TERCERA ENTREGA
5 EL ROSAL BLANCO Y EL FRAC
Como si un genio mago lo guiara, consigue escribir en el pentagrama la inédita música.
La perfecciona durante muchos días y...
Esta mañana de sol, inesperadamente, sale.
Sócrates va a su lado sacudiendo el sedoso pelaje canela.
Los duendes van detrás.
Se preguntan si por fin decidió abandonar su encierro.
Caminan hasta la plaza del pueblo.
Una brisa fuerte anda soplando en los canteros, acariciando los pensamientos amarillos con pinceladas añil.
Al llegar, los niños detienen sus juegos y las bicicletas acallan sus timbres.
Él no es un desconocido y la gente habla de sus rarezas; hoy se puso el frac que lo hace parecer más alto y flaco todavía y esto causa admiración.
Piensan que está más loco que nunca.
Se para junto a un rosal que lo perfuma de blanco y comienza.
El aire revoltoso le infla la camisa agitando su corbata.
Las colas de la chaqueta vuelan como las cometas que desean aterrizar para oír mejor.
Los nenes se animan y palmean al compás.
Él gira bailando como un gitano y los chiquilines lo siguen en risueña caravana como al famoso flautista caza-ratones de Hamelin atrapados en la melodía que los envuelve, sabiendo que es un juego solamente.
Las ventanas se abren.
Las puertas también.
Don Julepe descubre al autor del fantástico preludio entre margaritas relucientes y sauces que besan el verde malaquita del pasto.
Debajo de las palmeras hay claveles punzó como brillantes amaneceres.
Todo es movimiento en las alas de las palomas y en las de las golondrinas que surcan oscuras el espacio, acariciando los labios del viento.
Y don Julepe se pone a pensar muchas cosas.
6 LAS LUCIÉRNAGAS Y LA REGLA DE ORO
Al atardecer, Arquímedes está sentado en un banco.
Ni cuenta se da que muere de hambre porque lo que descubrió en las campanillas es demasiado grande.
El pueblo entero vino a escucharlo.
El perro, echado en un cantero, bosteza y se despereza.
Su estómago rugiente protesta: es hora de volver a casa.
Los duendes encendieron los faroles y andan entre matorrales espumosos revisando las plantas, poniéndoles abono.
Las luces verde-lila de las luciérnagas los siguen y la escena abigarrada y menuda como una filigrana, tiene el encanto de siglos pasados.
El lucero titila en la azulina claridad del espacio acompañando a la luna llena anaranjada y enorme que se asoma entre el ramaje de los pinos.
En un instante llegan las hadas del monte trayendo perfumes de lavandas en sus faldas de gasa.
Se sientan en círculo y cantan.
Después le dicen al violinista que tiene que ayudar a la gente.
-Para esto, deberás salir definitivamente del desván.
-La música de la naturaleza será tu aliada.
-No te olvides de enseñarles la Regla de Oro.
-¿Cuál es?
-No hagas a los demás lo que no deseas que los demás te hagan a ti.
Amanece y las hadas desaparecen en un seto de hortensias.
Arquímedes hace un mimo en el hocico húmedo de Sócrates y se pone de pie.
Se va a su casa pensando:
-La Regla de Oro tendría que guiar y regir a este pícaro mundo.
El brillo bruñido del sol alarga las sombras y las copas de los árboles se inflaman con fuegos carmesí.
El rocío corona los pastos.
Un manto espléndido de gotas cristalinas se incendia con la luminosidad que se asoma en el horizonte.
5 EL ROSAL BLANCO Y EL FRAC
Como si un genio mago lo guiara, consigue escribir en el pentagrama la inédita música.
La perfecciona durante muchos días y...
Esta mañana de sol, inesperadamente, sale.
Sócrates va a su lado sacudiendo el sedoso pelaje canela.
Los duendes van detrás.
Se preguntan si por fin decidió abandonar su encierro.
Caminan hasta la plaza del pueblo.
Una brisa fuerte anda soplando en los canteros, acariciando los pensamientos amarillos con pinceladas añil.
Al llegar, los niños detienen sus juegos y las bicicletas acallan sus timbres.
Él no es un desconocido y la gente habla de sus rarezas; hoy se puso el frac que lo hace parecer más alto y flaco todavía y esto causa admiración.
Piensan que está más loco que nunca.
Se para junto a un rosal que lo perfuma de blanco y comienza.
El aire revoltoso le infla la camisa agitando su corbata.
Las colas de la chaqueta vuelan como las cometas que desean aterrizar para oír mejor.
Los nenes se animan y palmean al compás.
Él gira bailando como un gitano y los chiquilines lo siguen en risueña caravana como al famoso flautista caza-ratones de Hamelin atrapados en la melodía que los envuelve, sabiendo que es un juego solamente.
Las ventanas se abren.
Las puertas también.
Don Julepe descubre al autor del fantástico preludio entre margaritas relucientes y sauces que besan el verde malaquita del pasto.
Debajo de las palmeras hay claveles punzó como brillantes amaneceres.
Todo es movimiento en las alas de las palomas y en las de las golondrinas que surcan oscuras el espacio, acariciando los labios del viento.
Y don Julepe se pone a pensar muchas cosas.
6 LAS LUCIÉRNAGAS Y LA REGLA DE ORO
Al atardecer, Arquímedes está sentado en un banco.
Ni cuenta se da que muere de hambre porque lo que descubrió en las campanillas es demasiado grande.
El pueblo entero vino a escucharlo.
El perro, echado en un cantero, bosteza y se despereza.
Su estómago rugiente protesta: es hora de volver a casa.
Los duendes encendieron los faroles y andan entre matorrales espumosos revisando las plantas, poniéndoles abono.
Las luces verde-lila de las luciérnagas los siguen y la escena abigarrada y menuda como una filigrana, tiene el encanto de siglos pasados.
El lucero titila en la azulina claridad del espacio acompañando a la luna llena anaranjada y enorme que se asoma entre el ramaje de los pinos.
En un instante llegan las hadas del monte trayendo perfumes de lavandas en sus faldas de gasa.
Se sientan en círculo y cantan.
Después le dicen al violinista que tiene que ayudar a la gente.
-Para esto, deberás salir definitivamente del desván.
-La música de la naturaleza será tu aliada.
-No te olvides de enseñarles la Regla de Oro.
-¿Cuál es?
-No hagas a los demás lo que no deseas que los demás te hagan a ti.
Amanece y las hadas desaparecen en un seto de hortensias.
Arquímedes hace un mimo en el hocico húmedo de Sócrates y se pone de pie.
Se va a su casa pensando:
-La Regla de Oro tendría que guiar y regir a este pícaro mundo.
El brillo bruñido del sol alarga las sombras y las copas de los árboles se inflaman con fuegos carmesí.
El rocío corona los pastos.
Un manto espléndido de gotas cristalinas se incendia con la luminosidad que se asoma en el horizonte.
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