viernes

ANDREA MOREIRA


LA CALLE SOLEDAD

Cuando me mudé para la calle Soledad a seis cuadras del río Esperanza tenía catorce años y todavía no había besado a nadie.

La mayoría de la gente del barrio vivía de las barcazas de pesca o viajaba al centro a trabajar. Los niños salían en bandadas para la escuela o jugaban en la calle hasta el anochecer. Yo acostumbraba a sentarme las tardes enteras mirándolos pasar de acá para allá, gritando, peleando, amigándose nuevamente. El ruido era maravillosamente insoportable. Pero lo que me había deslumbrado toda la vida era ver besarse a la gente. Me paraba a mirar a personas que se despedían, o que se encontraban. Sobre el anochecer me sentaba en los bancos de de Plaza Central a ver las parejas que se besaban contra las columnas del alumbrado o en la oscuridad de algunos paredones. Nada me llamaba más la atención. Cuando tenía entre ocho y diez años a escondidas leía la parte de atrás de las fotonovelas de mi tía, porque era donde los protagonistas se besaban. Al final todos se besaban.

Mi tía me cuidó hasta que terminé la escuela. Después se fue y me dejó con mi padre. A ella la espiaba cuando se besaba con Hueso, un flaco renegrido que la apretaba contra la pared de la entrada y la hacía gemir. Cuando entraba yo le miraba la boca, me apasionaba verle los restos de baba brillosa alrededor de los labios y hasta el cuello. Creo que se fue con él. Mi padre nunca me lo dijo. Me sorprendí varias veces besándome y lamiéndome los antebrazos, como si ellos fueran una boca gigante, suave y silenciosa que recibía mis labios sin quejarse. Me abrazaba con fuerza en la soledad de mi casa, imaginando al otro cuerpo atrapado entre mi pecho y la pared de la cocina, para terminar babeando los azulejos.

Nos mudamos, y cuando no estaba en el liceo me pasaba horas en el frente de mi casa haciendo nada. No tenía amigos y aquel otoño empecé a fumar. Rara vez obtenía alguna moneda, entonces cuidadosamente despegaba la parte de abajo de las cajillas de mi padre, y le sacaba un cigarrillo. Luego la pegaba con goma y volvía a ponerle el envoltorio de nylon. Él jamás llevaba la cuenta de lo que fumaba y yo me sentaba abajo del laurel gigante a disfrutar mis robos.
Mi padre era pescador en el bote de los hermanos Devoto. Salía a las cuatro de la mañana todos los días y volvía al atardecer. En el silencio de la casa, podía escucharlo masticar. A veces cuando lo miraba comer, me preguntaba si él habría besado a mi madre antes de que muriera. Y si hoy, casi diez años después, besaría a otras mujeres.

Nos habíamos acostumbrado a vivir así. Él venía todas las noches y se encargaba de la comida. Cenábamos y separaba una parte para que los dos comiéramos al mediodía siguiente. A veces me dejaba unas monedas en el borde de la mesa. Eso significaba que al volver del liceo tenía que comprarle cigarrillos y pan. Cada vez que entraba me hacía un gesto con la cabeza, o decía “Bueno” y era lo último que le escuchaba decir hasta el día siguiente. Cada uno se hacía su cuarto, cada uno se lavaba su ropa, yo me encargaba de limpiar el resto. Nos amábamos profundamente. Pero la cara de mi madre era una sombra perpetua, acuosa y casi azul que insistía en reflejarse en cada rincón de la casa y en la cara de los dos. Creo que por eso no nos abrazábamos.

Cruzando la calle, en la casa blanca de portones verdes y ventanas de madera vivía una mujer sola con cuatro hijos varones de entre dos y diez años. Ella se iba de mañana y coincidentemente volvía siempre a la hora en la que yo me sentaba a fumar. Nunca me miraba, pero sabía que yo estaba ahí. Ella era hermosa y yo la adoraba. Muchas noches puse su cara en mi almohada y la besé hasta perder la respiración.

