EL PERSONALISMO Y LA REVOLUCIÓN DEL SIGLO XX
QUINTA Y ÚLTIMA ENTREGA
La cultura
La cultura no es un sector, sino una función global de la vida personal. Para un ser que se hace, y que se hace por despliegue, todo es cultura: el arreglo de una fábrica o la formación de un cuerpo, así como saber sostener una conversación o el aprovechamiento de la tierra. Es decir que no hay una cultura respecto de la cual toda otra actividad sería inculta (un “hombre culto”), sino tantas culturas diversas como actividades hay. Es necesario recordar esto contra nuestra civilización libresca (27).
Siendo la vida personal libertad y superación, y no acumulación y repetición, la cultura no consiste, en ninguna esfera, en atiborrarse de saber, sino en una transformación profunda del sujeto, que lo dispone para mayores posibilidades para un acrecentamiento de los llamados interiores. Como se ha dicho, la cultura es lo que queda cuando ya no se sabe nada: es el hombre mismo.
De esto se sigue que, como todo lo que pertenece a la persona, la cultura se despierta, no se fabrica ni se impone. Como todo lo que concierne a la persona, no se desarrolla en una libertad pura, sin que la presionen mil solicitaciones y coacciones, de las que a su vez saca provecho. Pero siendo invención aun cuando consume, la ortodoxia la cristaliza, el decreto la mata. Es evidente que una cultura, a un cierto nivel, puede y debe ser dirigida, o mejor dicho ayudada. Pero no soporta que se la domestique. Y en el nivel creador necesita estar sola, aun cuando en esta soledad el mundo entero venga a zumbar libremente (28).
Es verdad que a la creación le es indispensable un cierto apoyo de las colectividades; si éstas son vivientes la tornan viviente; si mediocres, la enervan. Pero el acto creador surge siempre de una persona, aunque ésta se halle perdida en una multitud: las canciones llamadas populares tienen todas un autor. Y aun cuando todos los hombres se volvieran artistas, no serían un solo artista, sino todos artistas. Lo que es verdad en las concepciones colectivistas de la cultura es que, tendiendo las castas a confinar la cultura en la convención, siempre es el pueblo el gran recurso de renovación cultural.
Finalmente, toda cultura es trascendencia y superación. En cuanto se detiene, la cultura se vuelve incultura: academismo, pedantería, lugar común. En cuanto no apunta a lo universal, se deseca en especialidad. En cuanto confunde universalidad y totalidad fijada, se endurece en sistema.
La mayoría de estas condiciones no se cumplen hoy en la cultura, de donde su desorden. La división en manos blancas, manos callosas, y los prejuicios ligados a la primacía del “espíritu”, hacen confundir la cultura con los conocimientos librescos y las técnicas intelectuales. La profunda división de clases que acompaña a este prejuicio ha reservado la cultura, o al menos sus instrumentos, sus privilegios, y a veces su ilusión, a una minoría, en la que se desvirtúa y empobrece. Aquí es una clase social la que la liga cada vez más a su servicio, a su justificación o a su mistificación; allí, un gobierno; por doquier la cultura se ahoga. Las pautas comunes de una sociedad y de una espiritualidad han desaparecido tras la conversación y la moda. Los creadores no tienen ya público, y allí donde existe un público los creadores carecen de medios para surgir. El régimen económico y social es en amplia medida la causa de todos estos males. Crea una casta cultural que impulsa el arte (cortesano, de salón, de capilla) al esoterismo, al esnobismo o la rareza para ser halagada; al academismo para sentir seguridad; a la frivolidad para que la aturda; a lo picante, a la complicación, para que la distraiga. Cuando la técnica, con la multiplicación de los medios aumenta las posibilidades de transfiguración, el dinero las comercializa y envilece para el mayor provecho del menor número, malogrando al autor, a la obra y al público. La condición del artista, del profesor o del sabio (29) oscilan entre la miseria del réprobo y la servidumbre del proveedor. Son otros males dependientes de las estructuras sociales, que sólo desaparecerán con las estructuras que los mantienen. No deben hacer olvidar, sin embargo, la parte no menos considerable que desempeña en el debilitamiento de la cultura la desvalorización de la conciencia contemporánea por el retroceso de las grandes perspectivas de valores (religiosos, racionales, etc.), y la invasión provisional de la obsesión mecánica y utilitaria.
Situación del cristianismo
Hemos distinguido, en la realidad religiosa concreta, la parte de lo eterno, sus amalgamas con formas temporales caducas y los compromisos a que los hombres lo exponen. El espíritu religioso no consiste en cubrir el todo con la apologética, sino en desprender lo auténtico de lo inauténtico, y lo durable de lo caduco. Coincide aquí con el espíritu contemporáneo del personalismo (30).
