sábado

ZARPES DESDE CATALUNYA / LUIS SILVA SCHULTZE


REGALO DE CUMPLEAÑOS

Aquel domingo Jorge cumplía once años y aprovechó para quedarse un rato más en la cama, contemplando por el ventanal el muy bien cuidado prado que se extendía interminable más allá de la piscina. Las estanterías de su enorme habitación estaban mejor surtidas que muchas librerías y jugueterías de la capital de México, y en su escritorio de torres altísimas tampoco faltaba ninguna novedad electrónica. ¿Qué podrían regalarle? En ese momento entraron sus padres a besarlo y cantarle la tradicional felicitación en inglés. No traían nada en las manos. Pero enseguida, y con aire misterioso, se sentaron en su cama a esperar que la puerta -empujada por algún sirviente- pareciera abrirse sola, y después de algunos segundos interminables entró lentamente un indio casi desnudo. Era un niño de la misma edad y estatura que Jorge, de piel cobriza y con el pelo negro y lacio hasta los hombros. Se detuvo frente a la cama como si lo estuvieran aplastando, y cuando levantó la cabeza buscando ayuda su mirada azabache se encontró con la incredulidad del rubio.
-Es para que cuando juegues a los indios, lo hagas con un indio de verdad.
En la carita de Jorge no se dibujó una sonrisa de agradecimiento sino dos enormes signos de interrogación. ¿Él iba a ser ahora el dueño del indiecito? ¿Dónde se compran los niños? ¿Cuánto valía el indio y cuánto valdría él?
-Todo fue muy rápido, sabes que nosotros hacemos cualquier sacrificio por ti, no te preocupes por nada y juega que para eso eres niño. Cuando tú no quieras jugar, él ayudará al personal de servicio.
Esa tarde llegaron a su fiesta muchos compañeros de su colegio privado, además de la familia. Jorge se sentía rarísimo, no tenía hambre, no se divertía, y cada vez que rompía el celofán de una nueva caja le parecía ver en el fondo nada más que al indiecito que ahora tenían escondido detrás de la mesa llena de tortas y de globos.
A partir de ese día, Jorge no podía soportar que el niño azteca lavara las ventanas y no quería jugar nada más que con él en la espesura de los jardines, lejos del mundo de los mayores. La primera vez que probó a jugar a los indios con el nuevo regalo, aquello no salió nada bien. El indio no sabía hacer de indio en el Tenochtitlán que la fantasía de Jorge había instalado sobre cuatro arbolitos del fondo. El azteca que corría por su imaginación hasta el domingo de su cumpleaños, y a quién él nunca había podido vencer, era un indio de verdad, mientras que aquel niño vestido con su ropa vieja le recordaba que él sólo era Jorge Campos y no el conquistador español sediento de oro que tan bien interpretaba antes. Y entonces, por primera vez en su vida, traspasó las fronteras maravillosas de su casa, barrio, atlas, películas y libros, y comenzó a tratar de entender quién era el otro y de dónde venía.

La comunicación entre los dos fue muy difícil. Su regalo de cumpleaños hablaba poco y mal y no sabía ni su propio nombre. Jorge le puso Moctezuma, y al final la navegación en el mismo barco de la niñez superó las diferencias que parecían insalvables y terminaron entendiéndose.

Dos sábados más tarde, Moctezuma le contó a Jorge lo que sufría extrañando a su gente y aquel flechazo, al contrario de lo que ocurría siempre en los juegos y los videos, no lo mató sino que le incrustó otros colores de la vida. Jorge, solemnemente, igual que D´Artagnan en el primer libro de aventuras que había leído, le juró a su amigo, arriba del mismo árbol donde antes peleaba con el otro indio, que al día siguiente se escaparían juntos a buscar el sitio en el que había vivido Moctezuma.
Diagramó un plan que no podía fallar porque la causa de los verdaderos héroes siempre era justa. Puso a escondidas en una bolsa galletitas, chocolates, fruta y agua, y la escondió en la maleza de la entrada de la finca. Al otro día, luego de darle el beso de despedida a su mamá, salió un poco más temprano a la vereda donde lo tenía que recoger el ómnibus de la escuela y silbó fuerte. Entonces Moctezuma saltó desde la ventana de su minúsculo habitáculo al jardín de la vecina, que no tenía perros y se levantaba tarde, y cuando se encontraron empezaron a correr con toda las fuerzas que brinda el motor del miedo. No veían indios ni no indios por ningún lado, y a la media hora llegaron hasta una calle muy ancha, llena de autos y edificios altísimos. Cuando quisieron acordar una enorme riera humana los arrastró por una escalera que había en el medio de una plaza y bajaba hasta una especie de vagón de tren. Por suerte para ellos, se habían dado la mano arriba del árbol y ya nadie podía separarlos.
El tren, o lo que fuera aquello, paraba de vez en cuando pero ellos no tenían fuerza para salir. Al final se bajó casi toda la gente y los empujó haciéndolos entreverarse con otra muchedumbre que entraba al vagón, y ahora ya era evidente que estaban en otro sitio, vaya a saber cuál, pero en suelo firme. Desde allá abajo, desde sus pocos centímetros de estatura y frente a unas escaleras por las que subían y bajaban dos multitudes, vieron y respiraron un pedacito de cielo, otra vez el cielo. Ya en la vereda, se miraron, se encogieron de hombros pelando una naranja y continuaron la búsqueda del mundo indio. Jorge empezó a preguntarle a los transeúntes que venían en sentido contrario: ¿Dónde viven los indios?, ¿Dónde viven los indios? La primera respuesta fue “Guatemala, Méjico, Estados Unidos y parte de Canadá”. Luego llegaron otras contestaciones también desconcertantes, como la que dijo que “No sabía que los indios vivían en algún lado”, o “Si supiera dónde viven me iría con ellos”, o la más sorprendente, “Paseo de la Reforma 999, quinto piso”.

