
DECIMOCUARTA ENTREGA
CAPÍTULO QUINTO (I)
1
¡Ah, Orestes, la sangre de tu madre pesa sobre tu conciencia, y a tus pies, la cólera vengadora te arrastra al camino de la condena! ¡Madre, estoy colmado de remordimiento; sé que te he asesinado con mi intenso odio, tan grande y ardiente que es capaz de destruir a todas las madres del mundo!
¡Pero Ifigenia (1) expiará mi vil crimen, ella conoce la agonía de Tántalo, el agua que se mofa de sus labios, la fruta que elude la boca entreabierta hasta que el hambre y la sed incitan al espíritu extraviado hacia la locura matricida! ¡Ella expiará mi culpa y la tuya, porque la sacerdotisa de la virtud hundiose conmigo en el pozo más profundo de Tártaro, hacia la insondable perversidad de los egipcios que desafiaron las barreras de consaguinidad! ¡Ah, este dionisíaco frenesí, esta alegría de vivir que transforma en Paraíso a este mundo inferior donde todos los odios y miserias terrenales desaparecen en el éxtasis del momento eterno, y los sombríos pecados se consumen en las llamas de los cometas lanzados a través de los remolineantes abismos del espacio!
¡La fortaleza ha caído y mi cuerpo yace junto a los muros en ruinas! Pero Ifigenia desafía los truenos de Zeus; todos sangrientos, e invoca a los dioses a realizar el gran milagro; transformarme nuevamente en cuerpo, mente y espíritu. Ése es el destino de mi estrella; restituirme a la totalidad del planeta donde cada brizna de yerba marchita florece hacia la vida de resurrección.
¡Ifigenia, Ifigenia, tu hermano Orestes espera el milagro de tus restañantes manos! ¡No temas los truenos de Zeus; nada hay en el cielo y en la tierra que pueda impedir nuestra plenitud de voluntad y santidad, excepto nuestra propia cobardía y nuestra violenta desesperación! ¡Demonios: soplad las trompetas y marchad en ronda alrededor del terror del espíritu hasta que sus muros caigan en ruinas! ¡Levanta, Satanás, levanta la tormenta en el cielo, dispersa a los ángeles de la oscuridad y esparce tu violenta luz sobre el trono vacío del Cristo!...
¿Quién es él? ¡Sí, es Nietzsche, el hijo de Odín, pulverizando los planetas con el martillo de Thor! ¡Soy el gran Destructor, el gran Constructor; construyo un nuevo cielo y una nueva tierra para dejar lugar al espíritu de Prometeo, el alma infinita de Zaratustra!... ¡Ay de mí!, el mismo constructor está demolido: ¿cómo puede el polvo transformarse en Dios, el Dios de los dioses? En los truenos de la voluntad todas las tumbas tiemblan y se abren en grietas. ¡Polvo: levántate, y marcha hacia tu virilidad, tu “divina virilidad” sobre la montaña santa donde la serpiente y el águila esperan el retorno de Zaratustra al hogar! Al estallido de una música de Mozart las puertas de la alegría se abren y el hombre marcha hacia su heredad…
Sed finalmente una sola mente, unida en el sentimiento (2). Ifigenia, Ifigenia, ¿no estamos unidos en cuerpo, mente y espíritu? ¿No es tu destino mi sino predeterminado? ¿No vibramos juntos con los vientos del amor y del odio como un arpa eólica que palpita entre los dedos de la tormenta? ¡Ifigenia, Ifigenia, no temas a los dioses que sólo conocen el pecado de la debilidad, y ni siquiera la sombría lujuria faraónica de la sangre que busca su propia imagen en el burdel del incesto!... Soy el rey Tolomeo Filadelfo; construyo un fanal en Faro para que los marinos puedan guiarse, y estoy deshecho contra las rocas…
¡Ah, Ifigenia, Ifigenia, no temas a los dioses, pues los dioses están en nosotros; somos nosotros los dioses que tememos, y al perder nuestro propio temor sobreviene la locura! Esta trágica discordancia se presenta: nosotros mismos nos separamos contra nosotros. No ruegues a los dioses, no ruegues:
Rettet mich / Und rettet euer Bild in meiner Seele!
¡No ruegues a los dioses, ya que los dioses están en nosotros; el espejo refleja su imagen; nosotros somos los dioses y toda la fuerza del cielo! ¡Ruega más bien a ti misma, estrecha al mundo entre tus brazos como Anteo, y sé fuerte con la potencia de la tierra todopoderosa! Somos los guardianes de nuestro propio sino; yo soy tu destino y tú eres el mío…
¡Ifigenia, Ifigenia, Orestes ha caído en la fosa; la tierra se estrella contra su cabeza, la buena tierra en la que él confió hasta el fin! ¡Rescátame, amada mía, rescata al enamorado del mundo!... ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Hermana, me entierran vivo! ¡Ayúdame, ayúdame, Ifigenia! ¡Ayúdame!
