(Discurso pronunciado en 1994 en ocasión del recibimiento de un doctorado Honoris Causa)
PRIMERA ENTREGA
No es mi intención aquí hacer un repaso de la historia del cine, sino tratar de ver hasta dónde hemos llegado, hasta qué punto la acumulación, diversidad y mala utilización de la imagen, puede conducirnos a su ineficacia.
El punto de inflexión es el paso del cine a la televisión. Y no sólo porque con la TV se pierde en parte el enclave iniciático de la proyección en la oscuridad -aunque todavía es posible recuperar esa sensación si uno se lo propone-, sino porque la actual facilidad de obtener imágenes en cualquier momento y a bajo precio está suponiendo un golpe mortal para cierta forma de entender el cine.
Hoy a través de las grandes y pequeñas pantallas se nos narran historias y se nos “informa” o “desinforma”, de todo lo divino y humano: porque, y he aquí el tema de estas líneas, la imagen en manos de mercaderes sin escrúpulos se está pervirtiendo hasta límites increíbles, sembrando en el auditorio una confusión general. Los comerciantes de imágenes tratan de vender sus productos a costa de lo que sea. No importa la trapacería y el engaño, ni el oportuno golpe bajo envuelto en una charlatanería vacía: cualquier medio vale para conseguir una mayor audiencia.
Y así entre mediocres películas y programas de ínfima calidad -mezclados con otros magníficos para aumentar la ceremonia de la confusión-, los mercaderes nos “proyectan” comedias y dramas insulsos llenos de chistes fáciles y burdas situaciones ya agotadas en el teatro del vodevil -acompañadas además por los aplausos de unos espectadores invisibles pero omnipresentes, como si los autores dudasen de sus gracias y necesitaran ese soporte artificial y perverso-; con telenovelas lacrimógenas de ínfima categoría, con programas donde se escarba sin pudor alguno en la intimidad de las personas engrosando eso que los mismos expertos llaman telebasura, o con estúpidos concursos para un público al que se considera menor de edad, cuando no retrasado mental; todo ello en una ensalada condimentada a base de insoportables anuncios que golpean una y otra vez nuestras indefensas neuronas.
Y cuando conviene se utilizan imágenes de dolor que tocan el corazón, mostrando el desvalimiento de amigos y familiares atónitos ante el sufrimiento y la muerte de sus allegados. No voy a romper aquí una lanza en pro de un puritanismo trasnochado, ni de la necesidad de un código de censura, sino simplemente expresar mi alarma ante la utilización de la imagen de forma tan pervertida, ¡que no perversa! Perversión de la imagen por encanallamiento y vulgarización de los hallazgos más nobles; fatiga por la corrupción y el mal uso de la imagen; indignación por las imágenes pervertidas de quienes malinforman y malutilizan los valores potenciales de la imagen.
Banalidad
¡Cuántos talentos ha habido y hay tratando de expresar sus ideas, sus sensaciones, inventando y contando historias a través de las imágenes! ¡Cuántas magníficas películas se han hecho en este siglo de maravillas y descubrimientos y también de pesadillas y horrores! ¡Cuántos magníficos documentos nos muestran la realidad de nuestras vidas, sus incongruencias y limitaciones! El cine ha marcado este siglo y nuestras vidas. Pero el chaparrón de imágenes que hoy nos golpea muestra cómo hemos pasado de la escasez al hartazgo. Y con pesar tengo que añadir que hoy, en tiempos de penuria, corremos el peligro de que la banalidad se adueñe de nuestro mundo visual valorando más el impacto que la profundidad: la brillante cáscara apenas oculta un contenido sin entidad.
Me dice un experto en “comunicación” que: “El hombre moderno no tiene tiempo para la contemplación, porque necesita imágenes que se digieran rápidamente”. Enseguida añade, muy seguro de sí: “Los productos delicados y refinados sólo pueden ser saboreados por refinados paladares”. Esos imperativos, más la confusión y el galimatías de las imágenes que nos bombardean todos los días, empiezan a dejar sus huellas. La publicidad y los videoclips en vez de renovar el lenguaje del cine lo perturban y confunden. Formas invertebradas e impuras se cuelan a todas horas por las pantallas de nuestros televisores adueñándose de nuestro precioso tiempo y desbancando otros caminos, otras apetencias y otras posibilidades quizás más creadoras.
