VIGESIMOQUINTA ENTREGA
CAPÍTULO 6: DESTELLOS DE FUTURO (2)
¿Por qué afirma usted que la persecución a la Iglesia proviene de los ricos?
Le respondo con una anécdota. Benito Juárez, el presidente mexicano que lucha contra el emperador Maximiliano y el partido conservador, mandó fusilar en Querétaro con Maximiliano, a Miramón y al general Mejía, un militar de extracción indígena. Algo muy singular, que al menos llama la atención. Si se investiga un poco llega a saberse que el fusilado era también jefe de las comunidades indígenas que luchaban con Maximiliano. De aquí surge una pregunta: ¿por qué combaten indios en el bando de Maximiliano? Porque los liberales liquidaban las tierras comunales y las vendían a los grandes propietarios, disolvían y vendían las propiedades eclesiásticas -que percibían un exiguo alquiler por parte de los colonos- y echaban a los residentes: miles de nativos que ya no sabían cómo dar de comer a sus familias. Luego ponían en licitación los bienes de la Iglesia, permitiendo que los ricos los compraran.
En cierto sentido, la revolución agraria mexicana de Zapata es la revancha de los indios (5). Todas estas cosas han sido ocultadas a lo largo de la historiografía liberal mexicana, pero describen cómo era la realidad.
Entonces, la separación entre Iglesia y Estado que se produce en América Latina sigue cánones externos al continente.
Ya experimentados en Europa. Aún cuando la noción de secularización es difusa y polivalente, su significado más aceptado la vuelve sinónimo de “descristianización”, “des-eclesialización”, una expropiación de lo “cristiano” en cuanto realidad histórica visible, en aras de un mundo puramente profano.
El proceso de espiritualización hacia el que la Iglesia fue empujada, equivalió a su anulación en cuanto Iglesia, en cuanto comunión, en cuanto cuerpo histórico. Se aceptaba la fe despojada, “puro amor”, como un trascendental kantiano, sin Iglesia, sin objetivación de ningún tipo: un Dios sin Iglesia, una Iglesia sin Cristo, un Cristo sin pueblo. Aparece de este modo una contradicción insalvable entre secularización y pueblo de Dios. La lógica de los secularizadores es la de anular la visibilidad de la Iglesia, del pueblo de Dios. De allí el concepto que toma forma y se introduce en la Iglesia misma: la oposición “persona-pueblo”, con la consiguiente reducción de pueblo a masa y el encadenamiento de la persona singular al Estado.
La secularización tiene el efecto de afirmar una idea espiritualista de Iglesia, con las consecuencias que ha descrito. Pero, ¿encuentra usted algo bueno en la secularización y por ende en el fin de la cristiandad en América Latina?
Hoy, que este proceso está agotado y el “crimen” ha sido consumado de manera irreversible, podemos discernir mejor qué hubo de positivo y qué de negativo.
Semejante recorrido -sigámoslo llamando la secularización, para facilitar el razonamiento- despojó a la Iglesia de problemas superfluos, propios de sociedades agrario-urbanas en situación de cristiandad. En América Latina, se han tenido conflictos en terrenos que hoy nos parecen risibles, y con justicia. Pensemos en la secularización de los cementerios, precedida por la discusión acerca de si se debía sepultar a los ateos en el mismo sitio que a los creyentes.
En las villas europeas primero y más tarde en las ciudades, era costumbre -una tradición que no era inherente a la vida de la iglesia- que se sepultaran juntos ateos, cristianos y no cristianos. La separación de los primeros y segundos sacudió los hábitos seculares y provocó tensiones infinitas; y el mismo efecto lo tuvieron otras prácticas tradicionales sin importancia objetiva en lo que respecta a la razón de ser de la Iglesia y su misión en el mundo. La secularización puso término a estos conflictos relativamente superfluos y así se pudo poner más el acento sobre lo esencial.
¿Qué entiende por esencial?
Consideremos el Concilio Vaticano II. El protestantismo, esta gran protesta del siglo XVI, no había tenido la energía de transformar a la Iglesia, del mismo modo que la Iglesia no había logrado reabsorber el protestantismo. El partido terminó empatado, para usar un término futbolístico: media Europa del norte se hizo protestante, la mitad del sur permaneció católica. La Iglesia tampoco había sabido responder al iluminismo; le habían hecho críticas pertinentes, pero sin entender a fondo las exigencias que expresaba. Y cuando una respuesta no es completa, la pregunta está destinada a reformularse en el tiempo.
