
DECIMOQUINTA ENTREGA
CAPÍTULO QUINTO (II)
5
Hay renovación para la naturaleza, para el hombre no hay ninguna. ¡Querido Horacio, qué bien has hablado! En mi agreste refugio, como en el tuyo, la naturaleza se renueva constantemente; los pimpollos se transforman en heliantos, venerando a Helios como Julián el Apóstata, que aspiraba ardientemente restituir el hombre a la naturaleza y asegurarle de este modo su inmortalidad. Pero todavía podemos escapar del establo cósmico de los filisteos donde el coraje y la temeridad se median con el nexo dinero de Carlyle y cada sentimiento humano se reducía al consejo de Yago: Poned dinero en su bolsa.
Todavía podemos desviarnos del Trasímaco de Platón, con su obscena lujuria por el poder de los filisteos, que se ahogaba en placeres sibaríticos, hacia la estoica disciplina de Zaratustra que gobierna el futuro, respira aire de montaña y no se alimenta de periódicos, política, cerveza y música de Wagner. Todavía podemos adiestrar nuestras voluntades para escudriñar los cielos en busca de lo mejor de nosotros mismos: ¡el ideal del Superhombre!
¿Por qué hallamos instrumentos de suplicio para nuestras mentes, retorciendo nuestra miseria hasta irrumpir en la locura? La mirada paralizante y feroz de Medusa me está transformando en piedra, pero todavía puedo volver mi rostro hacia el jardín y observar cómo las rosas se elevan hacia su incienso, y son destrozadas por su misma fragancia deliciosa. Es un lujo estar vivo, sin meta ni propósito, succionar el sol como una flor de jardín, y olvidar la angustia de la existencia simplemente en el deseo ardiente de vivir.
Ésa es la sabiduría del populacho que no fue maldecido por la enfermedad mortal del ideal, y, hundido hasta las rodillas, se resignó a su naturaleza finita, y renunció a desafiar a los cielos con satánico desprecio. ¡Ay, ay!, he tratado de elevarme por sobre mi condición de animal y derramé sangre como uno de los toros de Virgilio, tornando púrpura los pastos con mi rugiente muerte. Sin embargo, mis bramidos se ha silenciado y Lama no sospecha que mis destrozados cielos se inflaman con relámpagos y se sacuden con truenos mientras sonrío amablemente a medida que se presentan los huéspedes, como el catálogo de naves de Homero…
El crepúsculo desciende sobre el jardín, los últimos rayos del sol desaparecen para siempre y mi espíritu se inflama de sagrada resignación al repetir con el Estoico Emperador (1):
¡Oh Universo! Todas tus obras me complacen. Todo lo que llega a tiempo para ti no puede ser para mí ni prematuro ni tardío. ¡Oh Naturaleza! Lo que me traen tus estaciones es para mí siempre sazonado fruto. Todo proviene de ti, todo reside en ti, todo vuelve a ti. Oh ciudad de Cécrope (2), ciudad querida!, ha dicho uno. Y lo que se ha dicho de Atenas, la hermosa ciudad de Cécrope, ¿no se podría decir del Universo, la hermosa ciudad de Dios?
¡Así habló Zaratustra, que es la encarnación de todo hombre que haya “afirmado” la “vida” en medio de la muerte, superando así su mortalidad, y en su “divina virilidad” ansiaba estar dentro de una danzarina estrella!
6
Cuando en Ginebra le propuse matrimonio a una muchacha holandesa, después de algunas horas de haberla conocido, me aterroricé al pensar que podría aceptar mi irreflexiva propuesta, que nació de un súbito acceso de romanticismo wagneriano. Pero las estrellas me fueron favorables ese día, y la hermosa muchacha holandesa me rechazó de plano.
Debí seguir el ejemplo de mi colega Burckhardt. Su ejemplar de Schopenhauer estaba plagado de signos de interrogación, y yo debí marcar a todas las mujeres que me fascinaban con signos de interrogación, incluso a Lou Salomé. La fe en las mujeres es una forma de idolatría, y en un siglo en que los principios ya no imponen la lealtad en los hombres, nos inclinamos delante de ídolos vestidos con uniformes prusianos o enaguas de seda.
La idolatría, sea respecto a un gobierno o a una muchacha, no es una caída hacia el paganismo sino hacia la estupidez. Federico el Grande decía: “Si tuviera más de una vida las sacrificaría por la patria. No creo en la fama, excepto en la del Estado”. Por supuesto, Federico, con su maquiavélica astucia, mentía como el barón Munchhausen, pero aunque lo creyera, seguía siendo un real idiota, a pesar de su apoteosis en las páginas de Carlyle. Es un instinto saludable dar cuerpo y vida a las ideas y a las teorías, ya que si no fuera así vagarían como los espíritus en la morada de los muertos de Homero, como simples fantasmas condenados.
Buscar la concreta realidad del amor en el cuerpo de la muchacha holandesa era un saludable instinto por mi parte, pero debí recordar que ella era sólo una personificación momentánea del platonismo, la “belleza” absoluta que el artista sólo puede poseer en su imaginación creadora. Aunque mi fe en Platón no forma parte de mi credo, cualquier filósofo puede verse apresado en esa emergencia cuando Loreley canta su salvaje canción en la roca y atrae al pescador a la destrucción…
Al menos la rubia muchacha holandesa me hizo conocer a Longfellow y su poema Excelsior, que al principio creí que era un plagio de mi idea del Superhombre, hasta que descubrí que la obra maestra era tan vieja como yo. Desde entonces he tenido un respeto sincero por el poeta de Nueva Inglaterra, aunque me han dicho que todas las prostitutas de burdel en Norteamérica recitan sus poesías, especialmente El herrero de aldea.
