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EMILIANO COELLO GUTIÉRREZ ANALIZA
EL PRIMER CUENTARIO DE MARYSE RENAUD
EN ABRIL, INFANCIAS MIL
La narrativa en lengua inglesa, como la de otros países, ha dado ejemplos de libros que, habiendo sido catalogados en un primer momento como literatura infantil o de aventuras, fueron leídos posteriormente con un juicio más maduro, que advertía en ellos la complejidad que, so pretexto de intrascendencia, encerraban. De hecho, ¿quién leería hoy únicamente como literatura para niños obras como El libro de la selva, de Rudyard Kipling, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, o Robinson Crusoe, de Daniel Defoe? Ocurre con la literatura infantil lo mismo que con la novela de ciencia ficción: detrás del envoltorio atrapante, se oculta la carga reflexiva.
De una forma o de otra, todos somos niños, y el mayor problema es quizá dejar de serlo, y endurecerse. Eso es lo que quiere evitar a toda costa la protagonista de En abril, infancias mil, libro de relatos de Maryse Renaud, publicado en Buenos Aires en julio de 2008 por Ediciones Corregidor. La niña que protagoniza los cuentos de este tomo, martiniquesa de origen, es una soñadora y una rebelde nata, que lucha de todas las maneras posibles y con todos los medios a su alcance (que en el caso de una niña son las potentes armas de la ternura, la imaginación, la palabra y la risa) contra el concepto de Autoridad con mayúsculas. Una Autoridad en la que el mundo de los mayores cifra todas sus esperanzas y anhelos para combatir el miedo que les provoca, a fin de cuentas, la vida.
El libro de Maryse Renaud es, entre otras cosas, un testimonio de amor por la lengua y la cultura española e hispanoamericana. La autora, a pesar de no ser hispanohablante nativa, ha sabido adueñarse, a través de un laborioso y paciente trabajo de forja, de las cadencias y el cromatismo del idioma español. De igual modo esta obra, impregnada de paisajes reales e imaginarios, debe leerse como un tributo a la literatura hispánica, cuya herencia subversiva e iconoclasta (de Cervantes a García Márquez) recogen los diez cuentos de esta colección, a los más representativos de los cuales se aludirá aquí.
En “Cara de ladrillo” un muchacho aviejado y presuntuoso, Charles, trata de obtener preeminencia ante sus compañeros de escuela humillando a nuestro personaje por su piel morena (“ut oculus, sic animus, se non videns, alia cernit”). Eso, hasta el momento en que la pequeña, adoptando una solución de justicia sanchopancesca (y el relato está empedrado de refranes, en alusión al célebre aldeano manchego), le hace sufrir en carne propia el tósigo de la maledicencia.
“La danza de los bastones” es un relato divertido en que un simpático bibliotecario, amigo de los niños, es asediado por la figura enigmática y lúgubre de la Directora (así, con letra mayúscula). La niña, como de costumbre, se pone de parte del más débil, y evocando la heroica figura de Aníbal, insta a su amigo Alfredo, propietario de un “falansterio de animales”, a ponerse en pie de guerra. Juntos, toman por asalto el despacho de la Directora y descubren que esta, además de ser coja, es una borracha que almacena en su oficina un sinnúmero de botellas de licor, del que se apresuran a libar las bestias repartidas por el recinto: “Todos los jugos de la tierra se mezclan y confunden en un caótico cóctel de colores, sabores y olores. ¡Ya voy entendiendo mejor el porqué de esos repetidos efluvios de aguarrás!”, murmura la niña, estupefacta al contemplar el piso alfombrado cubierto de mil manchas repelentes de alcohol en que los animales se revuelcan con fruición, puteando de lo lindo. Al Anís del Mono no me lo rompan, por favor, grita desesperadamente Aquilón. Un poco de respeto, compañeros”. No es únicamente en este cuento donde el humor y el carnaval se contraponen a las rigideces y tensiones propias del día a día de los adultos.
En “La viña endiablada” se sigue hablando de alcohol, un remedio de olvido en que los mayores buscan ahogar sus problemas. En esta ocasión la niña, agazapada en el hueco de la escalera de la casa familiar, contempla una cena en que sus padres dialogan en compañía de algunos profesores universitarios, de un escepticismo militante. Los comentarios desencantados acerca de la vida que estos profieren, ofenden los oídos de la pequeña, que es una vitalista impenitente. Al final del cuento, irónicamente, la niña se acerca al ágape para probar el elixir que hace a los mayores pronunciar tales improperios (el vino), y esto constituye una especie de rito de iniciación a la vida adulta.