Cuando llegó la tarde estaban agotados pero no desanimados. Jorge valoraba ahora su televisor y sus palomitas, la comida caliente que preparaba la señora María, el baño limpio y no los jardines de las plazas, alguna caricia de su mamá, pero también sentía que aquella película en blanco y negro de ricos muy trajeados como su papá y pobres mendigando tirados en la calle, era tan triste como apasionante. El movimiento, el ruido, el frío que comenzaba a hacer, los niños descalzos que preparaban tortillas de maíz, la lucha por sobrevivir con dignidad era duro de ver y de sentir, pero pasaban más cosas, y había más trasiego (como en sus buenos sueños de aventuras) que en las aburridas soledades de su barrio. Ahora ya no tenía la certeza de poder dar con la casa o la choza de su amigo, y sabía del castigo que vendría, pero a la vez estaba seguro de que le había hecho muy bien conocer aquello.
Finalmente, una señora muy amable que los convidó a tomar helados en una cafetería, les indicó que si seguían cinco minutos caminando derechito iban a desembocar en una plaza enorme, llamada de las Tres Culturas, y que en ella, seguramente, encontrarían a muchos indios. Cuando llegaron al lugar quedaron asombrados de lo grande que era aquella explanada, de la catedral enorme en el centro, de la cantidad de gente que había conversando, comprando, sacando fotos. Pero lo que más les llamó la atención fue un hombre que estaba dando un discurso con el torso desnudo y unos pantalones que parecían faldas. ¡Tenía el pelo y la piel como Moctezuma! ¡Y también muchos de los que lo rodeaban escuchándolo y aplaudiéndolo eran indios! Entonces se arrimaron al gentío y empezaron a escuchar al orador sentados en el suelo, justo debajo suyo. El hombre tenía un látigo y estaba trepado al muro que bordeaba un estanque donde se reproducía la maqueta de la ciudad construida por los conquistadores españoles sobre la antigua capital azteca. Jorge le dijo al oído a Moctezuma, “Ahí está en chiquito todo lo grande que hemos caminado”. Y el conferenciante decía: “Estos blancos que nos colonizaron, nos esclavizaron” (y pegaba con su látigo en el agua con la rabia que llegaba desde la historia), “nos cambiaron de dioses”, (y el látigo apuntó ahora hacia la catedral), “nos cambiaron la comida, las costumbres, nuestro arte…” (y el látigo ahora señalaba a la gente que lo escuchaba)”. Jorge y Moctezuma no paraban de aplaudir, impresionados por la vehemencia del discurso y por el látigo. A ese indio Jorge ya lo había conocido, aunque con otros ropajes, en sus lecturas de Julio Verne y Emilio Salgari: era el héroe que liberaba a los buenos de los malos en sus películas favoritas, era su indio de verdad luchando contra él antes del cumpleaños. Cuando terminó de hablar y los aplausos y vítores se hicieron atronadores, Jorge, desde abajo, le empezó a tironear del pantalón-pollera y consiguió llamar su atención para poder señalarle al indiecito y explicar: “¡A él me lo regalaron pero quiero que vuelva con sus padres!”. El indio entendió la situación enseguida y levantó a Moctezuma con sus enormes brazos. No se hablaban, se miraban a los ojos, no necesitaban presentaciones, eran lo mismo. Jorge podía ver, allá arriba, las dos caras sonriendo y un pedacito de cielo atardeciendo. Pero de repente, en un segundo, todo cambió. La gente empezó a correr y a gritar. Jorge vio venir a muchos policías con sus cachiporras pegándole a hombres y mujeres, indios y no indios. Él se encontró solo en un claro de la explanada. El policía que le estaba pegando a alguien caído muy cerca de él, levantó la vista y gritó:
-¡Mira quién está aquí! ¡El que buscamos durante todo el día! ¿Cómo te llamas?
-Jorge Campos Rojas.
-¿Y dónde está el indio que se escapó contigo?
-Yo no soy un traidor. Soy un héroe.

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