7
Como Titania, ella olvidó mi rostro a la luz de la luna y otorgó sus besos a un asno. Pero esto es inevitable cuando un león vive entre burros y los rebuznos suenan como un canto de amor en los oídos felinos.
Vivo en mi propio universo elemental donde el juicio y la sensibilidad de Goethe se combinan para crear la atmósfera de felicidad. Yo, con mi visión montañesa, ¿qué tengo que hacer con el ganado del valle o con los garañones que montan a sus yeguas por mandato de la naturaleza?
Sólo Aspasia puede comprender mi amor pasional, porque vivió en el siglo de Pericles cuando la mente era carne y la carne era mente, fusionadas las dos en la brillante llama del amor nupcial. Pero Atenas ha dado paso a la furia de igualdad de Rousseau, y yo me mantengo, como un gigante entre pigmeos que no conoce otro sonido que el rebuzno de la carne, y me he hecho hermano del asno como San Francisco…
Algún día iré a la casa donde nació Rousseau y destrozaré todas las ventanas. Mientras tanto viviré para los deberes culturales y despertaré en mí, y en los demás, al filósofo, al artista y al santo. ¿Me dejaré abatir como Titania y su asno y deberé exilarme de la vasta comunidad de la cultura europea?
8
Pascal, el agudo cazador, persiguió a cada fenómeno hasta su cubil, desde el más infinitamente pequeño, al más enorme dinosaurio del cenagal. Pero ¿podría él explicar el amor a primera vista de Cándido y la hermosa Cunegunda, “después de comer, apenas abandonaron la mesa”?
¿Tiene alguna relación un estómago satisfecho con el sentimiento de amor romántico? Este sentimiento es desconocido entre los salvajes de la jungla y muchos de ellos han desechado la palabra “amor” de su lenguaje y la han sustituido por la palabra apetito. Los misioneros cristianos han tenido dificultad en predicar el amor a los aborígenes, ya que no podían inculcarle la idea de Dios, porque su idea suprema de la vida no es Dios, sino una tajada de carne de elefante o de jabalí.
He hecho referencia brevemente a la filología, que en Basilea constituía mi especialidad, porque, como el infortunado Cándido, he sido expulsado del mágico castillo del amor con una descarga de puntapiés en el trasero.
Después de haber comido con mi Helena rusa me enamoré a primera vista; ¡lástima que no sufro la dispepsia de Carlyle; si el alimento hubiera fermentado en mi estómago mi amor hubiera muerto al primer eructo!
9
Soy un producto híbrido de Sócrates y de la sombra, un razonador fantasma entre los condenados. El mundo está hastiado de filósofos. Yo estoy hastiado de mi personalidad socrática. Sócrates pensaba que constituía un remedio lo que sólo era otra manifestación de la enfermedad: ¡la enfermedad del pensamiento! Mi espíritu ha desafiado a la verdad fundamental, la certidumbre absoluta, y esta certitud me ha enloquecido. Mi sabiduría, al fin, está desencantada; sé menos que Hamlet, menos que Sócrates, ¡menos que nada! Ésta es la verdad final: no hay verdad, sólo está el espíritu que cuelga agonizante de la cruz…
¡Oh, cazador de ratas de Atenas! ¡Oh, Critón, yo también debo a Esculapio un gallo! Yo también padecí durante un tiempo la enfermedad de la vida, deseché al doctor, la Muerte, lo evadí con mi razón, mis instintos, mi máscara de ilusión, con mis disfraces de pensamientos elevados hasta los cielos. La mascarada ha terminado ahora, la farsa se acaba. ¡Der Vorhang fällt, das Stück ist aus! La última de las luces chisporrotea en la oscuridad: das arme Licht war meine Seele (3).
Como las Danaides, me vi obligado a verter agua en un vaso lleno de agujeros. Ahora el cedazo se hunde, las galeras de Sócrates son devoradas por las olas, y todos los esclavos de las galeras se sumergen con sus naves, mientras los cielos braman con las llamas de la locura del mundo. ¡Oh, Anticristo, oh, “tercer hombre” de Aristóteles, oh mediador impotente entre el cielo y la tierra! ¿Dónde está tu helénica sabiduría en esta hora apocalíptica, el momento de la condena final? ¡Contéstame, Matilde (4), que cuidas a tu poeta en su lecho mortal!... ¿Pero puede una vaca contestar cuando el mismo Sócrates no puede resolver el enigma? ¡Hasta la roca de Goethe se funde bajo el llameante sol del Nazareno!
Tú has conquistado, ¡oh, Galileo!; Julián el apóstata yace aplastado bajo tus pies. ¡Tú me has conquistado, oh Heine, tu humilde Nazareno ha vencido a la orgullosa Helena que lo ha desafiado, y aun ahora, en su momento de agonía, lo desafía para siempre! ¡Las coronas de vid de Dionisio se arrastran en el polvo; se ha estrellado en pedacitos y arrojado a los lobos, pero los vientos alzan sus trompetas y soplan vida a través del funeral del mundo!...
