? ¿Qué era, o qué lo obstaculizaba?
Buscaba las palabras adecuadas.
Thornton Wilder habla de recursos mnémicos que ponen en marcha el día de trabajo de un escritor. Dijo que una vez usted le dijo que le sacaba punta a veinte lápices.
Creo que nunca tuve veinte lápices a la vez. Gastar la punta de siete lápices número 2 es un buen día de trabajo.
¿Cuáles lugares le resultaron más provechosos para trabajar? El hotel Ambos Mundos parece haber sido uno, a juzgar por la cantidad de libros que usted escribió allí. ¿O el ambiente no ejerce demasiada influencia sobre su trabajo?
El Ambos Mundos de La Habana era un muy buen lugar para trabajar. Esta finca es un lugar espléndido, o lo fue. Pero siempre he trabajado bien en todas partes. Quiero decir que he podido trabajar tan bien como puedo en distintas circunstancias. El teléfono y los visitantes son los que destruyen el trabajo.
¿La estabilidad emocional es necesaria para escribir bien? Una vez me dijo que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado. ¿Podría explayarse más sobre el tema?
¡Qué pregunta! Pero lo felicito por el intento. Uno puede trabajar en cualquier momento si la gente lo deja tranquilo y nadie interrumpe. O más bien, si uno puede ser despiadado con los demás. Pero la mejor escritura se produce, por cierto, cuando uno está enamorado. Si a usted le da lo mismo, prefiero no explayarme sobre el tema.
¿Y qué ocurre con la seguridad económica? ¿Puede hacer daño a una buena escritura?
Si llega temprano en la vida y uno ama la vida tanto como al trabajo, hace falta mucho carácter para resistir las tentaciones. Una vez que la escritura se ha convertido en el mejor vicio de uno, en el mayor placer, sólo la muerte puede interrumpirla. La seguridad económica es entonces una gran ayuda, ya que evita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la necesidad de escribir.
¿Puede recordar exactamente el momento en que decidió convertirse en escritor?
No, siempre quise ser escritor.
Cuando escribe, ¿alguna vez descubre que está influido por lo que está leyendo en ese momento?
No desde que Joyce estaba escribiendo Ulises. La de él no fue una influencia directa. Pero en esa época en que las palabras que conocíamos estaban prohibidas para nosotros y teníamos que luchar por una sola palabra, la influencia de su obra fue lo que cambió todo y nos hizo posible romper con las restricciones.
¿Pudo aprender algo de los escritores, algo sobre la escritura? Ayer me decía usted que Joyce, por ejemplo, no soportaba hablar sobre la escritura.
En compañía de gente del mismo oficio, uno habitualmente habla de los libros de otros escritores. Cuanto mejor sea un escritor, tanto menos hablará de lo que él mismo ha escrito. Joyce era un escritor muy grande y sólo les explicaba lo que estaba haciendo a los tontos. Los escritores que él verdaderamente respetaba supuestamente eran capaces de darse cuenta de lo que él estaba haciendo, simplemente leyéndolo.
Durante los últimos años usted parece haber eludido la compañía de los escritores. ¿Por qué?
Eso es más complicado. Cuanto más lejos va uno con la escritura, tanto más solo está. Casi todos los viejos amigos, los mejores, mueren. Otros se alejan. Uno no los ve más que raramente, pero uno escribe y tiene con ellos casi el mismo contacto que tenía cuando se encontraba con ellos en el café, en los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno como charlar. Pero uno está más solo porque así es como se debe trabajar y el tiempo para trabajar se acorta todo el tiempo y si uno lo malgasta siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.
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