LOS HERMANOS
Aunque Alfonso era muy amigo de Raúl desde hacía años, nunca lo había visto trabajando como portero en el Hipódromo de Maroñas en Montevideo. En una tarde de domingo otoñal, y con ganas de conocer un ambiente distinto, Alfonso se acercó, por primera vez, a ver cómo corrían los caballitos. Para que Alfonso estuviera bien acompañado, Raúl le presentó a Carlos Rodríguez y a su hijo Federico, consumados especialistas hípicos y vecinos suyos en la calle Atenas de Piedras Blancas. Los Rodríguez eran dos gordos exactamente iguales con veinte años de diferencia. Usaban unos trajes oscuros muy desplanchados, camisas blancas salidas un poco de las barrigas, corbatas chillonas con nudos enormes y desprolijos, y unos championes impecables que eran por lejos lo mejor del vestuario. Se pusieron a discutir en voz alta desde que se sentaron, a la vez que hacían bailar unos mondadientes, más por adorno que por higiene bucal. Sentado entre ellos, asombrado y con la boca abierta, el flaco Alfonso hacía ir y venir sus enormes lentes de miope de un Rodríguez a otro como si estuviera viendo tennis, y sólo descansaban cuando los otros consultaban el programa en sus diarios de carreras. Los periódicos, enrollados con fuerza, servían también para señalar yeguas ganadoras y rubias despampanantes, para amenazar al otro con un martillazo impreso, o hacían de fusta como si fueran ellos los jockeys cuando se ponían de pie al final de las carreras. Los caballos arrancaban siempre en el lado opuesto a la tribuna de espectadores, y Alfonso sólo veía una enorme nube de polvo y no hubiera sabido decir si corrían ñus, cebras, gacelas o Impalas. Sin embargo, sus acompañantes discutían por los milímetros existentes entre los hocicos.
-Senigalia salió primera con permiso de Potranca Hermosa.
-¡¿Qué tenés, las cataratas del Iguazú?!!! Es Supositoria que se va solita como los guapos de mi barrio!
No todos eran guapos en Piedras Blancas. Carlos Rodríguez tenía otro hijo, Sergio, dos años menor que Federico, muy delgado y llamativamente afeminado. Su padre no podía explicarse cómo la naturaleza lo había obsequiado “con aquello”, justo a un macho como él, que en lugar de comprar miel la conseguía masticando abejas. Sergio nunca jugaba al futbol en los partiditos que se armaban frente a su casa, y prefería sentarse en los muritos con las chicas del barrio, que le confiaban sus primeros secretos menstruales, o bien sus preferencias entre los bravíos jugadores, que con los torsos desnudos corrían detrás de una pelota salpicada con sangre charrúa.
Un día, cansados y asustados por los rumores de los vecinos sobre la dudosa hombría de Sergio, que ya estaban llegando peligrosamente a la zona hipódromo, Carlos y Federico resuelven casar a Sergio con Roxana, una humilde muchacha del interior del país, que limpiaba desde pequeña en la casa y que siempre había soñado con formar un hogar en la gran capital. Lo de hogar iba a ser simbólico, porque a la flamante pareja le dieron para vivir un galpón destartalado y sin luz, atrás del hipódromo, que en un tiempo sirvió para bañar a los caballos. Raúl le contó por carta a Alfonso, que se había radicado en Barcelona y no dejaba de seguir con interés el caso de Sergio, que como él estaba pasando un mal momento económico, se le había ocurrido pedirle a un primo suyo, fotógrafo del diario El País, que incluyera gratis en la página de Sociales el nuevo enlace. Ahora los dos gordos orondos mostraban el recorte regalado por todo Montevideo, ahuyentando los fantasmas que rondaban por sus testículos pensantes, y Roxana le lavaba el pelo a Sergio, sentados en el pastito del frente de su rancho paupérrimo. Era el único contacto amoroso que disfrutaban.
Meses más tarde, Federico, desde las afueras de Milán, le contaba a sus padres que le iba muy bien cuidando caballos en una enorme finca, y al despedirse agregaba que le iba a mandar un pasaje de avión a Sergio para que fuera a acompañarlo. Y de paso iba a tratar de “ayudarlo a salir adelante”.
Con el flamante Mercedes de su jefe Federico fue a buscar a Sergio al aeropuerto, y al llegar a la finca entró por la parte de atrás, zona muy alejada de la casa de sus patrones y pisada solamente por él. Cuando llegaron al cobertizo en el que había unos diez caballos Federico derribó a Sergio al piso de tierra sin la menor dificultad y le encadenó un tobillo a una cadena de cuatro metros que tenía preparada en un poste.
