EXCLUSIVO DESDE ESPAÑA
Uno de los últimos eventos que se organizaron en España en homenaje a Juan Carlos Onetti durante 2009, fue un encuentro de escritores realizado en el mítico Convento San Benito de Alcántara.
Allí convivieron, dialogaron y se embucharon sacrificadamente muchas copas Eduardo Becerra, Rafael Courtoisie, Juan Cruz Ruiz, Jorge Dotta, Carlos Franz, Miguel Ángel Llama, Edmundo Paz Soldán, Santiago Roncagliolo, Pedro Antonio Valdez y Juan Gabriel Vázquez, comprometiéndose a testimoniar la experiencia por escrito.
El libro conformado por las reflexiones de los diez ocasionales sanmarianos acaba de aparecer, editado por la Secretaría General Iberoamericana y la Fundación San Benito de Alcántara.
Tenemos el orgullo de que Leonor Esguerra Portocarrero, la Directora de Cultura encargada de organizar la mística chupindanga, exprese en su prólogo: “De los dos uruguayos, quizás Jorge era el más igual a sí mismo, más perfectamente onettiano en su comportamiento, más improbable y más auténtico. Con sus demonios perseguidores desacralizaba el claustro, tanto como Pedro, el dominicano desfachatado, irreverente y dispuesto a abrir un prostíbulo en el mismísimo altar mayor de una iglesia que no es o a la que no le queda nada”.
Reproducimos el texto de Jorge Dotta, corresponsal de elMontevideano / Laboratorio de Artes.
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Uno de los últimos eventos que se organizaron en España en homenaje a Juan Carlos Onetti durante 2009, fue un encuentro de escritores realizado en el mítico Convento San Benito de Alcántara.
Allí convivieron, dialogaron y se embucharon sacrificadamente muchas copas Eduardo Becerra, Rafael Courtoisie, Juan Cruz Ruiz, Jorge Dotta, Carlos Franz, Miguel Ángel Llama, Edmundo Paz Soldán, Santiago Roncagliolo, Pedro Antonio Valdez y Juan Gabriel Vázquez, comprometiéndose a testimoniar la experiencia por escrito.
El libro conformado por las reflexiones de los diez ocasionales sanmarianos acaba de aparecer, editado por la Secretaría General Iberoamericana y la Fundación San Benito de Alcántara.
Tenemos el orgullo de que Leonor Esguerra Portocarrero, la Directora de Cultura encargada de organizar la mística chupindanga, exprese en su prólogo: “De los dos uruguayos, quizás Jorge era el más igual a sí mismo, más perfectamente onettiano en su comportamiento, más improbable y más auténtico. Con sus demonios perseguidores desacralizaba el claustro, tanto como Pedro, el dominicano desfachatado, irreverente y dispuesto a abrir un prostíbulo en el mismísimo altar mayor de una iglesia que no es o a la que no le queda nada”.
Reproducimos el texto de Jorge Dotta, corresponsal de elMontevideano / Laboratorio de Artes.
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ONETTI EN EL CONVENTO
El viaje “me cayó del cielo”, igual que le había pasado a Onetti con La Vida Breve y, en realidad, con todo el resto de su bíblica inspiración. La ida al Convento de San Benito junto a tantos expertos onettianos, verdadero “viaje a la ficción” -esta vez sin Vargas Llosa pero, en cambio, sí con el alma del “viejo”- me rescataba de una semana sin esperanzas en mi decadente oficina de Madrid.
Me daba envidia el no haber sido yo el de la idea de ese viaje y no podía menos que mirar de reojo a Leonor, quien había montado aquello con una perfección tan repugnante que hasta había incluido a la televisión para ir grabando nuestra peripecia. Al hacerlo de ese modo ella se aseguraba de que nadie se bajara; o sea, que ninguno abandonara ese viaje. De golpe vi casi blasfemo el hecho de ir hacia un convento en el autobús que ella regenteaba, lleno de hombres y en el cual sobraban los asientos por si llegaran a surgir eventuales clientas en el camino a quienes ofrecerles nuestros servicios. ¡Y yo había podido considerarlo “caído del cielo”, por Dios!, ¿cómo había ido aparar ahí?, ¿cómo podía haber cambiado tanto el mundo en un puñado de años?
