NÁUSEA / ESPERANZA / AMOR / FELICIDAD
por
CARLOS DÍAZ
CUARTA ENTREGA
VI / EL AMOR
La fuerza del amor es tan contundente y definitiva, que todos sabemos, por propia experiencia, que florecemos cuando nos sentimos queridos. En agosto de 1937 se celebró en París el Congreso Internacional de Filosofía, teniendo lugar un debate con su antiguo profesor de La Sorbona, Léon Brunschvig, que impresionaría a los asistentes. El asunto del debate arrancaba de las entrañas mismas de la inquietud de Marcel: “‘La muerte de Gabriel Marcel, dijo Brunschvig, preocupa más a Gabriel Marcel de lo que la muerte de Léon Brunschvig preocupa a Léon Brunschvig’. A lo que respondí que lo que a mí me preocupaba no era mi propia muerte, sino la del ser amado. Ciertamente, yo anticipaba lo que sentiría tres años y medio más tarde tras la muerte de mi tía, y algo después con la muerte de mi mujer. Pero en realidad yo hablaba ahí en nombre de una evidencia de la que toda mi obra y toda mi vida daba testimonio” (16).
El amor es fuente creadora, donación de vida: “amar a otro es decirle: tú no morirás”, escribió Marcel y, en la misma línea y bajo su impronta, Maurice Nédoncelle exclama: amar es querer el bien para alguien, “el yo que quiere, quiere ante todo la existencia del tú” (17). Ciertamente, amar quiere decir aprobar. Amar algo o amar a alguna persona significa dar por ‘bueno’ a ese algo o a ese alguien. Ponerse ante él y decirle: ‘yo quiero que existas, es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo’. Y no sólo teórica o retóricamente, no es suficiente desear lo bueno, hay que hacer por que sea además. Amar quiere decir estar de acuerdo, asentir positivamente, conceder de buen grado al comprobar algo que se está deseando, la afirmación de un deseo realizado; es ensalzamiento del hecho, su alabanza y hasta la glorificación tributada por parte del que habla de esa forma. Dicho de otro modo, lo que para un ser significa ser amado es precisamente esto: ser.
Más todavía: cuando el verdadero amante dice “es bueno que tú existas”, está deseando unirse a la persona que ama, a lo que él hace, a su proyecto en tanto que éste sea amable, o a la mejora de su proyecto en tanto éste no sea todavía lo suficientemente hermoso. De lo que acabamos de decir se desprende que puede amarse a la persona, pero no a su proyecto, y que ese amor a la persona busca la mejora del proyecto si es perfectible, o su planificación. Ahora comprenderemos mejor por qué amar quiere decir alegrarse de la felicidad del otro, sentirse inclinado a alegrarse en la perfección, en el bien y en la felicidad del otro, o, si el otro no es perfecto, ni bueno, ayudarle a que lo sea para así en ello llegar a deleitarse. Amar es reunirse e identificarse con la alegría y el bienestar del ser amado.
Y éstas no caben sin gratitud. La gratitud, dijo Gabriel Marcel, es la memoria del corazón. La gratitud es un segundo placer, que prolonga uno anterior: como un eco de alegría a la alegría experimentada, una felicidad sumada a un agregado de felicidad. Es la más agradable de las virtudes y el más virtuoso de los placeres.
En efecto, este placer que te debo no es para mí solo. Esta alegría es nuestra, esta felicidad es nuestra. El egoísta es ingrato: no detesta recibir, pero odia reconocer lo que debe a otro, y la gratitud es ese reconocimiento. Por otra parte, ¿cómo no dar gracias al sol por existir? ¿A la vida, a las flores, a los pájaros? Ninguna alegría me sería posible sin el resto del universo. Nadie en este mundo es causa de sí mismo, ni por lo tanto de su alegría; en consecuencia, todo amor llevado a su límite debería estar impregnado de gratitud universal, aunque no se tratase de una alegría indiferenciada, pues no cabe dar las mismas gracias por todo en este mundo, es decir, por las ratas igual que por Beethoven (aunque ciertos ultraecologistas beatos disparaten), pero sí por el todo, ya que lo real es el todo.