Con el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica asumió, finalmente, lo mejor de la Reforma y del Iluminismo, desde adentro de sus lógicas, trascendiéndolos, como ya hemos comentado.
Fue un acto de gran discernimiento: la Iglesia reconoció y tomó lo mejor de sus propios adversarios. Decía Chesterton, con agudo sentido del humor, que lo mejor de la modernidad estaba constituido por las “ideas cristianas vueltas locas” (6). El Vaticano II las volvió a poner en su lugar, donde pueden ser productivas en sentido liberador. En mi opinión, esta es la audacia y la originalidad del Concilio: sana y concluye la contradicción con lo mejor de la modernidad, distinguiendo primero y separando luego, lo peor de ese modus vivendi.
Reconoce el rostro de Jesucristo en los propios enemigos, incluso allí en donde ellos ni quisieran saberlo. Por esto, el Vaticano II abre una nueva época en la Iglesia, que trasciende las rigideces defensivas anteriores y abre de par en par las riquezas de la visión cristiana del hombre a los pueblos y culturas del mundo.
El Papa Ratzinger pudo decir bien que las dos grandes culturas de occidente, aquella nacida de la fe cristiana y aquella nacida de la nacionalidad secular “no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera en el mundo entero y en todas las demás culturas”, y por tanto “no pueden ser reproducibles en cuanto tales en el conjunto de la humanidad”.
Creo que de este modo -con la importancia atribuida al Concilio- se explica también la emoción profunda, mundialmente manifestada, por la muerte de Juan Pablo II, hijo primogénito del Vaticano II, el testigo más popular y amado de la primera época de la completa globalización de la ecúmene.
Hemos llegado hasta aquí a partir de una observación suya sobre los movimientos eclesiales contemporáneos, cuyos fundadores nacieron en la primera mitad del siglo XX. Es decir que su obra comienza a desarrollarse inmediatamente antes del Concilio y se expresa con madurez en los años sucesivos. Precede y sigue al Concilio Vaticano II.
Se destaca una época eclesial particularmente fecunda entre 1920 y 1980, en los más variados aspectos teológico, filosófico, litúrgico, misionero, social. Hay movimientos poco tiempo anteriores al Concilio, otros que lo son contemporáneos en su nacimiento, otros que son hijos inmediatos del Concilio. Esto dio lugar a uno de los momentos luminosos de la historia de la Iglesia, que como todo proceso de gran intensidad, generó también desorientación, resistencias, perplejidad.
¿Qué aspectos novedosos encuentra en los movimientos?
Que tienden a abrazar toda la realidad, lo real en su totalidad, y que manifiestan entender la esencia de la secularización, es decir, de la modernidad.
Por un lado, observo que los movimientos despliegan una amplitud de intereses e interacciones muy superiores a las realidades asociativas precedentes, pero lo hacen refiriéndose a un único principio; totalizan, sintetizando. Por otro, diría que son conscientes de encontrarse con un tipo humano que no es heredero de la cristiandad. Por eso se dirigen al sujeto humano resultante del proceso de secularización, que es un hombre que no conoce el cristianismo y hacia el cual tiene prejuicios.
Tienden a abrazar la totalidad…
Son “totalizadores”. No solamente en el sentido más obvio que significa que comprenden en su interior sacerdotes, religiosos y laicos de todas las edades, estratos sociales y profesionales, sino, sobre todo, porque afrontan cada cosa a partir de su intimidad. En general, ponen gran atención sobre lo que a mi juicio, es la cuestión más candente de nuestro tiempo: la universalidad, en cuanto compendio incesante de las exigencias de la sociedad en su conjunto.
Este último parece ser, justamente, uno de los aspectos distintivos y comunes a los movimientos que ha nombrado: su acentuada atención al nivel educativo. Si se observa su modo de actuar, se ve que fundan universidades propias o se introducen en las universidades públicas con mucha decisión.
Retoman y continúan lo mejor de la tradición original de la Iglesia. La educación pertenece a la esencia de la Iglesia, a su misión sustancial. Una educación tal que ponga al otro en condiciones de desarrollar plenamente la propia humanidad en Jesucristo.