Ya no soy una rolliza Helena, plena de la alegría de la vida, que mira con una condescendiente sonrisa al humilde Nazareno. ¡Sólo soy un pobre judío, enfermo a punto de morir, una imagen extenuada de la miseria, un despreciable infeliz! Yo también soy un despreciable infeliz, querido Heine, pero ¿me reclamará Nazareno o Jehová porque la tumba se mantiene abierta? No, no: ¡donde hay tumbas hay también resurrecciones!
Aquellos que no traicionan a la “vida”, la “vida” nunca los traiciona.
10
Dios ha tornado tonta la sabiduría del mundo, dijo San Pablo. No ha sido Dios sino nuestra estupidez que ha transformado la cultura en anticultura, de modo que los modernos sofistas -los humanistas, los empiristas, los relativistas, los utilitarios y los individualistas- se encuentran en la misma luz de la mente cuyos vapores hierven en mi cerebro, una bruma púrpura que amenaza convertirse en una total oscuridad.
No puedo estar de acuerdo con el pensamiento de Epicuro: Aprende con tiempo a morir, o si prefieres, a superar a los dioses. La elección de llegar a ser un dios o un cadáver, un superhombre o un puñado de polvo amargo, no es para mí. Tal razonamiento sofista es posible para Epicuro que tomaba sol en su exuberante jardín, pero no para mí que transpiro sangre y tormento en el jardín de Getsemaní y siento que mi mente y mi cuerpo se pudren mientras la cruz está preparada para mi crucifixión.
Tranquilidad de la mente y paz del espíritu, cuando el amor se ha fugado de mi corazón y un judío epiléptico, colocado en el centro de mi corazón, ríe estrepitosamente como un desenfrenado filisteo, mientras Sansón, enceguecido y atado a un pilar, brama su furia contra los que le atormentan. ¡Dios ha tornado tonta la sabiduría del mundo!... ¡Basta, basta, esta carcajada filistea debe cesar! ¡Destrozaré los pilares de la cordura y me precipitaré de cabeza en las ruinas!...
Dios ha tornado tonta la sabiduría del mundo. Ah, judío, tú has sabido cómo burlar al guerrero de la cultura, ya que habiendo perdido la fe en su causa, no puede más luchar. ¡Pero la muerte pone término a toda burla; de este lado de la tumba la risa debe cesar!
11
Puesto que muero, yo, Cayo César (5), también llamado Calígula, ordeno la muerte de Tiberio, que se arrogó la toa virilis y cuya muerte vicarial puede aliviar los sufrimientos de mis últimas horas sobre la tierra.
Ordeno la muerte de Potitus, el plebeyo, que prometió morir en caso que yo recobre la salud, y ya que puedo curarme decreto que cumpla su juramento y sufra la pena de crucifixión.
Ordeno la deificación de mi hermana Dursila Elisabeth; que se erija de ella una efigie dorada en la casa del Senado, y que en el templo de Venus, en el Foro, se coloque una estatua de su figura de la misma medida que la de la Diosa, y se la honre con los mismos ritos.
Decreto también que se construye un altar en su honor, un templo con veinte sacerdotes, tanto hombres como mujeres, y se celebre el día de su cumpleaños un festival con los mismos honores otorgados a Ludi Megaleures.
Firmado: Cayo César, Emperador.
12
Cuando Hegel estaba terminando su Fenomenología, miró por la ventana y vio a las tropas de Napoleón que entraban en Jena.
Observo a través de la ventana de este manicomio en Jena y veo los fantasmas de la armada de Napoleón que marchan delante de mí, y se ríen del filósofo con el martillo, del mismo que se habrán reído de Hegel con su genio del mundo histórico, el hombre que personificó y creó una era.
Napoleón, el aristócrata por decreto propio, creó la desilusión del poder, la misma desilusión de la grandeza que me obsesionó cuando me erigí a mí mismo en el déspota intelectual de Europa. Es una verdad eterna que el genio, en su lucha contra los filisteos, se yergue al nivel heroico, y, como Goethe, elige en calidad de su alter ego a un inculto y nauseabundo villano como Federico el Grande, el hombre que personifica su ansia secreta de poder.
Del mismo modo yo me sentí Napoleón, y al venerarlo, yo, profesor Nietzsche, con mis ojos que portan lentes y encorvado como los eruditos, monté un blanco corcel y cabalgué furiosamente hacia la batalla. “El hombre más grande que ha llegado al mundo desde César”, como Stendhal llamaba a Bonaparte.
Este manicomio me ha curado de tal insensatez, pues todos los demás hombres creen ser Napoleón, y si se me permitiera entrar a los pabellones de las mujeres encontraría hembras Bonapartes y Césares tan obstinadas, tiránicas e implacables como Lama o Mamá. Ahora que mi Waterloo ha llegado y estoy enjaulado aquí en Santa Elena, puedo ser bastante antinietzscheano para darme cuenta que las masas, a quienes yo llamaba estiércol, constituyen realmente las fuerzas triunfantes de la historia, mientras que los Césares y los Napoleones son simplemente chispazos producidos por las botas de acero del “pueblo”, que convierten en polvo todas las manifestaciones de genio y cesarismo que no lleven en sí el sello de la voluntad popular.
Los demócratas de Rousseau y los socialistas darán la bienvenida a esta confesión con triunfal exaltación: es la primera vez en mi carrera de pensador que admito el papel heroico de la masa anónima que los románticos como Hugo, Scott, Delacroix, Michelet y Berlioz adoptaron como piedra de toque de su credo estético. Por otro lado, los aristocráticos helenos me acusarán de haber traicionado la causa de la cultura al formar parte del bando judío de los nazarenos, donde se refugió Heine al morir. Atribuirán a mi locura mi renegado hebraísmo, lo cual es verdad. Al despojarme de toda ilusión, me volví loco; el último velo de la danzarina Salomé ha caído e introducen la fuente que lleva la cabeza de Juan Bautista, mi sistema de pensamiento aristocrático.