Los compromisos del cristianismo contemporáneo acumulan varias supervivencias históricas: la vieja tentación teocrática de la intromisión del Estado en las conciencias; el conservadorismo sentimental que ata el destino de la fe a regímenes perimidos; la dura lógica del dinero que guía a lo que debería servir. Por otra parte, en reacción a estas nostalgias y estas adherencias, una coquetería frívola se entrega a los éxitos del momento. Quien quiere que los valores cristianos conserven su vigor debe organizar en todas partes la ruptura del cristianismo con estos desórdenes establecidos.
Pero esto es todavía sólo una acción muy exterior. El problema crucial que plantea nuestro tiempo al cristianismo es más esencial. El cristianismo ya no está solo. Realidades masivas, valores incontestables nacen aparentemente fuera de él y suscitan morales, heroísmos y toda suerte de santidades. Por su parte, el cristianismo no parece haber logrado con el mundo moderno (desarrollo de la conciencia, de la razón, de la ciencia, de la técnica y de las masas trabajadoras) la alianza que logró con el mundo medieval. ¿Está llegando a su fin? ¿Este divorcio constituye un signo? Un estudio más profundo de estos hechos nos lleva a pensar que esta crisis no significa el fin del cristianismo, sino el fin de una cristiandad, de un régimen de mundo cristiano carcomido que rompe sus amarras y parte a la deriva dejando tras sí a los pioneros de una cristiandad nueva. Parece como si después de haber rozado quizás durante siglos la tentación judía de la instalación directa del Reino de Dios en el plano del poder terrestre, el cristianismo retornase lentamente a su posición primera: renunciar al gobierno de la tierra y a las apariencias de su consagración, para realizar la obra propia de la Iglesia, la comunidad de los cristianos en Cristo, confundidos con los demás hombres en la obra profana. Ni teocracia, ni liberalismo, sino retorno al doble rigor de la trascendencia y de la encarnación. Sin embargo, no se puede decir que las tendencias actuales, más que las de ayer, ofrecen una figura definitiva de las relaciones entre el cristianismo y el mundo, pues de ningún modo esta figura existe. Lo esencial, en cada una de ellas, es que se mantenga vivo el espíritu.
La crisis del cristianismo no es sólo una crisis histórica de la cristiandad: es más ampliamente una crisis de los valores religiosos en el mundo blanco. La filosofía de la Ilustración los creía artificialmente suscitados y estaba persuadida de su próxima desaparición; pudo autorizar durante algún tiempo esta ilusión con la creciente del entusiasmo científico. Pero es una lección ahora evidente del siglo XX que allí donde las formas religiosas desaparecen con su rostro cristiano, reaparecen con otra faz: divinización del cuerpo, de la colectividad, de la Especie en su esfuerzo de ascensión, de un Jefe, de un Partido, etc… Todos los comportamientos que descubre la fenomenología religiosa se vuelven a encontrar en estos marcos nuevos, con una forma generalmente degradada, muy retrógrada con respecto al cristianismo, porque precisamente el universo personal y sus exigencias han sido más o menos eliminados de ellos. Es éste uno de los problemas cruciales de nuestro siglo.
Las posiciones esbozadas en estas páginas son discutibles y están sujetas a revisión. Tienen la libertad de no estar de ningún modo pensadas por aplicación de una ideología recibida, sino de ser descubiertas, en forma progresiva, con la condición del hombre de nuestro tiempo. Todo personalismo no puede sino desear que sigan los progresos de este descubrimiento, y que la palabra personalismo sea olvidada un día, por no ser ya necesario llamar la atención sobre lo que debería constituir en realidad la trivialidad misma del hombre.
Notas
(27) Ver DENIS DE ROUGEMONT, Penser avec les mains (Albin Michel).
(28) Esprit, número especial: “Alerte à la culture dirigée”, noviembre de 1936; diciembre de 1948: “Trois vues sur l’affaire Lyssenko”.
(29) Ver Esprit, número especial, “L’art et la révolution spirituelle”, octubre de 1934; número “Pour un nouvel humanisme”, octubre de 1935.
(30) Ver en especial Esprit, número “Rupture de l’ordre chrétien et du désordre établi”, marzo de 1933; número “Argent et religión, octubre de 1934; número “Pour une nouvelle chrétienté”, octubre de 1935; número “Monde chrétien, monde moderne”, agosto-setiembre de 1946; P. H. SIMON, Les catholiques, la politique et l’argent (Ed. Montaigne, 1935). Los cuadernos Jeunesse de l’église estudian estos problemas de modo permanente.
