Cuando Diego Forlán se volvió un rostro-símbolo en el partido contra Ecuador que nos hizo zafar de las Eliminatorias, escribimos una pequeña nota a propósito de la irrupción de este novísimo Capitán del Vuelo celeste.
Estos uruguayos dignos de ser llamados orientales aparecen en la escena pública cada muchos años y nos recuerdan, empecinadamente, que si fuéramos un paisito (como se puso de moda decir en los ámbitos de la culturosis hipócrita) no conservaríamos viva la grandeza que heredamos del Padre de los Pobres.
Porque el jueves 17 de junio la selección nacional usó camiseta blanca pero en la mirada de su número 10 reflotó una espesura construida bajo el cielo de Purificación, cuando no había patria chica concebible.
Y el salto se consteló durante el relampaguear de un primer gol que encandiló y alimentó a las pantallitas globales con esa indoblegable Fe en lo Profundo que es capaz de revitalizarnos como el maná remoto. Vale decir: nos chantó la desesperanaza con un perfecto chocar de almas, para hablarlo en J. D. Salinger. Y durante esa fracción de eternidad se produjo el sencillo milagro de que todos -ganadores, perdedores y neutrales- se olvidaran de la competitividad chata.
A sesenta años de Maracaná, volvimos a encontrar un disparador de la conciencia todopoderosa -esta vez un Rubio Jefe- que, Obdulio Varela dixit, se sintió responsable de las alegrías y las tristezas de su pueblo.
No se trata de ganar un Mundial, Diego querido, sino de recordarle a la humanidad que la vida está muy bien hecha y que podemos enriquecerla con los cojones y la espiritualidad nuestra de cada día.
H.G.V.
Estos uruguayos dignos de ser llamados orientales aparecen en la escena pública cada muchos años y nos recuerdan, empecinadamente, que si fuéramos un paisito (como se puso de moda decir en los ámbitos de la culturosis hipócrita) no conservaríamos viva la grandeza que heredamos del Padre de los Pobres.
Porque el jueves 17 de junio la selección nacional usó camiseta blanca pero en la mirada de su número 10 reflotó una espesura construida bajo el cielo de Purificación, cuando no había patria chica concebible.
Y el salto se consteló durante el relampaguear de un primer gol que encandiló y alimentó a las pantallitas globales con esa indoblegable Fe en lo Profundo que es capaz de revitalizarnos como el maná remoto. Vale decir: nos chantó la desesperanaza con un perfecto chocar de almas, para hablarlo en J. D. Salinger. Y durante esa fracción de eternidad se produjo el sencillo milagro de que todos -ganadores, perdedores y neutrales- se olvidaran de la competitividad chata.
A sesenta años de Maracaná, volvimos a encontrar un disparador de la conciencia todopoderosa -esta vez un Rubio Jefe- que, Obdulio Varela dixit, se sintió responsable de las alegrías y las tristezas de su pueblo.
No se trata de ganar un Mundial, Diego querido, sino de recordarle a la humanidad que la vida está muy bien hecha y que podemos enriquecerla con los cojones y la espiritualidad nuestra de cada día.
H.G.V.
No hay comentarios:
Publicar un comentario