2
Si con mi martillo filosófico hubiera forzado cajas de caudales o aplastado cabezas, en lugar de cazar fantasmas, todavía estaría gozando la compañía de mi Calipso rusa que llenó su cabeza con Khornyakow, Leontyev, Aksakov, Federov, Solovev, Bakunin, Kropotkin, Mijailovsky, Kreevsky, Belinsky, Dostoievski, Herzen y Tolstoi. Alineados frente a mí estaban todos estos religiosos y ateos intoxicados de Dios, el regimiento completo de mesías rusos, y tenía que defender mis ideas contra las de ellos o se me privaba de mi ración de nocturnales besos. ¡Como yo era un filósofo ella también adoptaba la misma postura, y hasta cuando se desvestía en su tocador debía mantener mi imaginación alejada de su voluptuoso cuerpo y defenderme de la acusación de haber robado mis ideas a Leontyev!
Leontyev, ¡su nombre y sus pensamientos me eran tan desconocidos como los de cualquier filósofo negro del corazón del Congo! Este filósofo que se hizo monje, trató de defender la obscena tiranía del zar diciendo que el fenómeno de Pushkin justificaba todo el sufrimiento del pueblo ruso. ¡Si todo lo que los rusos tienen para ofrecer es Pushkin, bien merecido tienen su sufrimiento! Es cierto que Leontyev se oponía a la rusa idea mesiánica de las igualdad, que destruye la cultura, pero el colapso de ésta puede bien ser un acontecimiento afortunado si surge una nueva raza de bárbaros, salvajes de Rousseau, que aniquilarán una cultura cuyas raíces están en la mentira y la hipocresía de nuestra civilización convencional. Antes que ser un apologista del Zar para una cultura de pogroms, estoy preparado a unirme a los socialistas en su lucha contra la seudocultura de los filisteos y los antisemitas.
Mi actitud hacia la cultura es el polo opuesto del leontyevismo, y mi encantadora rusa lo sabía, pero me castigaba por profanar nuestro nido de amor al arrastrar en él los cucos de Sócrates, Kant y Hegel. Venus está celosa de Minerva, y si la diosa de la sabiduría trata de exhibir la brillantez de su inteligencia mientras la diosa del amor se quita su cíngulo, la guerra entre ellas arrastra a los cielos y a la tierra al combate mortal. ¡Los muslos desnudos de Venus resplandecen a través del universo como la espada del juicio final, y cualquier filósofo que se atreve a jurar lealtad a la virginal Minerva es aniquilado!
Tuve la misma sensación cuando, al seguir el ejemplo de Platón, Boecio, Boheme, Goethe y Solovev, traté de personificar la filosofía en la virgen Sofía, el emblema integral del “eterno femenino” que hace frente a nuestra diferenciación y cae a través de la desgarradora serpiente del sexo. Sobre las alas de la imaginación de un “cabalista”, glorié hacia el cielo unificado de la gloria donde Minerva y Venus están fusionadas en el tórrido ardor de la pasión que une nuestra naturaleza andrógina al cuerpo puro de los amantes de Platón. Pero el sueño de la virgen Sofía viola la rígida ley de la verdad biológica. El Eros místico pide el completo abandono de la mente para entregarse a los torneados muslos y a los pechos palpitantes.
A pesar de San Agustín que escribió sus Confesiones en forma exhaustiva, como Tolstoi, la unión sexual implica en nosotros el animal más que el ángel, y ya que el filósofo no puede condescender a la bestia que lleva en sí, no puede ser útil a una mujer apasionada como Lou, excepto como un objetivo del que pueda sentirse orgullosa.
Stendhal, el único hombre en Europa que intelectualmente era mi igual, tenía el mismo predicamento cuando escribió Lamiel. A pesar de todos los libros que leyó sobre el arte de amar, que incorporaba a sus novelas y ensayos, no pudo, como filósofo y psicólogo objetivo, someterse al velludo animal que llevaba en sí, y contraponer la pasión desnuda de una amante con la violencia de la bestia. Por lo tanto se sumergió en el sueño artificioso de una filósofo ladrón, pleno de bestial lujuria, y adoptó citas de Molière y Corneille. Este ladrón filósofo, que hacía la guerra a la sociedad, la que según le decía él, le declaró la guerra, tenía la opción de cortarle el cuello a su heroína, o violarla. La heroína se decide a someterse con éxtasis a su deshonra.
