miércoles

LA MIRADA DE GUILLERMO FERNÁNDEZ


H.G.V. (reportajes remodelados)

TERCERA ENTREGA

AUGUSTO TORRES: LA MIRADA QUE VA MUCHO MÁS ALLÁ
entrevista oral reorganizada en forma de artículo y publicada
en el Nro 2 de la revista FUNDACIÓN / 1994


La pintura de Augusto Torres tiene perfiles propios que deben señalarse especialmente, ya que desde muy joven acompañó a su padre, Joaquín Torres García, en el momento en que éste consolidaba su universalismo constructivo. Existe entonces un relacionamiento estético y un momento común muy imbricado, muy fuerte, vivido entre padre e hijo. De ahí la importancia de señalar la parte de desarrollo personal y propio en el arte de Augusto.

La modernidad en vivo y en directo

Augusto Torres llega al Uruguay en 1934, ya con 20 años. Entre los 18 y los 20 años había trabajado como restaurador y conservador del Museo Etnográfico del Trocadero de París, lo que lo puso en contacto con las culturas primitivas. Fue un contacto completo, desde el punto de vista ideológico, informativo y práctico, acerca de la formación y la construcción de los objetos sobre los que trabajaba.

En ese mismo tiempo ya pintaba, concurriendo a la Academia de Ozenfant y Le Corbusier, donde estos dos maestros impartían una enseñanza dirigida a formar artistas en las bases de la modernidad. Es decir, Augusto trabajó en ese momento sobre las disciplinas abstractas, durante varios años. Y también concurrió al taller del escultor español Julio González, donde aprendió a trabajar el hierro y las soldaduras de hierro. En ese taller Picasso hizo sus primeras esculturas de montaje de hierros soldados, y Augusto participó como testigo presencial.

Mientras tanto asistía, además, junto con su padre, a las reuniones organizativas del grupo Cercle et Carré. Vale decir, que su vinculación con el arte moderno se produce durante su formación artística, y manteniendo contacto “en vivo y en directo” con el trabajo y el debate de toda una generación de donde surgirían maestros de la talla de Mondrian, Arp, Miró, etc. Esa situación privilegiada hace que el gran talento plástico de Augusto genere, ya a los 20 años, obras de una madurez y una calidad muy importantes. Curiosamente, además, no se puede considerar la pintura de esta etapa como cercana a la estética de su padre. Es una pintura de gran pureza formal, pero que no evoca los recursos o las preocupaciones formales de Torres García.

La intermediación montevideana

El segundo capítulo de la historia se sitúa en Montevideo. Los Torres llegan al Uruguay en 1934 y encuentran un país sacudido por la crisis del 30 y el Estado de Hecho, pero todavía firme en su prosperidad. Esta prosperidad, sin embargo, no había logrado engendrar una cultura plástica de gran consistencia. Barradas había muerto en 1928 y su obra era conocida sólo por un grupo de amigos, a la vez que Figari vivía en Buenos Aires, donde obtuvo mayor receptividad que en Montevideo.

Los pintores que iban a estudiar a París, como se iba en aquellos tiempos, trabajaban generalmente con André Lot, un pintor no apreciado en los centros de mayor interés. Y los escultores trabajaban con Bourdelle o con Despiau, que eran escultores de gran oficio pero del siglo XIX y no tenían ningún contacto con la escultura moderna.

Quiere decir que el Montevideo de los años 30 no estaba en condiciones, no tenía cultura visual ni referencias preparatorias para recibir con facilidad un lenguaje moderno frente al cual había un claro defasaje. Entonces, si bien Torres García es recibido como un maestro, con simpatía y buena disposición, apenas empieza a mostrar sus obras y a plantear sus ideas, se produce un doble juego: por un lado se conforma un núcleo de amigos que responde con interés -Torres convence- y por otro lado se produce un rechazo -un anillo, diríamos- frente a una realidad artística que no se comprende.

Con el grupo de amigos se organiza la Asociación de Arte Constructivo, en la que Augusto interviene, trabaja y expone. Pero esta Asociación de Arte Constructivo no llega a fructificar con el paso del tiempo y un día Torres decide disolverla. O sea que luego de varios años de su llegada al Uruguay se da cuenta de que para crear un verdadero ambiente -lo que constituía una de sus preocupaciones- era necesario plantear no solamente sus ideas y teorías vinculadas a la plástica, sino también formar otro tipo de artista en el marco de una nueva espiritualidad.

Y entonces allí comienza el trabajo con gente muy joven, y lo hace con una actitud muy amplia, ya que ha comprendido que si plantea exclusivamente las últimas referencias de la modernidad, no van a ser comprendidas o van a ser hechas como recetas. Por lo tanto, se empieza a pintar de muchas maneras. En este grupo de jóvenes están Edgardo y Alceu Ribeiro, Alpuy, Fonseca, y -con algunos años más y una formación pictórica y una cultura visual y referencias que aquí nadie tenía- el propio Augusto. Entonces Augusto pasa a cumplir, de alguna manera, un papel de intermediario, aunque él nunca haya aceptado ese rol y se comportaba como un alumno más de Torres. Pero en el Taller empieza a vérselo así.