QUINTA Y ÚLTIMA ENTREGA
La cultura
La cultura no es un sector, sino una función global de la vida personal. Para un ser que se hace, y que se hace por despliegue, todo es cultura: el arreglo de una fábrica o la formación de un cuerpo, así como saber sostener una conversación o el aprovechamiento de la tierra. Es decir que no hay una cultura respecto de la cual toda otra actividad sería inculta (un “hombre culto”), sino tantas culturas diversas como actividades hay. Es necesario recordar esto contra nuestra civilización libresca (27).
Siendo la vida personal libertad y superación, y no acumulación y repetición, la cultura no consiste, en ninguna esfera, en atiborrarse de saber, sino en una transformación profunda del sujeto, que lo dispone para mayores posibilidades para un acrecentamiento de los llamados interiores. Como se ha dicho, la cultura es lo que queda cuando ya no se sabe nada: es el hombre mismo.
De esto se sigue que, como todo lo que pertenece a la persona, la cultura se despierta, no se fabrica ni se impone. Como todo lo que concierne a la persona, no se desarrolla en una libertad pura, sin que la presionen mil solicitaciones y coacciones, de las que a su vez saca provecho. Pero siendo invención aun cuando consume, la ortodoxia la cristaliza, el decreto la mata. Es evidente que una cultura, a un cierto nivel, puede y debe ser dirigida, o mejor dicho ayudada. Pero no soporta que se la domestique. Y en el nivel creador necesita estar sola, aun cuando en esta soledad el mundo entero venga a zumbar libremente (28).
Es verdad que a la creación le es indispensable un cierto apoyo de las colectividades; si éstas son vivientes la tornan viviente; si mediocres, la enervan. Pero el acto creador surge siempre de una persona, aunque ésta se halle perdida en una multitud: las canciones llamadas populares tienen todas un autor. Y aun cuando todos los hombres se volvieran artistas, no serían un solo artista, sino todos artistas. Lo que es verdad en las concepciones colectivistas de la cultura es que, tendiendo las castas a confinar la cultura en la convención, siempre es el pueblo el gran recurso de renovación cultural.
Finalmente, toda cultura es trascendencia y superación. En cuanto se detiene, la cultura se vuelve incultura: academismo, pedantería, lugar común. En cuanto no apunta a lo universal, se deseca en especialidad. En cuanto confunde universalidad y totalidad fijada, se endurece en sistema.
La mayoría de estas condiciones no se cumplen hoy en la cultura, de donde su desorden. La división en manos blancas, manos callosas, y los prejuicios ligados a la primacía del “espíritu”, hacen confundir la cultura con los conocimientos librescos y las técnicas intelectuales. La profunda división de clases que acompaña a este prejuicio ha reservado la cultura, o al menos sus instrumentos, sus privilegios, y a veces su ilusión, a una minoría, en la que se desvirtúa y empobrece. Aquí es una clase social la que la liga cada vez más a su servicio, a su justificación o a su mistificación; allí, un gobierno; por doquier la cultura se ahoga. Las pautas comunes de una sociedad y de una espiritualidad han desaparecido tras la conversación y la moda. Los creadores no tienen ya público, y allí donde existe un público los creadores carecen de medios para surgir. El régimen económico y social es en amplia medida la causa de todos estos males. Crea una casta cultural que impulsa el arte (cortesano, de salón, de capilla) al esoterismo, al esnobismo o la rareza para ser halagada; al academismo para sentir seguridad; a la frivolidad para que la aturda; a lo picante, a la complicación, para que la distraiga. Cuando la técnica, con la multiplicación de los medios aumenta las posibilidades de transfiguración, el dinero las comercializa y envilece para el mayor provecho del menor número, malogrando al autor, a la obra y al público. La condición del artista, del profesor o del sabio (29) oscilan entre la miseria del réprobo y la servidumbre del proveedor. Son otros males dependientes de las estructuras sociales, que sólo desaparecerán con las estructuras que los mantienen. No deben hacer olvidar, sin embargo, la parte no menos considerable que desempeña en el debilitamiento de la cultura la desvalorización de la conciencia contemporánea por el retroceso de las grandes perspectivas de valores (religiosos, racionales, etc.), y la invasión provisional de la obsesión mecánica y utilitaria.
Situación del cristianismo
Hemos distinguido, en la realidad religiosa concreta, la parte de lo eterno, sus amalgamas con formas temporales caducas y los compromisos a que los hombres lo exponen. El espíritu religioso no consiste en cubrir el todo con la apologética, sino en desprender lo auténtico de lo inauténtico, y lo durable de lo caduco. Coincide aquí con el espíritu contemporáneo del personalismo (30).