Como en el universo macondiano, una amenaza que se cierne de continuo sobre el mundo de las personas mayores es la soledad, que no ha de ser forzosamente confundida con el abandono. En nuestro libro la soledad puede tener connotaciones positivas y constituir un terreno abonado para el pensamiento y para la creación artística, para la magia incluso. Recordemos, si no, el relato “La niña que vio al Hombre” (1), en que nuestra protagonista es severamente castigada en la escuela de niñas a la que pertenece por el delito de hablar con un simpático muchacho que podría ser su hermano. Los temores y prejuicios de la directora y de los maestros, ese lastre de mala fe que arrastran en su interior, les hacen ver fantasmas donde no los hay. Entonces la niña afirma: “Los adultos no saben nada. Son cortos de vista y de entendederas, por mucho que fisguen desde sus balcones corridos. Sólo entienden de absurdas nomenclaturas”. Pero lo más interesante, quizá, del cuento, es que la niña, cuando está siendo acosada por el interrogatorio de sus carceleros, observa en el suelo del despacho de la directora una mancha de luz y en ella se sube, para transportarse por arte de magia hacia otros destinos más halagüeños: las inmensas pampas venezolanas, su adorada Martinica o el remoto Cartago, donde viven los héroes púnicos a los que tanto admira, porque son rebeldes e insumisos, como ella. Este cuento es una reivindicación de la literatura, porque la niña ve el mundo a través de los libros, y eso constituye su fuerza. Los adultos pueden robarle todo, menos el tesoro de su fantasía.
Pero la soledad tiene también aspectos peligrosos, que En abril, infancias mil también rescata. En “El caos blanco” cinco hombres, recluidos en una casa por causa de la nieve, se lamentan por la nostalgia en que los ha sumido la ausencia de Julián, un amigo dilecto que se ha marchado del país. En el relato, esa circunstancia de aislamiento físico que adviene a los personajes adquiere un matiz existencial que da testimonio de la falta de correspondencia entre el hombre y el mundo, un mundo percibido a veces como hostil, ajeno y carente de justificación. Aquí, por medio de la angustia, la coraza de civilización con que los adultos protegen su día a día desaparece, y surge en su lugar la dimensión inquietantemente absurda de la vida humana, que lleva a los mayores a llorar su orfandad como niños asustados, ante la estupefacción de la protagonista.
Y una tercera dimensión de la soledad que está presente en el libro es la que tiene que ver con el mal moral, es decir, con las decisiones y las actitudes que encaminan la existencia de las personas en un sentido o en otro. Y aquí habría que volver a “La danza de los bastones” y al personaje de la Directora, cuya cobardía se convierte en hostigamiento hacia el bibliotecario, cuyo carisma recela. Y habría que volver a hablar de “La viña endiablada” y de la actitud de algunos intelectuales cuya pálida experiencia de la vida (que no ha sido sino un intercambio de egoísmos) les hace cimentar en eso toda una teoría desencantada sobre el funcionamiento del mundo. Es en este punto, en esta incapacidad para aceptar el vacío de la libertad como un compromiso con el otro, donde las relaciones sociales se pervierten y, de ser horizontales, pasan a ser verticales, autoritarias. Es contra esto contra lo que pelea aquí y allá la buena fe de la niña, que en “A Borneo vamos” nos regala un párrafo que es toda una declaración de intenciones: “Obedece el mar a la luna, obedece el soldado al capitán, obedece la mujer al marido, obedece el hijo a los padres, obedece la oveja al matarife. Obedecer, siempre obedecer, maldita palabra”.
EL PRIMER CUENTARIO DE MARYSE RENAUD
EN ABRIL, INFANCIAS MIL
La narrativa en lengua inglesa, como la de otros países, ha dado ejemplos de libros que, habiendo sido catalogados en un primer momento como literatura infantil o de aventuras, fueron leídos posteriormente con un juicio más maduro, que advertía en ellos la complejidad que, so pretexto de intrascendencia, encerraban. De hecho, ¿quién leería hoy únicamente como literatura para niños obras como El libro de la selva, de Rudyard Kipling, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, o Robinson Crusoe, de Daniel Defoe? Ocurre con la literatura infantil lo mismo que con la novela de ciencia ficción: detrás del envoltorio atrapante, se oculta la carga reflexiva.
De una forma o de otra, todos somos niños, y el mayor problema es quizá dejar de serlo, y endurecerse. Eso es lo que quiere evitar a toda costa la protagonista de En abril, infancias mil, libro de relatos de Maryse Renaud, publicado en Buenos Aires en julio de 2008 por Ediciones Corregidor. La niña que protagoniza los cuentos de este tomo, martiniquesa de origen, es una soñadora y una rebelde nata, que lucha de todas las maneras posibles y con todos los medios a su alcance (que en el caso de una niña son las potentes armas de la ternura, la imaginación, la palabra y la risa) contra el concepto de Autoridad con mayúsculas. Una Autoridad en la que el mundo de los mayores cifra todas sus esperanzas y anhelos para combatir el miedo que les provoca, a fin de cuentas, la vida.
El libro de Maryse Renaud es, entre otras cosas, un testimonio de amor por la lengua y la cultura española e hispanoamericana. La autora, a pesar de no ser hispanohablante nativa, ha sabido adueñarse, a través de un laborioso y paciente trabajo de forja, de las cadencias y el cromatismo del idioma español. De igual modo esta obra, impregnada de paisajes reales e imaginarios, debe leerse como un tributo a la literatura hispánica, cuya herencia subversiva e iconoclasta (de Cervantes a García Márquez) recogen los diez cuentos de esta colección, a los más representativos de los cuales se aludirá aquí.
En “Cara de ladrillo” un muchacho aviejado y presuntuoso, Charles, trata de obtener preeminencia ante sus compañeros de escuela humillando a nuestro personaje por su piel morena (“ut oculus, sic animus, se non videns, alia cernit”). Eso, hasta el momento en que la pequeña, adoptando una solución de justicia sanchopancesca (y el relato está empedrado de refranes, en alusión al célebre aldeano manchego), le hace sufrir en carne propia el tósigo de la maledicencia.
“La danza de los bastones” es un relato divertido en que un simpático bibliotecario, amigo de los niños, es asediado por la figura enigmática y lúgubre de la Directora (así, con letra mayúscula). La niña, como de costumbre, se pone de parte del más débil, y evocando la heroica figura de Aníbal, insta a su amigo Alfredo, propietario de un “falansterio de animales”, a ponerse en pie de guerra. Juntos, toman por asalto el despacho de la Directora y descubren que esta, además de ser coja, es una borracha que almacena en su oficina un sinnúmero de botellas de licor, del que se apresuran a libar las bestias repartidas por el recinto: “Todos los jugos de la tierra se mezclan y confunden en un caótico cóctel de colores, sabores y olores. ¡Ya voy entendiendo mejor el porqué de esos repetidos efluvios de aguarrás!”, murmura la niña, estupefacta al contemplar el piso alfombrado cubierto de mil manchas repelentes de alcohol en que los animales se revuelcan con fruición, puteando de lo lindo. Al Anís del Mono no me lo rompan, por favor, grita desesperadamente Aquilón. Un poco de respeto, compañeros”. No es únicamente en este cuento donde el humor y el carnaval se contraponen a las rigideces y tensiones propias del día a día de los adultos.
En “La viña endiablada” se sigue hablando de alcohol, un remedio de olvido en que los mayores buscan ahogar sus problemas. En esta ocasión la niña, agazapada en el hueco de la escalera de la casa familiar, contempla una cena en que sus padres dialogan en compañía de algunos profesores universitarios, de un escepticismo militante. Los comentarios desencantados acerca de la vida que estos profieren, ofenden los oídos de la pequeña, que es una vitalista impenitente. Al final del cuento, irónicamente, la niña se acerca al ágape para probar el elixir que hace a los mayores pronunciar tales improperios (el vino), y esto constituye una especie de rito de iniciación a la vida adulta.
Como en el universo macondiano, una amenaza que se cierne de continuo sobre el mundo de las personas mayores es la soledad, que no ha de ser forzosamente confundida con el abandono. En nuestro libro la soledad puede tener connotaciones positivas y constituir un terreno abonado para el pensamiento y para la creación artística, para la magia incluso. Recordemos, si no, el relato “La niña que vio al Hombre” (1), en que nuestra protagonista es severamente castigada en la escuela de niñas a la que pertenece por el delito de hablar con un simpático muchacho que podría ser su hermano. Los temores y prejuicios de la directora y de los maestros, ese lastre de mala fe que arrastran en su interior, les hacen ver fantasmas donde no los hay. Entonces la niña afirma: “Los adultos no saben nada. Son cortos de vista y de entendederas, por mucho que fisguen desde sus balcones corridos. Sólo entienden de absurdas nomenclaturas”. Pero lo más interesante, quizá, del cuento, es que la niña, cuando está siendo acosada por el interrogatorio de sus carceleros, observa en el suelo del despacho de la directora una mancha de luz y en ella se sube, para transportarse por arte de magia hacia otros destinos más halagüeños: las inmensas pampas venezolanas, su adorada Martinica o el remoto Cartago, donde viven los héroes púnicos a los que tanto admira, porque son rebeldes e insumisos, como ella. Este cuento es una reivindicación de la literatura, porque la niña ve el mundo a través de los libros, y eso constituye su fuerza. Los adultos pueden robarle todo, menos el tesoro de su fantasía.
Pero la soledad tiene también aspectos peligrosos, que En abril, infancias mil también rescata. En “El caos blanco” cinco hombres, recluidos en una casa por causa de la nieve, se lamentan por la nostalgia en que los ha sumido la ausencia de Julián, un amigo dilecto que se ha marchado del país. En el relato, esa circunstancia de aislamiento físico que adviene a los personajes adquiere un matiz existencial que da testimonio de la falta de correspondencia entre el hombre y el mundo, un mundo percibido a veces como hostil, ajeno y carente de justificación. Aquí, por medio de la angustia, la coraza de civilización con que los adultos protegen su día a día desaparece, y surge en su lugar la dimensión inquietantemente absurda de la vida humana, que lleva a los mayores a llorar su orfandad como niños asustados, ante la estupefacción de la protagonista.
Y una tercera dimensión de la soledad que está presente en el libro es la que tiene que ver con el mal moral, es decir, con las decisiones y las actitudes que encaminan la existencia de las personas en un sentido o en otro. Y aquí habría que volver a “La danza de los bastones” y al personaje de la Directora, cuya cobardía se convierte en hostigamiento hacia el bibliotecario, cuyo carisma recela. Y habría que volver a hablar de “La viña endiablada” y de la actitud de algunos intelectuales cuya pálida experiencia de la vida (que no ha sido sino un intercambio de egoísmos) les hace cimentar en eso toda una teoría desencantada sobre el funcionamiento del mundo. Es en este punto, en esta incapacidad para aceptar el vacío de la libertad como un compromiso con el otro, donde las relaciones sociales se pervierten y, de ser horizontales, pasan a ser verticales, autoritarias. Es contra esto contra lo que pelea aquí y allá la buena fe de la niña, que en “A Borneo vamos” nos regala un párrafo que es toda una declaración de intenciones: “Obedece el mar a la luna, obedece el soldado al capitán, obedece la mujer al marido, obedece el hijo a los padres, obedece la oveja al matarife. Obedecer, siempre obedecer, maldita palabra”.
Convencen las razones (y hasta las sinrazones) de esta niña quijotesca, pícara, tierna, sabida y andariega. Sus palabras, en esta época de apocaliptismo, escepticismo, mercantilismo y otros enojosos ismos, nos llegan como una bocanada de aire fresco, al más puro estilo humanista.
(1) Fragmento de “La niña que vio al Hombre” (páginas 25 a 28):
Este muchacho se va a impacientar. Basta ya de circunloquios, que no todos tienen el talento de Sheherazade. Y se entristece secretamente la niña. Para hacerse entender mejor alza decididamente el brazo, describiendo primero un hiperbólico círculo, antes de apuntar con un dedo certero hacia delante. Pero no le da tiempo a terminar su explicación. De repente siente abatirse sobre su hombro derecho una mano férrea. Gira la cara y ve al factótum de la escuela, el coco de los escolares, a quien ha despachado la directora encargándole de llevar de vuelta a la oveja descarriada, a la niña desobediente en vez de regresar directamente a casa de sus padres. El muchacho es apartado brutalmente por el hombre gris, y la niña zarandeada y casi arrastrada hasta el portón de la escuela.
