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DANIEL RIERA

UN CINEASTA EMPERRADO EN ENCAUZAR
LA PROLIFERACIÓN DE LOS EGOS
PARA CONSTRUIR LAS SOLUCIONES MÁGICAS


Después de una temprana formación musical y teatral realizada con Rubén Olivera, Jorge Lazaroff, Luis Trochón, Eduardo Larbanois, Edú Lombardo, Susana Triador y Fernando Andach, Daniel Riera (Uruguay, 1967), se multiplicó como docente, actor, dramaturgo, productor, conductor y cineasta.

Destacamos, entre su abundante producción, sus incursiones en el reel art, el cine documental, el video-clip, las realizaciones de un DVD en vivo (Extremo solar), cuatro cortometrajes de ficción (Visitantes 1, Visitantes 2, El enviado y El borde los mapas) y diversos ciclos televisivos (Arte y diseño, TV CHAT, La llave y Focus).

A partir de marzo, Daniel Riera tendrá a su cargo la cátedra de Dirección en la Escuela de Cineastas del Uruguay.



¿Pensás que en los últimos veinte años se ha concretado un cine uruguayo con un sesgo estético propio (como sucedió, por ejemplo, durante la dictadura, con los replanteos estructurales y la imbricación indiscutiblemente nacional consolidada entre la milonga, el rock, la murga y la canción de texto) o todavía existen nada más que películas uruguayas?

Es muy bueno el ejemplo que planteás, el tema ha sido y sigue siendo motivo de un debate profundo por parte de algunos musicólogos e investigadores serios como Coriún Aharonian o Rubén Olivera, entre otros. A su vez se han incorporado al tema una multitud de panelistas improvisados por los medios de comunicación, ofertando su sesgo populista, dándole un color de localismo simplista, chovinista y escolar.

Me siento lejos de esta idea, tiendo a reconocer en el arte otro esfuerzo. No me interesa en lo más mínimo de dónde sea el artista, a qué corriente filosófica, política, religiosa o étnica pertenezca. Si su obra me afecta, si su mensaje llega, da lo mismo que sea de Pandora o del Uruguay.

Ahora bien, refiriéndome concretamente al fenómeno del cine en Uruguay, siento que estamos en un punto donde nos resulta complicado evadirnos del alcance del comentario de Onetti, cuando decía que somos una cultura que “desciende de los barcos”. Porque en la pantalla de lo que comienza a ser nuestro cine se ven las referencias claras a los trabajos de Jim Jarmusch, Alex de la Iglesia, Pedro Almodóvar, Kevin Smith, Alejandro Amenábar, etc. No se manifiestan en cambio tan claros los puntos de encuentro con las producciones brasileñas, chilenas o mexicanas: es decir, en ellos observamos las mismas culturas vaciadas que nos observan con la necesidad de encontrar en nosotros algo original. Describir su aldea puede hacerlo un Zitarrosa o el Puma Rodriguez, y en el caso del cine donde el medio es el mensaje, no son los lugares comunes o las locaciones montevideanas lo que define que una película sea uruguaya.

Siento que no tenemos aún una corriente consolidada de guionistas, de adaptadores, de narradores en cine. De todos modos hay realizadores y directores que con poco logran transmitir un gran dominio del lenguaje cinematográfico centrado más en el aprendizaje del ver y del hacer que en una sólida formación.

Pero lo que predomina es un conjunto de películas realizadas con una estética premeditadamente “festivalera”: parecería que figurar en Cannes, San Sebastián, etc., son los destinos buscados por un cine que siente la necesidad de una urgente inserción en el concierto mundial para poder desarrollarse.

¿Qué narradores (literarios o cinematográficos) te marcaron con más fuerza? ¿Podés definir cómo influyeron en tu concepción propia del ritmo que tiene que tener una película para respirar igual que el público del siglo XXI?

Tendría yo nueve años cuando mi abuela materna, María Pía, nos convoco a nietos y sobrinos en su viejo garaje, y nos pidió a cada uno que tomáramos lo que nos gustara, pues se disponía a acondicionarlo para el viejo Pontiac recién adquirido.