Los compromisos del cristianismo contemporáneo acumulan varias supervivencias históricas: la vieja tentación teocrática de la intromisión del Estado en las conciencias; el conservadorismo sentimental que ata el destino de la fe a regímenes perimidos; la dura lógica del dinero que guía a lo que debería servir. Por otra parte, en reacción a estas nostalgias y estas adherencias, una coquetería frívola se entrega a los éxitos del momento. Quien quiere que los valores cristianos conserven su vigor debe organizar en todas partes la ruptura del cristianismo con estos desórdenes establecidos.
Pero esto es todavía sólo una acción muy exterior. El problema crucial que plantea nuestro tiempo al cristianismo es más esencial. El cristianismo ya no está solo. Realidades masivas, valores incontestables nacen aparentemente fuera de él y suscitan morales, heroísmos y toda suerte de santidades. Por su parte, el cristianismo no parece haber logrado con el mundo moderno (desarrollo de la conciencia, de la razón, de la ciencia, de la técnica y de las masas trabajadoras) la alianza que logró con el mundo medieval. ¿Está llegando a su fin? ¿Este divorcio constituye un signo? Un estudio más profundo de estos hechos nos lleva a pensar que esta crisis no significa el fin del cristianismo, sino el fin de una cristiandad, de un régimen de mundo cristiano carcomido que rompe sus amarras y parte a la deriva dejando tras sí a los pioneros de una cristiandad nueva. Parece como si después de haber rozado quizás durante siglos la tentación judía de la instalación directa del Reino de Dios en el plano del poder terrestre, el cristianismo retornase lentamente a su posición primera: renunciar al gobierno de la tierra y a las apariencias de su consagración, para realizar la obra propia de la Iglesia, la comunidad de los cristianos en Cristo, confundidos con los demás hombres en la obra profana. Ni teocracia, ni liberalismo, sino retorno al doble rigor de la trascendencia y de la encarnación. Sin embargo, no se puede decir que las tendencias actuales, más que las de ayer, ofrecen una figura definitiva de las relaciones entre el cristianismo y el mundo, pues de ningún modo esta figura existe. Lo esencial, en cada una de ellas, es que se mantenga vivo el espíritu.
La crisis del cristianismo no es sólo una crisis histórica de la cristiandad: es más ampliamente una crisis de los valores religiosos en el mundo blanco. La filosofía de la Ilustración los creía artificialmente suscitados y estaba persuadida de su próxima desaparición; pudo autorizar durante algún tiempo esta ilusión con la creciente del entusiasmo científico. Pero es una lección ahora evidente del siglo XX que allí donde las formas religiosas desaparecen con su rostro cristiano, reaparecen con otra faz: divinización del cuerpo, de la colectividad, de la Especie en su esfuerzo de ascensión, de un Jefe, de un Partido, etc… Todos los comportamientos que descubre la fenomenología religiosa se vuelven a encontrar en estos marcos nuevos, con una forma generalmente degradada, muy retrógrada con respecto al cristianismo, porque precisamente el universo personal y sus exigencias han sido más o menos eliminados de ellos. Es éste uno de los problemas cruciales de nuestro siglo.
Las posiciones esbozadas en estas páginas son discutibles y están sujetas a revisión. Tienen la libertad de no estar de ningún modo pensadas por aplicación de una ideología recibida, sino de ser descubiertas, en forma progresiva, con la condición del hombre de nuestro tiempo. Todo personalismo no puede sino desear que sigan los progresos de este descubrimiento, y que la palabra personalismo sea olvidada un día, por no ser ya necesario llamar la atención sobre lo que debería constituir en realidad la trivialidad misma del hombre.
Notas
(27) Ver DENIS DE ROUGEMONT, Penser avec les mains (Albin Michel).
(28) Esprit, número especial: “Alerte à la culture dirigée”, noviembre de 1936; diciembre de 1948: “Trois vues sur l’affaire Lyssenko”.
(29) Ver Esprit, número especial, “L’art et la révolution spirituelle”, octubre de 1934; número “Pour un nouvel humanisme”, octubre de 1935.
(30) Ver en especial Esprit, número “Rupture de l’ordre chrétien et du désordre établi”, marzo de 1933; número “Argent et religión, octubre de 1934; número “Pour une nouvelle chrétienté”, octubre de 1935; número “Monde chrétien, monde moderne”, agosto-setiembre de 1946; P. H. SIMON, Les catholiques, la politique et l’argent (Ed. Montaigne, 1935). Los cuadernos Jeunesse de l’église estudian estos problemas de modo permanente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario