NÁUSEA / ESPERANZA / AMOR / FELICIDAD
por
CARLOS DÍAZ
El presente trabajo fue publicado el 24 de mayo de 2003 en el número 2.378 de Vida Nueva, con el título de GABRIEL MARCEL, UN MAESTRO DE HUMANIDAD: LA VIDA DESDE EL UMBRAL. “Se celebra este año”, lo prologó su autor, “el 30 aniversario de la muerte de Gabriel Marcel, una de esas mentes preclaras y sensibles capaces de afirmar la esperanza en medio de la desolación, la alegría en medio del pesimismo y el amor por encima del odio. Que el recuerdo hoy de este filósofo francés, buscador incansable, y su testimonio de humanidad nos ayuden a no cometer errores pasados. Sirva para ello, en agradecimiento, el homenaje de estas páginas. Al fin y al cabo, como acertadamente dijo él mismo, la gratitud es la memoria del corazón”.
PRIMERA ENTREGA
I / UN HOMBRE SENCILLO
Hay autores que combinan la testimonialidad de su vida, a veces heroica, con la magnitud de su reflexión, y esos son los mejores; hay también otros, como Gabriel Marcel, que -carentes de la traducción hacia el exterior de sus reflexiones y vivencias- han aportado al menos a la humanidad una luz interior que esa humanidad necesita para vivir como el pan de cada día.
Nada extraordinario, en efecto, hay en la vida de este filósofo que queda huérfano cuando es muy pequeño, y que recibe como segunda madre a una tía absolutamente posesiva aunque sumamente bien intencionada. El padre, hombre de cultura, diplomático, que mantiene un amor más bien platónico con su nueva esposa, es distante, lejano.
En el interior de una familia triste, el niño Gabriel, hijo único, va desarrollando una personalidad melancólica, poco vitalista, muy reflexiva, con una gran delicadeza y finura interior. Su discernimiento vocacional se hace difícil, sobre todo si tenemos en cuenta la facilidad que tenía para aprender las cosas más diversas. Así las cosas, su primer impulso musical (llegó a ser un excelente músico y compositor) dio por fin paso a una vocación reflexiva de corte filosófico. Sin embargo, el logro de su cátedra de filosofía y su ulterior paso por los institutos de secundaria, muy interrumpido y de escasa duración, terminó por llevarle a la literatura, especialmente al teatro, sin por eso abandonar nunca las otras dimensiones vocacionales que le eran propias.
Entremezclado con esto, y anucleándolo, está el debatirse de un alma contra los barrotes de la clausura agnóstica, que finalmente termina aceptando la libertad proveniente de la identidad cristiana. Este debate entre el alma mística y la pesantez de la realidad acuñó siempre el alma de Gabriel Marcel.
Este músico, filósofo y autor teatral, cada vez más relacionado con la intelectualidad de la época, a la que en buena parte anucleó en su propio domicilio, con veladas dignas de recuerdo, ve que la respuesta a su cosmovisión y a la de su núcleo de amistades es la brutal y siempre nefasta guerra. Como tantos otros franceses, entre masacre y masacre, pasa semiescondido ese tiempo. Este semiesconderse no fue probablemente el gesto más creativo de Gabriel Marcel, pero nadie está a la altura de sí mismo siempre y en todo momento.
Terminada la guerra, junto con la llorada muerte de su esposa amadísima, el matrimonio de su hijo y su elevación a la condición de abuelo, así como la llegada de los honores y los reconocimientos mundiales, se extingue la vida de un pensador muy sugestivo y particular, libre sobre todo de adherencias de escuela, pues ha hecho la reflexión al hilo de la vida, desde la existencia.
