LA MISERIA DE AMOR
por Hugo Giovanetti Viola
Devoré los cuatro libros que se conocen de J.D. Salinger -El cazador entre el centeno, Nueve cuentos, Franny y Zooey y Levantad, carpinteros, la viga del tejado- cuando tenía veinte años, y siempre tuve la sensación de que él vivía en un mundo que quedaba más acá y más allá de este mundo.
Así viven los santos.
“Yo a este tipo no le veo salida” me comentó un día Onetti, que se maravillaba interminablemente con los niños inventados por el ermitaño de New Hampshire.
Una de las sentencias más perfectas y perversas de la sabiduría popular es: No hay mayor desprecio que no hacer aprecio.
Eso es lo que hicieron casi todos los discípulos de Jesús de Nazaret cuando no se atrevieron a contemplar aquella maravillosa derrota que fue la crucifixión.
Y César Vallejo definió insuperablemente a esa sensación de tener todos los cuchillos del tristísimo banquete terrestre clavados en el paladar como miseria de amor.
La avalancha del éxito estupidizado -Lennon lo supo bien- puede ser, para algunos, más repugnante que el ninguneo o la incomprensión babosa.
Y yo creo que J.D. Salinger terminó soportando demasiado abandono.
Tenía un corazón loco: no aguantaba la más mínima impureza de este infierno tan querido.
Y repechó la mayor parte de su vida como Holden Caulfield -aunque se fabricó un manicomio personal que custodiaba con una escopeta- y también como Seymour Glass, que se lavaba la paranoia besándole los talones a las nenitas.
Lo lamentable es que el ermitaño de New Hampshire haya terminado suicidándose profesionalmente como Kafka, porque desde que dejó de publicar en el 65 -cuando ya sus historias posteriores al Catcher eran consideradas porquerías religiosas por los sabios que no saben nada- encontró un poco de paz donde sentarse, para volver a hablarlo en Vallejo.
Y después de su segundo divorcio trató de seducir a lo divino -como lo supo hacer casi programáticamente su reverenciado Kierkegaard- a Lolitas literarias que terminaron por cagarlo con precisión de palomas.
A él lo único que lo sedaba era defenderles el vellocino que cubre la pureza.
Por eso lo admiraban los asesinos seriales: por la pacientísima puntería del cazador ungido y disfrazado de lobo. Claro que la indecencia de Jerry nos ayuda a morir enamorados del cielo bermellón en lugar de jetear matando.
Ahora lo único que importa es constatar que su literatura sigue siendo capaz de agarrar y salvar a cualquiera que se esté por caer en el abismo que nos esconde el centeno poluido.
Gracias por todo, Jerry. Lo triste es que nunca hayas podido imaginarte cuántos millones de lectores soñamos con apretarte por lo menos una de las manos agujereadas que teclearon tanto a Dios.
Así viven los santos.
“Yo a este tipo no le veo salida” me comentó un día Onetti, que se maravillaba interminablemente con los niños inventados por el ermitaño de New Hampshire.
Una de las sentencias más perfectas y perversas de la sabiduría popular es: No hay mayor desprecio que no hacer aprecio.
Eso es lo que hicieron casi todos los discípulos de Jesús de Nazaret cuando no se atrevieron a contemplar aquella maravillosa derrota que fue la crucifixión.
Y César Vallejo definió insuperablemente a esa sensación de tener todos los cuchillos del tristísimo banquete terrestre clavados en el paladar como miseria de amor.
La avalancha del éxito estupidizado -Lennon lo supo bien- puede ser, para algunos, más repugnante que el ninguneo o la incomprensión babosa.
Y yo creo que J.D. Salinger terminó soportando demasiado abandono.
Tenía un corazón loco: no aguantaba la más mínima impureza de este infierno tan querido.
Y repechó la mayor parte de su vida como Holden Caulfield -aunque se fabricó un manicomio personal que custodiaba con una escopeta- y también como Seymour Glass, que se lavaba la paranoia besándole los talones a las nenitas.
Lo lamentable es que el ermitaño de New Hampshire haya terminado suicidándose profesionalmente como Kafka, porque desde que dejó de publicar en el 65 -cuando ya sus historias posteriores al Catcher eran consideradas porquerías religiosas por los sabios que no saben nada- encontró un poco de paz donde sentarse, para volver a hablarlo en Vallejo.
Y después de su segundo divorcio trató de seducir a lo divino -como lo supo hacer casi programáticamente su reverenciado Kierkegaard- a Lolitas literarias que terminaron por cagarlo con precisión de palomas.
A él lo único que lo sedaba era defenderles el vellocino que cubre la pureza.
Por eso lo admiraban los asesinos seriales: por la pacientísima puntería del cazador ungido y disfrazado de lobo. Claro que la indecencia de Jerry nos ayuda a morir enamorados del cielo bermellón en lugar de jetear matando.
Ahora lo único que importa es constatar que su literatura sigue siendo capaz de agarrar y salvar a cualquiera que se esté por caer en el abismo que nos esconde el centeno poluido.
Gracias por todo, Jerry. Lo triste es que nunca hayas podido imaginarte cuántos millones de lectores soñamos con apretarte por lo menos una de las manos agujereadas que teclearon tanto a Dios.
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