Nietzsche contra Nietzsche: sorprenderé al mundo con mi autotraición. ¿Pero no estoy montando nuevamente el caballo de Napoleón y cabalgo hacia el campo de batalla del pensamiento aristocrático que acabo de abandonar?... El cesarismo de los genios es congénito: al tener con quien luchar, excepto con su mente, se abstrae de las masas necias y forma una barricada tras su falsa tesis de pensamiento antidemocrático. Pero su ansia de poder es realmente un ansia de impotencia, el deseo de exilarse a sí mismo de su humanidad. Como sugirió Pascal, una vez que nos hemos embarcado en la aventura de lo humano, no podemos volver atrás hacia lo subhumano o dirigirnos hacia lo sobrehumano.
Nuestra humanidad nos pone limitaciones, rompe los muros de nuestros propios cuerpos y provoca a los dioses con el desafío de Prometeo: ésa es la senda que he seguido, senda que yo procuré abandonar cuando escribí Humano, demasiado humano y La alegre sabiduría. Pero si nos mantenemos dentro de las barreras de lo humano llegamos a la misma conclusión que Macbeth: la vida es un cuento narrado por un idiota; la vida, en la forma prescrita por los filisteos, se convierte en una mofa y nos vemos forzados a acudir a los imaginarios dioses que hay en nosotros para superar la vida y habitar en la rara atmósfera del Superhombre: el aire puro de la locura mesiánica. De este modo, los ateos como Delacroix, Berlioz y yo, nos convertimos en artistas intoxicados de Dios, y por intermedio del arte nos convencimos a nosotros mismos de hacer el papel de frenéticos mesías, luchadores del “ideal” que desechamos por considerarlo superstición religiosa.
¿Qué sé?, preguntaba Montaigne. En los tiempos del Renacimiento el hombre se enorgullecía del conocimiento, pero nosotros, con la salvaje indignación de nuestros corazones, estamos empantanados en la confusión del sentimiento y pensamiento modernos, que a pesar del superficial optimismo de nuestro siglo nos obliga a decir como Berlioz:
¿De qué sirve? El pensamiento y la sensibilidad se han negado a sí mismos; estamos en el torbellino mismo del nihilismo; por eso he predicado una era de caos y delirio en que los hombres beben de la copa del temblor y sucumben en el estrago de la guerra universal.
Un Aristófanes del siglo veinte me pondrá en la picota, tal como Demócrito fue una vez objeto de sátiras: ¡Viva el “rey torbellino” que ha destronado a Zeus! O dentro de una canasta, junto con Sócrates y Zaratustra, me elevarán para resollar el aire de la montaña de la inteligencia pura, mientras ríen los hombres vulgares, mordiendo sus salchichas y tragando sus jarros de cerveza para demostrar su mundana superioridad sobre los filósofos que arañan los cielos.
La verdad es que el pensamiento moderno está encadenado como la asustada Andrómeda a la roca cercada por el mar, mientras la “quimera” del nihilismo que respira en el infierno, escupe fuego y azufre sobre su hermosa desnudez. Como el conquistador Perseo, me precipité al rescate de esta divina cautiva, y sostuve en mis brazos su casta desnudez. Pero como soy una criatura de mi siglo, comencé a escupir fuego sobre sus muslos y su pecho: yo mismo era la “quimera”, una parte de la locura de nuestro tiempo contra la cual luché desempeñando el papel del infinito Perseo, el pensador socrático cuya mente marcha al unísono con la mente de lo “absoluto”.
Condenado por la fe y la incredulidad, por la razón y el instinto, por la carne y el espíritu, ven a la “quimera” que devora a Andrómeda en un estallido de llameante locura. Y esta llameante locura está en mi cerebro: soy el “devorado” y el “devorador”, el asesino y el asesinado.
Pero cuando, desde afuera, miro a través de la ventana de este manicomio, veo dentro a Nietzsche, el filósofo, que echa espuma por la boca, observa a Sócrates en el espejo y destroza su imagen de traidor. Me uno al ejército de Napoleón, el ejército del pueblo, pues ya nada queda si no las necias masas que generarán sus propias mentes…
¡Si no puedo ser Napoleón Bonaparte, al menos puedo ser Peter Schelemihl!
Notas
(1) Marco Aurelio.
(2) ¿Se trata de un fragmento de Aristófanes?
(3) Cae el telón, la representación termina. Mi espíritu era la lúgubre luz. (Nietzsche cita al Heine agonizante en quien encontró un íntimo parentesco espiritual.)
(4) La ignorante y rústica mujer de Heine, que sólo lo conoció a través de su sufrimiento. La ironía alcanza el punto máximo de la sensibilidad. (N. del T. I.)
(5) A este punto es obvio que Nietzsche está loco, aunque bastante cuerdo como para entremezclar a su hermana en las redes de su locura, lo que hace sospechar que su “obvia” demencia puede ser un subterfugio, una de las tantas máscaras que usó para esconder sus terribles pensamientos. Se dice que la madre de Nietzsche confiscó muchas de estas “irracionales” manifestaciones, producto de una mente alterada. (N. del T. I.)