La pintura en la luz

Es en ese momento que Augusto empieza a practicar, al igual que todo el Taller, una pintura visual, una pintura de la luz que constituía una prueba de la eficacia de la enseñanza de Torres, en el sentido de que sus alumnos no realizaban solamente obras geométricas y abstractas sino que también eran capaces de pintar los mejores retratos y afrontar temas variados con una solvencia indiscutible. Así empiezan a marcar una presencia y a competir, diríamos, con un ambiente que hasta entonces los tenía marginados.

Dentro de este proceso Augusto se constituye en una figura muy importante, porque la pintura visual es una de sus pasiones. Y en esta pintura visual Augusto aporta soluciones y calidades que no se habían visto y que no resultaban solamente discipulares, diríamos, en cuanto a la obra de Torres García. El esfuerzo, la tensión y la solución que concretó en esa pintura ejemplificada por retratos, bodegones y paisajes, pueden ubicarse dentro de sus logros más altos. Se trata, sin duda, de un trabajo impar no sólo en el Río de la Plata, porque allí se retoma un sentido de la mirada que va mucho más allá del llamado naturalismo y lo acerca a las grandes maestrías anteriores a la modernidad.

Es con los maestros venecianos -vale decir Giorgione, Tiziano, Tintoretto y Veronese- que se inicia un lenguaje donde la tonalidad de las obras y la rigurosa unidad gráfica produce lo que podríamos definir como la destrucción del objeto por la luz y la atmósfera. La fantástica ciencia ornamental que ellos poseían recoge todo un nuevo sistema de recursos pictóricos: desde entonces aparece una particular deformación luminosa y atmosférica que se ha dado en llamar la pintura de la luz. El barroco recibe esa herencia, creando los grandes lenguajes iluminados de Rembrandt y Velázquez. Y es especialmente Velázquez quien plasmará de un modo insuperable la espera del modelo a través del aire interpuesto, para recrearlo en un orden de pintura concreta.

Estamos refiriéndonos, naturalmente, a una línea de trasmisión histórica no continua: Chardin, Goya, Turner, Manet y los impresionistas también manejan esta difícil expresión, aunque tal vez será Cézanne el gran maestro paradigmático posterior al barroco. Augusto Torres se afilia a toda esta continuidad aportando, como decíamos, soluciones de gran altura.

Y años después retomará la pintura que había hecho en Europa y en sus primeros años montevideanos, una pintura geométrica de gran pureza que también figura entre lo más original de su obra. Este ciclo realizado a lo largo de los últimos veinte años nos ofrece un lenguaje emparentado con la pintura metafísica. A veces se trata de formas muy simples que aluden a objetos -aunque no en una forma descriptiva- con una luz que no es luz física, o paisajes de una gran sencillez donde aparece condensada toda una maestría que proviene también de haber experimentado muy profundamente la pintura de la luz.

GIOVANETTI SANNA: LA IMPECABLE LUZ MENTALcomentario publicado en el catálogo de la primera retrospectiva antológica de HUGO W. GIOVANETTI SANNA (1919 – 1979) que se realizó en el Centro de Artistas Plásticos del Uruguay / 1997

La obra plástica de Giovanetti está marcada tempranamente por una particular destreza personal: una precisión y un pulimento impecables para construir cualquier cosa a la que se aplicaba. Es así que, paralelamente al desarrollo de su pintura geométrica -donde operaba con gran solidez y facilidad, dentro de un campo tan complejo- participa, junto a José Collell, en las primeras experiencias de cerámica trabajada en barro que se realizaron en el Taller Torres García.

Lo que se había hecho hasta ese momento era la decoración y el vidriado de moldes industriales, pero Collell y Giovanetti, armando las formas con moldes de cartón y placas de barro finas y adaptando después la decoración a esas formas, lograron la primera cerámica constructiva integral, diríamos. Eso se desarrolló durante unos cuantos años, hasta que se consigue el engobe y una textura que no se había hecho en ninguna parte del mundo. Y eso va a constituir un giro dentro de la tradición del arte aplicado del T.T.G., que planteaba la decoración y el ornamento del objeto no sólo para obtener el buen diseño sino el reflejo de una idea universalista. Vale decir: la construcción del objeto como un espejo del mundo ideal.

Luego de esa etapa, en la que produce una cerámica muy elaborada, Giovanetti retoma sus mosaicos -aplicados a mesas o paneles- de maderas trabajadas pieza a pieza con navaja, lija y formón, donde respetando los colores naturales de la veta obtiene unas atmósferas preciosas.

Mientras tanto continúa pintando, y en la última época evoluciona hacia una pintura de imagen, de representación, aunque también en esos paisajes (los templos) hay un contenido, un reposo y una elaboración que no surgen totalmente de lo que podríamos llamar una pintura visual. Quiere decir que allí él consiguió unificar diferentes procesos de su estudio y agregarle otra gracia, diríamos, a la toma visual. Giovanetti era un hombre con un gran sentido de orden objetivo, y esos últimos paisajes -donde se respira una especie de aire de familia con los italianos, los modernos y los otros, y no porque Giovanetti estuviese interesado en los recursos de Chirico o de algún otro pintor en especial- aparecen respaldados por una concepción que era la misma que él tenía para la pintura geométrica. De ahí esa luz mental tan significativa.

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