CAPÍTULO 6: DESTELLOS DE FUTURO (2)
¿Por qué afirma usted que la persecución a la Iglesia proviene de los ricos?
Le respondo con una anécdota. Benito Juárez, el presidente mexicano que lucha contra el emperador Maximiliano y el partido conservador, mandó fusilar en Querétaro con Maximiliano, a Miramón y al general Mejía, un militar de extracción indígena. Algo muy singular, que al menos llama la atención. Si se investiga un poco llega a saberse que el fusilado era también jefe de las comunidades indígenas que luchaban con Maximiliano. De aquí surge una pregunta: ¿por qué combaten indios en el bando de Maximiliano? Porque los liberales liquidaban las tierras comunales y las vendían a los grandes propietarios, disolvían y vendían las propiedades eclesiásticas -que percibían un exiguo alquiler por parte de los colonos- y echaban a los residentes: miles de nativos que ya no sabían cómo dar de comer a sus familias. Luego ponían en licitación los bienes de la Iglesia, permitiendo que los ricos los compraran.
En cierto sentido, la revolución agraria mexicana de Zapata es la revancha de los indios (5). Todas estas cosas han sido ocultadas a lo largo de la historiografía liberal mexicana, pero describen cómo era la realidad.
Entonces, la separación entre Iglesia y Estado que se produce en América Latina sigue cánones externos al continente.
Ya experimentados en Europa. Aún cuando la noción de secularización es difusa y polivalente, su significado más aceptado la vuelve sinónimo de “descristianización”, “des-eclesialización”, una expropiación de lo “cristiano” en cuanto realidad histórica visible, en aras de un mundo puramente profano.
El proceso de espiritualización hacia el que la Iglesia fue empujada, equivalió a su anulación en cuanto Iglesia, en cuanto comunión, en cuanto cuerpo histórico. Se aceptaba la fe despojada, “puro amor”, como un trascendental kantiano, sin Iglesia, sin objetivación de ningún tipo: un Dios sin Iglesia, una Iglesia sin Cristo, un Cristo sin pueblo. Aparece de este modo una contradicción insalvable entre secularización y pueblo de Dios. La lógica de los secularizadores es la de anular la visibilidad de la Iglesia, del pueblo de Dios. De allí el concepto que toma forma y se introduce en la Iglesia misma: la oposición “persona-pueblo”, con la consiguiente reducción de pueblo a masa y el encadenamiento de la persona singular al Estado.
La secularización tiene el efecto de afirmar una idea espiritualista de Iglesia, con las consecuencias que ha descrito. Pero, ¿encuentra usted algo bueno en la secularización y por ende en el fin de la cristiandad en América Latina?
Hoy, que este proceso está agotado y el “crimen” ha sido consumado de manera irreversible, podemos discernir mejor qué hubo de positivo y qué de negativo.
Semejante recorrido -sigámoslo llamando la secularización, para facilitar el razonamiento- despojó a la Iglesia de problemas superfluos, propios de sociedades agrario-urbanas en situación de cristiandad. En América Latina, se han tenido conflictos en terrenos que hoy nos parecen risibles, y con justicia. Pensemos en la secularización de los cementerios, precedida por la discusión acerca de si se debía sepultar a los ateos en el mismo sitio que a los creyentes.
En las villas europeas primero y más tarde en las ciudades, era costumbre -una tradición que no era inherente a la vida de la iglesia- que se sepultaran juntos ateos, cristianos y no cristianos. La separación de los primeros y segundos sacudió los hábitos seculares y provocó tensiones infinitas; y el mismo efecto lo tuvieron otras prácticas tradicionales sin importancia objetiva en lo que respecta a la razón de ser de la Iglesia y su misión en el mundo. La secularización puso término a estos conflictos relativamente superfluos y así se pudo poner más el acento sobre lo esencial.
¿Qué entiende por esencial?
Consideremos el Concilio Vaticano II. El protestantismo, esta gran protesta del siglo XVI, no había tenido la energía de transformar a la Iglesia, del mismo modo que la Iglesia no había logrado reabsorber el protestantismo. El partido terminó empatado, para usar un término futbolístico: media Europa del norte se hizo protestante, la mitad del sur permaneció católica. La Iglesia tampoco había sabido responder al iluminismo; le habían hecho críticas pertinentes, pero sin entender a fondo las exigencias que expresaba. Y cuando una respuesta no es completa, la pregunta está destinada a reformularse en el tiempo.
