NÁUSEA / ESPERANZA / AMOR / FELICIDAD
por
CARLOS DÍAZ
SEGUNDA ENTREGA
II / LAS TRES NÁUSEAS
La náusea existencialista
A Gabriel Marcel, como a tantas otras gentes de su generación, le cupo en desgracia vivir dos guerras mundiales y después los horrores del deshielo frío. La primera mitad del siglo XX fue un infierno dantesco, y Jean Paul Sartre, en la Francia ocupada, de forma paradigmática puso nombre a todo esto con su desgarro existencialista: el infierno son los otros, la vida es una náusea, la forma de amar es la de la puta respetuosa en el burdel, las manos están sucias, los muertos sin sepultura, las puertas cerradas, el humanismo es la gran mentira, y la realidad se compone de sadismo, masoquismo y sadomasoquismo.
Cuando el 3 de junio de 1943 estrena su obra de teatro Las moscas en el teatro de la Cité se oyen abucheos y pateos en el momento en que el personaje de Orestes dice: “Hay hombres que nacen comprometidos y hay otros, los silenciosos”.
La náusea burguesa
De ese existencialismo degradante pero aún rebelde habrá de surgir pronto un nihilismo desfalleciente y lleno de miedos, que necesita agarrarse a las cosas para no sentir el vértigo y el vacío que se ha instalado en el alma humana. No estamos hablando aquí de ese nihilismo de altura que busca el superhombre, sino de ese otro que se entrega a la laboriosidad, a la industria, a la producción y al dinero porque no tiene ya nada más grande a qué entregarse, ya que no cree en nada: una especie de calvinismo sin religión, o de poscalvinismo que ha hecho de la propiedad su religión. Estamos hablando del burgués.
La generación de Marcel, pues, tras tanta guerra, abre brecha histórica con dos respuestas a la crisis: el existencialismo amoralista, y el propietarismo burgués, dos manifestaciones diferentes de un mismo desfondamiento antropológico. Por lo demás, ¿acaso no da que pensar esta situación? Tengamos en cuenta que algo muy similar le ocurre a España tras su guerra civil, a Alemania tras la suya mundial, y a Rusia tras la suya de liquidación del comunismo.
La náusea totalitaria
Pero hay un tercer desfondamiento antropológico como resultado de la crisis: junto al personalismo de los dos modelos antementados, se abren camino dos hiperpersonalismos totalitarios: el comunismo, que pasa a ser la voz de su amo; y toda la amplia gama de nazifacismos agazapados (no se olvide que el comunismo real de los países socialistas del Este ya derrocados no ha sido en general otra cosa que nazismo de Estado), que vacían de identidad a la persona para enaltecer con sus despojos la mística de las hipercausalidades y de los proyectos seudosalvíficos basados en su apelación al genio de la guerra, tentación de la que ni siquiera quedó a salvo Max Scheler.
Sin embargo, lo mismo que Víctor Frankl salió reafirmando el sentido de los campos de concentración, Marcel respondió a la náusea con la dignidad de la persona humana.
Gabriel Marcel contra la náusea
“Creo que en la noche casi completa que nos envuelve y cuya densidad en determinados momentos amenaza asfixiarnos, a pesar de todo, aparece una lucecita que brilla con fulgores de esperanza, y que es como una respuesta a nuestro anhelo…
“El mundo, con todo su peso, se esfuerza en hacer que nuestro anhelo nos aparezca absurdo, anticuado e incluso pueril; y desgraciadamente este mundo encuentra una especie de cómplice en aquello que nos hace propensos a la desesperación. Si mi obra en conjunto tiene algún sentido, es el de mostrar que puede haber una filosofía que se presenta como un esfuerzo, no sólo para poner al descubierto ese anhelo oculto en sus tres cuartas partes, sino también sobre todo para fortalecerlo y animarlo, para enseñar a los hombres de nuevo a respirar” (4).
IV / ¿QUIZÁ DEMASIADO INACTIVO?