-Es usted una indisciplinada. ¿Qué es lo que busca en la calle? Con que hablando con hombres, ¿no? ¡Qué desvergüenza! Ésta es una escuela decente de señoritas. ¿Acaso no sabe que no debe entretenerse con esos granujas del colegio de al lado… siempre merodeando por ahí. ¿Y para qué?
-¿Y para qué? -repite sin quererlo la niña, aturdida por tal andanada de reproches.
-No repita como loro mis palabras, por favor, le espeta furiosa la directora, moviendo desesperadamente sus gruesos ojos verdosos. En esto entra en el despacho directorial una maestra, de las más temidas de la escuela. Es la nuera de la directora, el cancerbero de la Autoridad, y su pierna atrofiada por la poliomielitis, que arrastra cual ondulante tentáculo de medusa por el patio y los pasillos, presta a su dura figura una marítima y paradójica dulzura. Tiembla la niña. Se estrecha el cerco, llueven las críticas, cada vez más violentas -que si atrevida, que si irresponsable, que si ha perdido usted la cabeza-, y termina siendo en la diatriba su efímero amigo un “bocasucia”. Inconscientemente la niña se lleva las manos al cuello, bien agarrado a los hombros. Le entra una terrible angustia, le sudan las manos. Ahora sí que se va a desmoronar, cuando distingue en el suelo una pequeña mancha redonda de luz, del color de la miel, que se ha colado por la ventana, una manchita juguetona que se desplaza en el suelo entre las patas de los ampulosos sillones. Para sustraerse de este infierno, salta entonces al círculo mágico y cabalga fervorosamente su rayo de luz. Ya ha llegado a Venezuela. Ya corre por una sabana de jugosa hierba, salpicada de palmeras moriches y blancos cebúes indolentes, mientras pasan por el cielo compactos racimos de flamencos rosados. Pero otra sabana la llama, su “Gran Sabana” urbana, cifra de todas las bondades de su isla. Ya está en la Martinica, en Fort-de-France, en la plaza de la Savane, bordeada por el mar y casi siempre recorrida por los inconstantes alisios. ¿Será tan grave perder la cabeza?, se dice la niña inquieta. Y se vuelve hacia su Joséphine en busca de amparo, contempla la grácil estatua de mármol que domina con sus gasas transparentes la Savane bulliciosa y a veces inquietante, rebosante de turistas, paseantes y algunos que otros gandules de sospechoso aspecto. ¿Acaso no perdió la cabeza Joséphine en Francia por zapatos de mil colores y texturas, vestidos de seda y tafetán, diamantes, esmeraldas y rubíes, plantas y animales exóticos del Trópico, gastando dinero desenfrenadamente? ¿Y quién se lo reprocha? Pero por mucho que finja no enterarse, a la niña no se le escapa la cabeza faltante, la cabeza cortada de la Bella. Vuelve a sus oídos el amenazante enigmático “Usted ha perdido la cabeza” de la directora. Algo ha oído de boca de su madre sobre las travesuras de Joséphine. ¿Por culpa del solícito Hypolite y otro amiguitos más la habrán decapitado los martiniquenses? A no ser que se trate de la venganza de los independentistas, por lo del restablecimiento de la esclavitud. ¿O será algún corso justiciero indignado por el frívolo comportamiento de la esposa de su Emperador? La niña se lleva compulsivamente las manos al cuello y mira la sangrienta chorreadura de pintura que parece brotar del cuello tronchado de la estatua. Perder la cabeza…Comprarse zapatos a montones, monos, cotorras y dromedarios fumadores de habanos…Conversar con los hombres en salones, o en plazas frente a las escuelas. Oscuridades de la vida.
De nuevo la imagen del cuerpo mutilado asalta a la niña. ¿Y si tuviera razón la directora? No hay peor cosa que perder la cabeza. De sobra lo sabe su reverenciado, su amado Aníbal de rasgos finos, desesperado por la muerte del hermano, por la cabeza cortada de Asdrúbal, envuelta en un saco y arrojada por encima de la empalizada de su campamento, una fría mañana de otoño, por el enemigo ruin. Asdrúbal, lo has abandonado, te dejaste prender en las redes traicioneras de la muerte, y a tu hermano mayor sólo le quedan la punzante soledad y el varonil suicidio.
