ARNALDO GOMENSORO / ELVIRA LUTZ
(reedición 2010 revisada por los autores de un trabajo publicado en1985)
(reedición 2010 revisada por los autores de un trabajo publicado en1985)
PRIMERA ENTREGA
LA DESORIENTACIÓN COMO DIAGNÓSTICO
A.De la coherencia a la contradicción
Veamos qué queremos decir: cada vez se sabe menos qué pensar, qué actitudes adoptar y qué conductas seguir en relación con los problemas que nos plantea, a grandes y a chicos, el sexo, el erotismo y el amor.
Antes (y cuando decimos “antes” nos estamos refiriendo a 40 o 50 años atrás), imperaba aún la coherencia entre los principios ético-sociales y las conductas prácticas de la mayor parte de la gente. La casi totalidad de los hombres y de las mujeres, de los jóvenes y de los niños de ambos sexos veían simplificada la tarea de adoptar decisiones mediante el cómodo expediente de sujetarse a los parámetros sociales universalmente válidos.
¿Qué pasa hoy? Hoy las cosas han cambiado decisivamente y, a la luz de lo que podemos prever, han de seguir cambiando cada vez más vertiginosamente. En este sentido es bueno recordar que los padres de niños en edad escolar están educando personas que van a vivir su sexualidad en el año 2000.
Parece obvio, aunque haya quienes se empecinen en no quererlo reconocer, que estos cambios han vuelto obsoletas las respuestas tradicionales y han abierto nuevas y angustiantes interrogantes para las cuales nos encontramos carentes de todo tipo de contestación.
A. La confusión como atmósfera educacional.
¿Por qué nos expresamos así? Porque la infinita multiplicidad de alternativas que hoy se nos ofrece como en el escaparate de un gran supermercado no nos ha vuelto más libres, sino que, por el contrario, lo que ha logrado es aturdirnos, desorientarnos, sumirnos en una confusión que a veces linda casi con los cuadros definidos por la psicopatología y la psiquiatría.
Albert Einstein definía bien la época en que nos toca vivir: “Una perfección de medios y una gran confusión de metas”.
Pues bien: esta confusión de metas, esta multiplicidad aturdidora de alternativas, esta desorientación respecto de qué queremos y hacia dónde vamos que caracteriza nuestro mundo adulto, es la atmósfera en que crecen nuestros hijos, es el “ambiente educativo” que impregna el espíritu de nuestros niños y de nuestros jóvenes.
Convincentemente lo definen Raths, Harmin y Simon en su obra “El sentido de los valores y la enseñanza”, cuando dicen:
“...Hay otra posible consecuencia: Al exponerlo a tantas diferentes alternativas, quizá se dejó al niño sin ideas y él se concretó, simplemente, a absorber la confusión. Tal vez la más importante contribución hecha por esos medios de comunicación haya sido desorientar la naciente comprensión del niño con respeto a lo que es bueno y a lo que es malo, a lo que es cierto y a lo que es falso, a lo que es correcto y a lo que es incorrecto, a lo que es justo y a lo que es injusto, a lo que es bello y a lo que es feo”.
En relación con la problemática sexual que hoy a todos nos preocupa, cabe resumir esta situación diciendo que lo que se ha perdido es la confianza en los principios éticos tradicionales, sin que hayan surgido en su lugar otros principios éticos más profundos y más verdaderos y que resulten suficientemente convincentes.
El resultado no podía ser otro que el que todos los días estamos constatando: los viejos principios perduran como meros imperativos retóricos y se siguen repitiendo mecánicamente, a pesar de que han perdido toda capacidad de funcionar como guías prácticas de conducta. Por otro lado, las conductas se dejan determinar, cada vez más, por un estilo de vida compulsivamente standardizado por la omnipotencia de los mass media, traspasado de sensualidad y de erotismo, en flagrante contradicción con aquellos principios. El resultado está a la vista: estamos convirtiendo a cada niño, a cada adolescente y a cada joven en un verdadero nudo de contradicciones, frecuentemente despedazado por las incoherencias, los conflictos y las hipocresías.
LA DESORIENTACIÓN COMO DIAGNÓSTICO
A.De la coherencia a la contradicción
Veamos qué queremos decir: cada vez se sabe menos qué pensar, qué actitudes adoptar y qué conductas seguir en relación con los problemas que nos plantea, a grandes y a chicos, el sexo, el erotismo y el amor.
Antes (y cuando decimos “antes” nos estamos refiriendo a 40 o 50 años atrás), imperaba aún la coherencia entre los principios ético-sociales y las conductas prácticas de la mayor parte de la gente. La casi totalidad de los hombres y de las mujeres, de los jóvenes y de los niños de ambos sexos veían simplificada la tarea de adoptar decisiones mediante el cómodo expediente de sujetarse a los parámetros sociales universalmente válidos.