CAPÍTULO QUINTO (II)
5
Hay renovación para la naturaleza, para el hombre no hay ninguna. ¡Querido Horacio, qué bien has hablado! En mi agreste refugio, como en el tuyo, la naturaleza se renueva constantemente; los pimpollos se transforman en heliantos, venerando a Helios como Julián el Apóstata, que aspiraba ardientemente restituir el hombre a la naturaleza y asegurarle de este modo su inmortalidad. Pero todavía podemos escapar del establo cósmico de los filisteos donde el coraje y la temeridad se median con el nexo dinero de Carlyle y cada sentimiento humano se reducía al consejo de Yago: Poned dinero en su bolsa.
Todavía podemos desviarnos del Trasímaco de Platón, con su obscena lujuria por el poder de los filisteos, que se ahogaba en placeres sibaríticos, hacia la estoica disciplina de Zaratustra que gobierna el futuro, respira aire de montaña y no se alimenta de periódicos, política, cerveza y música de Wagner. Todavía podemos adiestrar nuestras voluntades para escudriñar los cielos en busca de lo mejor de nosotros mismos: ¡el ideal del Superhombre!
¿Por qué hallamos instrumentos de suplicio para nuestras mentes, retorciendo nuestra miseria hasta irrumpir en la locura? La mirada paralizante y feroz de Medusa me está transformando en piedra, pero todavía puedo volver mi rostro hacia el jardín y observar cómo las rosas se elevan hacia su incienso, y son destrozadas por su misma fragancia deliciosa. Es un lujo estar vivo, sin meta ni propósito, succionar el sol como una flor de jardín, y olvidar la angustia de la existencia simplemente en el deseo ardiente de vivir.
Ésa es la sabiduría del populacho que no fue maldecido por la enfermedad mortal del ideal, y, hundido hasta las rodillas, se resignó a su naturaleza finita, y renunció a desafiar a los cielos con satánico desprecio. ¡Ay, ay!, he tratado de elevarme por sobre mi condición de animal y derramé sangre como uno de los toros de Virgilio, tornando púrpura los pastos con mi rugiente muerte. Sin embargo, mis bramidos se ha silenciado y Lama no sospecha que mis destrozados cielos se inflaman con relámpagos y se sacuden con truenos mientras sonrío amablemente a medida que se presentan los huéspedes, como el catálogo de naves de Homero…
El crepúsculo desciende sobre el jardín, los últimos rayos del sol desaparecen para siempre y mi espíritu se inflama de sagrada resignación al repetir con el Estoico Emperador (1):
¡Oh Universo! Todas tus obras me complacen. Todo lo que llega a tiempo para ti no puede ser para mí ni prematuro ni tardío. ¡Oh Naturaleza! Lo que me traen tus estaciones es para mí siempre sazonado fruto. Todo proviene de ti, todo reside en ti, todo vuelve a ti. Oh ciudad de Cécrope (2), ciudad querida!, ha dicho uno. Y lo que se ha dicho de Atenas, la hermosa ciudad de Cécrope, ¿no se podría decir del Universo, la hermosa ciudad de Dios?
¡Así habló Zaratustra, que es la encarnación de todo hombre que haya “afirmado” la “vida” en medio de la muerte, superando así su mortalidad, y en su “divina virilidad” ansiaba estar dentro de una danzarina estrella!
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Cuando en Ginebra le propuse matrimonio a una muchacha holandesa, después de algunas horas de haberla conocido, me aterroricé al pensar que podría aceptar mi irreflexiva propuesta, que nació de un súbito acceso de romanticismo wagneriano. Pero las estrellas me fueron favorables ese día, y la hermosa muchacha holandesa me rechazó de plano.
Debí seguir el ejemplo de mi colega Burckhardt. Su ejemplar de Schopenhauer estaba plagado de signos de interrogación, y yo debí marcar a todas las mujeres que me fascinaban con signos de interrogación, incluso a Lou Salomé. La fe en las mujeres es una forma de idolatría, y en un siglo en que los principios ya no imponen la lealtad en los hombres, nos inclinamos delante de ídolos vestidos con uniformes prusianos o enaguas de seda.
La idolatría, sea respecto a un gobierno o a una muchacha, no es una caída hacia el paganismo sino hacia la estupidez. Federico el Grande decía: “Si tuviera más de una vida las sacrificaría por la patria. No creo en la fama, excepto en la del Estado”. Por supuesto, Federico, con su maquiavélica astucia, mentía como el barón Munchhausen, pero aunque lo creyera, seguía siendo un real idiota, a pesar de su apoteosis en las páginas de Carlyle. Es un instinto saludable dar cuerpo y vida a las ideas y a las teorías, ya que si no fuera así vagarían como los espíritus en la morada de los muertos de Homero, como simples fantasmas condenados.
Buscar la concreta realidad del amor en el cuerpo de la muchacha holandesa era un saludable instinto por mi parte, pero debí recordar que ella era sólo una personificación momentánea del platonismo, la “belleza” absoluta que el artista sólo puede poseer en su imaginación creadora. Aunque mi fe en Platón no forma parte de mi credo, cualquier filósofo puede verse apresado en esa emergencia cuando Loreley canta su salvaje canción en la roca y atrae al pescador a la destrucción…
Al menos la rubia muchacha holandesa me hizo conocer a Longfellow y su poema Excelsior, que al principio creí que era un plagio de mi idea del Superhombre, hasta que descubrí que la obra maestra era tan vieja como yo. Desde entonces he tenido un respeto sincero por el poeta de Nueva Inglaterra, aunque me han dicho que todas las prostitutas de burdel en Norteamérica recitan sus poesías, especialmente El herrero de aldea.