-Cuando le hablo, conteste. Ya está bien de rebeldías. Y haciendo trizas las gratas derivas de la imaginación, horadando la melancólica gravedad del crepúsculo, las voces adultas ensucian lo que resta de esa jornada excepcional. Una airada bofetada acompaña la brutal advertencia y en la mejilla de la niña queda impresa una delicada rosa de los vientos, dejada por el desigual topacio de la directora.
-No volveré a conversar con los…, miente rabiosamente la niña, rudamente agarrada de una oreja.
-Está bien. Puede usted retirarse. No se habla con los hombres. ¿Entendido?
Regresa la niña a su casa aspirando a sorbos lentos el cálido aire vespertino, oloroso a Trópico. No hubo golpe, no hubo humillación. Decide anularlos. También es bueno perder a veces la cabeza, lo intuye, lo siente en todo su ser, lo sabe. Sabe ahora que los adultos no saben nada y los perdona. Son cortos de vista y de entendederas, por mucho que fisguen desde sus balcones corridos. Sólo entienden de absurdas nomenclaturas: que si dolicocéfalos, braquicéfalos, hombres-lobos-para-el-hombre, hombres-zorros, hombres-tiburones, monstruos todos. No han visto lo que ella ha visto y de ello se alegra. No han visto la belleza púnica invadiendo serenamente la plaza frente a la escuela, con la presencia del muchacho de piel morena, pelo ensortijado y melodioso hablar. No han visto en él la pujante reencarnación del noble jefe abatido, de ese Aníbal por quien se libran las peleas infantiles. De un Aníbal de dos ojos, esta vez, dos ojos de carbón encendido que iluminan el crepúsculo, mientras un rumor antiguo de atabal, salterios y nobleza, se adueña discretamente del espacio.
(1) Fragmento de “La niña que vio al Hombre” (páginas 25 a 28):
Este muchacho se va a impacientar. Basta ya de circunloquios, que no todos tienen el talento de Sheherazade. Y se entristece secretamente la niña. Para hacerse entender mejor alza decididamente el brazo, describiendo primero un hiperbólico círculo, antes de apuntar con un dedo certero hacia delante. Pero no le da tiempo a terminar su explicación. De repente siente abatirse sobre su hombro derecho una mano férrea. Gira la cara y ve al factótum de la escuela, el coco de los escolares, a quien ha despachado la directora encargándole de llevar de vuelta a la oveja descarriada, a la niña desobediente en vez de regresar directamente a casa de sus padres. El muchacho es apartado brutalmente por el hombre gris, y la niña zarandeada y casi arrastrada hasta el portón de la escuela.
-Es usted una indisciplinada. ¿Qué es lo que busca en la calle? Con que hablando con hombres, ¿no? ¡Qué desvergüenza! Ésta es una escuela decente de señoritas. ¿Acaso no sabe que no debe entretenerse con esos granujas del colegio de al lado… siempre merodeando por ahí. ¿Y para qué?
-¿Y para qué? -repite sin quererlo la niña, aturdida por tal andanada de reproches.
