DIAGNÓSTICO PROSPECTIVO
APUNTES PARA UNA POSIBLE
REVOLUCIÓN COPERCNICANA EN PSICOTERAPIA,
PSICOTERAPIA Y TERAPIA DE PAREJA
PRIMERA ENTREGA
REVOLUCIÓN COPERCNICANA EN PSICOTERAPIA,
PSICOTERAPIA Y TERAPIA DE PAREJA
PRIMERA ENTREGA
1 - El paradigma “etiológico” en cuestión
En la medicina orgánica ha imperado e impera, en forma casi absoluta, el para-digma “etiológico” como criterio de explicación de las diversas patologías que afectan al ser humano y como regla de oro para guiar la praxis terapéutica.
Sin embargo, la proliferación de “terapias alternativas” está alertando sobre las posibles (y para nosotros seguras) insuficiencias y limitaciones de esta orto-doxia que, refractaria a todo cuestionamiento autocrítico, se ha ido convirtiendo en un verdadero “fundamentalismo” patrocinado por el corporativismo médico.
En efecto, desde las primeras denuncias de Iván Ilich en su “Némesis médica” (“La expropiación de la salud” - 1975) hasta los más recientes trabajos, han aparecido, también en medicina, voces cuestionadoras de los paradigmas orto-doxamente deterministas (ver: “Práctica médica machista” (1976) y “Confesiones de un médico herético” (1998) de Robert Mendelsohn: “De médico a sanador” (2004) de R. Davis–Floyd y G. St. John: “Crónicas de un obstetra humanista” (2007) de R. Hebert Jones).
Pero, donde resulta más cuestionable el paradigma que nosotros llamamos “etiológico” es en su traslado, hecho en forma mecánica y muy poco crítica, desde el ámbito de la medicina al ámbito de la psicoterapia, de la sexoterapia y del asesoramiento de parejas.
Porque es necesario reconocerlo: el modelo médico de “diagnóstico - etiología - pronóstico - tratamiento” resulta el modelo casi universalmente adoptado por las diversas escuelas de los cultivadores de la psicoterapia, la sexoterapia y la terapia de pareja.
El carácter falacioso de este traslado, que consideramos simplistamente mecá-nico y escasamente crítico, se inicia ya con la adopción de los nombres que habrán de designar las disciplinas correspondientes. En efecto: la designación con el nombre de “terapias” aplicado al abordaje de los trastornos emocionales, sexuales y eróticos y a los conflictos vinculares en el seno de la pareja nos lleva a dar por supuesto, automáticamente, que existe, detrás de ellos, una patología que alguien tendrá que “curar”.
En este mismo sentido, distintos pensadores han observado que la potestad de ponerle nombre a las realidades se convierte en un extraordinario recurso de poder. Quien nombra termina mandando.
Es decir: ponerle nombre a la realidad es la mejor manera de poner la realidad a nuestro servicio, la mejor manera de ejercer sobre ella un poder casi divino. Por algo las religiones, casi sin excepción, han exaltado “el poder del Verbo”.
En un sentido coincidente se expresa R. Mendelsohn en uno de los libros cita-dos: “Lo primero que cambia cuando una fuerza cultural se impone a otra y toma el poder es el lenguaje. Cuando controlamos la manera popular de des-cribir las cosas, controlamos la forma de dominarlas.”
En efecto: el que los profesionales de la psicología, de la sexología y del aseso-ramiento a parejas acepten, postulen y se designen a sí mismos como “terapeu-tas”, consagra, con la certeza autoevidente de lo obvio, que existe detrás de esa problemática una “patología” que el terapeuta tendrá que “curar”.
Esto explica, sin más, la generalización del traslado del paradigma médico a disciplinas que estudian y atienden problemáticas que difícilmente admiten la “reducción” a una explicación linealmente causal.
Es decir: si ahondamos en la problemática psicológica y existencial que preten-den atender los psicólogos, los sexólogos y los asesores de pareja, nos enfren-tamos a dos clases de dificultades: primero, a la compleja multicausalidad que caracteriza los fenómenos correspondientes: y, en segundo lugar, a la sistemáti-camente desatendida, pero decisiva gravitación de lo que nosotros caracteriza-mos como “sobre-determinación ética” de las actitudes y de las conductas.
O sea: lo primero que tendríamos que dilucidar es si el “determinismo causal absoluto” (en el que se funda el paradigma etiológico de la medicina) es apli-cable sin más a la problemática psicológica, sexológica y existencial de los hombres y de las mujeres.
Quizá sea uno de los cuestionamientos más radicales al respecto el que realiza Víktor Frankl en su “Psicoanálisis y Existencialismo”, cuando profundiza en lo que llama “reductivismos biologista, psicologista y sociologista”, en la medida en que pretenden agotar la comprensión de las actitudes y las conductas huma-nas en base a reducirlas a “no más que” fatalidades genéticas, complejos de Edipo o contradicciones de clase.
A este respecto, es interesante destacar como se han ido desdibujando los para-digmas cognoscitivos que, para la mayoría de los estudiosos, resultaban sobre-entendidos hasta mediados del siglo pasado. Efectivamente, hasta hace no más de cincuenta años, los epistemólogos y los cultivadores de la teoría de la cien-cia reconocían como irreductibles entre sí a las disciplinas que llamaban “cien-cias de la Naturaleza” de las que llamaban “ciencias de la Cultura” (y algunos como “ciencias del espíritu”).
Para esos estudiosos era obvio que estos dos tipos de ciencia nos aportaban co-nocimientos ciertos sobre dos tipos de realidad diferentes: las primeras nos da-ban cuenta de lo que se consideraba “mundo natural”, es decir, de los ámbitos de las cosas materiales y de los mundos vegetal y animal; las ciencias de la cul-tura, por su parte, nos aportaban conocimientos del mundo propiamente huma-no a través de disciplinas especiales como la psicología, la sociología, la eco-nomía, la historia.
Del mismo modo que los “objetos” eran diferentes, también los “métodos” de unas y otras disciplinas eran diversos e irreductibles: el método de las ciencias de la naturaleza era “explicativo”, dominado por las categorías cuantitativas y por el más absoluto determinismo causal; el método de las ciencias de la cultu-ra, por el contrario, era “comprensivo”, era cualitativo y sus temas fundamenta-les eran, no “los hechos”, sino “el sentido” o “el significado” de los hechos. Sentido o significado sesgado, siempre, por la gravitación de “los valores” y de “las valoraciones” (juicios de valor versus juicios de hecho).
Paradojalmente, el objeto de las ciencias de la cultura era “un sujeto”, o sea todo lo contrario de “un objeto”. Era, justamente, una persona o un conjunto de personas, liberadas, en cuanto tales, del determinismo causal absoluto, es decir, en principio libres, responsables y capaces de asumir y cumplir com-promisos éticos.
Pues bien: este claro distingo ha ido perdiendo vigencia ante el arrollador y apabullante éxito que los recursos científico técnicos están teniendo en los más diversos ámbitos: industria, agricultura, industrias bélicas, electrónica, comuni-cación, informática, etc. Éxito que tiende a producir una especie de borrachera de poder que nos lleva a creer que, para la tecnología, nada es imposible.
Y, consecuentemente, a hacernos creer que, de igual modo a como la medicina se ha ido volviendo cada día más tecnológica y más despersonalizada, también la psicoterapia, la sexoterapia y la consejería deberían pasar a ser ejercidas por exitosos y deshumanizados tecnócratas profesionales.
Sin embargo, la proliferación de “terapias alternativas” está alertando sobre las posibles (y para nosotros seguras) insuficiencias y limitaciones de esta orto-doxia que, refractaria a todo cuestionamiento autocrítico, se ha ido convirtiendo en un verdadero “fundamentalismo” patrocinado por el corporativismo médico.
En efecto, desde las primeras denuncias de Iván Ilich en su “Némesis médica” (“La expropiación de la salud” - 1975) hasta los más recientes trabajos, han aparecido, también en medicina, voces cuestionadoras de los paradigmas orto-doxamente deterministas (ver: “Práctica médica machista” (1976) y “Confesiones de un médico herético” (1998) de Robert Mendelsohn: “De médico a sanador” (2004) de R. Davis–Floyd y G. St. John: “Crónicas de un obstetra humanista” (2007) de R. Hebert Jones).
Pero, donde resulta más cuestionable el paradigma que nosotros llamamos “etiológico” es en su traslado, hecho en forma mecánica y muy poco crítica, desde el ámbito de la medicina al ámbito de la psicoterapia, de la sexoterapia y del asesoramiento de parejas.
Porque es necesario reconocerlo: el modelo médico de “diagnóstico - etiología - pronóstico - tratamiento” resulta el modelo casi universalmente adoptado por las diversas escuelas de los cultivadores de la psicoterapia, la sexoterapia y la terapia de pareja.
El carácter falacioso de este traslado, que consideramos simplistamente mecá-nico y escasamente crítico, se inicia ya con la adopción de los nombres que habrán de designar las disciplinas correspondientes. En efecto: la designación con el nombre de “terapias” aplicado al abordaje de los trastornos emocionales, sexuales y eróticos y a los conflictos vinculares en el seno de la pareja nos lleva a dar por supuesto, automáticamente, que existe, detrás de ellos, una patología que alguien tendrá que “curar”.
En este mismo sentido, distintos pensadores han observado que la potestad de ponerle nombre a las realidades se convierte en un extraordinario recurso de poder. Quien nombra termina mandando.