La actitud agradecida manifiesta su reconocimiento por ese todo, en lugar de especializar en exigir egocéntricamente; da gracias por todo lo bueno, en lugar de requerir para sí todo lo bueno; pondera equilibradamente lo bueno que la beneficia, aunque proteste lo menos bueno o lo malo que la desagrada. Quien da las gracias se sabe en deuda, pero no en bancarrota. Cuando se dan las gracias sinceramente no cancela la deuda, pero no se la percibe con enemistad, antes al contrario con alegre reconocimiento. Sólo quien puede experimentar este sentimiento de deuda es capaz de regalar a la vez sin pasar factura.
El favor no merecido puede cancelarse con una contraprestación, pero la deuda no queda nunca cancelada, pues la gratitud es permanente, en la medida en que la alegría no desaparece por el don inmérito con que se nos agració.
Buscando agradecimiento no pocos corren como galgo tras caza con la lengua afuera, haciendo lo imposible por agradar a toda hora. Sin embargo, sentirse en deuda es cosa completamente distinta a sentirse en falta; quien se siente en falta ante la otra persona que me ha agraciado ignora por su parte que también el dadivoso se alegra de su dádiva: la olvida como regalo y la recuerda como ocasión por cuyo concurso se produjo el encuentro.
Da mucha alegría, asimismo, saber que responder a la gracia con gratuidad abre horizontes liberadores. Es hermoso, produce felicidad, alegría. Por el mismo motivo, también da mucha alegría saber que mi deuda -una deuda que no se resuelve en los tribunales- no perseguida por otro me lleva a mí a no perseguir a mi deudor. Las deudas que se viven desde el amor y que resultan del amor, ¿cómo podrían hipotecar nuestra vida? La deuda es canto, alabanza del ser que arrastra amorosamente.
Gracias por existir, gracias por ser lo que eres, gracias por no faltar en lo real. Me alegro de que existas: esta alegre gratitud es la felicidad.
Gracias por ser y también gracias por haber sido, por lo que has sido; una gratitud que sólo se limitara al presente sería pronto olvidada, porque el presente es fugaz y se deshace entre las manos.
En resumen, el agradecido reconoce la gracia con que se le beneficia, la acoge en su memoria, y la recuerda desde su corazón.
Mas, ¿qué forma de reunirse e identificarse con la alegría y el bienestar del ser amado sería más convincente y directa que la del querer el querer con que el querer quiere? Un pensador influido por Marcel escribe: “El yo y el tú, dos personas juntas en una sola primera-segunda persona, dos hermanas siamesas que respiran con la misma respiración y quieren con una única voluntad; mi alegría no es ya una reflexión sobre la tuya, ni una derivación de la tuya, ni una alegría en segunda potencia; no, nuestras dos alegrías son contemporáneas, igualmente iniciales e igualmente terminales, porque brotan de una misma fuente, de un mismo acto de amor. ‘Quiero tu querer’ no quiere decir quiero como tú quieres, ni lo que tú quieres -es decir, lo mismo que tú quieres- sino que es tu voluntad lo que quiero en mí y en mí actúa: los dos sujetos formamos uno. La desapropiación de lo propio permite propiamente la apropiación de lo propiamente nuestro. Ponerse en la piel del otro o en lugar del otro no es abandonar la propia: es tu alegría en persona la que se alegra en mí; yo espero con tu esperanza y temo con tu temor. Si la fórmula de la compasión es ‘yo sufro cuando tú sufres’, habría que decir que la fórmula del amor es ‘sufro tu sufrimiento’ ” (18). ¿Qué diferencia puede haber entre el amante amado y el amado amante? Tácita convergencia de dos miradas que brillan en el cruce recíproco, mirándose a sí mismas miran lo mismo.
Mas, ¿qué ocurriría si las que aman fueran ellas mismas almas mediocres, egoístas e interesadas, con un amor pobre? Desde la parvedad de su precario amor, el amor llega a crecer a cotas más altas. Nada que no fuera él podría lograrlo, en todo caso. Sólo el amor que recíprocamente se profesan sería capaz de transformarlas, sacarlas del egoísmo interrelativo y -si de verdad aman de verdad- verdaderamente expandir su energía regalándola al cosmos, pues es el amor verdadero, y sólo él, el que hace cantar a los pájaros y torna locuaces a los ruiseñores. El amor es un canto de pájaro en el cielo.
Notas
(l6) Marcel, G. En chemin, vers quél éveil?, Gallimard, París, 1971, p. 160.
(17) Nédoncelle, M. Vers une philosophie de l’amour et de la personne. Edit Aubier, París, 1957, p. 151.