II / UN FILÓSOFO ASISTEMÁTICO
Gabriel Marcel (1889-1973) no quiso ser adscrito ni encasillado a ningún ismo, ni al existencialismo, ni al personalismo. Después de haber comentado cómo le impresionaron lo que llamó “técnicas de envilecimiento” de los nazis, o también la degradación de la persona en el racismo de los Estados Unidos o Suráfrica, escribe:
“Uno de los temas fundamentales de la ética kantiana es el del valor de la persona. Sin embargo, siempre me ha repugnado la denominación de personalista, incluso en el sentido que Emmanuel Mounier ha dado a esta palabra. Está demasiado cargada de asociaciones neocriticistas: pienso en el libro de Renouvier, Le personnalisme. Sobre este punto, tiendo a reprocharme no haber sido siempre bastante explícito, y eso es sin duda una consecuencia lamentable de no haber querido nunca no sólo crear un sistema, sino ni siquiera escribir un tratado en el sentido filosófico habitual de esta palabra.
“En lo concerniente a la persona, me parece que sería inconcebible que un pensador como Kant hubiera escrito obras de teatro, lo cual está unido, a mi modo de ver, a un formalismo al que yo nunca me he adherido. Es posible que sobre esto pudiéramos hablar mucho. No niego que, en la perspectiva de una ética racional, este formalismo presente un valor, ni siquiera que sea difícilmente evitable. Pero precisamente yo nunca me he preocupado por elaborar una ética racional. Mi preocupación ha sido muy diferente. En pocas palabras, puedo decir que lo que me ha importado ha sido, desde el nivel vital, entrar en relación fraterna con seres reconocidos como diferentes de mí y, desde el nivel del pensamiento reflexivo, investigar cómo era posible esa relación fraterna” (1).
Sin embargo, la noción de persona es central en su obra: “Retomando la distinción que Nygren introdujo entre Eros y Ágape, el Eros, tomado en su sentido romántico, consiste en una cierta aspiración a fundirse con el otro, o también con el otro en una unidad superior (o indiferenciada); el Ágape está, por el contrario, más allá de la fusión, no puede tener lugar más que en el mundo de los seres, diría incluso de las personas, si ese término después de Kant no hubiese sido tomado en una acepción demasiado formal y jurídica y que el personalismo contemporáneo, tan confuso, no me parece haber revalorizado. La más alta unidad, ¿no sería aquella que se crea entre seres capaces no solamente de reconocerse diferentes, sino de amarse en su diferencia misma? Semejante unidad se sitúa al lado opuesto de toda tentativa de reducción, pues en el fondo una reducción es siempre una descalificación” (2).
En una época en la que la cultura pasó del optimismo ingenuo a una angustia creciente por el desenlace de las dos guerras mundiales, Gabriel Marcel fue una de esas mentes vigilantes capaces de afirmar la esperanza en medio de la desolación, la alegría en medio del pesimismo, y el amor por encima del odio. Dramaturgo, compositor musical (sin llegar a profesionalizarse) y filósofo (como fue más conocido), puso todo su afán en testimoniar una esperanza basada en la fraternidad concreta y real en un mundo perdido en las abstracciones idealistas. Mientras el laureado Jean Paul Sartre proclamaba al absurdo y el infierno respecto de los demás, Gabriel Marcel descubría, precisamente en el amor de los seres queridos, el camino hacia el sentido de la realidad.
Convertido al catolicismo a los 39 años, toda su vida mantuvo ardiente su deseo de búsqueda con gran libertad e independencia: “Desde queme convertí al catolicismo, he dicho muy a menudo que he llegado a considerarme a mí mismo y a comportarme como filósofo del umbral. Un filósofo que más bien se dirige a aquellas personas que buscan a tientas y a menudo con gran angustia, que no a aquellas que han recibido una fe infalible” (3).
Notas
(1) Marcel, G.: En chemin, vers quel éveil?, Gallimard, Paris, 1971, p. 198.
(2) Marcel, G.: Los hombres contra lo humano, Hachette, Buenos Aires, 1955, p. 172.
