MI HERMANA Y YO
QUINTA ENTREGA
CAPÍTULO SEGUNDO (II)
3
Los mismos problemas que Molière ridiculizó con objeto de evitar el llanto, Augier los encaró con solemne énfasis, como correspondía a su musa burguesa. Cuando hace decir a su heroína (7): Tengo el corazón de mi madre, da énfasis al impacto de la herencia que es tan implacable como el ananké de la antigüedad que persigue al héroe trágico hacia su condena.
Tengo el corazón de mi madre: su hipócrita virtud me ligó con vínculos de acero toda su vida y sólo podría liberarme de ellos tratando de alcanzar un imposible, la continuación de la desesperada relación amorosa con mi hermana, presa también en las garras del falso pudor de mi madre. Nos atrevimos a llegar a extremos violentos porque no nos animamos a alimentar esperanzas de una relación sexual normal, pues mi madre, con sus ojos de Medusa, petrificaba nuestras emociones. Ésta es la paradoja de mi existencia: he amado la vida apasionadamente, pero nunca me atreví a encauzar este amor en la dirección de una experiencia erótica normal.
El exceso de pudor de mi madre envenenó el manantial de mi existencia. Como perdí a mi padre en mi primera infancia, las aguas de mi vida permanecieron contaminadas, por falta de los elementos químicos necesarios para purificar la fuente de mi ser. Desde entonces me ha encolerizado interiormente la debilidad y el pudor de las mujeres, y cuando Lou Salomé me asaltó con el total impacto de su naturaleza erótica, me rendí a ella con una sensación de infinito ahogo y deleite.
Pero, ¡ay!, como la heroína de Augier, tengo el corazón de mi madre. Puso en sus entrañas el ideal ascético de Cristo para escapar a la tortura de la carne, y aunque traté de construir un nuevo cielo en el cuerpo de mi amada, el Dios de mi madre cubrió mi paraíso con los sueños de la propia conciencia acusadora, de modo que lo convirtió en infierno, y como Adán, fui expulsado de mi primer Edén. En lugar de transfiguración, sufrí la crucifixión, y mi Zaratustra el Ateo fue simplemente Nietzsche-Jesús que afirmaba la “vida” en la cruz, aunque con un secreto terror de la existencia.
Nunca quise mi orgullosa soledad: he deseado ansiosamente el amor apasionado de una mujer que pudiera redimirme del terror de un mundo que ha sido testigo de la muerte de Dios. Como le escribí a Elisabeth: Un hombre profundo debe tener amigos, si es que no tiene un Dios. ¡Pero yo ni tengo Dios, ni un solo amigo! Con la tempestad llamada amor, Lou Salomé barrió todas las nubes, todas las oscuras nubes que ocultan al viudo de Dios del sol de la camaradería y la comunión. Ahora las nubes han vuelto, el mar rompe nuevamente sobre la playa y me hunde en el marasmo de la soledad, mientras las campanas de la aniquilación braman en mis oídos.
Una vez le puse música a mi trágico Himno a la vida, para hacer eco a las resonantes armonías de Wagner, que me condujo a través de las oscuras callejuelas del ascetismo cristiano, a la creencia de que el sufrimiento es el precio que el hombre paga por la causa de la verdad eterna. Éste es simplemente el consejo de la desesperación: a medida que las olas de la muerte se agrupan a mi alrededor, grito más que nunca contra la hipocresía del amor, la cual constituye el látigo de la sociedad moderna que me destruyó mediante la torpe castidad de mi madre.
Esas virtudes, necesarias para legitimar los placeres de la carne, pueden existir, porque la austeridad de los santos pilares no es piedad, sino patología. Lou Salomé era recatada en el verdadero sentido de la palabra, pues estableció límites a nuestra pasión y nunca permitió variaciones que sobrepasaran la línea de nuestro mutuo goce. Nunca nos aburrimos el uno del otro, ya que siempre guardaba una reserva de voluptuosidad, un depósito de femenino misterio que la convertía, como Dios, en una fuente de infinito deleite. ¡Oh, Lou, mi paraíso perdido, no hay retorno al Edén, a la gloria que fue y no existe más! Como las gigantescas sombras que nos arrastran en la noche, los besos de nuestra amada desaparecen súbitamente en la oscuridad, sin dejar ni una luz de sus dorados arrobamientos, ni un rayo de luz de luna que dulcifique los agudos aguijones de la profunda desesperación…
Los vientos amainan, todo está en calma, pero una loca tormenta brama en el corazón, pues la hora de la muerte ha llegado. ¡Oh, paz de los hombres y los lugares! ¡Oh, cavernas donde las almas pueden esconderse y encontrar tranquilo olvido! ¡Oh, dulce refugio de las montañas donde el “silencio” camina con pasos de terciopelo y los arroyos ondean sin un sonido a través del éxtasis de un verde tranquilo! ¿Por qué debe mi cabeza estallar con el rugido de mil mares, yo, que he amado la calma de las montañas y he caminado solo a través de millas en completo silencio?... ¡Oh, Lou, ése es mi castigo! He observado el amor para dar paso a la muerte, y su fantasma me hunde en el movimiento furioso de sus aguas…
4
Me cansé paulatinamente del mundo del cual recibí sólo engaños. Apenas tuve el precioso regalo del amor como solaz, me fue arrebatado por las “vandálicas” manos de mi celosa hermana. Igual que el guardián cuida las torres purpúreas de una ciudad, así hizo guardia sobre las purpúreas torres de nuestra pasión incestuosa.