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Como Titania, ella olvidó mi rostro a la luz de la luna y otorgó sus besos a un asno. Pero esto es inevitable cuando un león vive entre burros y los rebuznos suenan como un canto de amor en los oídos felinos.
Vivo en mi propio universo elemental donde el juicio y la sensibilidad de Goethe se combinan para crear la atmósfera de felicidad. Yo, con mi visión montañesa, ¿qué tengo que hacer con el ganado del valle o con los garañones que montan a sus yeguas por mandato de la naturaleza?
Sólo Aspasia puede comprender mi amor pasional, porque vivió en el siglo de Pericles cuando la mente era carne y la carne era mente, fusionadas las dos en la brillante llama del amor nupcial. Pero Atenas ha dado paso a la furia de igualdad de Rousseau, y yo me mantengo, como un gigante entre pigmeos que no conoce otro sonido que el rebuzno de la carne, y me he hecho hermano del asno como San Francisco…
Algún día iré a la casa donde nació Rousseau y destrozaré todas las ventanas. Mientras tanto viviré para los deberes culturales y despertaré en mí, y en los demás, al filósofo, al artista y al santo. ¿Me dejaré abatir como Titania y su asno y deberé exilarme de la vasta comunidad de la cultura europea?
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Pascal, el agudo cazador, persiguió a cada fenómeno hasta su cubil, desde el más infinitamente pequeño, al más enorme dinosaurio del cenagal. Pero ¿podría él explicar el amor a primera vista de Cándido y la hermosa Cunegunda, “después de comer, apenas abandonaron la mesa”?
¿Tiene alguna relación un estómago satisfecho con el sentimiento de amor romántico? Este sentimiento es desconocido entre los salvajes de la jungla y muchos de ellos han desechado la palabra “amor” de su lenguaje y la han sustituido por la palabra apetito. Los misioneros cristianos han tenido dificultad en predicar el amor a los aborígenes, ya que no podían inculcarle la idea de Dios, porque su idea suprema de la vida no es Dios, sino una tajada de carne de elefante o de jabalí.
He hecho referencia brevemente a la filología, que en Basilea constituía mi especialidad, porque, como el infortunado Cándido, he sido expulsado del mágico castillo del amor con una descarga de puntapiés en el trasero.
Después de haber comido con mi Helena rusa me enamoré a primera vista; ¡lástima que no sufro la dispepsia de Carlyle; si el alimento hubiera fermentado en mi estómago mi amor hubiera muerto al primer eructo!
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Soy un producto híbrido de Sócrates y de la sombra, un razonador fantasma entre los condenados. El mundo está hastiado de filósofos. Yo estoy hastiado de mi personalidad socrática. Sócrates pensaba que constituía un remedio lo que sólo era otra manifestación de la enfermedad: ¡la enfermedad del pensamiento! Mi espíritu ha desafiado a la verdad fundamental, la certidumbre absoluta, y esta certitud me ha enloquecido. Mi sabiduría, al fin, está desencantada; sé menos que Hamlet, menos que Sócrates, ¡menos que nada! Ésta es la verdad final: no hay verdad, sólo está el espíritu que cuelga agonizante de la cruz…
¡Oh, cazador de ratas de Atenas! ¡Oh, Critón, yo también debo a Esculapio un gallo! Yo también padecí durante un tiempo la enfermedad de la vida, deseché al doctor, la Muerte, lo evadí con mi razón, mis instintos, mi máscara de ilusión, con mis disfraces de pensamientos elevados hasta los cielos. La mascarada ha terminado ahora, la farsa se acaba. ¡Der Vorhang fällt, das Stück ist aus! La última de las luces chisporrotea en la oscuridad: das arme Licht war meine Seele (3).
Como las Danaides, me vi obligado a verter agua en un vaso lleno de agujeros. Ahora el cedazo se hunde, las galeras de Sócrates son devoradas por las olas, y todos los esclavos de las galeras se sumergen con sus naves, mientras los cielos braman con las llamas de la locura del mundo. ¡Oh, Anticristo, oh, “tercer hombre” de Aristóteles, oh mediador impotente entre el cielo y la tierra! ¿Dónde está tu helénica sabiduría en esta hora apocalíptica, el momento de la condena final? ¡Contéstame, Matilde (4), que cuidas a tu poeta en su lecho mortal!... ¿Pero puede una vaca contestar cuando el mismo Sócrates no puede resolver el enigma? ¡Hasta la roca de Goethe se funde bajo el llameante sol del Nazareno!
Tú has conquistado, ¡oh, Galileo!; Julián el apóstata yace aplastado bajo tus pies. ¡Tú me has conquistado, oh Heine, tu humilde Nazareno ha vencido a la orgullosa Helena que lo ha desafiado, y aun ahora, en su momento de agonía, lo desafía para siempre! ¡Las coronas de vid de Dionisio se arrastran en el polvo; se ha estrellado en pedacitos y arrojado a los lobos, pero los vientos alzan sus trompetas y soplan vida a través del funeral del mundo!...