Ésta la opinión de Stendhal sobre sí mismo y también el juicio sobre mí. Mi veneración a la Dama Filosofía, la virgen Sofía, era un abandono herético frente al altar de Afrodita donde Lou Salomé yacía en su lecho de damasco, como una ramera sagrada, que pedía una entrega completa al divino éxtasis de la carne. Yo no ascendía a su lecho como un devoto de Afrodita, sino como un fugitivo de Palas Atenea: nunca pude reconciliarme con mi propia bestia rubia -el ladrón de Stendhal, estuprador y asesino al por mayor-, y Lou me castigó por mi incorregible virtud, mi preferencia por el puritanismo de mi hermana que abandoné en el pensamiento pero no en el hecho…
Cada mujer es una ramera de corazón, y hasta que un hombre no comprenda esto no le será posible penetrar en la pureza virgen de su ser. Si alguna vez logro liberarme de mi parálisis, empezaré nuevamente la vida dejando el enigma de la Esfinge a los eunucos y filósofos, para transformarme en un héroe de novela de segunda categoría. Cuando sorprenda entonces en su tocador a una belleza semidesnuda, le pondré un cuchillo en su cuello y dejaré que tome su gran “decisión”. Como el Lamiel de Stendhal, ella se deleitará con mi bestialidad, mi energía desenmascarada que enfrenta el furioso embate de su íntima naturaleza femenina.
¡Y si trata de inducirme a una discusión sobre filosofía, simplemente para probar el carácter genuino de mi bestialidad, cortaré sin más ceremonia su cuello de oreja a oreja, desmembraré su cuerpo con la sierra de un carnicero y arrojaré sus restos a las llamas de un horno!...
¡Ah, mi querida dama rusa, gozarás entonces la demostración de mi terror! Haré actuar mi filosofía: el cráneo de César rechinará en la tormenta, con el estrépito de la muerte de los imperios.
3
Ésta fue mi tragedia: llegué a ser un apóstol para los cristianos, predicando el Anticristo con el mismo celo fanático con que San Pablo preconizó la redención mediante la sangre de Jesús. Yo que creí que todo está determinado por la fatalidad, que debemos amar el destino del hombre con temeridad verdaderamente estoica; yo, el decidido promulgador del Amor fati, me coloqué el manto de Elías, y con el cósmico frenesí de Jeremías pronuncié la condena de nuestra era, la era de los filisteos triunfantes (3).
La presunción afectada e hipócrita del papel de Mesías, que tanto odié en Carlyle -esta blasfemia del judío en Cristo castigado-, se posesionó de mis partes vitales y comencé a profetizar mientras duraban mis heridas en lugar de dejar que sanaran con estoica resignación.
¡Qué sensación de distancia entre Heráclito y su discípulo Nietzsche, que a pesar de su rebelión contra la esclava moral de Jesús, una muralla de diecinueve siglos de amor y piedad lo separa del ideal de Heráclito!
Heráclito, el efesio, no tuvo ningún Naumburg contra quien luchar, ninguna gente hipócrita a su alrededor que saturara la atmósfera con el sentimiento cristiano y emponzoñara la mente con pensamientos de crucifixión. Este veneno cristiano ha permanecido en mi sangre, de modo que el águila orgullosa, y la sabia serpiente -posesión común de Heráclito y Zaratustra- se han fusionado en la imagen de la cruz.
Conservo todavía, como el efesio, un aristocrático desprecio por la moral, la comodidad y la quietud, y como él, glorifico la lucha, pero contrariamente al antiguo filósofo, he permitido que la lucha entre en mi alma, de modo que mi espíritu se ha transformado en un campo de batalla entre las dos visiones del mundo: la judeocristiana y la grecorromana, la moral y la amoral. Este conflicto, el augurio de la enfermedad de amor y compasión de Cristo, hendió mi mente en dos partes, y mis amigos recibieron de Turín cartas irrazonables y fantásticas, firmadas “el Crucificado” y “Dionisio”.
Heráclito no escribió tales sátiras y libelos engendrados por una mente turbada y dividida por los conflictos de nuestra era. Él tenía fe en la eterna razón, la única parte de su credo que no adopté, porque engañado por Schopenhauer, confundí el tiempo con la eternidad, y coloqué al filisteo en el trono vacío de Dios, el filisteo cuya insensatez e irracional falta de objetivos constituyeron para mí la cualidades de la “deidad”. Al luchar contra los filisteos me transformé yo mismo en filisteo, y abandoné el deseo de la razón por el deseo ciego del poder, el deseo que se destruye a sí mismo en la impotencia si no está dirigido por una mente cósmica, como Pascal comprendió tan claramente.
Ahora en las garras de esta parálisis rastrera que convierte cada párrafo que escribo en un calvario del espíritu, una angustia apocalíptica, comprendo más que nunca que mi cruzada contra Sócrates era realmente una guerra contra mí mismo, es decir, la parte de mi ser racional que poseo en común con Heráclito, mi voluntad para razonar, mi pasión por la verdad absoluta, que a pesar mío me obligó a renunciar a Wagner y al wagnerianismo, los sumideros de la triaca irracional que el ignorante todavía confunde con los tubos de órgano de la música divina.
No estoy de acuerdo con Shakespeare con respecto a que los dioses nos atormentan y nos mutilan del mismo modo que los colegiales torturan y arrancan las alas de las moscas. Por el contrario, los dioses han sido amables conmigo, y mediante la lección de la parálisis y enfermedad del cerebro me han enseñado a valorar mucho más la salud física y moral, aplastando mi frenesí dionisíaco para apreciar mejor la calma apolínea y la razón de Sócrates. Gozo el invencible optimismo de Goethe, que decía: “Nos hallamos bajo la protección de los dioses misericordiosos que cuidan de nosotros mejor de lo que nos cuidamos nosotros mismos”.