El amor de una mujer es en verdad un bálsamo para el alma herida, pero el incesto es un jardín cerrado, una fuente sellada, donde las aguas de la vida se secan y las flores recién abiertas se marchitan con sólo tocarlas.
Así me retraigo interiormente en mi desesperación, y sólo recuerdo los besos culpables de aquella que cerró toda salida a la vida de amor, condenándome a un odio hacia Dios, hacia el hombre y hacia mí mismo que consume totalmente, y se agrupa a mi alrededor como un sueño sin forma, atrapándome en el terror de mí mismo; el miedo de un hombre que ha sido ensombrecido por el amor que él ha matado…
Amémonos los unos a los otros en unidad de pensamiento. Las palabras suenan en mi cerebro como una campana, una campana de anhelos que oscila en una torre de Tautenburg. Amémonos los unos a los otros… amémonos…
5
Nunca cesé de educarme a mí mismo, y aun al borde de la tumba, mientras persiste el flujo de la transfiguración, mi juicio sobre la vida cambia con el tumulto de los acontecimientos circundantes. Se prepara mi mortaja y estoy a punto de reunirme con mis antepasados, pero mi cerebro todavía trabaja y agita las complejidades del pensamiento.
Mientras otros escritores se han ocupado de describir sólo los amores de la gente, yo he diferido para el final este insignificante tema. Ahora esta faz personal de la vida ha tomado total posesión de mí; ni el arte, ni la ciencia, ni la filosofía, sino el amor, ha usurpado el panorama de mi tambaleante existencia. No hay otra cosa para hablar sino del amor que nos elude y que buscamos apasionadamente como al hundido continente de la Atlántida sumergido bajo el océano del odio del mundo.
Concentrado en mí mismo, sombrío y solitario, mi cerebro cesó de alcanzar la vida del arte o de las ideas, y sólo corre implacable hacia el amparo de sus brazos, entre el rugido de los vientos y los furiosos lazos de la existencia.
¡Oh, Lou, deja que me rinda a mis instintos de pasión y gloria! ¡Ay, es demasiado tarde, demasiado tarde, tú te has ido y mañana ya estaré muerto!
6
Empiezo a cansarme de mi lasitud, sueño con un remoto futuro, y olvido que estoy atrapado en la muerte paralizante. Es una prerrogativa del hombre insano la de soñar que es un ser fatal, y que ha partido en dos la historia del mundo como pensaba que hice en Ecce Homo. El mundo no ha sido aniquilado, sino yo; la naturaleza rechaza las ideas, aun las más nobles, a favor de la simple existencia animal: la “vida” es su propia meta, y todos mis pensamientos son como una paja menuda en el viento del destino cósmico.
Despojado de mi último velo de ilusión -el poder de las ideas-, contemplo con terror el “vacío”, pero todavía me aferro a la existencia, pues el solo hecho de vivir es lo único que me resta en el destrozado panorama del intelecto.
Todo razonamiento es una forma de propia decepción, pero no puedo examinarme en un estado de euforia e imagino que puedo encontrar felicidad en el reino de la muerte, hundido profundamente en el Nirvana. ¡Oh, estar vivo, vegetar estúpidamente, pero estar vivo todavía y sentir el calor del sol!
En ausencia de todo deseo queda todavía el deseo de vivir, aun cuando cada hálito es una agonía, y la muerte contiene la promesa de aliviar el dolor. La muerte está en nuestro poder, pero la vida nunca, y como la vida nos rechaza nos aferramos a ella con desesperada firmeza, como un niño que agarra una lámina de acero. Lucho por la vida ahora, como luché por ella en las entrañas de mi madre, con el mismo pánico ciego, ya que temo el solo pensamiento de la existencia, pero ansío todavía penetrar en la luz del día.
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Notas
(7) Antoinette Poirier en El yerno de monsieur Poirier.