-Ahora me las pagarás todas, hermanito, todas. La vergüenza que tuve que pasar muchos años con tus mariconadas, te las voy a cobrar y bien cobradas, nenita. ¿Te acordás cuando le dijiste a mi amigo Antonio que con aquella camisa roja quedaba muy buen mozo y toda mi barra no paraba de reír? ¿Te acordás cuando todo el barrio me preguntaba si ya tenías novio? Aquí te voy hacer macho y nadie te va reconocer a la vuelta.
Pasados ocho meses se organizó una fiesta monumental festejando las bodas de plata de los dueños de casa. Nadie se había enterado de que entre los caballos había un hombre llamado Sergio. Federico se cansó de ir a buscar invitados al aeropuerto y a la estación de tren. Llegaba gente de toda Europa. Uno de ellos, el catalán Jordi, llegó solo, y por su manera de hablar y algunos gestos, el chofer pensó: “éste es igualito a mi hermano”.
Esa noche, en pleno jolgorio, dos niños de diez años se escaparon hasta el fondo oscuro del interminable terreno ayudándose con una linterna que estaba colgada de la última puerta. Volvieron al rato llorando a los gritos y articulando apenas las palabras: “Hay un monstruo, hay un monstruo!! Tiene el pelo hasta la cintura y quiso caminar cuando nos vio pero no puede… es un monstruo encadenado!!”.
Sergio estuvo internado en el hospital de Milán varios días para poder recuperarse física y sicológicamente. Jordi, que suspendió su vuelta a Barcelona, se sentaba en su cama para darle la mano a aquella calavera con suero, que, poco a poco, iba tomando los colores y los calores de la vida. Aquella calavera que le mandaron los prejuicios uruguayos a los caballos italianos estaba pariendo ahora un ser humano, nada más ni nada menos, que nacía con veintidos años y un amor a cuestas.
Un tiempo después, desde Montevideo, Raúl le reenvió a Alfonso la dirección del remitente que figuraba en una carta que Sergio le había mandado a su madre desde Barcelona. Y otra vez, como en el tennis del hipódromo, pero ahora en el apartamento de Jordi y Sergio, los ojos de Alfonso iban y venían compartiendo la alegría de la existencia.
Aunque Alfonso era muy amigo de Raúl desde hacía años, nunca lo había visto trabajando como portero en el Hipódromo de Maroñas en Montevideo. En una tarde de domingo otoñal, y con ganas de conocer un ambiente distinto, Alfonso se acercó, por primera vez, a ver cómo corrían los caballitos. Para que Alfonso estuviera bien acompañado, Raúl le presentó a Carlos Rodríguez y a su hijo Federico, consumados especialistas hípicos y vecinos suyos en la calle Atenas de Piedras Blancas. Los Rodríguez eran dos gordos exactamente iguales con veinte años de diferencia. Usaban unos trajes oscuros muy desplanchados, camisas blancas salidas un poco de las barrigas, corbatas chillonas con nudos enormes y desprolijos, y unos championes impecables que eran por lejos lo mejor del vestuario. Se pusieron a discutir en voz alta desde que se sentaron, a la vez que hacían bailar unos mondadientes, más por adorno que por higiene bucal. Sentado entre ellos, asombrado y con la boca abierta, el flaco Alfonso hacía ir y venir sus enormes lentes de miope de un Rodríguez a otro como si estuviera viendo tennis, y sólo descansaban cuando los otros consultaban el programa en sus diarios de carreras. Los periódicos, enrollados con fuerza, servían también para señalar yeguas ganadoras y rubias despampanantes, para amenazar al otro con un martillazo impreso, o hacían de fusta como si fueran ellos los jockeys cuando se ponían de pie al final de las carreras. Los caballos arrancaban siempre en el lado opuesto a la tribuna de espectadores, y Alfonso sólo veía una enorme nube de polvo y no hubiera sabido decir si corrían ñus, cebras, gacelas o Impalas. Sin embargo, sus acompañantes discutían por los milímetros existentes entre los hocicos.
-Senigalia salió primera con permiso de Potranca Hermosa.
-¡¿Qué tenés, las cataratas del Iguazú?!!! Es Supositoria que se va solita como los guapos de mi barrio!