4
No sólo los dioses, también las diosas nos protegen de nosotros mismos. Mi Venus rusa, demostrando la capacidad destructora y la futilidad de la locura dionisíaca, me hizo volver a mi convicción spinozista de que la divinidad del hombre se expresa por el amor a la verdad, que la orgía griega es un esfuerzo salvaje y coribántico para borrar el miedo y la ignorancia de la vida en una histeria erótica, y prácticas sexuales desvergonzadas. Lou Salomé llegó a ser una droga para mí, como el cloral y el narcótico javanés que cesé de tomar durante nuestras frenéticas orgías, una droga que me sumergió a través de todos los terribles abismos de agonía y gloria descritos por De Quincey, el consumidor inglés de opio.
Cuando me curé de Lou Salomé me sentí como un adicto a las drogas, enmendado, que puede gozar nuevamente del amor intelectual a Dios, como Spinoza, y solazarse otra vez en el reino del espíritu humano. Cuán bajó cayó Zaratustra; esta águila y su serpiente miran hacia abajo, observando con desprecio, desde la gran altura de la vigilancia cósmica.
Ésta es la paradoja dialéctica de la vida -paradoja que Heráclito fue el primero en descubrir- que la traición de Judas hecha por Lou era realmente un despliegue bendito de la gracia divina: al enseñarme la falta de significado de sus besos estériles, me obligó a cambiar los fundamentos dionisíacos de mi filosofía, construidos sobre una nube, para colocarlos en la roca firme del conocimiento científico. Entrelacé en mi poder mental los conocimientos de los socialistas darwinianos, y si los socialistas rondaron mi cabeza y me transformaron en un abogado del poder del pueblo, estoy preparado para adherirme a ellos en su beneficio. No temo el triunfo democrático del pueblo, si la historia ha decretado el triunfo de la mayoría sobre la minoría. La fuerza viril de la vida misma es lo que importa, lo que siempre decreta que la victoria debe ser del más fuerte, fuerte en cuerpo, mente y espíritu. Estoy convencido ahora que la simple fuerza bruta no armoniza con el sistema cósmico de las cosas.
Esto, por supuesto, lo sabía Pascal hace mucho tiempo. La fuerza debe ser compatible con la justicia racional, o si no degenera en barbarismo. Ésta era la opinión primordial de Paul Rée, el judío, que junto con Lou Salomé (¿es ella una judía oculta de la casa de Herodes?), exaltó en mí el fanatismo de San Pablo que machacaba el mensaje de Cristo en los cráneos de acero de los romanos. Ella menospreciaba su papel de Cleopatra, y porfiaba que sentía más respeto por la serpiente de Zaratustra que por la serpiente del Nilo. Del mismo modo que Pablo (5) negaba a Jehová con su mente y lo aceptaba con su corazón, Lou aprobaba a Venus con su corazón pero lo negaba con su cabeza.
Me convenció que no podíamos desempeñar más el papel de amantes de Ovidio, ya que los siglos que se interponían entre Augusto y Tolstoi eran zarzos, que nosotros, con nuestro cristiano concepto del pecado, no podíamos saltar. Los idilios de Teócrito y los cantos de amor de Catulo hicieron célebre una era clásica que no conocía el pecado original, y donde poetas de torturada conciencia no transformaban el cuerpo de la mujer en el cuerpo de la “deidad” misma. El pequeño pastor que había en mí se rebeló contra su lasciva desnudez, y el fantasma de su conciencia asesinada la sumió en la aceptación del credo de Tolstoi de que la expresión sexual era obra del Diablo.
Así fue que los dos nos pusimos las hojas de parra y nos alejamos del Jardín, mientras mi hermana Elisabeth nos daba un fuerte empujón por detrás para asegurarse que no seguíamos el ejemplo de la mujer de Lot y mirábamos con anhelo hacia la llameante ciudadela de nuestros pecados…
¿Quién si no una mujer puede darle integridad a un hombre en un mundo destrozado en añicos sangrientos por los Césares del industrialismo?
Sólo la tumba conoce la agonía de la vida mutilada del hombre, dividido contra sí mismo, y sólo la tumba puede restituir al hombre al cosmos de Heráclito que en un mundo de tumultuosos cambios puede todavía observar el invariable absoluto, la divina razón dominando el caos de los siglos y sosteniendo en alto los estandartes de la armonía y de la paz.
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CAPÍTULO QUINTO (I)
1
¡Ah, Orestes, la sangre de tu madre pesa sobre tu conciencia, y a tus pies, la cólera vengadora te arrastra al camino de la condena! ¡Madre, estoy colmado de remordimiento; sé que te he asesinado con mi intenso odio, tan grande y ardiente que es capaz de destruir a todas las madres del mundo!
