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JULIO HERRERA Y REISSIG

LA ÚLTIMA TAQUICARDIA

Carta abierta de Hugo Giovanetti Viola

Julio: hoy, 9 de marzo de 2010, hace exactamente un siglo que la última taquicardia paroxística incurable y congénita te hizo emigrar al panorama de las torres más altas.

En 1952, mi padre, que a los 33 años ya era un humildísimo maestro del Taller Torres García, me leía tus poemas en un altillo del Paso Molino, y era como escuchar a Vivaldi en el Sodre o gritar un gol de Liverpool en la vieja cuchilla.

Siempre fuimos perdedores, como vos y Don Joaquín y tu máximo discípulo, César Vallejo, pero nunca, gracias a ustedes, nos falló la tonada.

Quiere decir que desde los 4 años me tocó saber de memoria Oblación abracadabra o las últimas décimas de la Tertulia lunática, y eso fue como ponerse, para hablarlo en Joaquín Sabina, una chupa de cota de malla contra la barbarie ilustrada que todavía reina en nuestro establishment.

Después de jugar un tiempo al dandysmo y escandalizar jeringueantemente a la toldería tontovideana -y muy poco antes de que llegara el último tsunami cardíaco- te fajaste de veras, puliste la irradiación del primer obelisco artístico puramente uruguayo que conoció el planeta y entonces redactaste tu famoso Decreto:

Abomino la promiscuidad de catálogo. ¡Solo y conmigo mismo! Proclamo la inmunidad de mi persona. Ego sum imperator. Me incomoda que ciertos peluqueros de la crítica me hagan la barba… ¡Dejad en paz a los Dioses! Yo, Julio, Torre de los Panoramas.

Y no hay nada más triste que un emperador solo.

Federico García Lorca, otro de los mayores genios de la poesía universal que te consideraba el príncipe del idioma castellano, fue asesinado por el fascismo antes de homenajearte entre la créme del glamour consagratorio de las Uropas.

Pero acá seguís solo.

No hay peor desprecio que no hacer aprecio, define insuperablemente una máxima popular a la mezquindad perversa que le ladra en silencio a los profetas que viven en el barrio.

En el Uruguay no te quieren entender, imperator.

Ángel Rama, el Comisario más autorizado de la funesta generación del 45 -que sigue proyectando innumerables males hacia las tiendas posmodernas adoradoras de los cielorrasos pragmáticos- reconoció que superaste surrealistamente al modernismo, pero para ese hombre lo único que importaba era agregarle un rarismo novedoso al sociologismo chato.

No comprendía la alquimia todopoderosa de los símbolos.

Ese mismo Comisario terminó siendo el escribidor de uno de los más vergonzosos disparates que conoce la historia de la crítica, cuando reditó El pozo del entonces humilladísimo imperator Juan Carlos Onetti, y lo calificó, en la contratapa del mismo volumen, como un texto irremisiblemente ingenuo y equivocado, pero lleno de vida y de arte.

¿Cómo iba a darse cuenta de que vos fuiste el condensador del barroco gongorino y las vanguardias francesas más arquetípicamente enjoyado que existió en toda América?

Todavía te debemos casi todo el reconocimiento, Julio.

Y eso va a remediarse cuando nuestra reflexión cultural entienda que lo que está lleno de vida y de arte resplandece mucho más acá o más allá de la ingenuidad o la equivocación diagnosticada por el empelucamiento iluminista post-siglo XVII. Y que no existe ningún grado de tangibilidad absoluta de la verdad que no emerja de una triangulación ético-científico-estética amilagrada por el misterio.

Siempre tuviste fe.

Y es seguro que tu galante calavera nos seguirá mordiendo las entrañas mientras no tengamos la grandeza suficiente para construir a nivel masivo una completud uruguaya que vuele con una de las cuartetas más altas que se hayan escrito jamás:

El aire es de terciopelo…/ Por el camino violeta, / Cual a través de una grieta, / Se ve cómo piensa el cielo.

Y eso se llama Purificación.


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