domingo

ARNALDO GOMENSORO

HOMBRE PENSANDO EN EL BOSQUE

A los 88 años, el ya mítico terapeuta, docente y ensayista Arnaldo Gomensoro sigue inspirándose para reflexionar durante un par de horas de bicicleteo diario entre los eucaliptos de San José de Carrasco.

Afirma que la lectura de Nietzsche, Romaind Rolland y Max Scheler a los 17 años lo volvió “precozmente cuestionador y contestatario”. “Me resistí, en consecuencia”, agrega, “al saber empaquetado en los distintos estudios formales. Fui, desde siempre, esencialmente un autodidacta refractario a las alambradas sistematizadas de los latifundistas del saber”.

Fue docente de Filosofía del Lenguaje en el Instituto de Estudios Superiores, profesor de “Teoría e Historia de la Psicología en la Facultad de Humanidades y Ciencias” y Vicepresidente de CRESALC (Comité Regional de Educación Sexual para América Latina y el Caribe con sede en Bogotá) y escribió cientos de trabajos -algunos de los cuales han sido publicados en este blog- y publicó varios libros, entre los que destacamos “Fundamentos Filosóficos de la Re-educación Juvenil” (Edit. Marcha), “Hacia una educación comprometida” (Edit. Alfa) y “La nueva condición del varón” (Edit. Fin de Siglo), este último en coautoría con Carlos Güida, Daniel Corsino y Elvira Lutz
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Tu último ensayo, que está fechado en mayo del 2010 -y que ya hemos empezado a publicar en nuestro blog hace tres semanas- fue elaborado para impulsar una nueva reflexión / praxis revolucionaria que nos desempantane definitivamente en el tránsito por este infierno tan querido rotulado como posmodernidad. Esta verdadera summa de tus ideas irradia, además, una irreversible convicción de que, finalmente, y para hablarlo en Eluard, los hombres están hechos para entenderse. ¿Sentis que hay una hambrienta latencia de visión completa y trascendente del estrellerío interior y exterior - opuesta al paralizante reino de los cielorrasos que pretende implantar el establishment global- dispuesta a acompañar este diagnóstico prospectivo hecho con cabeza propia?

Retomando lo de “los quietos y los inquietos”, te diría que sí, que existe una minoría de inquietos que tienen esa “hambrienta latencia”. Pero que, por el contrario, las grandes mayorías de quietos sólo tienen hambre (y hambre adictiva) de diversiones, de entretenimientos, de dinero y de poder. Y que todos sus diagnósticos prospectivos nos los muestran (y posiblemente nos los sigan mostrando) empantanados en sus “futuros tóxicos”.

¿Por qué seguís creyendo, en medio de tanto caos, en la posibilidad y en la necesidad de la pareja espiritualmente fructífera?

Será por aquello de que “el movimiento se demuestra andando”. Dos matrimonios míos y dos de mi compañera que se demostraron inviables, no desalentaron, en nosotros, la apuesta a vivir en pareja, apuesta que lleva 43 años de ser “espiritualmente fructífera” y que me asegura, como le asegura a ella, que la posibilidad existe. (En cuanto a lo de “la necesidad” de la pareja, tendríamos que ahondar más en cuál sería el significado de esa pregunta.)

Siempre tuve claro -desde el día que me casé por primera vez, en mi 2l cumpleaños- que el matrimonio tenía que ser una “tarea”, un “proyecto de vida a compartir” (ni una lotería ni un romántico flechazo de Cupido). Sólo cuando nos encontramos con Elvira, se nos hizo patente a ambos que, además de tarea, tenía que ser tarea militante, misión compartida, asentada sobre un imprescindible “consenso ideológico” y una imprescindible “comunión ética”.

Es evidente que estas condiciones no son fáciles de cumplir. Sobre todo si no se “concientizan” y si no se “cultivan”. Ambos, conciencia y cultivo, hacen que la vida de los seres humanos se llene de sentido. Por eso creemos que, “a pesar de todo -como decía V.Frank- (a pesar de tanto caos) hay que decirle sí a la vida”. Y por eso nuestras vidas se han dedicado - algunos dicen que franciscanamente- a ayudar a la gente a que haga conciencia de que, como nos pasó a nosotros, es posible y es cultivable hacer de su pareja “una pareja espiritualmente fructífera”.

¿Podríamos compartir la afirmación de que la elección de ser partícipe de una humanidad plena y capaz de generar un Hombre Nuevo concreto (dialécticamente prospectivizado a partir de los núcleos utópicos realizables que puedan proponer las ideologías) es la única actitud personal que se acompasa con la evolutividad cósmica?

Aquí se me entreveran todos los papeles. Primero tendría que tener claro que querés decir con “evolutividad cósmica”. ¿Y por qué “evolutividad” y no “involutividad”? Reconozco que no tengo nada claro si “evolucionamos” o “involucionamos”. Y eso aquí, en casa, en el barrio, en Montevideo, en América, en el planeta Tierra. ¿Cómo voy a saber si hay “evolutividad cósmica”? Y, si no lo sé, ¿cómo voy a tomar partido por “acompasar” o “contraponerme” a algo que desconozco? Siento oscuramente que las fantasías galácticas, hoy tan de modo, son (aunque quizá no siempre) un incentivo para escabullir el bulto de tenernos que ocupar más comprometidamente con los problemas “reales” que nos desafían todos los días. Como diría Pepe Mujica: “Antes quería arreglar el mundo; hoy me conformo con arreglar la vereda de mi casa”.

En síntesis: para esta pregunta no tengo respuesta.

¿Cómo caracterizarías al paisaje interior opuesto al vacío existencial?

Cuando la vida está “vacía”, de lo que está vacía es de sentido. La plenitud no es otra cosa que vivir una vida llena de sentido. Por eso Frankl escribió un libro que titula “El hombre en busca de sentido”. No, pues, en busca de placer o de poder.

Ahora bien: contra esta búsqueda de sentido actúa destructivamente, entre otras cosas, el crecimiento cuantitativo inconmensurable de la comunicación “meramente informática”. Cuanto más cosas conocemos a través de la mera información, menos comprendemos su significado, su sentido. Más nos “informamos” y menos nos “formamos”. Así se construye el “vacío existencial”, lleno de “hechos” y de “cosas” y vacío de significado, de sentido.

Nosotros entendemos que, cuando se reivindican los “derechos humanos”, lo que se está reivindicando, en realidad, aunque no siempre se lo tenga claramente explicitado, es el derecho a la “dignidad” de poder vivir una vida significativa, una vida “llena de sentido”.

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