Ya no soy una rolliza Helena, plena de la alegría de la vida, que mira con una condescendiente sonrisa al humilde Nazareno. ¡Sólo soy un pobre judío, enfermo a punto de morir, una imagen extenuada de la miseria, un despreciable infeliz! Yo también soy un despreciable infeliz, querido Heine, pero ¿me reclamará Nazareno o Jehová porque la tumba se mantiene abierta? No, no: ¡donde hay tumbas hay también resurrecciones!
Aquellos que no traicionan a la “vida”, la “vida” nunca los traiciona.
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Dios ha tornado tonta la sabiduría del mundo, dijo San Pablo. No ha sido Dios sino nuestra estupidez que ha transformado la cultura en anticultura, de modo que los modernos sofistas -los humanistas, los empiristas, los relativistas, los utilitarios y los individualistas- se encuentran en la misma luz de la mente cuyos vapores hierven en mi cerebro, una bruma púrpura que amenaza convertirse en una total oscuridad.
No puedo estar de acuerdo con el pensamiento de Epicuro: Aprende con tiempo a morir, o si prefieres, a superar a los dioses. La elección de llegar a ser un dios o un cadáver, un superhombre o un puñado de polvo amargo, no es para mí. Tal razonamiento sofista es posible para Epicuro que tomaba sol en su exuberante jardín, pero no para mí que transpiro sangre y tormento en el jardín de Getsemaní y siento que mi mente y mi cuerpo se pudren mientras la cruz está preparada para mi crucifixión.
Tranquilidad de la mente y paz del espíritu, cuando el amor se ha fugado de mi corazón y un judío epiléptico, colocado en el centro de mi corazón, ríe estrepitosamente como un desenfrenado filisteo, mientras Sansón, enceguecido y atado a un pilar, brama su furia contra los que le atormentan. ¡Dios ha tornado tonta la sabiduría del mundo!... ¡Basta, basta, esta carcajada filistea debe cesar! ¡Destrozaré los pilares de la cordura y me precipitaré de cabeza en las ruinas!...
Dios ha tornado tonta la sabiduría del mundo. Ah, judío, tú has sabido cómo burlar al guerrero de la cultura, ya que habiendo perdido la fe en su causa, no puede más luchar. ¡Pero la muerte pone término a toda burla; de este lado de la tumba la risa debe cesar!
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Puesto que muero, yo, Cayo César (5), también llamado Calígula, ordeno la muerte de Tiberio, que se arrogó la toa virilis y cuya muerte vicarial puede aliviar los sufrimientos de mis últimas horas sobre la tierra.
Ordeno la muerte de Potitus, el plebeyo, que prometió morir en caso que yo recobre la salud, y ya que puedo curarme decreto que cumpla su juramento y sufra la pena de crucifixión.
Ordeno la deificación de mi hermana Dursila Elisabeth; que se erija de ella una efigie dorada en la casa del Senado, y que en el templo de Venus, en el Foro, se coloque una estatua de su figura de la misma medida que la de la Diosa, y se la honre con los mismos ritos.
Decreto también que se construye un altar en su honor, un templo con veinte sacerdotes, tanto hombres como mujeres, y se celebre el día de su cumpleaños un festival con los mismos honores otorgados a Ludi Megaleures.
Firmado: Cayo César, Emperador.
12
Cuando Hegel estaba terminando su Fenomenología, miró por la ventana y vio a las tropas de Napoleón que entraban en Jena.
Observo a través de la ventana de este manicomio en Jena y veo los fantasmas de la armada de Napoleón que marchan delante de mí, y se ríen del filósofo con el martillo, del mismo que se habrán reído de Hegel con su genio del mundo histórico, el hombre que personificó y creó una era.
Napoleón, el aristócrata por decreto propio, creó la desilusión del poder, la misma desilusión de la grandeza que me obsesionó cuando me erigí a mí mismo en el déspota intelectual de Europa. Es una verdad eterna que el genio, en su lucha contra los filisteos, se yergue al nivel heroico, y, como Goethe, elige en calidad de su alter ego a un inculto y nauseabundo villano como Federico el Grande, el hombre que personifica su ansia secreta de poder.
Del mismo modo yo me sentí Napoleón, y al venerarlo, yo, profesor Nietzsche, con mis ojos que portan lentes y encorvado como los eruditos, monté un blanco corcel y cabalgué furiosamente hacia la batalla. “El hombre más grande que ha llegado al mundo desde César”, como Stendhal llamaba a Bonaparte.
Este manicomio me ha curado de tal insensatez, pues todos los demás hombres creen ser Napoleón, y si se me permitiera entrar a los pabellones de las mujeres encontraría hembras Bonapartes y Césares tan obstinadas, tiránicas e implacables como Lama o Mamá. Ahora que mi Waterloo ha llegado y estoy enjaulado aquí en Santa Elena, puedo ser bastante antinietzscheano para darme cuenta que las masas, a quienes yo llamaba estiércol, constituyen realmente las fuerzas triunfantes de la historia, mientras que los Césares y los Napoleones son simplemente chispazos producidos por las botas de acero del “pueblo”, que convierten en polvo todas las manifestaciones de genio y cesarismo que no lleven en sí el sello de la voluntad popular.
Los demócratas de Rousseau y los socialistas darán la bienvenida a esta confesión con triunfal exaltación: es la primera vez en mi carrera de pensador que admito el papel heroico de la masa anónima que los románticos como Hugo, Scott, Delacroix, Michelet y Berlioz adoptaron como piedra de toque de su credo estético. Por otro lado, los aristocráticos helenos me acusarán de haber traicionado la causa de la cultura al formar parte del bando judío de los nazarenos, donde se refugió Heine al morir. Atribuirán a mi locura mi renegado hebraísmo, lo cual es verdad. Al despojarme de toda ilusión, me volví loco; el último velo de la danzarina Salomé ha caído e introducen la fuente que lleva la cabeza de Juan Bautista, mi sistema de pensamiento aristocrático.