(18) Jankelevitch. Les vertus et l’amour. Edit. Flammarion, París, 1986, pp. 297-299.
por
CARLOS DÍAZ
CUARTA ENTREGA
VI / EL AMOR
La fuerza del amor es tan contundente y definitiva, que todos sabemos, por propia experiencia, que florecemos cuando nos sentimos queridos. En agosto de 1937 se celebró en París el Congreso Internacional de Filosofía, teniendo lugar un debate con su antiguo profesor de La Sorbona, Léon Brunschvig, que impresionaría a los asistentes. El asunto del debate arrancaba de las entrañas mismas de la inquietud de Marcel: “‘La muerte de Gabriel Marcel, dijo Brunschvig, preocupa más a Gabriel Marcel de lo que la muerte de Léon Brunschvig preocupa a Léon Brunschvig’. A lo que respondí que lo que a mí me preocupaba no era mi propia muerte, sino la del ser amado. Ciertamente, yo anticipaba lo que sentiría tres años y medio más tarde tras la muerte de mi tía, y algo después con la muerte de mi mujer. Pero en realidad yo hablaba ahí en nombre de una evidencia de la que toda mi obra y toda mi vida daba testimonio” (16).
El amor es fuente creadora, donación de vida: “amar a otro es decirle: tú no morirás”, escribió Marcel y, en la misma línea y bajo su impronta, Maurice Nédoncelle exclama: amar es querer el bien para alguien, “el yo que quiere, quiere ante todo la existencia del tú” (17). Ciertamente, amar quiere decir aprobar. Amar algo o amar a alguna persona significa dar por ‘bueno’ a ese algo o a ese alguien. Ponerse ante él y decirle: ‘yo quiero que existas, es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo’. Y no sólo teórica o retóricamente, no es suficiente desear lo bueno, hay que hacer por que sea además. Amar quiere decir estar de acuerdo, asentir positivamente, conceder de buen grado al comprobar algo que se está deseando, la afirmación de un deseo realizado; es ensalzamiento del hecho, su alabanza y hasta la glorificación tributada por parte del que habla de esa forma. Dicho de otro modo, lo que para un ser significa ser amado es precisamente esto: ser.
Más todavía: cuando el verdadero amante dice “es bueno que tú existas”, está deseando unirse a la persona que ama, a lo que él hace, a su proyecto en tanto que éste sea amable, o a la mejora de su proyecto en tanto éste no sea todavía lo suficientemente hermoso. De lo que acabamos de decir se desprende que puede amarse a la persona, pero no a su proyecto, y que ese amor a la persona busca la mejora del proyecto si es perfectible, o su planificación. Ahora comprenderemos mejor por qué amar quiere decir alegrarse de la felicidad del otro, sentirse inclinado a alegrarse en la perfección, en el bien y en la felicidad del otro, o, si el otro no es perfecto, ni bueno, ayudarle a que lo sea para así en ello llegar a deleitarse. Amar es reunirse e identificarse con la alegría y el bienestar del ser amado.
Y éstas no caben sin gratitud. La gratitud, dijo Gabriel Marcel, es la memoria del corazón. La gratitud es un segundo placer, que prolonga uno anterior: como un eco de alegría a la alegría experimentada, una felicidad sumada a un agregado de felicidad. Es la más agradable de las virtudes y el más virtuoso de los placeres.
En efecto, este placer que te debo no es para mí solo. Esta alegría es nuestra, esta felicidad es nuestra. El egoísta es ingrato: no detesta recibir, pero odia reconocer lo que debe a otro, y la gratitud es ese reconocimiento. Por otra parte, ¿cómo no dar gracias al sol por existir? ¿A la vida, a las flores, a los pájaros? Ninguna alegría me sería posible sin el resto del universo. Nadie en este mundo es causa de sí mismo, ni por lo tanto de su alegría; en consecuencia, todo amor llevado a su límite debería estar impregnado de gratitud universal, aunque no se tratase de una alegría indiferenciada, pues no cabe dar las mismas gracias por todo en este mundo, es decir, por las ratas igual que por Beethoven (aunque ciertos ultraecologistas beatos disparaten), pero sí por el todo, ya que lo real es el todo.
La actitud agradecida manifiesta su reconocimiento por ese todo, en lugar de especializar en exigir egocéntricamente; da gracias por todo lo bueno, en lugar de requerir para sí todo lo bueno; pondera equilibradamente lo bueno que la beneficia, aunque proteste lo menos bueno o lo malo que la desagrada. Quien da las gracias se sabe en deuda, pero no en bancarrota. Cuando se dan las gracias sinceramente no cancela la deuda, pero no se la percibe con enemistad, antes al contrario con alegre reconocimiento. Sólo quien puede experimentar este sentimiento de deuda es capaz de regalar a la vez sin pasar factura.