Con el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica asumió, finalmente, lo mejor de la Reforma y del Iluminismo, desde adentro de sus lógicas, trascendiéndolos, como ya hemos comentado.
Fue un acto de gran discernimiento: la Iglesia reconoció y tomó lo mejor de sus propios adversarios. Decía Chesterton, con agudo sentido del humor, que lo mejor de la modernidad estaba constituido por las “ideas cristianas vueltas locas” (6). El Vaticano II las volvió a poner en su lugar, donde pueden ser productivas en sentido liberador. En mi opinión, esta es la audacia y la originalidad del Concilio: sana y concluye la contradicción con lo mejor de la modernidad, distinguiendo primero y separando luego, lo peor de ese modus vivendi.
Reconoce el rostro de Jesucristo en los propios enemigos, incluso allí en donde ellos ni quisieran saberlo. Por esto, el Vaticano II abre una nueva época en la Iglesia, que trasciende las rigideces defensivas anteriores y abre de par en par las riquezas de la visión cristiana del hombre a los pueblos y culturas del mundo.
El Papa Ratzinger pudo decir bien que las dos grandes culturas de occidente, aquella nacida de la fe cristiana y aquella nacida de la nacionalidad secular “no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera en el mundo entero y en todas las demás culturas”, y por tanto “no pueden ser reproducibles en cuanto tales en el conjunto de la humanidad”.
Creo que de este modo -con la importancia atribuida al Concilio- se explica también la emoción profunda, mundialmente manifestada, por la muerte de Juan Pablo II, hijo primogénito del Vaticano II, el testigo más popular y amado de la primera época de la completa globalización de la ecúmene.
Hemos llegado hasta aquí a partir de una observación suya sobre los movimientos eclesiales contemporáneos, cuyos fundadores nacieron en la primera mitad del siglo XX. Es decir que su obra comienza a desarrollarse inmediatamente antes del Concilio y se expresa con madurez en los años sucesivos. Precede y sigue al Concilio Vaticano II.
Se destaca una época eclesial particularmente fecunda entre 1920 y 1980, en los más variados aspectos teológico, filosófico, litúrgico, misionero, social. Hay movimientos poco tiempo anteriores al Concilio, otros que lo son contemporáneos en su nacimiento, otros que son hijos inmediatos del Concilio. Esto dio lugar a uno de los momentos luminosos de la historia de la Iglesia, que como todo proceso de gran intensidad, generó también desorientación, resistencias, perplejidad.
¿Qué aspectos novedosos encuentra en los movimientos?
Que tienden a abrazar toda la realidad, lo real en su totalidad, y que manifiestan entender la esencia de la secularización, es decir, de la modernidad.
Por un lado, observo que los movimientos despliegan una amplitud de intereses e interacciones muy superiores a las realidades asociativas precedentes, pero lo hacen refiriéndose a un único principio; totalizan, sintetizando. Por otro, diría que son conscientes de encontrarse con un tipo humano que no es heredero de la cristiandad. Por eso se dirigen al sujeto humano resultante del proceso de secularización, que es un hombre que no conoce el cristianismo y hacia el cual tiene prejuicios.
Tienden a abrazar la totalidad…
Son “totalizadores”. No solamente en el sentido más obvio que significa que comprenden en su interior sacerdotes, religiosos y laicos de todas las edades, estratos sociales y profesionales, sino, sobre todo, porque afrontan cada cosa a partir de su intimidad. En general, ponen gran atención sobre lo que a mi juicio, es la cuestión más candente de nuestro tiempo: la universalidad, en cuanto compendio incesante de las exigencias de la sociedad en su conjunto.
Este último parece ser, justamente, uno de los aspectos distintivos y comunes a los movimientos que ha nombrado: su acentuada atención al nivel educativo. Si se observa su modo de actuar, se ve que fundan universidades propias o se introducen en las universidades públicas con mucha decisión.
Retoman y continúan lo mejor de la tradición original de la Iglesia. La educación pertenece a la esencia de la Iglesia, a su misión sustancial. Una educación tal que ponga al otro en condiciones de desarrollar plenamente la propia humanidad en Jesucristo.
(continúa próximo jueves)
No hay comentarios:
Publicar un comentario