Recuerdo a primos y hermano abalanzarse sobre los juguetes más preciados: bicicletas, juegos de caja, muñecos, botes inflables, etc, y el gesto indescifrable de mi abuela cuando me vio desempolvar una bolsa enorme que estaba en un rincón y dirigirme tranquilamente hacia una biblioteca de roble que cubría casi por completo una de las paredes laterales de la habitación. Comencé a guardar los libros que más me llamaban la atención, no por sus autores -que evidentemente desconocía- sino por sus encuadernaciones, la textura de sus páginas, sus olores particulares.

Años más tarde me enteraría que en la misma bolsa había metido al Dante, a Dostoievski, Cervantes, Unamuno, Da Vinci, Kafka, Sartre, Chejov, Whitman, Hesse, Kipling, Dickens, Sade, Shakespeare, Flaubert, Borges, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Jarry, Garcia Lorca y Quiroga, entre otros, una constelación de creadores que descubrí y leí prematuramente embriagado por la danza de las palabras sin entender su significado y que aún hoy me siguen acompañando desde la magia pura de sus múltiples lecturas.

Ahora bien, si hablamos de ritmo, tanto en la literatura como en el cine es difícil superar a los americanos -de Chandler a Bukowski, pasando por Leonard, Carver, Burroughs o Hemingway- en el manejo de la cadencia del relato, la descripción de las atmósferas, la escasa retórica, la construcción de los diálogos y el manejo de los arquetipos. Si hablamos de autores nacionales, Felisberto Hernández es todo atmósfera, sugerencia, animación, evocación, movimiento. Onetti, la insoportable profundidad del ser, la construcción magistral de sus relatos, la vida propia de sus personajes. Y Levrero una película posible de sentimientos intensos en cada una de sus manías.

No hay duda de que la literatura y el cine pueden generar el encuentro contranatura de dos reinos, como la abeja y la orquídea se alimentan del mismo néctar.

En marzo asumís la cátedra de Dirección en la Escuela de Cineastas del Uruguay, que es la materia principal dentro del alfombrado programático. ¿El planteo es interaccionar con los docentes y los alumnos de Actuación y de Guión para crecer sobre resultados elaborados multimediáticamente casi desde el arranque? Porque las tres materias son obligatorias para los que se inician.

El cine es una expresión polifónica del arte, un lugar posible para el trabajo en equipo entre artistas y profesionales, y como sucede en cualquier obra de arte no hay detalle que sea menor o accesorio: la obra es un todo y en el sutil equilibrio de sus partes está el secreto de la intensidad del contacto que logre establecer con su público.

También es bueno admitir que es el lugar ideal para la proliferación de los egos, teniendo en cuenta que se trabaja con la imagen, con la mística del glamour o la dictadura del director, con las emociones y los personalismos, por lo que se hace necesario que la figura del director y su asistente logren encauzar estas emociones tan dispares en beneficio de la obra.

El set es un lugar de contacto, de conflicto, de soluciones mágicas, de papeleos y horarios, de ejecución de roles concretos, de improvisación, de llanto y alegría, de cada sueño en particular unido a un sueño colectivo, pero sobre todo de aprendizaje permanente, los verdaderos secretos del cine solo se aprenden haciendo y hay pasos que no se pueden saltear.

En este sentido es que creo que la iniciativa del realizador Álvaro Moure Clouzet al frente de la Escuela de Cineastas del Uruguay le va a presentar a la gente la posibilidad de formarse en el desarrollo de “un cine posible”, de acompasar sus tiempos de estudio a sus tiempos de producción, lo que constituye un hecho significativo y fundamental en cualquier área de la educación: pensar en la aplicación concreta del aprendizaje.

¿Pensás que es decisivo que un docente sea también un creador?

En la mayoría de los casos un creador no es un buen docente, porque está tan comprometido con su obra que le cuesta acompañar en forma sistemática los tiempos diacrónicos del alumno.

Pero sin dudas sería mejor que el docente no fuera abstemio del vicio compositivo.

Después de todo, como dijo Orson Welles, “sólo se trata de saber si sirves para esto”.

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