DOCEAVA ENTREGA
EL GRAN OBSTÁCULO A VENCER: EL CONSUMISMO CADA VEZ MÁS COMPULSIVO
“El que poco posee, tanto menos será poseído. Bendita sea la pobreza” – Federico Nietzsche
Como lo venimos viendo, las comunidades familiares funcionales, las que efectivamente educan a sus miembros, son aquellas en que todos sus integrantes comparten y defienden, militantemente, un mismo sistema de valores. Para ello suele resultar contraproducente estar permanentemente orientados hacia la adquisición de nuevos bienes.
“El que poco posee, tanto menos será poseído. Bendita sea la pobreza” – Federico Nietzsche
Como lo venimos viendo, las comunidades familiares funcionales, las que efectivamente educan a sus miembros, son aquellas en que todos sus integrantes comparten y defienden, militantemente, un mismo sistema de valores. Para ello suele resultar contraproducente estar permanentemente orientados hacia la adquisición de nuevos bienes.
Contrariamente a lo que pasa con los bienes, cuya necesidad y utilidad se pretende “demostrar” (prueba de ello es el lugar que, en la sociedad de consumo ocupan la publicidad y la propaganda), LOS VALORES no se “demuestran”, sino que “se muestran”. Y los que los muestran (o deberían mostrarlos) son los padres, son los adultos, son los educadores, “ENCARNANDO” LOS VALORES que sostienen en todas sus actitudes y en todas sus conductas cotidianas.
La incertidumbre, la confusión y la desorientación de los niños, los adolescentes y los jóvenes en relación con los valores que podrían guiar sus vidas son el resultado forzoso de los dobles discursos de los mayores, de las incongruencias y contradicciones entre lo que se dice, lo que se hace y lo que se es.
Los niños y los jóvenes son muy sensibles a estas incongruencias y terminan desconfiando de los sermones y discursos moralizadores.
Por el contrario, la honestidad y la autenticidad de los adultos en relación con el sistema de valores que se dice profesar son, sin ninguna duda, los factores formativos más decisivos de la personalidad ética de los muchachos y de las muchachas.
Sin embargo, en una sociedad en que el oportunismo y el ventajerismo de los propios mayores parecen ser los caminos hacia el éxito (por lo menos hacia ciertos éxitos materiales), los padres y los educadores conscientes y críticos encuentran que resulta difícil y de un idealismo casi romántico seguir pretendiendo priorizar los valores sobre los bienes de consumo.
A pesar de ello, nosotros tenemos evidencias sobradas de que los muchachos y las muchachas se muestran muy accesibles a las influencias formativas de los mayores (y hasta dan claras muestras de estarlas necesitando), siempre que se cumplan ciertas condiciones básicas. Veamos algunas de ellas:
1. La primera y fundamental condición a cumplir será que padre y madre (o los adultos que los sustituyen en sus funciones educativas) muestren una unidad completa, un acuerdo sin fisuras, respecto del sistema de valores con el que se identifican. Ningún esfuerzo educativo puede resultar “formativo” si se intenta ejercer desde una pareja “despareja”, desde adultos que discrepan, discuten y se desautorizan recíprocamente.
Es decir: si realmente queremos retomar las riendas de la educación familiar, tendríamos que empezar por el principio: por preguntarnos si los adultos que pretendemos orientar tenemos claro hacia dónde hacerlo y cómo hacerlo. Y si esta claridad en materia de orientación se expresa a través de una inequívoca unidad de criterios entre los adultos responsables de la educación, es decir, a través de la constitución de un definido “frente común educativo”.
Por eso, en toda comunidad educativa (cualquiera sean sus características), cuando se empiezan a presentar problemas inquietantes con los niños, los adolescentes o los jóvenes de ambos sexos, la pregunta que nos tenemos que formular no es qué está pasando con ellos, sino qué está pasando con nosotros, con los adultos, y hasta dónde lo que está pasando con los adultos no se ha constituido en el caldo de cultivo de las dificultades emergentes.