QUINTA ENTREGA
CAPÍTULO SEGUNDO (II)
3
Los mismos problemas que Molière ridiculizó con objeto de evitar el llanto, Augier los encaró con solemne énfasis, como correspondía a su musa burguesa. Cuando hace decir a su heroína (7): Tengo el corazón de mi madre, da énfasis al impacto de la herencia que es tan implacable como el ananké de la antigüedad que persigue al héroe trágico hacia su condena.
Tengo el corazón de mi madre: su hipócrita virtud me ligó con vínculos de acero toda su vida y sólo podría liberarme de ellos tratando de alcanzar un imposible, la continuación de la desesperada relación amorosa con mi hermana, presa también en las garras del falso pudor de mi madre. Nos atrevimos a llegar a extremos violentos porque no nos animamos a alimentar esperanzas de una relación sexual normal, pues mi madre, con sus ojos de Medusa, petrificaba nuestras emociones. Ésta es la paradoja de mi existencia: he amado la vida apasionadamente, pero nunca me atreví a encauzar este amor en la dirección de una experiencia erótica normal.
El exceso de pudor de mi madre envenenó el manantial de mi existencia. Como perdí a mi padre en mi primera infancia, las aguas de mi vida permanecieron contaminadas, por falta de los elementos químicos necesarios para purificar la fuente de mi ser. Desde entonces me ha encolerizado interiormente la debilidad y el pudor de las mujeres, y cuando Lou Salomé me asaltó con el total impacto de su naturaleza erótica, me rendí a ella con una sensación de infinito ahogo y deleite.
Pero, ¡ay!, como la heroína de Augier, tengo el corazón de mi madre. Puso en sus entrañas el ideal ascético de Cristo para escapar a la tortura de la carne, y aunque traté de construir un nuevo cielo en el cuerpo de mi amada, el Dios de mi madre cubrió mi paraíso con los sueños de la propia conciencia acusadora, de modo que lo convirtió en infierno, y como Adán, fui expulsado de mi primer Edén. En lugar de transfiguración, sufrí la crucifixión, y mi Zaratustra el Ateo fue simplemente Nietzsche-Jesús que afirmaba la “vida” en la cruz, aunque con un secreto terror de la existencia.
Nunca quise mi orgullosa soledad: he deseado ansiosamente el amor apasionado de una mujer que pudiera redimirme del terror de un mundo que ha sido testigo de la muerte de Dios. Como le escribí a Elisabeth: Un hombre profundo debe tener amigos, si es que no tiene un Dios. ¡Pero yo ni tengo Dios, ni un solo amigo! Con la tempestad llamada amor, Lou Salomé barrió todas las nubes, todas las oscuras nubes que ocultan al viudo de Dios del sol de la camaradería y la comunión. Ahora las nubes han vuelto, el mar rompe nuevamente sobre la playa y me hunde en el marasmo de la soledad, mientras las campanas de la aniquilación braman en mis oídos.
Una vez le puse música a mi trágico Himno a la vida, para hacer eco a las resonantes armonías de Wagner, que me condujo a través de las oscuras callejuelas del ascetismo cristiano, a la creencia de que el sufrimiento es el precio que el hombre paga por la causa de la verdad eterna. Éste es simplemente el consejo de la desesperación: a medida que las olas de la muerte se agrupan a mi alrededor, grito más que nunca contra la hipocresía del amor, la cual constituye el látigo de la sociedad moderna que me destruyó mediante la torpe castidad de mi madre.
Esas virtudes, necesarias para legitimar los placeres de la carne, pueden existir, porque la austeridad de los santos pilares no es piedad, sino patología. Lou Salomé era recatada en el verdadero sentido de la palabra, pues estableció límites a nuestra pasión y nunca permitió variaciones que sobrepasaran la línea de nuestro mutuo goce. Nunca nos aburrimos el uno del otro, ya que siempre guardaba una reserva de voluptuosidad, un depósito de femenino misterio que la convertía, como Dios, en una fuente de infinito deleite. ¡Oh, Lou, mi paraíso perdido, no hay retorno al Edén, a la gloria que fue y no existe más! Como las gigantescas sombras que nos arrastran en la noche, los besos de nuestra amada desaparecen súbitamente en la oscuridad, sin dejar ni una luz de sus dorados arrobamientos, ni un rayo de luz de luna que dulcifique los agudos aguijones de la profunda desesperación…
Los vientos amainan, todo está en calma, pero una loca tormenta brama en el corazón, pues la hora de la muerte ha llegado. ¡Oh, paz de los hombres y los lugares! ¡Oh, cavernas donde las almas pueden esconderse y encontrar tranquilo olvido! ¡Oh, dulce refugio de las montañas donde el “silencio” camina con pasos de terciopelo y los arroyos ondean sin un sonido a través del éxtasis de un verde tranquilo! ¿Por qué debe mi cabeza estallar con el rugido de mil mares, yo, que he amado la calma de las montañas y he caminado solo a través de millas en completo silencio?... ¡Oh, Lou, ése es mi castigo! He observado el amor para dar paso a la muerte, y su fantasma me hunde en el movimiento furioso de sus aguas…
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Me cansé paulatinamente del mundo del cual recibí sólo engaños. Apenas tuve el precioso regalo del amor como solaz, me fue arrebatado por las “vandálicas” manos de mi celosa hermana. Igual que el guardián cuida las torres purpúreas de una ciudad, así hizo guardia sobre las purpúreas torres de nuestra pasión incestuosa.