¡Pero Ifigenia (1) expiará mi vil crimen, ella conoce la agonía de Tántalo, el agua que se mofa de sus labios, la fruta que elude la boca entreabierta hasta que el hambre y la sed incitan al espíritu extraviado hacia la locura matricida! ¡Ella expiará mi culpa y la tuya, porque la sacerdotisa de la virtud hundiose conmigo en el pozo más profundo de Tártaro, hacia la insondable perversidad de los egipcios que desafiaron las barreras de consaguinidad! ¡Ah, este dionisíaco frenesí, esta alegría de vivir que transforma en Paraíso a este mundo inferior donde todos los odios y miserias terrenales desaparecen en el éxtasis del momento eterno, y los sombríos pecados se consumen en las llamas de los cometas lanzados a través de los remolineantes abismos del espacio!
¡La fortaleza ha caído y mi cuerpo yace junto a los muros en ruinas! Pero Ifigenia desafía los truenos de Zeus; todos sangrientos, e invoca a los dioses a realizar el gran milagro; transformarme nuevamente en cuerpo, mente y espíritu. Ése es el destino de mi estrella; restituirme a la totalidad del planeta donde cada brizna de yerba marchita florece hacia la vida de resurrección.
¡Ifigenia, Ifigenia, tu hermano Orestes espera el milagro de tus restañantes manos! ¡No temas los truenos de Zeus; nada hay en el cielo y en la tierra que pueda impedir nuestra plenitud de voluntad y santidad, excepto nuestra propia cobardía y nuestra violenta desesperación! ¡Demonios: soplad las trompetas y marchad en ronda alrededor del terror del espíritu hasta que sus muros caigan en ruinas! ¡Levanta, Satanás, levanta la tormenta en el cielo, dispersa a los ángeles de la oscuridad y esparce tu violenta luz sobre el trono vacío del Cristo!...
¿Quién es él? ¡Sí, es Nietzsche, el hijo de Odín, pulverizando los planetas con el martillo de Thor! ¡Soy el gran Destructor, el gran Constructor; construyo un nuevo cielo y una nueva tierra para dejar lugar al espíritu de Prometeo, el alma infinita de Zaratustra!... ¡Ay de mí!, el mismo constructor está demolido: ¿cómo puede el polvo transformarse en Dios, el Dios de los dioses? En los truenos de la voluntad todas las tumbas tiemblan y se abren en grietas. ¡Polvo: levántate, y marcha hacia tu virilidad, tu “divina virilidad” sobre la montaña santa donde la serpiente y el águila esperan el retorno de Zaratustra al hogar! Al estallido de una música de Mozart las puertas de la alegría se abren y el hombre marcha hacia su heredad…
Sed finalmente una sola mente, unida en el sentimiento (2). Ifigenia, Ifigenia, ¿no estamos unidos en cuerpo, mente y espíritu? ¿No es tu destino mi sino predeterminado? ¿No vibramos juntos con los vientos del amor y del odio como un arpa eólica que palpita entre los dedos de la tormenta? ¡Ifigenia, Ifigenia, no temas a los dioses que sólo conocen el pecado de la debilidad, y ni siquiera la sombría lujuria faraónica de la sangre que busca su propia imagen en el burdel del incesto!... Soy el rey Tolomeo Filadelfo; construyo un fanal en Faro para que los marinos puedan guiarse, y estoy deshecho contra las rocas…
¡Ah, Ifigenia, Ifigenia, no temas a los dioses, pues los dioses están en nosotros; somos nosotros los dioses que tememos, y al perder nuestro propio temor sobreviene la locura! Esta trágica discordancia se presenta: nosotros mismos nos separamos contra nosotros. No ruegues a los dioses, no ruegues:
Rettet mich / Und rettet euer Bild in meiner Seele!
¡No ruegues a los dioses, ya que los dioses están en nosotros; el espejo refleja su imagen; nosotros somos los dioses y toda la fuerza del cielo! ¡Ruega más bien a ti misma, estrecha al mundo entre tus brazos como Anteo, y sé fuerte con la potencia de la tierra todopoderosa! Somos los guardianes de nuestro propio sino; yo soy tu destino y tú eres el mío…
¡Ifigenia, Ifigenia, Orestes ha caído en la fosa; la tierra se estrella contra su cabeza, la buena tierra en la que él confió hasta el fin! ¡Rescátame, amada mía, rescata al enamorado del mundo!... ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Hermana, me entierran vivo! ¡Ayúdame, ayúdame, Ifigenia! ¡Ayúdame!
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Si con mi martillo filosófico hubiera forzado cajas de caudales o aplastado cabezas, en lugar de cazar fantasmas, todavía estaría gozando la compañía de mi Calipso rusa que llenó su cabeza con Khornyakow, Leontyev, Aksakov, Federov, Solovev, Bakunin, Kropotkin, Mijailovsky, Kreevsky, Belinsky, Dostoievski, Herzen y Tolstoi. Alineados frente a mí estaban todos estos religiosos y ateos intoxicados de Dios, el regimiento completo de mesías rusos, y tenía que defender mis ideas contra las de ellos o se me privaba de mi ración de nocturnales besos. ¡Como yo era un filósofo ella también adoptaba la misma postura, y hasta cuando se desvestía en su tocador debía mantener mi imaginación alejada de su voluptuoso cuerpo y defenderme de la acusación de haber robado mis ideas a Leontyev!
Leontyev, ¡su nombre y sus pensamientos me eran tan desconocidos como los de cualquier filósofo negro del corazón del Congo! Este filósofo que se hizo monje, trató de defender la obscena tiranía del zar diciendo que el fenómeno de Pushkin justificaba todo el sufrimiento del pueblo ruso. ¡Si todo lo que los rusos tienen para ofrecer es Pushkin, bien merecido tienen su sufrimiento! Es cierto que Leontyev se oponía a la rusa idea mesiánica de las igualdad, que destruye la cultura, pero el colapso de ésta puede bien ser un acontecimiento afortunado si surge una nueva raza de bárbaros, salvajes de Rousseau, que aniquilarán una cultura cuyas raíces están en la mentira y la hipocresía de nuestra civilización convencional. Antes que ser un apologista del Zar para una cultura de pogroms, estoy preparado a unirme a los socialistas en su lucha contra la seudocultura de los filisteos y los antisemitas.
Mi actitud hacia la cultura es el polo opuesto del leontyevismo, y mi encantadora rusa lo sabía, pero me castigaba por profanar nuestro nido de amor al arrastrar en él los cucos de Sócrates, Kant y Hegel. Venus está celosa de Minerva, y si la diosa de la sabiduría trata de exhibir la brillantez de su inteligencia mientras la diosa del amor se quita su cíngulo, la guerra entre ellas arrastra a los cielos y a la tierra al combate mortal. ¡Los muslos desnudos de Venus resplandecen a través del universo como la espada del juicio final, y cualquier filósofo que se atreve a jurar lealtad a la virginal Minerva es aniquilado!
Tuve la misma sensación cuando, al seguir el ejemplo de Platón, Boecio, Boheme, Goethe y Solovev, traté de personificar la filosofía en la virgen Sofía, el emblema integral del “eterno femenino” que hace frente a nuestra diferenciación y cae a través de la desgarradora serpiente del sexo. Sobre las alas de la imaginación de un “cabalista”, glorié hacia el cielo unificado de la gloria donde Minerva y Venus están fusionadas en el tórrido ardor de la pasión que une nuestra naturaleza andrógina al cuerpo puro de los amantes de Platón. Pero el sueño de la virgen Sofía viola la rígida ley de la verdad biológica. El Eros místico pide el completo abandono de la mente para entregarse a los torneados muslos y a los pechos palpitantes.
A pesar de San Agustín que escribió sus Confesiones en forma exhaustiva, como Tolstoi, la unión sexual implica en nosotros el animal más que el ángel, y ya que el filósofo no puede condescender a la bestia que lleva en sí, no puede ser útil a una mujer apasionada como Lou, excepto como un objetivo del que pueda sentirse orgullosa.
Stendhal, el único hombre en Europa que intelectualmente era mi igual, tenía el mismo predicamento cuando escribió Lamiel. A pesar de todos los libros que leyó sobre el arte de amar, que incorporaba a sus novelas y ensayos, no pudo, como filósofo y psicólogo objetivo, someterse al velludo animal que llevaba en sí, y contraponer la pasión desnuda de una amante con la violencia de la bestia. Por lo tanto se sumergió en el sueño artificioso de una filósofo ladrón, pleno de bestial lujuria, y adoptó citas de Molière y Corneille. Este ladrón filósofo, que hacía la guerra a la sociedad, la que según le decía él, le declaró la guerra, tenía la opción de cortarle el cuello a su heroína, o violarla. La heroína se decide a someterse con éxtasis a su deshonra.
Ésta la opinión de Stendhal sobre sí mismo y también el juicio sobre mí. Mi veneración a la Dama Filosofía, la virgen Sofía, era un abandono herético frente al altar de Afrodita donde Lou Salomé yacía en su lecho de damasco, como una ramera sagrada, que pedía una entrega completa al divino éxtasis de la carne. Yo no ascendía a su lecho como un devoto de Afrodita, sino como un fugitivo de Palas Atenea: nunca pude reconciliarme con mi propia bestia rubia -el ladrón de Stendhal, estuprador y asesino al por mayor-, y Lou me castigó por mi incorregible virtud, mi preferencia por el puritanismo de mi hermana que abandoné en el pensamiento pero no en el hecho…
Cada mujer es una ramera de corazón, y hasta que un hombre no comprenda esto no le será posible penetrar en la pureza virgen de su ser. Si alguna vez logro liberarme de mi parálisis, empezaré nuevamente la vida dejando el enigma de la Esfinge a los eunucos y filósofos, para transformarme en un héroe de novela de segunda categoría. Cuando sorprenda entonces en su tocador a una belleza semidesnuda, le pondré un cuchillo en su cuello y dejaré que tome su gran “decisión”. Como el Lamiel de Stendhal, ella se deleitará con mi bestialidad, mi energía desenmascarada que enfrenta el furioso embate de su íntima naturaleza femenina.