Nietzsche contra Nietzsche: sorprenderé al mundo con mi autotraición. ¿Pero no estoy montando nuevamente el caballo de Napoleón y cabalgo hacia el campo de batalla del pensamiento aristocrático que acabo de abandonar?... El cesarismo de los genios es congénito: al tener con quien luchar, excepto con su mente, se abstrae de las masas necias y forma una barricada tras su falsa tesis de pensamiento antidemocrático. Pero su ansia de poder es realmente un ansia de impotencia, el deseo de exilarse a sí mismo de su humanidad. Como sugirió Pascal, una vez que nos hemos embarcado en la aventura de lo humano, no podemos volver atrás hacia lo subhumano o dirigirnos hacia lo sobrehumano.
Nuestra humanidad nos pone limitaciones, rompe los muros de nuestros propios cuerpos y provoca a los dioses con el desafío de Prometeo: ésa es la senda que he seguido, senda que yo procuré abandonar cuando escribí Humano, demasiado humano y La alegre sabiduría. Pero si nos mantenemos dentro de las barreras de lo humano llegamos a la misma conclusión que Macbeth: la vida es un cuento narrado por un idiota; la vida, en la forma prescrita por los filisteos, se convierte en una mofa y nos vemos forzados a acudir a los imaginarios dioses que hay en nosotros para superar la vida y habitar en la rara atmósfera del Superhombre: el aire puro de la locura mesiánica. De este modo, los ateos como Delacroix, Berlioz y yo, nos convertimos en artistas intoxicados de Dios, y por intermedio del arte nos convencimos a nosotros mismos de hacer el papel de frenéticos mesías, luchadores del “ideal” que desechamos por considerarlo superstición religiosa.
¿Qué sé?, preguntaba Montaigne. En los tiempos del Renacimiento el hombre se enorgullecía del conocimiento, pero nosotros, con la salvaje indignación de nuestros corazones, estamos empantanados en la confusión del sentimiento y pensamiento modernos, que a pesar del superficial optimismo de nuestro siglo nos obliga a decir como Berlioz:
¿De qué sirve? El pensamiento y la sensibilidad se han negado a sí mismos; estamos en el torbellino mismo del nihilismo; por eso he predicado una era de caos y delirio en que los hombres beben de la copa del temblor y sucumben en el estrago de la guerra universal.
Un Aristófanes del siglo veinte me pondrá en la picota, tal como Demócrito fue una vez objeto de sátiras: ¡Viva el “rey torbellino” que ha destronado a Zeus! O dentro de una canasta, junto con Sócrates y Zaratustra, me elevarán para resollar el aire de la montaña de la inteligencia pura, mientras ríen los hombres vulgares, mordiendo sus salchichas y tragando sus jarros de cerveza para demostrar su mundana superioridad sobre los filósofos que arañan los cielos.
La verdad es que el pensamiento moderno está encadenado como la asustada Andrómeda a la roca cercada por el mar, mientras la “quimera” del nihilismo que respira en el infierno, escupe fuego y azufre sobre su hermosa desnudez. Como el conquistador Perseo, me precipité al rescate de esta divina cautiva, y sostuve en mis brazos su casta desnudez. Pero como soy una criatura de mi siglo, comencé a escupir fuego sobre sus muslos y su pecho: yo mismo era la “quimera”, una parte de la locura de nuestro tiempo contra la cual luché desempeñando el papel del infinito Perseo, el pensador socrático cuya mente marcha al unísono con la mente de lo “absoluto”.
Condenado por la fe y la incredulidad, por la razón y el instinto, por la carne y el espíritu, ven a la “quimera” que devora a Andrómeda en un estallido de llameante locura. Y esta llameante locura está en mi cerebro: soy el “devorado” y el “devorador”, el asesino y el asesinado.
Pero cuando, desde afuera, miro a través de la ventana de este manicomio, veo dentro a Nietzsche, el filósofo, que echa espuma por la boca, observa a Sócrates en el espejo y destroza su imagen de traidor. Me uno al ejército de Napoleón, el ejército del pueblo, pues ya nada queda si no las necias masas que generarán sus propias mentes…
¡Si no puedo ser Napoleón Bonaparte, al menos puedo ser Peter Schelemihl!
Notas
(1) Marco Aurelio.
(2) ¿Se trata de un fragmento de Aristófanes?
(3) Cae el telón, la representación termina. Mi espíritu era la lúgubre luz. (Nietzsche cita al Heine agonizante en quien encontró un íntimo parentesco espiritual.)
(4) La ignorante y rústica mujer de Heine, que sólo lo conoció a través de su sufrimiento. La ironía alcanza el punto máximo de la sensibilidad. (N. del T. I.)
(5) A este punto es obvio que Nietzsche está loco, aunque bastante cuerdo como para entremezclar a su hermana en las redes de su locura, lo que hace sospechar que su “obvia” demencia puede ser un subterfugio, una de las tantas máscaras que usó para esconder sus terribles pensamientos. Se dice que la madre de Nietzsche confiscó muchas de estas “irracionales” manifestaciones, producto de una mente alterada. (N. del T. I.)
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