QUINTA ENTREGA
9 LOS MANJARES Y LA TIERRA MOJADA
Los amigos entran en la casa misteriosamente secos.
Es difícil de creer, pero tampoco se han mojado los delicados instrumentos.
Arquímedes, empujado por el hábito, amaga subir al desván y luego, con un gesto de su mano levantada, está diciéndose:
-¡Olvidate!
Los duendes secretean alegres:
-¡Lo tenemos fuera!
-¡Justamente! ¡Fuera del desván!
-¡No volverá a encerrarse!
-¡Vamos a preparar el té!
-¡Cómo les gusta el té! Sobre todo a míster... ¿Cómo?
El señor japonés se llama Risaku.
Son tan fuertes los ecos de sus voces que los hombres miran hacia el rincón.
Sorprendidos y avergonzados, corren en todas direcciones como las perlas de un collar cuando se rompe súbitamente y se desparraman sobre un tapete que no alcanza a detenerlas.
En la cocina hay muchos rumores de ollas y platos que chocan entre sí: los hombrecitos preparan exquisitas comidas y los artistas aguardan la cena conversando quedamente.
Las luces de la araña dibujan miles de arco iris al pasar sobre ellos.
Por las ventanas entran la balada de la llovedera y el delicioso olor a tierra mojada.
10 LAS ARAUCARIAS Y LAS HADAS
Noviembre trajo en sus brazos muchas amarilis anaranjadas casi fluorescentes que se apretujan en ramos bordeando los senderos de la plaza.
También entonan endechas y los habitantes de la casona se sientan en la gramilla, haciendo con sus manos detrás de las orejas una especie de corneta a modo de viejo fonógrafo para entenderlas mejor.
La araucaria altísima se muere de risa sacudiendo las ramas, pero los comprende porque tiene sus propios cantares que ellos copiarán, como copiarán los de las hojas de la menta, la marcela y la vincapervinca.
Algunos vecinos siguen opinando que están locos.
Otros saben que no, que lo que hacen el estupendamente bueno y no se pierden un concierto.
Los compositores tienen una idea: ofrecer serenatas por las calles del pueblo.
Desean que esa seductora costumbre no sea olvidada.
Algo leve: tocar suavemente en las noches y ayudar a los que no pueden dormir.
Así, caminan lentos.
El empedrado de la calzada se lustra con la humedad nocturna.
Los jardineros y las hadas los siguen.
Juegan con diminutos pasos de danza bajo el tenue resplandor de las estrellas.
9 LOS MANJARES Y LA TIERRA MOJADA
Los amigos entran en la casa misteriosamente secos.
Es difícil de creer, pero tampoco se han mojado los delicados instrumentos.
Arquímedes, empujado por el hábito, amaga subir al desván y luego, con un gesto de su mano levantada, está diciéndose:
-¡Olvidate!
Los duendes secretean alegres:
-¡Lo tenemos fuera!
-¡Justamente! ¡Fuera del desván!
-¡No volverá a encerrarse!
-¡Vamos a preparar el té!
-¡Cómo les gusta el té! Sobre todo a míster... ¿Cómo?
El señor japonés se llama Risaku.
Son tan fuertes los ecos de sus voces que los hombres miran hacia el rincón.
Sorprendidos y avergonzados, corren en todas direcciones como las perlas de un collar cuando se rompe súbitamente y se desparraman sobre un tapete que no alcanza a detenerlas.
En la cocina hay muchos rumores de ollas y platos que chocan entre sí: los hombrecitos preparan exquisitas comidas y los artistas aguardan la cena conversando quedamente.
Las luces de la araña dibujan miles de arco iris al pasar sobre ellos.
Por las ventanas entran la balada de la llovedera y el delicioso olor a tierra mojada.
10 LAS ARAUCARIAS Y LAS HADAS
Noviembre trajo en sus brazos muchas amarilis anaranjadas casi fluorescentes que se apretujan en ramos bordeando los senderos de la plaza.
También entonan endechas y los habitantes de la casona se sientan en la gramilla, haciendo con sus manos detrás de las orejas una especie de corneta a modo de viejo fonógrafo para entenderlas mejor.
La araucaria altísima se muere de risa sacudiendo las ramas, pero los comprende porque tiene sus propios cantares que ellos copiarán, como copiarán los de las hojas de la menta, la marcela y la vincapervinca.
Algunos vecinos siguen opinando que están locos.
Otros saben que no, que lo que hacen el estupendamente bueno y no se pierden un concierto.
Los compositores tienen una idea: ofrecer serenatas por las calles del pueblo.
Desean que esa seductora costumbre no sea olvidada.
Algo leve: tocar suavemente en las noches y ayudar a los que no pueden dormir.
Así, caminan lentos.
El empedrado de la calzada se lustra con la humedad nocturna.
Los jardineros y las hadas los siguen.
Juegan con diminutos pasos de danza bajo el tenue resplandor de las estrellas.
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