¡Y si trata de inducirme a una discusión sobre filosofía, simplemente para probar el carácter genuino de mi bestialidad, cortaré sin más ceremonia su cuello de oreja a oreja, desmembraré su cuerpo con la sierra de un carnicero y arrojaré sus restos a las llamas de un horno!...
¡Ah, mi querida dama rusa, gozarás entonces la demostración de mi terror! Haré actuar mi filosofía: el cráneo de César rechinará en la tormenta, con el estrépito de la muerte de los imperios.
3
Ésta fue mi tragedia: llegué a ser un apóstol para los cristianos, predicando el Anticristo con el mismo celo fanático con que San Pablo preconizó la redención mediante la sangre de Jesús. Yo que creí que todo está determinado por la fatalidad, que debemos amar el destino del hombre con temeridad verdaderamente estoica; yo, el decidido promulgador del Amor fati, me coloqué el manto de Elías, y con el cósmico frenesí de Jeremías pronuncié la condena de nuestra era, la era de los filisteos triunfantes (3).
La presunción afectada e hipócrita del papel de Mesías, que tanto odié en Carlyle -esta blasfemia del judío en Cristo castigado-, se posesionó de mis partes vitales y comencé a profetizar mientras duraban mis heridas en lugar de dejar que sanaran con estoica resignación.
¡Qué sensación de distancia entre Heráclito y su discípulo Nietzsche, que a pesar de su rebelión contra la esclava moral de Jesús, una muralla de diecinueve siglos de amor y piedad lo separa del ideal de Heráclito!
Heráclito, el efesio, no tuvo ningún Naumburg contra quien luchar, ninguna gente hipócrita a su alrededor que saturara la atmósfera con el sentimiento cristiano y emponzoñara la mente con pensamientos de crucifixión. Este veneno cristiano ha permanecido en mi sangre, de modo que el águila orgullosa, y la sabia serpiente -posesión común de Heráclito y Zaratustra- se han fusionado en la imagen de la cruz.
Conservo todavía, como el efesio, un aristocrático desprecio por la moral, la comodidad y la quietud, y como él, glorifico la lucha, pero contrariamente al antiguo filósofo, he permitido que la lucha entre en mi alma, de modo que mi espíritu se ha transformado en un campo de batalla entre las dos visiones del mundo: la judeocristiana y la grecorromana, la moral y la amoral. Este conflicto, el augurio de la enfermedad de amor y compasión de Cristo, hendió mi mente en dos partes, y mis amigos recibieron de Turín cartas irrazonables y fantásticas, firmadas “el Crucificado” y “Dionisio”.
Heráclito no escribió tales sátiras y libelos engendrados por una mente turbada y dividida por los conflictos de nuestra era. Él tenía fe en la eterna razón, la única parte de su credo que no adopté, porque engañado por Schopenhauer, confundí el tiempo con la eternidad, y coloqué al filisteo en el trono vacío de Dios, el filisteo cuya insensatez e irracional falta de objetivos constituyeron para mí la cualidades de la “deidad”. Al luchar contra los filisteos me transformé yo mismo en filisteo, y abandoné el deseo de la razón por el deseo ciego del poder, el deseo que se destruye a sí mismo en la impotencia si no está dirigido por una mente cósmica, como Pascal comprendió tan claramente.
Ahora en las garras de esta parálisis rastrera que convierte cada párrafo que escribo en un calvario del espíritu, una angustia apocalíptica, comprendo más que nunca que mi cruzada contra Sócrates era realmente una guerra contra mí mismo, es decir, la parte de mi ser racional que poseo en común con Heráclito, mi voluntad para razonar, mi pasión por la verdad absoluta, que a pesar mío me obligó a renunciar a Wagner y al wagnerianismo, los sumideros de la triaca irracional que el ignorante todavía confunde con los tubos de órgano de la música divina.
No estoy de acuerdo con Shakespeare con respecto a que los dioses nos atormentan y nos mutilan del mismo modo que los colegiales torturan y arrancan las alas de las moscas. Por el contrario, los dioses han sido amables conmigo, y mediante la lección de la parálisis y enfermedad del cerebro me han enseñado a valorar mucho más la salud física y moral, aplastando mi frenesí dionisíaco para apreciar mejor la calma apolínea y la razón de Sócrates. Gozo el invencible optimismo de Goethe, que decía: “Nos hallamos bajo la protección de los dioses misericordiosos que cuidan de nosotros mejor de lo que nos cuidamos nosotros mismos”.