¿Qué pasa hoy? Hoy las cosas han cambiado decisivamente y, a la luz de lo que podemos prever, han de seguir cambiando cada vez más vertiginosamente. En este sentido es bueno recordar que los padres de niños en edad escolar están educando personas que van a vivir su sexualidad en el año 2000.
Parece obvio, aunque haya quienes se empecinen en no quererlo reconocer, que estos cambios han vuelto obsoletas las respuestas tradicionales y han abierto nuevas y angustiantes interrogantes para las cuales nos encontramos carentes de todo tipo de contestación.
A. La confusión como atmósfera educacional.
¿Por qué nos expresamos así? Porque la infinita multiplicidad de alternativas que hoy se nos ofrece como en el escaparate de un gran supermercado no nos ha vuelto más libres, sino que, por el contrario, lo que ha logrado es aturdirnos, desorientarnos, sumirnos en una confusión que a veces linda casi con los cuadros definidos por la psicopatología y la psiquiatría.
Albert Einstein definía bien la época en que nos toca vivir: “Una perfección de medios y una gran confusión de metas”.
Pues bien: esta confusión de metas, esta multiplicidad aturdidora de alternativas, esta desorientación respecto de qué queremos y hacia dónde vamos que caracteriza nuestro mundo adulto, es la atmósfera en que crecen nuestros hijos, es el “ambiente educativo” que impregna el espíritu de nuestros niños y de nuestros jóvenes.
Convincentemente lo definen Raths, Harmin y Simon en su obra “El sentido de los valores y la enseñanza”, cuando dicen:
“...Hay otra posible consecuencia: Al exponerlo a tantas diferentes alternativas, quizá se dejó al niño sin ideas y él se concretó, simplemente, a absorber la confusión. Tal vez la más importante contribución hecha por esos medios de comunicación haya sido desorientar la naciente comprensión del niño con respeto a lo que es bueno y a lo que es malo, a lo que es cierto y a lo que es falso, a lo que es correcto y a lo que es incorrecto, a lo que es justo y a lo que es injusto, a lo que es bello y a lo que es feo”.
En relación con la problemática sexual que hoy a todos nos preocupa, cabe resumir esta situación diciendo que lo que se ha perdido es la confianza en los principios éticos tradicionales, sin que hayan surgido en su lugar otros principios éticos más profundos y más verdaderos y que resulten suficientemente convincentes.
El resultado no podía ser otro que el que todos los días estamos constatando: los viejos principios perduran como meros imperativos retóricos y se siguen repitiendo mecánicamente, a pesar de que han perdido toda capacidad de funcionar como guías prácticas de conducta. Por otro lado, las conductas se dejan determinar, cada vez más, por un estilo de vida compulsivamente standardizado por la omnipotencia de los mass media, traspasado de sensualidad y de erotismo, en flagrante contradicción con aquellos principios. El resultado está a la vista: estamos convirtiendo a cada niño, a cada adolescente y a cada joven en un verdadero nudo de contradicciones, frecuentemente despedazado por las incoherencias, los conflictos y las hipocresías.
Un periodo de crisis.
La primera tentación suele ser la de enjuiciar el hecho, la de definir posiciones y la de tomar partido. Sin embargo, parece más oportuno y más útil, antes de entrar a formular “juicios de valor”, procurar establecer “juicios de hecho” suficientemente objetivos y realistas.
Será bueno, para ello, empezar por describir y sólo describir la realidad, sin apresurarnos a juzgarla. Algo así como si describiéramos, desde la altura, el panorama a vuelo de pájaro de un territorio en el que vamos a aterrizar y que luego tendremos que estar dispuestos a recorrer pormenorizadamente. El panorama es desolador pero, no por ello, menos verdadero:
1) Vivimos una época signada por una profunda crisis de los valores tradicionales vinculados al sexo y al erotismo: crisis del matrimonio, crisis de la familia, crisis de las costumbres;
2) Se manfiesta más críticamente que nunca el desencuentro generacional entre los jóvenes de ambos sexos y sus mayores en relación directa con el ejercicio del sexo y del amor;
3) Resulta verdaderamente crítica la desorientación de los mayores (padres, maestros, profesionales, sacerdotes) en materia de educación sexual, a pesar de la avalancha de libros, estudios e información de que disponen;
4) Cada día se vuelve más crítica la contradicción flagrante entre la ocultación sistemática del tema sexual o su enfoque limitadamente biologista tanto en el ámbito familiar como en el docente, y la versión exaltadamente erótica y sensual del sexo placer con que se bombardea cotidianamente a niños, adolescentes, jóvenes y mayores de ambos sexos;
5) Aparecen como dramáticamente críticas la extensión y la profundidad de los desajustes de pareja a nivel sexual (anorgasmia, frigidez, eyaculación precoz e impotencia, disfunciones del deseo) que se producen como consecuencia forzosa de una educación asentada en la ignorancia y el miedo al sexo;
6) Resulta no sólo dramático sino diríamos que casi trágicamente crítico constatar hasta dónde esos desajustes de pareja desembocan en aguda conflictiva familiar e inciden directamente en la posible felicidad de los hijos y en futuro manejo, por los mismos, del sexo y el amor;
7) Finalmente, nos impresiona como paradojalmente crítica la incongruencia, por demás elocuente, entre el reconocimiento universal de la importancia de hacer orientación sexual (en el que coinciden padres, docentes, sacerdotes y gobernantes) y la incapacidad, por parte de todos, de concretamente hacerla.