2. Suponiendo que este primer aspecto se haya logrado solucionar satisfactoriamente, un segundo problema que habrá que afrontar será el de cómo lograr cambios en las actitudes y en las conductas de los muchachos y las muchachas, actitudes y conductas que se han vuelto habituales y se han ido reforzando a lo largo del tiempo. Por ejemplo, cómo exigir ahora responsabilidad sobre conductas concretas (bailes, concurrencia a boliches y pubs, frivolidad erótica y sexual, consumo de tabaco, de alcohol, de drogas) si los niños y los jóvenes se han acos-tumbrado durante mucho tiempo a no asumir ningún tipo de responsabilidad en los distintos compromisos que plantea el “vivir en familia”. Si para ellos “la casa” y “la familia” no pasan de ser un lugar y un ámbito en el que sólo se está siempre de paso, y ocupados egocéntricamente en comer, en dormir, en escuchar música, en mirar televisión.
La marcha armónica y feliz de cualquier agrupamiento familiar exige que se cumplan a satisfacción miles de quehaceres diarios, miles de tareas menores, que alguien las tiene que hacer. Hay que equilibrar el presupuesto, realizar compras, pagar deudas, hacer inversiones, realizar tareas de mantenimiento; hay que ordenar la casa, hay que limpiar, hay que lavar, hay que cocinar.
Y aquí la pregunta incómoda: ¿qué papel protagonizan los niños, los adolescentes, los jóvenes de ambos sexos en el cumplimiento de estas miles de tareas y quehaceres familiares?
Si somos honestos, tenemos que reconocer que, por lo general, no cumplen ningún o casi ningún papel. Sistemáticamente los propios adultos los han eximido, los han exonerado de cualquier responsabilidad, pensando que ya les llegará el momento cuando sean mayores.
Sólo cuando los muchachos y las muchachas se involucran en conductas antisociales o autodestructivas, nos acordamos de que deberían ser responsables. Pero la responsabilidad, como todos los rasgos de carácter, no se inventa de la noche a la mañana. La responsabilidad sólo respalda nuestras actitudes y nuestras conductas trascendentes, si la hemos despertado precozmente, si la hemos cultivado y la hemos entrenado regularmente en el compromiso pequeño e intrascendente de todos los días. Como sucede con el deporte, nadie puede enfrentar con éxito desafíos importantes, si no se ha preparado perseverantemente en largas rutinas de entrenamientos cotidianos.
Ninguna actitud o conducta estridentemente negativa de los muchachos o de las muchachas debería ser cuestionada directa y frontalmente sin poner en cuestión, antes o simultáneamente, todo el sistema de condiciones que la han hecho posible. Incluso porque esas conductas indeseables se suelen exacerbar cuando, después de haberlas tolerado largamente, se las ataca directamente. Por el contrario, parece mucho más razonable dedicarse a cambiar las condiciones que las han generado, pues, en general ofrecen menos resistencia y habilitan, con el tiempo, cambios más decisivos en las actitudes y las conductas.
Este recurso estratégico y táctico es el que nos intenta hacer gráficamente intuible la escritora americana Wina Sturgeon, en su libro “Depresión”. Cuando nos propone el ejemplo de “la carpa canadiense”. Ella comenta que el error de la mayor parte de los tratamientos psiquiátricos y psicoterapéuticos radica en que, frente a una alteración psicológica importante, concentran todos sus esfuerzos en enfrentar los síntomas más agudos de la perturbación. Es, dice, como si, teniendo que desarmar una carpa canadiense bien armada, nos empecináramos en hacerlo pretendiendo tumbar los dos parantes que la sostienen. Aunque aplicáramos a la tarea grandes esfuerzos, sólo lograríamos sacudirla. Difícilmente lograríamos desarmarla.
Si aplicáramos, en cambio, una estrategia indirecta, de pasos cortos pero seguros, obtendríamos el objetivo propuesto casi sin esfuerzo. En efecto, bastaría con que fuéramos removiendo y soltando los distintos “vientos” o cordeles que sujetan la carpa a las estacas que la rodean, para que la carpa se desarme por su propio peso.
Aplicando el ejemplo al problema que nos ocupa, tendríamos que reconocer que lo que habilita a nuestros hijos para que asuman importantes responsabilidades cuando llegue el momento es el que vayan “entrenándose” en asumir responsabilidades pequeñas pero ciertas en los compromisos cotidianos que implica una vida familiar armoniosa y solidaria.
Ni grandes ni chicos se vuelven responsables de buenas a primeras. Porque, como sucede con casi todas las cosas importantes, la responsabilidad personal y social de los integrantes de la comunidad familiar se cocina “a fuego lento”, en la cocina económica y no en el micro-ondas.
(última entrega)
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