No todos eran guapos en Piedras Blancas. Carlos Rodríguez tenía otro hijo, Sergio, dos años menor que Federico, muy delgado y llamativamente afeminado. Su padre no podía explicarse cómo la naturaleza lo había obsequiado “con aquello”, justo a un macho como él, que en lugar de comprar miel la conseguía masticando abejas. Sergio nunca jugaba al futbol en los partiditos que se armaban frente a su casa, y prefería sentarse en los muritos con las chicas del barrio, que le confiaban sus primeros secretos menstruales, o bien sus preferencias entre los bravíos jugadores, que con los torsos desnudos corrían detrás de una pelota salpicada con sangre charrúa.
Un día, cansados y asustados por los rumores de los vecinos sobre la dudosa hombría de Sergio, que ya estaban llegando peligrosamente a la zona hipódromo, Carlos y Federico resuelven casar a Sergio con Roxana, una humilde muchacha del interior del país, que limpiaba desde pequeña en la casa y que siempre había soñado con formar un hogar en la gran capital. Lo de hogar iba a ser simbólico, porque a la flamante pareja le dieron para vivir un galpón destartalado y sin luz, atrás del hipódromo, que en un tiempo sirvió para bañar a los caballos. Raúl le contó por carta a Alfonso, que se había radicado en Barcelona y no dejaba de seguir con interés el caso de Sergio, que como él estaba pasando un mal momento económico, se le había ocurrido pedirle a un primo suyo, fotógrafo del diario El País, que incluyera gratis en la página de Sociales el nuevo enlace. Ahora los dos gordos orondos mostraban el recorte regalado por todo Montevideo, ahuyentando los fantasmas que rondaban por sus testículos pensantes, y Roxana le lavaba el pelo a Sergio, sentados en el pastito del frente de su rancho paupérrimo. Era el único contacto amoroso que disfrutaban.
Meses más tarde, Federico, desde las afueras de Milán, le contaba a sus padres que le iba muy bien cuidando caballos en una enorme finca, y al despedirse agregaba que le iba a mandar un pasaje de avión a Sergio para que fuera a acompañarlo. Y de paso iba a tratar de “ayudarlo a salir adelante”.
Con el flamante Mercedes de su jefe Federico fue a buscar a Sergio al aeropuerto, y al llegar a la finca entró por la parte de atrás, zona muy alejada de la casa de sus patrones y pisada solamente por él. Cuando llegaron al cobertizo en el que había unos diez caballos Federico derribó a Sergio al piso de tierra sin la menor dificultad y le encadenó un tobillo a una cadena de cuatro metros que tenía preparada en un poste.
-Ahora me las pagarás todas, hermanito, todas. La vergüenza que tuve que pasar muchos años con tus mariconadas, te las voy a cobrar y bien cobradas, nenita. ¿Te acordás cuando le dijiste a mi amigo Antonio que con aquella camisa roja quedaba muy buen mozo y toda mi barra no paraba de reír? ¿Te acordás cuando todo el barrio me preguntaba si ya tenías novio? Aquí te voy hacer macho y nadie te va reconocer a la vuelta.
Pasados ocho meses se organizó una fiesta monumental festejando las bodas de plata de los dueños de casa. Nadie se había enterado de que entre los caballos había un hombre llamado Sergio. Federico se cansó de ir a buscar invitados al aeropuerto y a la estación de tren. Llegaba gente de toda Europa. Uno de ellos, el catalán Jordi, llegó solo, y por su manera de hablar y algunos gestos, el chofer pensó: “éste es igualito a mi hermano”.
Esa noche, en pleno jolgorio, dos niños de diez años se escaparon hasta el fondo oscuro del interminable terreno ayudándose con una linterna que estaba colgada de la última puerta. Volvieron al rato llorando a los gritos y articulando apenas las palabras: “Hay un monstruo, hay un monstruo!! Tiene el pelo hasta la cintura y quiso caminar cuando nos vio pero no puede… es un monstruo encadenado!!”.
Sergio estuvo internado en el hospital de Milán varios días para poder recuperarse física y sicológicamente. Jordi, que suspendió su vuelta a Barcelona, se sentaba en su cama para darle la mano a aquella calavera con suero, que, poco a poco, iba tomando los colores y los calores de la vida. Aquella calavera que le mandaron los prejuicios uruguayos a los caballos italianos estaba pariendo ahora un ser humano, nada más ni nada menos, que nacía con veintidos años y un amor a cuestas.
Un tiempo después, desde Montevideo, Raúl le reenvió a Alfonso la dirección del remitente que figuraba en una carta que Sergio le había mandado a su madre desde Barcelona. Y otra vez, como en el tennis del hipódromo, pero ahora en el apartamento de Jordi y Sergio, los ojos de Alfonso iban y venían compartiendo la alegría de la existencia.
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