(3) Marcel, G.: En busca de la verdad y la justicia, Herder, Barcelona, 1967, p. 99.
por
CARLOS DÍAZ
El presente trabajo fue publicado el 24 de mayo de 2003 en el número 2.378 de Vida Nueva, con el título de GABRIEL MARCEL, UN MAESTRO DE HUMANIDAD: LA VIDA DESDE EL UMBRAL. “Se celebra este año”, lo prologó su autor, “el 30 aniversario de la muerte de Gabriel Marcel, una de esas mentes preclaras y sensibles capaces de afirmar la esperanza en medio de la desolación, la alegría en medio del pesimismo y el amor por encima del odio. Que el recuerdo hoy de este filósofo francés, buscador incansable, y su testimonio de humanidad nos ayuden a no cometer errores pasados. Sirva para ello, en agradecimiento, el homenaje de estas páginas. Al fin y al cabo, como acertadamente dijo él mismo, la gratitud es la memoria del corazón”.
PRIMERA ENTREGA
I / UN HOMBRE SENCILLO
Hay autores que combinan la testimonialidad de su vida, a veces heroica, con la magnitud de su reflexión, y esos son los mejores; hay también otros, como Gabriel Marcel, que -carentes de la traducción hacia el exterior de sus reflexiones y vivencias- han aportado al menos a la humanidad una luz interior que esa humanidad necesita para vivir como el pan de cada día.
Nada extraordinario, en efecto, hay en la vida de este filósofo que queda huérfano cuando es muy pequeño, y que recibe como segunda madre a una tía absolutamente posesiva aunque sumamente bien intencionada. El padre, hombre de cultura, diplomático, que mantiene un amor más bien platónico con su nueva esposa, es distante, lejano.
En el interior de una familia triste, el niño Gabriel, hijo único, va desarrollando una personalidad melancólica, poco vitalista, muy reflexiva, con una gran delicadeza y finura interior. Su discernimiento vocacional se hace difícil, sobre todo si tenemos en cuenta la facilidad que tenía para aprender las cosas más diversas. Así las cosas, su primer impulso musical (llegó a ser un excelente músico y compositor) dio por fin paso a una vocación reflexiva de corte filosófico. Sin embargo, el logro de su cátedra de filosofía y su ulterior paso por los institutos de secundaria, muy interrumpido y de escasa duración, terminó por llevarle a la literatura, especialmente al teatro, sin por eso abandonar nunca las otras dimensiones vocacionales que le eran propias.
Entremezclado con esto, y anucleándolo, está el debatirse de un alma contra los barrotes de la clausura agnóstica, que finalmente termina aceptando la libertad proveniente de la identidad cristiana. Este debate entre el alma mística y la pesantez de la realidad acuñó siempre el alma de Gabriel Marcel.
Este músico, filósofo y autor teatral, cada vez más relacionado con la intelectualidad de la época, a la que en buena parte anucleó en su propio domicilio, con veladas dignas de recuerdo, ve que la respuesta a su cosmovisión y a la de su núcleo de amistades es la brutal y siempre nefasta guerra. Como tantos otros franceses, entre masacre y masacre, pasa semiescondido ese tiempo. Este semiesconderse no fue probablemente el gesto más creativo de Gabriel Marcel, pero nadie está a la altura de sí mismo siempre y en todo momento.
Terminada la guerra, junto con la llorada muerte de su esposa amadísima, el matrimonio de su hijo y su elevación a la condición de abuelo, así como la llegada de los honores y los reconocimientos mundiales, se extingue la vida de un pensador muy sugestivo y particular, libre sobre todo de adherencias de escuela, pues ha hecho la reflexión al hilo de la vida, desde la existencia.