El amor de una mujer es en verdad un bálsamo para el alma herida, pero el incesto es un jardín cerrado, una fuente sellada, donde las aguas de la vida se secan y las flores recién abiertas se marchitan con sólo tocarlas.
Así me retraigo interiormente en mi desesperación, y sólo recuerdo los besos culpables de aquella que cerró toda salida a la vida de amor, condenándome a un odio hacia Dios, hacia el hombre y hacia mí mismo que consume totalmente, y se agrupa a mi alrededor como un sueño sin forma, atrapándome en el terror de mí mismo; el miedo de un hombre que ha sido ensombrecido por el amor que él ha matado…
Amémonos los unos a los otros en unidad de pensamiento. Las palabras suenan en mi cerebro como una campana, una campana de anhelos que oscila en una torre de Tautenburg. Amémonos los unos a los otros… amémonos…
5
Nunca cesé de educarme a mí mismo, y aun al borde de la tumba, mientras persiste el flujo de la transfiguración, mi juicio sobre la vida cambia con el tumulto de los acontecimientos circundantes. Se prepara mi mortaja y estoy a punto de reunirme con mis antepasados, pero mi cerebro todavía trabaja y agita las complejidades del pensamiento.
Mientras otros escritores se han ocupado de describir sólo los amores de la gente, yo he diferido para el final este insignificante tema. Ahora esta faz personal de la vida ha tomado total posesión de mí; ni el arte, ni la ciencia, ni la filosofía, sino el amor, ha usurpado el panorama de mi tambaleante existencia. No hay otra cosa para hablar sino del amor que nos elude y que buscamos apasionadamente como al hundido continente de la Atlántida sumergido bajo el océano del odio del mundo.
Concentrado en mí mismo, sombrío y solitario, mi cerebro cesó de alcanzar la vida del arte o de las ideas, y sólo corre implacable hacia el amparo de sus brazos, entre el rugido de los vientos y los furiosos lazos de la existencia.
¡Oh, Lou, deja que me rinda a mis instintos de pasión y gloria! ¡Ay, es demasiado tarde, demasiado tarde, tú te has ido y mañana ya estaré muerto!
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Empiezo a cansarme de mi lasitud, sueño con un remoto futuro, y olvido que estoy atrapado en la muerte paralizante. Es una prerrogativa del hombre insano la de soñar que es un ser fatal, y que ha partido en dos la historia del mundo como pensaba que hice en Ecce Homo. El mundo no ha sido aniquilado, sino yo; la naturaleza rechaza las ideas, aun las más nobles, a favor de la simple existencia animal: la “vida” es su propia meta, y todos mis pensamientos son como una paja menuda en el viento del destino cósmico.
Despojado de mi último velo de ilusión -el poder de las ideas-, contemplo con terror el “vacío”, pero todavía me aferro a la existencia, pues el solo hecho de vivir es lo único que me resta en el destrozado panorama del intelecto.
Todo razonamiento es una forma de propia decepción, pero no puedo examinarme en un estado de euforia e imagino que puedo encontrar felicidad en el reino de la muerte, hundido profundamente en el Nirvana. ¡Oh, estar vivo, vegetar estúpidamente, pero estar vivo todavía y sentir el calor del sol!
En ausencia de todo deseo queda todavía el deseo de vivir, aun cuando cada hálito es una agonía, y la muerte contiene la promesa de aliviar el dolor. La muerte está en nuestro poder, pero la vida nunca, y como la vida nos rechaza nos aferramos a ella con desesperada firmeza, como un niño que agarra una lámina de acero. Lucho por la vida ahora, como luché por ella en las entrañas de mi madre, con el mismo pánico ciego, ya que temo el solo pensamiento de la existencia, pero ansío todavía penetrar en la luz del día.
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Notas
(7) Antoinette Poirier en El yerno de monsieur Poirier.
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