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No sólo los dioses, también las diosas nos protegen de nosotros mismos. Mi Venus rusa, demostrando la capacidad destructora y la futilidad de la locura dionisíaca, me hizo volver a mi convicción spinozista de que la divinidad del hombre se expresa por el amor a la verdad, que la orgía griega es un esfuerzo salvaje y coribántico para borrar el miedo y la ignorancia de la vida en una histeria erótica, y prácticas sexuales desvergonzadas. Lou Salomé llegó a ser una droga para mí, como el cloral y el narcótico javanés que cesé de tomar durante nuestras frenéticas orgías, una droga que me sumergió a través de todos los terribles abismos de agonía y gloria descritos por De Quincey, el consumidor inglés de opio.
Cuando me curé de Lou Salomé me sentí como un adicto a las drogas, enmendado, que puede gozar nuevamente del amor intelectual a Dios, como Spinoza, y solazarse otra vez en el reino del espíritu humano. Cuán bajó cayó Zaratustra; esta águila y su serpiente miran hacia abajo, observando con desprecio, desde la gran altura de la vigilancia cósmica.
Ésta es la paradoja dialéctica de la vida -paradoja que Heráclito fue el primero en descubrir- que la traición de Judas hecha por Lou era realmente un despliegue bendito de la gracia divina: al enseñarme la falta de significado de sus besos estériles, me obligó a cambiar los fundamentos dionisíacos de mi filosofía, construidos sobre una nube, para colocarlos en la roca firme del conocimiento científico. Entrelacé en mi poder mental los conocimientos de los socialistas darwinianos, y si los socialistas rondaron mi cabeza y me transformaron en un abogado del poder del pueblo, estoy preparado para adherirme a ellos en su beneficio. No temo el triunfo democrático del pueblo, si la historia ha decretado el triunfo de la mayoría sobre la minoría. La fuerza viril de la vida misma es lo que importa, lo que siempre decreta que la victoria debe ser del más fuerte, fuerte en cuerpo, mente y espíritu. Estoy convencido ahora que la simple fuerza bruta no armoniza con el sistema cósmico de las cosas.
Esto, por supuesto, lo sabía Pascal hace mucho tiempo. La fuerza debe ser compatible con la justicia racional, o si no degenera en barbarismo. Ésta era la opinión primordial de Paul Rée, el judío, que junto con Lou Salomé (¿es ella una judía oculta de la casa de Herodes?), exaltó en mí el fanatismo de San Pablo que machacaba el mensaje de Cristo en los cráneos de acero de los romanos. Ella menospreciaba su papel de Cleopatra, y porfiaba que sentía más respeto por la serpiente de Zaratustra que por la serpiente del Nilo. Del mismo modo que Pablo (5) negaba a Jehová con su mente y lo aceptaba con su corazón, Lou aprobaba a Venus con su corazón pero lo negaba con su cabeza.
Me convenció que no podíamos desempeñar más el papel de amantes de Ovidio, ya que los siglos que se interponían entre Augusto y Tolstoi eran zarzos, que nosotros, con nuestro cristiano concepto del pecado, no podíamos saltar. Los idilios de Teócrito y los cantos de amor de Catulo hicieron célebre una era clásica que no conocía el pecado original, y donde poetas de torturada conciencia no transformaban el cuerpo de la mujer en el cuerpo de la “deidad” misma. El pequeño pastor que había en mí se rebeló contra su lasciva desnudez, y el fantasma de su conciencia asesinada la sumió en la aceptación del credo de Tolstoi de que la expresión sexual era obra del Diablo.
Así fue que los dos nos pusimos las hojas de parra y nos alejamos del Jardín, mientras mi hermana Elisabeth nos daba un fuerte empujón por detrás para asegurarse que no seguíamos el ejemplo de la mujer de Lot y mirábamos con anhelo hacia la llameante ciudadela de nuestros pecados…
¿Quién si no una mujer puede darle integridad a un hombre en un mundo destrozado en añicos sangrientos por los Césares del industrialismo?
Sólo la tumba conoce la agonía de la vida mutilada del hombre, dividido contra sí mismo, y sólo la tumba puede restituir al hombre al cosmos de Heráclito que en un mundo de tumultuosos cambios puede todavía observar el invariable absoluto, la divina razón dominando el caos de los siglos y sosteniendo en alto los estandartes de la armonía y de la paz.
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Notas
(1) La hermana de Nietzsche. (N. del T. I.)
(2) La cita es de San Pablo. (N. del T. I.)
(3) Sálvame, y salva a tu imagen de mi alma. (Nietzsche cita la versión cristiana de Goethe en Ifigenia.
(4) Nietzsche, como Mateo Arnold, identifica a los filisteos con la clase media, uniéndose de este modo a Carlyle, Ruskin y otros críticos victorianos de la democracia burguesa, la falange tory. (Nota del T. I.)
(5) Nietzsche se refiere, por supuesto, a Paul Rée y no a San Pablo.

























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