Hablamos por primera vez el día que el barrio desapareció. Hacía más de diez días que la lluvia caía sin tregua. En consecuencia mi padre estaba sin trabajo. Pero como la creciente había desalojado a algunas familias calles arriba, él iba todos los días en los botes a colaborar con los inundados. El último día sobre las diez de la mañana un temporal amargo rompió una presa sobre la frontera e hizo desbordarse al río Esperanza. El barro que se desprendía de los terraplenes más altos rodaba hacia el pueblo sin piedad. Aquella mezcla espesa de color rojo se tragaba enfurecida las calles apoyada por un viento desmadrado que arrancaba todo lo más débil. Los caños de desagües colapsaron y el agua manaba por todas las tapas de las casas que escupían líquido como manantiales. La gente que salía a la calle en busca de ayuda se encontraba con más gente que desesperadamente con tachos y lampazos intentaba correr su suerte barrosa de las entradas. El agua que tapaba las veredas recogía palos, basura y mierda de las cloacas que reventaba contra las paredes. Algunos hombres que cruzaban de lado a lado ayudándose con palos, arrastraban los ojos hundidos y las piernas sumergidas hasta las pantorrillas mientras cargaban colchones, niños y bolsas. En pocos minutos las personas aterradas comenzaron a trepar a los techos de las casas. El cielo renegrido comenzó a llenarse de oraciones, gritos y llantos. Me trepé al grueso laurel, desde donde en un estado de parálisis veía todo. El agua iba llenando mi casa, y por la puerta salían flotando bolsas, cosas de plástico y las fotonovelas de mi tía. En un momento me detuve a mirar la casa del frente. Ella ayudaba a subir a sus hijos por la ventana hacia la azotea. Primero treparon los dos más grandes, que se pusieron boca abajo para agarrar a los más chicos que estaban abrazados a la madre. El agua le llegaba a las rodillas y aunque intentaba agarrarse de la ventana, la corriente la hacía tambalearse. Los gritos de la gente se mezclaban con las lenguas furiosas del viento y la corriente. Me puse a llorar. Tuve miedo de no volver a ver a mi padre ni a la gente besándose. Entonces, cuando el más chico de sus niños cayó al agua, me decidí a cruzar. Llegué con esfuerzo hasta donde estaba la mujer con el último de sus hijos. El agua helada me relampagueó en el cuerpo y me abrí paso entre la mugre que bajaba desbocada hasta llegar al lado de ella. Le dije que me pusiera al niño alrededor del cuello y trepé por la ventana hasta que sus hermanos pudieron agarrarlo. Luego la ayudé a subir y trepé detrás. Me dejé caer sobre la azotea, recostándome contra un saliente. Ella abrazaba a los niños. Desde el techo veía como la tierra se hundía dentro de aquella boca de agua como si fuéramos apenas una gota de saliva. El viento huracanado había tirado varios árboles y postes de luz. La corriente se llevaba a algunas personas que rodaban sin poder incorporarse. Otros lograban agarrarse de rejas y portones y extendían los brazos hacia los que mirábamos inmóviles. Me sostenía la cabeza con horror e impotencia. Era como si una boca gigante y de labios de barro renegrido se fuera a tragar todo en pocas horas.

No sé el tiempo que estuve contra la pared, abrazándome las piernas, sin levantar la cabeza. Lloré, pedí a Dios por mi padre. Recé por los que vi desesperadamente rodar y desaparecer. Recordé con trágica claridad cuando diez años atrás mi padre luchaba a los gritos con una masa sucia, hinchada y azul: el cuerpo de mi madre que el río Esperanza había rechazado. Él siempre escupió a los suicidas. Su fondo besaba solamente la fe de los pescadores y la de los ahogados en la inundación del 43. Vomité y me oriné dos veces encima. Cuando levanté la cabeza ella me miraba mientras sorbía las gotas que le caían del pelo y se le metían en la boca, abrazada de sus hijos. La miré y la amé toda la vida. La lluvia era ahora más débil. Hacía demasiado frío. Ella se acercó en silencio. Cuando se sentó a mi lado me apoyó la mano en la rodilla y me dejó escucharle los rezos.
-Soy Anna -se secaba el agua de la cara con el borde del vestido. -¿En qué pensás?
Sin poder hablarle sólo encogí los hombros y saqué el cigarrillo deshecho del bolsillo.
-En que hoy no pude fumar.
La cara se le prendió cuando me sonrió:
-Sí, yo también, aunque ahora te lo cambiaría por una frazada -dijo riendo como un ángel. Luego de un momento de silencio incómodo, mientras me sacaba los pedazos de tabaco pegoteados entre los dedos, le pregunté cuál era la única cosa que pediría si la sacaban de ahí. Ella me señaló el lugar donde estaban sus hijos sentados.
-Ser mejor persona -me contestó mientras miraba hacia el cielo. -Parece que va a darnos un respiro.
Había parado de llover y el viento era mucho más débil. Ahora apenas lográbamos vernos y de otros techos llegaban gritos de auxilio, lamentos, plegarias y maldiciones. Algunas personas llamaban a otras sin descanso. Luces de linternas se movían en los techos y se volvían a apagar. Anna se paró y fue hasta donde estaban sus niños. Cuando volvió se sentó a mi lado.
-Están bien -se levantó la pollera hasta los muslos y cruzó las piernas estiradas.
Entonces me agarró la cabeza y me la dio vuelta hacia ella. Me acarició la frente y la vi acercarse con la blusa azul y la boca semiabierta. Me besó largamente primero, tenía la boca caliente y con la lengua me salvaba los labios. Luego, en besos más cortos de una ternura insoportable, besó mis comisuras y mis mejillas. Sentía el aire caliente de su respiración entrándome por los oídos. Cuando terminó, me abrazó contra su pecho. Yo, que estaba en paz, me dormí en su falda.

De madrugada vimos pasar a los botes de salvataje con faroles y linternas, evacuando gente. Nos bajaron a una chalana de pescadores. Se habían perdido casi todas las ventanas de las casas y los que rescataban conducían sus botes a menos de un metro de las azoteas.

Estuve más de un mes y medio viviendo en un gimnasio con otras trescientas personas. Nos llegaban cajas de comida, ropa usada y medicamentos. De lejos la vi varias veces. Se acostaba en dos colchones con sus hijos y les repartía lo que le entregaban. Sin embargo, cuando pudimos volver a lo que quedaba de nuestras casas ella no volvió. En su casa vivía otra gente. La busqué mucho tiempo. Algunos me dijeron que no la conocían, otros que se había ahogado con sus hijos el día de la inundación. Nunca más volví a verla. Tampoco volví a ver a mi padre. Entendí que con ella también se había ido la inundación de mi alma. Con un poco de pintura blanca marqué en el tronco del laurel hasta dónde había llegado el agua. Hace veinte años que retoco la marca todos los otoños. Los besos empecinados del viento me la despintan.

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