Pero Marcel no sólo rehuía el encasillamiento, sino también, en los momentos más difíciles, la acción militante. Por eso su biografía no es espectacular, es la de un hombre que rehuyó a la acción directa, a diferencia de otros engagés teóricos (como Jean Paul Sartre) o más existencialmente testigos (Emmanuel Mounier) (5).
¿Por qué no participó activamente Marcel en la Resistencia frente a los nazis que ocupaban Francia, como hicieron muchos otros con ideas similares? Es una pregunta que el propio Marcel se hizo a sí mismo, y parece -por la respuesta que da- que aquella inacción no deja de producirle, pese a todo, un fondo de mala conciencia: “¿Debo reprocharme no hacer ninguna tentativa por entrar en alguna red de la resistencia? No puedo dejar de plantearme esta cuestión, pero creo que mi abstención estaba justificada por el conocimiento preciso que tenía de mis deficiencias en cuanto a la acción. De mi nerviosismo sobre todo. Estoy pensando en esa frase de uno de mis personajes -en El niño, si no me equivoco: ‘cuando nuestros actos no son de nosotros mismos, no podemos tener peores enemigos’. Todavía pienso hoy que una afiliación de ese tipo habría sido uno de esos actos, si bien yo sufrí por estar relativamente inactivo mientras que tantos de los mejores de mis compatriotas se desgastaban sin medida al servicio de una causa que era la mía.
“Digo relativamente inactivo pues, con razón o sin ella, he tenido el sentimiento de que, a pesar de todo, mis escritos en cierta manera eran actos. Pienso particularmente en la conferencia que di en el Scholasticat de Fourvière de l941-42. El padre De Lubac, al que yo había ido a visitar en Lyon unos meses antes, me había pedido que viniera a hablar ante este auditorio que me intimidaba bastante. Sin apenas reflexionarlo, respondí cediendo a una especie de fuerza irresistible: ‘De acuerdo’. Hablaré de la esperanza” (6).
Poca cosa, desde luego, hay que reconocer en honor a la verdad. Quizá por eso, porque desde su humana fragilidad fue indulgente consigo mismo, al menos no presionó en posguerra para que se hiciera leña de los árboles caídos de los vencidos: “Que un pequeño número de mediocres traidores (a Francia) merecía un castigo ejemplar, nadie lo podía negar. Pero que, bajo la influencia de los comunistas, haya sido arrojado una especie de descrédito global sobre los que los marxistas no dejaban de llamar ‘clases dominantes’, era una impostura que nunca he dejado de juzgar intolerable. No he cesado de protestar desde el primer día contra los tribunales de excepción en los que los jueces la mayor parte de las veces eran reclutados entre las víctimas, es decir, entre hombres y mujeres que no podían mostrar la imparcialidad requerida”.
Por otra parte, ¿cómo podríamos cada uno de nosotros juzgar a los demás sin esperar / esperanzar de ellos?, ¿acaso juzgar condenatoriamente no significa de algún modo desesperar respecto del juzgado, y por ende condenarse también a sí mismo como incapaz de ayudarle?, ¿no prolonga la mirada cainista quien no sabe verse a sí mismo en la mirada del hermano vencido? Es mucho más digno del ser humano que juzga el disponerse a ayudar al que es juzgado a rehabilitarse, odiar el delito y compadecer al delincuente, y no a la inversa.
Dice el refrán que en la mesa y en el juego se conoce al caballero, pero también en la forma en que se hace cargo (carga con) el malvado. La única forma de hacerse cargo de los ojos del malvado es mirarlos con benevolencia, es decir, con auténtico respeto. En este sentido, sólo unos cuantos privilegiados de la humanidad han sido capaces de dar los pasos necesarios.
Notas
(4) Marcel, G.: En busca de la verdad y la justicia, Herder, Barcelona, 1967, p. 98.
(5) Marcel, G.: Pese a todo, cfr. la preciosa joya biográfica recientemente editada por Fernando López Luengos: Gabriel Marcel. Fundación Emmanuel Mounier, Madrid, 2003.