Ahora bien: no es por casualidad que hemos repetido las palabras “crisis” y “crítico” a lo largo de los siete rasgos que, como verdaderos síntomas, definen nuestra sociedad como “sexualmente enferma”. Crisis quiere decir etimológicamente “cambio”, “transformación”, “variación profunda de un proceso”. Como tal, toda crisis puede serlo para bien o para mal. Hay crisis constructivas y crisis destructivas. Lo que no hay son crisis “evitables” una vez que el proceso se ha iniciado. Ni hay posibles “restauraciones” del pasado cuando las crisis se han precipitado y consolidado.
En consecuencia, a la altura del proceso en que nos encontramos, una sola opción aparece como educativamente inteligente: asumir el cambio, tratar de comprenderlo en sus raíces más profundas y en su verdadero significado y, apoyándonos en esta asunción y en esta comprensión, intentar encauzarlo, neutralizando sus componentes de destrucción y promoviendo los que albergue de liberación, de creatividad y de plenificación de la vida de hombres y de mujeres.
La primera tentación suele ser la de enjuiciar el hecho, la de definir posiciones y la de tomar partido. Sin embargo, parece más oportuno y más útil, antes de entrar a formular “juicios de valor”, procurar establecer “juicios de hecho” suficientemente objetivos y realistas.
Será bueno, para ello, empezar por describir y sólo describir la realidad, sin apresurarnos a juzgarla. Algo así como si describiéramos, desde la altura, el panorama a vuelo de pájaro de un territorio en el que vamos a aterrizar y que luego tendremos que estar dispuestos a recorrer pormenorizadamente. El panorama es desolador pero, no por ello, menos verdadero:
1) Vivimos una época signada por una profunda crisis de los valores tradicionales vinculados al sexo y al erotismo: crisis del matrimonio, crisis de la familia, crisis de las costumbres;
2) Se manfiesta más críticamente que nunca el desencuentro generacional entre los jóvenes de ambos sexos y sus mayores en relación directa con el ejercicio del sexo y del amor;
3) Resulta verdaderamente crítica la desorientación de los mayores (padres, maestros, profesionales, sacerdotes) en materia de educación sexual, a pesar de la avalancha de libros, estudios e información de que disponen;
4) Cada día se vuelve más crítica la contradicción flagrante entre la ocultación sistemática del tema sexual o su enfoque limitadamente biologista tanto en el ámbito familiar como en el docente, y la versión exaltadamente erótica y sensual del sexo placer con que se bombardea cotidianamente a niños, adolescentes, jóvenes y mayores de ambos sexos;
5) Aparecen como dramáticamente críticas la extensión y la profundidad de los desajustes de pareja a nivel sexual (anorgasmia, frigidez, eyaculación precoz e impotencia, disfunciones del deseo) que se producen como consecuencia forzosa de una educación asentada en la ignorancia y el miedo al sexo;
6) Resulta no sólo dramático sino diríamos que casi trágicamente crítico constatar hasta dónde esos desajustes de pareja desembocan en aguda conflictiva familiar e inciden directamente en la posible felicidad de los hijos y en futuro manejo, por los mismos, del sexo y el amor;
7) Finalmente, nos impresiona como paradojalmente crítica la incongruencia, por demás elocuente, entre el reconocimiento universal de la importancia de hacer orientación sexual (en el que coinciden padres, docentes, sacerdotes y gobernantes) y la incapacidad, por parte de todos, de concretamente hacerla.
Ahora bien: no es por casualidad que hemos repetido las palabras “crisis” y “crítico” a lo largo de los siete rasgos que, como verdaderos síntomas, definen nuestra sociedad como “sexualmente enferma”. Crisis quiere decir etimológicamente “cambio”, “transformación”, “variación profunda de un proceso”. Como tal, toda crisis puede serlo para bien o para mal. Hay crisis constructivas y crisis destructivas. Lo que no hay son crisis “evitables” una vez que el proceso se ha iniciado. Ni hay posibles “restauraciones” del pasado cuando las crisis se han precipitado y consolidado.
En consecuencia, a la altura del proceso en que nos encontramos, una sola opción aparece como educativamente inteligente: asumir el cambio, tratar de comprenderlo en sus raíces más profundas y en su verdadero significado y, apoyándonos en esta asunción y en esta comprensión, intentar encauzarlo, neutralizando sus componentes de destrucción y promoviendo los que albergue de liberación, de creatividad y de plenificación de la vida de hombres y de mujeres.
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