Es decir: ponerle nombre a la realidad es la mejor manera de poner la realidad a nuestro servicio, la mejor manera de ejercer sobre ella un poder casi divino. Por algo las religiones, casi sin excepción, han exaltado “el poder del Verbo”.
En un sentido coincidente se expresa R. Mendelsohn en uno de los libros cita-dos: “Lo primero que cambia cuando una fuerza cultural se impone a otra y toma el poder es el lenguaje. Cuando controlamos la manera popular de des-cribir las cosas, controlamos la forma de dominarlas.”
En efecto: el que los profesionales de la psicología, de la sexología y del aseso-ramiento a parejas acepten, postulen y se designen a sí mismos como “terapeu-tas”, consagra, con la certeza autoevidente de lo obvio, que existe detrás de esa problemática una “patología” que el terapeuta tendrá que “curar”.
Esto explica, sin más, la generalización del traslado del paradigma médico a disciplinas que estudian y atienden problemáticas que difícilmente admiten la “reducción” a una explicación linealmente causal.
Es decir: si ahondamos en la problemática psicológica y existencial que preten-den atender los psicólogos, los sexólogos y los asesores de pareja, nos enfren-tamos a dos clases de dificultades: primero, a la compleja multicausalidad que caracteriza los fenómenos correspondientes: y, en segundo lugar, a la sistemáti-camente desatendida, pero decisiva gravitación de lo que nosotros caracteriza-mos como “sobre-determinación ética” de las actitudes y de las conductas.
O sea: lo primero que tendríamos que dilucidar es si el “determinismo causal absoluto” (en el que se funda el paradigma etiológico de la medicina) es apli-cable sin más a la problemática psicológica, sexológica y existencial de los hombres y de las mujeres.
Quizá sea uno de los cuestionamientos más radicales al respecto el que realiza Víktor Frankl en su “Psicoanálisis y Existencialismo”, cuando profundiza en lo que llama “reductivismos biologista, psicologista y sociologista”, en la medida en que pretenden agotar la comprensión de las actitudes y las conductas huma-nas en base a reducirlas a “no más que” fatalidades genéticas, complejos de Edipo o contradicciones de clase.
A este respecto, es interesante destacar como se han ido desdibujando los para-digmas cognoscitivos que, para la mayoría de los estudiosos, resultaban sobre-entendidos hasta mediados del siglo pasado. Efectivamente, hasta hace no más de cincuenta años, los epistemólogos y los cultivadores de la teoría de la cien-cia reconocían como irreductibles entre sí a las disciplinas que llamaban “cien-cias de la Naturaleza” de las que llamaban “ciencias de la Cultura” (y algunos como “ciencias del espíritu”).
Para esos estudiosos era obvio que estos dos tipos de ciencia nos aportaban co-nocimientos ciertos sobre dos tipos de realidad diferentes: las primeras nos da-ban cuenta de lo que se consideraba “mundo natural”, es decir, de los ámbitos de las cosas materiales y de los mundos vegetal y animal; las ciencias de la cul-tura, por su parte, nos aportaban conocimientos del mundo propiamente huma-no a través de disciplinas especiales como la psicología, la sociología, la eco-nomía, la historia.
Del mismo modo que los “objetos” eran diferentes, también los “métodos” de unas y otras disciplinas eran diversos e irreductibles: el método de las ciencias de la naturaleza era “explicativo”, dominado por las categorías cuantitativas y por el más absoluto determinismo causal; el método de las ciencias de la cultu-ra, por el contrario, era “comprensivo”, era cualitativo y sus temas fundamenta-les eran, no “los hechos”, sino “el sentido” o “el significado” de los hechos. Sentido o significado sesgado, siempre, por la gravitación de “los valores” y de “las valoraciones” (juicios de valor versus juicios de hecho).
Paradojalmente, el objeto de las ciencias de la cultura era “un sujeto”, o sea todo lo contrario de “un objeto”. Era, justamente, una persona o un conjunto de personas, liberadas, en cuanto tales, del determinismo causal absoluto, es decir, en principio libres, responsables y capaces de asumir y cumplir com-promisos éticos.
Pues bien: este claro distingo ha ido perdiendo vigencia ante el arrollador y apabullante éxito que los recursos científico técnicos están teniendo en los más diversos ámbitos: industria, agricultura, industrias bélicas, electrónica, comuni-cación, informática, etc. Éxito que tiende a producir una especie de borrachera de poder que nos lleva a creer que, para la tecnología, nada es imposible.
Y, consecuentemente, a hacernos creer que, de igual modo a como la medicina se ha ido volviendo cada día más tecnológica y más despersonalizada, también la psicoterapia, la sexoterapia y la consejería deberían pasar a ser ejercidas por exitosos y deshumanizados tecnócratas profesionales.
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