-No repita como loro mis palabras, por favor, le espeta furiosa la directora, moviendo desesperadamente sus gruesos ojos verdosos. En esto entra en el despacho directorial una maestra, de las más temidas de la escuela. Es la nuera de la directora, el cancerbero de la Autoridad, y su pierna atrofiada por la poliomielitis, que arrastra cual ondulante tentáculo de medusa por el patio y los pasillos, presta a su dura figura una marítima y paradójica dulzura. Tiembla la niña. Se estrecha el cerco, llueven las críticas, cada vez más violentas -que si atrevida, que si irresponsable, que si ha perdido usted la cabeza-, y termina siendo en la diatriba su efímero amigo un “bocasucia”. Inconscientemente la niña se lleva las manos al cuello, bien agarrado a los hombros. Le entra una terrible angustia, le sudan las manos. Ahora sí que se va a desmoronar, cuando distingue en el suelo una pequeña mancha redonda de luz, del color de la miel, que se ha colado por la ventana, una manchita juguetona que se desplaza en el suelo entre las patas de los ampulosos sillones. Para sustraerse de este infierno, salta entonces al círculo mágico y cabalga fervorosamente su rayo de luz. Ya ha llegado a Venezuela. Ya corre por una sabana de jugosa hierba, salpicada de palmeras moriches y blancos cebúes indolentes, mientras pasan por el cielo compactos racimos de flamencos rosados. Pero otra sabana la llama, su “Gran Sabana” urbana, cifra de todas las bondades de su isla. Ya está en la Martinica, en Fort-de-France, en la plaza de la Savane, bordeada por el mar y casi siempre recorrida por los inconstantes alisios. ¿Será tan grave perder la cabeza?, se dice la niña inquieta. Y se vuelve hacia su Joséphine en busca de amparo, contempla la grácil estatua de mármol que domina con sus gasas transparentes la Savane bulliciosa y a veces inquietante, rebosante de turistas, paseantes y algunos que otros gandules de sospechoso aspecto. ¿Acaso no perdió la cabeza Joséphine en Francia por zapatos de mil colores y texturas, vestidos de seda y tafetán, diamantes, esmeraldas y rubíes, plantas y animales exóticos del Trópico, gastando dinero desenfrenadamente? ¿Y quién se lo reprocha? Pero por mucho que finja no enterarse, a la niña no se le escapa la cabeza faltante, la cabeza cortada de la Bella. Vuelve a sus oídos el amenazante enigmático “Usted ha perdido la cabeza” de la directora. Algo ha oído de boca de su madre sobre las travesuras de Joséphine. ¿Por culpa del solícito Hypolite y otro amiguitos más la habrán decapitado los martiniquenses? A no ser que se trate de la venganza de los independentistas, por lo del restablecimiento de la esclavitud. ¿O será algún corso justiciero indignado por el frívolo comportamiento de la esposa de su Emperador? La niña se lleva compulsivamente las manos al cuello y mira la sangrienta chorreadura de pintura que parece brotar del cuello tronchado de la estatua. Perder la cabeza…Comprarse zapatos a montones, monos, cotorras y dromedarios fumadores de habanos…Conversar con los hombres en salones, o en plazas frente a las escuelas. Oscuridades de la vida.
De nuevo la imagen del cuerpo mutilado asalta a la niña. ¿Y si tuviera razón la directora? No hay peor cosa que perder la cabeza. De sobra lo sabe su reverenciado, su amado Aníbal de rasgos finos, desesperado por la muerte del hermano, por la cabeza cortada de Asdrúbal, envuelta en un saco y arrojada por encima de la empalizada de su campamento, una fría mañana de otoño, por el enemigo ruin. Asdrúbal, lo has abandonado, te dejaste prender en las redes traicioneras de la muerte, y a tu hermano mayor sólo le quedan la punzante soledad y el varonil suicidio.
-Cuando le hablo, conteste. Ya está bien de rebeldías. Y haciendo trizas las gratas derivas de la imaginación, horadando la melancólica gravedad del crepúsculo, las voces adultas ensucian lo que resta de esa jornada excepcional. Una airada bofetada acompaña la brutal advertencia y en la mejilla de la niña queda impresa una delicada rosa de los vientos, dejada por el desigual topacio de la directora.
-No volveré a conversar con los…, miente rabiosamente la niña, rudamente agarrada de una oreja.
-Está bien. Puede usted retirarse. No se habla con los hombres. ¿Entendido?
Regresa la niña a su casa aspirando a sorbos lentos el cálido aire vespertino, oloroso a Trópico. No hubo golpe, no hubo humillación. Decide anularlos. También es bueno perder a veces la cabeza, lo intuye, lo siente en todo su ser, lo sabe. Sabe ahora que los adultos no saben nada y los perdona. Son cortos de vista y de entendederas, por mucho que fisguen desde sus balcones corridos. Sólo entienden de absurdas nomenclaturas: que si dolicocéfalos, braquicéfalos, hombres-lobos-para-el-hombre, hombres-zorros, hombres-tiburones, monstruos todos. No han visto lo que ella ha visto y de ello se alegra. No han visto la belleza púnica invadiendo serenamente la plaza frente a la escuela, con la presencia del muchacho de piel morena, pelo ensortijado y melodioso hablar. No han visto en él la pujante reencarnación del noble jefe abatido, de ese Aníbal por quien se libran las peleas infantiles. De un Aníbal de dos ojos, esta vez, dos ojos de carbón encendido que iluminan el crepúsculo, mientras un rumor antiguo de atabal, salterios y nobleza, se adueña discretamente del espacio.
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