Aunque puede parecer mentira, el horror me despojaba gradualmente, al avanzar por la carretera, de la costra que había ido acumulando sobre mi yo; el dolor de mi humillante condición me convertía en alguien superior a quien era antes de subir al autobús. Ya habría tiempo de matarla -llegado el caso- y organizar una empresa entre todos esos hombres que habían aprendido tantas astucias como para hacer del convento nuestra mina de oro: no era cuestión de apresurarse. El alivio me hacía mirar a Leonor con otros ojos.
Ya estaba empezando a soñar, como si Onetti me hubiera susurrado la receta que le permitió a Brausen la cura de aquello de no tener siquiera la ilusión o la voluntad de ser otro, cuando la cámara nos da a quemarropa y el periodista nos pregunta:
-¿De qué hablan los escritores cuando no escriben?
Fue como un palo en la nuca que me hizo saltar las raíces de mi sueño que recién se estaba formando y que era para mí casi tan puro como la inmaculada concepción de la literatura de Onetti.
-De muchas cosas y de nada -contesté aletargado señalando a Rafael Courtoisie como alguien más apropiado para responder a la barbaridad que partía nuestro espacio y postergaba la fertilización de nuestra complicidad. Cerré los ojos y no volví a abrirlos hasta que sacudido por las curvas tuve que apretar fuerte la boca para evitar el vómito. Pensé que no habría estado tan mal vomitarles la filmación, pero no era tan fuerte y aún no habíamos llegado. Después me enteré de que Rafael les había largado un discurso que los había hipnotizado. No era todo trabajo perdido si, ya que estaban ahí, teníamos que poner a esos tipos de nuestra parte.
“¡Los escritores!”, pensé con rabia, recorriendo la voz que reivindicaba el sagrado y modesto territorio “del tipo que escribe en un rincón”, inclinando el alma en reverencia y pensando en el rincón para meterme no ya a escribir sino para ponerme a salvo hasta llegar al convento. Me puse a pensar que Onetti había vivido una vida conventual, enclaustrado en busca de la salvación, soñando con la pureza y la divina concepción; persiguiendo la palabra perfecta, temeroso del infierno que es más feroz de este lado de las cosas donde están “los demás”. Yo no iba al convento con tal religiosidad, iba con desparpajo a un debate intelectual representando a una Institución. Al llegar, sentí alivio al enterarme de que el Convento de San Benito tuviera una iglesia sin terminar porque sus constructores habían sido convocados para las obras de El Escorial y la dejaron inconclusa.
Una vez allí, a la vista de tumbas sin nombre y con ayuda del abundante licor existente, la creación literaria de Onetti se convirtió en la verdadera protagonista de la vida del lugar y se apoderó de los convocados, que comenzaron a observar conductas misteriosas y contradictorias que retaban a ser descifradas como los relatos en cuya lectura se habían alimentado, desbordantes de belleza y elocuencia, aunque parecieran irrelevantes. A medida que yo absorbía toda esa energía, retomaba los sueños iniciales de mi viaje, que no excluían “el prostíbulo perfecto” de Larsen, para el cual veía que la inmensidad del convento era perfecta y que afortunadamente en la cocina trabajaban unas chicas guapísimas que nos podrían hacer ricos en cuestión de poco tiempo. Sentí el inconfesable alivio de dejar de odiar-me.
De tal modo, Onetti nos había devuelto nada menos que a nosotros mismos y la posibilidad de procurar en esa estancia en el claustro, aferrados a la precisión de su prosa y a la perfección de sus tramas -desafiantes de los días grises que le tocaron en suerte-, nada menos que nuestra salvación.