II / UN FILÓSOFO ASISTEMÁTICO
Gabriel Marcel (1889-1973) no quiso ser adscrito ni encasillado a ningún ismo, ni al existencialismo, ni al personalismo. Después de haber comentado cómo le impresionaron lo que llamó “técnicas de envilecimiento” de los nazis, o también la degradación de la persona en el racismo de los Estados Unidos o Suráfrica, escribe:
“Uno de los temas fundamentales de la ética kantiana es el del valor de la persona. Sin embargo, siempre me ha repugnado la denominación de personalista, incluso en el sentido que Emmanuel Mounier ha dado a esta palabra. Está demasiado cargada de asociaciones neocriticistas: pienso en el libro de Renouvier, Le personnalisme. Sobre este punto, tiendo a reprocharme no haber sido siempre bastante explícito, y eso es sin duda una consecuencia lamentable de no haber querido nunca no sólo crear un sistema, sino ni siquiera escribir un tratado en el sentido filosófico habitual de esta palabra.
“En lo concerniente a la persona, me parece que sería inconcebible que un pensador como Kant hubiera escrito obras de teatro, lo cual está unido, a mi modo de ver, a un formalismo al que yo nunca me he adherido. Es posible que sobre esto pudiéramos hablar mucho. No niego que, en la perspectiva de una ética racional, este formalismo presente un valor, ni siquiera que sea difícilmente evitable. Pero precisamente yo nunca me he preocupado por elaborar una ética racional. Mi preocupación ha sido muy diferente. En pocas palabras, puedo decir que lo que me ha importado ha sido, desde el nivel vital, entrar en relación fraterna con seres reconocidos como diferentes de mí y, desde el nivel del pensamiento reflexivo, investigar cómo era posible esa relación fraterna” (1).
Sin embargo, la noción de persona es central en su obra: “Retomando la distinción que Nygren introdujo entre Eros y Ágape, el Eros, tomado en su sentido romántico, consiste en una cierta aspiración a fundirse con el otro, o también con el otro en una unidad superior (o indiferenciada); el Ágape está, por el contrario, más allá de la fusión, no puede tener lugar más que en el mundo de los seres, diría incluso de las personas, si ese término después de Kant no hubiese sido tomado en una acepción demasiado formal y jurídica y que el personalismo contemporáneo, tan confuso, no me parece haber revalorizado. La más alta unidad, ¿no sería aquella que se crea entre seres capaces no solamente de reconocerse diferentes, sino de amarse en su diferencia misma? Semejante unidad se sitúa al lado opuesto de toda tentativa de reducción, pues en el fondo una reducción es siempre una descalificación” (2).
En una época en la que la cultura pasó del optimismo ingenuo a una angustia creciente por el desenlace de las dos guerras mundiales, Gabriel Marcel fue una de esas mentes vigilantes capaces de afirmar la esperanza en medio de la desolación, la alegría en medio del pesimismo, y el amor por encima del odio. Dramaturgo, compositor musical (sin llegar a profesionalizarse) y filósofo (como fue más conocido), puso todo su afán en testimoniar una esperanza basada en la fraternidad concreta y real en un mundo perdido en las abstracciones idealistas. Mientras el laureado Jean Paul Sartre proclamaba al absurdo y el infierno respecto de los demás, Gabriel Marcel descubría, precisamente en el amor de los seres queridos, el camino hacia el sentido de la realidad.
Convertido al catolicismo a los 39 años, toda su vida mantuvo ardiente su deseo de búsqueda con gran libertad e independencia: “Desde queme convertí al catolicismo, he dicho muy a menudo que he llegado a considerarme a mí mismo y a comportarme como filósofo del umbral. Un filósofo que más bien se dirige a aquellas personas que buscan a tientas y a menudo con gran angustia, que no a aquellas que han recibido una fe infalible” (3).
Notas
(1) Marcel, G.: En chemin, vers quel éveil?, Gallimard, Paris, 1971, p. 198.
(2) Marcel, G.: Los hombres contra lo humano, Hachette, Buenos Aires, 1955, p. 172.
(3) Marcel, G.: En busca de la verdad y la justicia, Herder, Barcelona, 1967, p. 99.
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