(6) Marcel, G.: En chemin, vers quel éveil? Gallimard, Paris, 1971, p.184.
por
CARLOS DÍAZ
SEGUNDA ENTREGA
II / LAS TRES NÁUSEAS
La náusea existencialista
A Gabriel Marcel, como a tantas otras gentes de su generación, le cupo en desgracia vivir dos guerras mundiales y después los horrores del deshielo frío. La primera mitad del siglo XX fue un infierno dantesco, y Jean Paul Sartre, en la Francia ocupada, de forma paradigmática puso nombre a todo esto con su desgarro existencialista: el infierno son los otros, la vida es una náusea, la forma de amar es la de la puta respetuosa en el burdel, las manos están sucias, los muertos sin sepultura, las puertas cerradas, el humanismo es la gran mentira, y la realidad se compone de sadismo, masoquismo y sadomasoquismo.
Cuando el 3 de junio de 1943 estrena su obra de teatro Las moscas en el teatro de la Cité se oyen abucheos y pateos en el momento en que el personaje de Orestes dice: “Hay hombres que nacen comprometidos y hay otros, los silenciosos”.
La náusea burguesa
De ese existencialismo degradante pero aún rebelde habrá de surgir pronto un nihilismo desfalleciente y lleno de miedos, que necesita agarrarse a las cosas para no sentir el vértigo y el vacío que se ha instalado en el alma humana. No estamos hablando aquí de ese nihilismo de altura que busca el superhombre, sino de ese otro que se entrega a la laboriosidad, a la industria, a la producción y al dinero porque no tiene ya nada más grande a qué entregarse, ya que no cree en nada: una especie de calvinismo sin religión, o de poscalvinismo que ha hecho de la propiedad su religión. Estamos hablando del burgués.
La generación de Marcel, pues, tras tanta guerra, abre brecha histórica con dos respuestas a la crisis: el existencialismo amoralista, y el propietarismo burgués, dos manifestaciones diferentes de un mismo desfondamiento antropológico. Por lo demás, ¿acaso no da que pensar esta situación? Tengamos en cuenta que algo muy similar le ocurre a España tras su guerra civil, a Alemania tras la suya mundial, y a Rusia tras la suya de liquidación del comunismo.
La náusea totalitaria
Pero hay un tercer desfondamiento antropológico como resultado de la crisis: junto al personalismo de los dos modelos antementados, se abren camino dos hiperpersonalismos totalitarios: el comunismo, que pasa a ser la voz de su amo; y toda la amplia gama de nazifacismos agazapados (no se olvide que el comunismo real de los países socialistas del Este ya derrocados no ha sido en general otra cosa que nazismo de Estado), que vacían de identidad a la persona para enaltecer con sus despojos la mística de las hipercausalidades y de los proyectos seudosalvíficos basados en su apelación al genio de la guerra, tentación de la que ni siquiera quedó a salvo Max Scheler.
Sin embargo, lo mismo que Víctor Frankl salió reafirmando el sentido de los campos de concentración, Marcel respondió a la náusea con la dignidad de la persona humana.
Gabriel Marcel contra la náusea
“Creo que en la noche casi completa que nos envuelve y cuya densidad en determinados momentos amenaza asfixiarnos, a pesar de todo, aparece una lucecita que brilla con fulgores de esperanza, y que es como una respuesta a nuestro anhelo…
“El mundo, con todo su peso, se esfuerza en hacer que nuestro anhelo nos aparezca absurdo, anticuado e incluso pueril; y desgraciadamente este mundo encuentra una especie de cómplice en aquello que nos hace propensos a la desesperación. Si mi obra en conjunto tiene algún sentido, es el de mostrar que puede haber una filosofía que se presenta como un esfuerzo, no sólo para poner al descubierto ese anhelo oculto en sus tres cuartas partes, sino también sobre todo para fortalecerlo y animarlo, para enseñar a los hombres de nuevo a respirar” (4).
IV / ¿QUIZÁ DEMASIADO INACTIVO?