Hoy hace falta ver las cosas con nuevos ojos, con mayor imaginación. No basta con lamentarse, hay que buscar nuevos caminos y explorar otras selvas. Los jóvenes cineastas hablarán de otras cosas o de cosas parecidas a las que hemos hablado nosotros, pero tienen que hacerlo de otra manera. Las películas que narran historias que pudieran ser cotidianas, testimonios o reflejos de la sociedad en que vivimos, enseñando sus asperezas o sus bondades, un cine costumbrista aderezado por una técnica cada vez más perfeccionada -no es necesario una tecnología exagerada, ni un coste excepcional-, ha sido uno de los caminos más fructíferos para el cine, y sin embargo hay un empacho de costumbrismo que hace que su vigencia en estos momentos sea cuanto menos discutible. Salvo casos en donde se demuestre lo contrario, ese cine-reflejo de hábitos y costumbres, cine social, cine realista, free-cinema de escuela inglesa, cine verité de la escuela francesa o neorrealismo de la escuela italiana: ese tipo de narración que movió a toda una generación a hacer cine reflejo, espejo de la realidad cotidiana, parece agotarse o, cuanto menos habría que refrescarlo con nuevas aportaciones, ensanchando esa realidad, ampliándola, buceando más y más en las oscuridades de nuestras mentes.
Parece que el cine de hoy, el cine de los 90, está desorientado y herido. No hay riesgos y cuando los hay son en general un fracaso económico que obliga a los productores a replantear las tácticas. Sólo el cine americano ha encontrado el público necesario, ¿a base de qué?, a base de discretos productos bien aderezados y promocionados. Naturalmente hay excepciones y obras maestras: los americanos tocan todas las teclas, asumido el neorrealismo y la nouvelle vague volvieron a la carga con un cine de corte documental que reflejaba la guerra del Vietnam, la guerra fría, el peligro atómico, o las ansias de poder de algún senador. Cualquier tema es bueno para con pulso trepidante y una avalancha de imágenes arropadas por nuevos y estruendosos modos musicales termina por zambullirnos en un Apocalipsis now, preludio de desastres futuros.
La fatiga de mostrar lo cotidiano empieza a hacer mella, se buscan temas, se trabaja a destajo para encontrar nuevos caminos y como la realidad inmediata ya se ofrece en imágenes a través de documentos en directo, se recurre a los “reality shows”, ¡vaya con la palabreja! El público de todo el mundo -no es por supuesto un fenómeno español- observa con atención la reconstrucción de un asesinato, de una violación, de un robo, y así los asesinos a sueldo, los criminales patológicos, las inocentes criaturas que armadas hasta los dientes matan un día a un montón de personas en el metro, en la universidad, o en la calle, se aproximan a nosotros interpretados por actores ocasionales. La idea es buena, lo malo es que hay que bajarse los pantalones para añadir morbo sobre morbo para mantener al espectador frente a la pantalla.
Otra forma de mostrar la realidad es el alejamiento, la distancia: películas de aventuras, de ciencia ficción, que suceden en otras épocas, en otros planetas y otras galaxias, donde se muestran nuevos defectos ampliados por el telescopio y por la lejanía. Así la violencia, el egoísmo, el poder y la corrupción se magnifican. Es curioso que sea la todopoderosa Estados Unidos quien se adelante en esa especie de parodia o de metáfora, construyendo para el futuro una sociedad violenta y corrupta, espejo, reflejo, cruel caricatura -quizá por el exceso de la virulencia adentrándose en el terreno de lo inverosímil-, para abrir un mercado a través de la ansiedad de los jóvenes por adivinar qué les deparará el incierto futuro. Ciencia-ficción, robocops, terminators, aliens, historias que suceden en lejanas galaxias, animales prehistóricos que reviven por y de la ciencia, especulaciones más o menos frívolas sobre cualquier tema: bestias malignas, hombres moscas, hormigas gigantes, tarántulas de mortales picaduras, plagas de ratas como en el flautista de Hamelin, todo vale…
Más inquietante es esa aspiración, sueño, de aproximarse a Dios creando homúnculos, seres malignos con apariencia humana, gremlins, tortugas humanizadas, demonios que son vampiros, frankensteins y replicantes creados por el dios-hombre a su imagen y semejanza, golems de la tradición hebraica. Es curioso que en tiempos donde las perspectivas del cine no parecen muy halagüeñas, la saturación y el agotamiento de los temas puede terminar con una época brillantísima del cine sin que haya indicios de renovación: ¿agotamiento?, ¿mal del fin de siglo?, ¿pausa entre épocas?, ¿necesidad de de reflexión, de detenerse, un alto en el camino para ver hasta dónde hemos llegado? ¿No es el cine una prolongación de nosotros mismos, una imagen de nuestro mundo y por lo tanto un reflejo de nuestras apariencias, de nuestras ambiciones y deseos?
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