Me daba envidia el no haber sido yo el de la idea de ese viaje y no podía menos que mirar de reojo a Leonor, quien había montado aquello con una perfección tan repugnante que hasta había incluido a la televisión para ir grabando nuestra peripecia. Al hacerlo de ese modo ella se aseguraba de que nadie se bajara; o sea, que ninguno abandonara ese viaje. De golpe vi casi blasfemo el hecho de ir hacia un convento en el autobús que ella regenteaba, lleno de hombres y en el cual sobraban los asientos por si llegaran a surgir eventuales clientas en el camino a quienes ofrecerles nuestros servicios. ¡Y yo había podido considerarlo “caído del cielo”, por Dios!, ¿cómo había ido aparar ahí?, ¿cómo podía haber cambiado tanto el mundo en un puñado de años?
Aunque puede parecer mentira, el horror me despojaba gradualmente, al avanzar por la carretera, de la costra que había ido acumulando sobre mi yo; el dolor de mi humillante condición me convertía en alguien superior a quien era antes de subir al autobús. Ya habría tiempo de matarla -llegado el caso- y organizar una empresa entre todos esos hombres que habían aprendido tantas astucias como para hacer del convento nuestra mina de oro: no era cuestión de apresurarse. El alivio me hacía mirar a Leonor con otros ojos.
Ya estaba empezando a soñar, como si Onetti me hubiera susurrado la receta que le permitió a Brausen la cura de aquello de no tener siquiera la ilusión o la voluntad de ser otro, cuando la cámara nos da a quemarropa y el periodista nos pregunta:
-¿De qué hablan los escritores cuando no escriben?
Fue como un palo en la nuca que me hizo saltar las raíces de mi sueño que recién se estaba formando y que era para mí casi tan puro como la inmaculada concepción de la literatura de Onetti.
-De muchas cosas y de nada -contesté aletargado señalando a Rafael Courtoisie como alguien más apropiado para responder a la barbaridad que partía nuestro espacio y postergaba la fertilización de nuestra complicidad. Cerré los ojos y no volví a abrirlos hasta que sacudido por las curvas tuve que apretar fuerte la boca para evitar el vómito. Pensé que no habría estado tan mal vomitarles la filmación, pero no era tan fuerte y aún no habíamos llegado. Después me enteré de que Rafael les había largado un discurso que los había hipnotizado. No era todo trabajo perdido si, ya que estaban ahí, teníamos que poner a esos tipos de nuestra parte.
“¡Los escritores!”, pensé con rabia, recorriendo la voz que reivindicaba el sagrado y modesto territorio “del tipo que escribe en un rincón”, inclinando el alma en reverencia y pensando en el rincón para meterme no ya a escribir sino para ponerme a salvo hasta llegar al convento. Me puse a pensar que Onetti había vivido una vida conventual, enclaustrado en busca de la salvación, soñando con la pureza y la divina concepción; persiguiendo la palabra perfecta, temeroso del infierno que es más feroz de este lado de las cosas donde están “los demás”. Yo no iba al convento con tal religiosidad, iba con desparpajo a un debate intelectual representando a una Institución. Al llegar, sentí alivio al enterarme de que el Convento de San Benito tuviera una iglesia sin terminar porque sus constructores habían sido convocados para las obras de El Escorial y la dejaron inconclusa.
Una vez allí, a la vista de tumbas sin nombre y con ayuda del abundante licor existente, la creación literaria de Onetti se convirtió en la verdadera protagonista de la vida del lugar y se apoderó de los convocados, que comenzaron a observar conductas misteriosas y contradictorias que retaban a ser descifradas como los relatos en cuya lectura se habían alimentado, desbordantes de belleza y elocuencia, aunque parecieran irrelevantes. A medida que yo absorbía toda esa energía, retomaba los sueños iniciales de mi viaje, que no excluían “el prostíbulo perfecto” de Larsen, para el cual veía que la inmensidad del convento era perfecta y que afortunadamente en la cocina trabajaban unas chicas guapísimas que nos podrían hacer ricos en cuestión de poco tiempo. Sentí el inconfesable alivio de dejar de odiar-me.
De tal modo, Onetti nos había devuelto nada menos que a nosotros mismos y la posibilidad de procurar en esa estancia en el claustro, aferrados a la precisión de su prosa y a la perfección de sus tramas -desafiantes de los días grises que le tocaron en suerte-, nada menos que nuestra salvación.
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