Pero Marcel no sólo rehuía el encasillamiento, sino también, en los momentos más difíciles, la acción militante. Por eso su biografía no es espectacular, es la de un hombre que rehuyó a la acción directa, a diferencia de otros engagés teóricos (como Jean Paul Sartre) o más existencialmente testigos (Emmanuel Mounier) (5).
¿Por qué no participó activamente Marcel en la Resistencia frente a los nazis que ocupaban Francia, como hicieron muchos otros con ideas similares? Es una pregunta que el propio Marcel se hizo a sí mismo, y parece -por la respuesta que da- que aquella inacción no deja de producirle, pese a todo, un fondo de mala conciencia: “¿Debo reprocharme no hacer ninguna tentativa por entrar en alguna red de la resistencia? No puedo dejar de plantearme esta cuestión, pero creo que mi abstención estaba justificada por el conocimiento preciso que tenía de mis deficiencias en cuanto a la acción. De mi nerviosismo sobre todo. Estoy pensando en esa frase de uno de mis personajes -en El niño, si no me equivoco: ‘cuando nuestros actos no son de nosotros mismos, no podemos tener peores enemigos’. Todavía pienso hoy que una afiliación de ese tipo habría sido uno de esos actos, si bien yo sufrí por estar relativamente inactivo mientras que tantos de los mejores de mis compatriotas se desgastaban sin medida al servicio de una causa que era la mía.
“Digo relativamente inactivo pues, con razón o sin ella, he tenido el sentimiento de que, a pesar de todo, mis escritos en cierta manera eran actos. Pienso particularmente en la conferencia que di en el Scholasticat de Fourvière de l941-42. El padre De Lubac, al que yo había ido a visitar en Lyon unos meses antes, me había pedido que viniera a hablar ante este auditorio que me intimidaba bastante. Sin apenas reflexionarlo, respondí cediendo a una especie de fuerza irresistible: ‘De acuerdo’. Hablaré de la esperanza” (6).
Poca cosa, desde luego, hay que reconocer en honor a la verdad. Quizá por eso, porque desde su humana fragilidad fue indulgente consigo mismo, al menos no presionó en posguerra para que se hiciera leña de los árboles caídos de los vencidos: “Que un pequeño número de mediocres traidores (a Francia) merecía un castigo ejemplar, nadie lo podía negar. Pero que, bajo la influencia de los comunistas, haya sido arrojado una especie de descrédito global sobre los que los marxistas no dejaban de llamar ‘clases dominantes’, era una impostura que nunca he dejado de juzgar intolerable. No he cesado de protestar desde el primer día contra los tribunales de excepción en los que los jueces la mayor parte de las veces eran reclutados entre las víctimas, es decir, entre hombres y mujeres que no podían mostrar la imparcialidad requerida”.
Por otra parte, ¿cómo podríamos cada uno de nosotros juzgar a los demás sin esperar / esperanzar de ellos?, ¿acaso juzgar condenatoriamente no significa de algún modo desesperar respecto del juzgado, y por ende condenarse también a sí mismo como incapaz de ayudarle?, ¿no prolonga la mirada cainista quien no sabe verse a sí mismo en la mirada del hermano vencido? Es mucho más digno del ser humano que juzga el disponerse a ayudar al que es juzgado a rehabilitarse, odiar el delito y compadecer al delincuente, y no a la inversa.
Dice el refrán que en la mesa y en el juego se conoce al caballero, pero también en la forma en que se hace cargo (carga con) el malvado. La única forma de hacerse cargo de los ojos del malvado es mirarlos con benevolencia, es decir, con auténtico respeto. En este sentido, sólo unos cuantos privilegiados de la humanidad han sido capaces de dar los pasos necesarios.
Notas
(4) Marcel, G.: En busca de la verdad y la justicia, Herder, Barcelona, 1967, p. 98.
(5) Marcel, G.: Pese a todo, cfr. la preciosa joya biográfica recientemente editada por Fernando López Luengos: Gabriel Marcel. Fundación Emmanuel Mounier, Madrid, 2003.
(6) Marcel, G.: En chemin, vers quel éveil? Gallimard, Paris, 1971, p.184.
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