Mi padre se empeñó en enseñarme, desde que me recuerdo llorando por cada fracaso negriazul bajo la gran palmera que todavía aletea en la esquina de Agraciada y Valentín Gómez, que hay que saber perder.
Pero los dos maestros más importantes que tuvo mi padre, Jesús de Nazaret y Joaquín Torres García, agregaban que lo único que importa en esta vida es fajarse los cojones y el corazón para saber crecer en la dimensión terrestre de lo eterno.
Ayer nuestra celeste del alma hizo relumbrar su grandeza congénita en uno de los finales más asombrosos que se puedan recordar en la historia del fútbol.
Porque Luisito Suárez, en el último segundo, atajó instintivamente una pelota parado como un golero y sabiendo que eso nos costaría un penal pero también pensando: No me doy por vencido.
En el mundial de 1986 el señor Maradona, que siempre aceptó gozosamente ser tratado como un dios, hizo un gol de garrón y se lo atribuyó a la mano de Dios. Pero lo que se vio ayer fue a un Hombre Nuevo uruguayo que, como José Gervasio Artigas y Obdulio Jacinto Varela, no quiso cambiar la vida sino purificarla con la fe en lo que vale.
No hubo trampa ingeniosa.
Y la pelota que desvió el ghanés en el penal no tuvo nada que ver con el soplo de ningún ángel injertado en la redonda realidad por los mercaderes mediáticos.
Los hombres solamente podemos entendernos más acá o más allá de teologismos truchos inventados para explicar el misterio de la Purificación que nos empuja a todos. Cada uno tiene la chance de creer en su Voz Profunda y encontrar su sí mismo. Lo sacro es lo que nos une.
Ayer hubo una mano que despeinó y peinó al mundo entero durante una infracción hipnótica y con eso alcanza y sobra. La fe vuela cuando queremos. Y los que viven afuera del amor a lo humano posible siempre serán de palo, Negro Jefe.
H.G.V.
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