El favor no merecido puede cancelarse con una contraprestación, pero la deuda no queda nunca cancelada, pues la gratitud es permanente, en la medida en que la alegría no desaparece por el don inmérito con que se nos agració.
Buscando agradecimiento no pocos corren como galgo tras caza con la lengua afuera, haciendo lo imposible por agradar a toda hora. Sin embargo, sentirse en deuda es cosa completamente distinta a sentirse en falta; quien se siente en falta ante la otra persona que me ha agraciado ignora por su parte que también el dadivoso se alegra de su dádiva: la olvida como regalo y la recuerda como ocasión por cuyo concurso se produjo el encuentro.
Da mucha alegría, asimismo, saber que responder a la gracia con gratuidad abre horizontes liberadores. Es hermoso, produce felicidad, alegría. Por el mismo motivo, también da mucha alegría saber que mi deuda -una deuda que no se resuelve en los tribunales- no perseguida por otro me lleva a mí a no perseguir a mi deudor. Las deudas que se viven desde el amor y que resultan del amor, ¿cómo podrían hipotecar nuestra vida? La deuda es canto, alabanza del ser que arrastra amorosamente.
Gracias por existir, gracias por ser lo que eres, gracias por no faltar en lo real. Me alegro de que existas: esta alegre gratitud es la felicidad.
Gracias por ser y también gracias por haber sido, por lo que has sido; una gratitud que sólo se limitara al presente sería pronto olvidada, porque el presente es fugaz y se deshace entre las manos.
En resumen, el agradecido reconoce la gracia con que se le beneficia, la acoge en su memoria, y la recuerda desde su corazón.
Mas, ¿qué forma de reunirse e identificarse con la alegría y el bienestar del ser amado sería más convincente y directa que la del querer el querer con que el querer quiere? Un pensador influido por Marcel escribe: “El yo y el tú, dos personas juntas en una sola primera-segunda persona, dos hermanas siamesas que respiran con la misma respiración y quieren con una única voluntad; mi alegría no es ya una reflexión sobre la tuya, ni una derivación de la tuya, ni una alegría en segunda potencia; no, nuestras dos alegrías son contemporáneas, igualmente iniciales e igualmente terminales, porque brotan de una misma fuente, de un mismo acto de amor. ‘Quiero tu querer’ no quiere decir quiero como tú quieres, ni lo que tú quieres -es decir, lo mismo que tú quieres- sino que es tu voluntad lo que quiero en mí y en mí actúa: los dos sujetos formamos uno. La desapropiación de lo propio permite propiamente la apropiación de lo propiamente nuestro. Ponerse en la piel del otro o en lugar del otro no es abandonar la propia: es tu alegría en persona la que se alegra en mí; yo espero con tu esperanza y temo con tu temor. Si la fórmula de la compasión es ‘yo sufro cuando tú sufres’, habría que decir que la fórmula del amor es ‘sufro tu sufrimiento’ ” (18). ¿Qué diferencia puede haber entre el amante amado y el amado amante? Tácita convergencia de dos miradas que brillan en el cruce recíproco, mirándose a sí mismas miran lo mismo.
Mas, ¿qué ocurriría si las que aman fueran ellas mismas almas mediocres, egoístas e interesadas, con un amor pobre? Desde la parvedad de su precario amor, el amor llega a crecer a cotas más altas. Nada que no fuera él podría lograrlo, en todo caso. Sólo el amor que recíprocamente se profesan sería capaz de transformarlas, sacarlas del egoísmo interrelativo y -si de verdad aman de verdad- verdaderamente expandir su energía regalándola al cosmos, pues es el amor verdadero, y sólo él, el que hace cantar a los pájaros y torna locuaces a los ruiseñores. El amor es un canto de pájaro en el cielo.
Notas
(l6) Marcel, G. En chemin, vers quél éveil?, Gallimard, París, 1971, p. 160.
(17) Nédoncelle, M. Vers une philosophie de l’amour et de la personne. Edit Aubier, París, 1957, p. 151.
(18) Jankelevitch. Les vertus et l’amour. Edit. Flammarion, París, 1986, pp. 297-299.
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